Tras conocer
la histórica noticia que ha dado la vuelta al mundo por la trascendencia de su
significado, similar, se me antoja a mí, a la expectación generada, en su día, por los
Juicios de Nüremberg, no he podido evitar la tentación de imaginarme un
episodio que, en mi fantasía, bien habría podido tener lugar si a sus dos
protagonistas no los separasen treinta y trés años de edad, la evidente
pertenencia a clases sociales distintas, ni la innegable categoría humana que
los lleva a estar en polos opuestos.
Hoy, Rigoberta Menchú Tum, posee en su haber un
Premio Nobel de la Paz,
por su denodada lucha en pro de los Derechos Humanos, el Ex-Presidente del
Congreso de Guatemala, José Efraín Ríos Montt, sólo tiene un banquillo desde el
que responder, como autor de Crímenes contra la Humanidad, a las
preguntas que tengan a bien formularle en el Tribunal, durante el proceso, las
almas de 1.771 indígenas ixiles masacrados. Almas que acompañarán su "conciencia",
hasta el día en que exhale su último hálito… si es que la tiene.
Cuando aquella
mañana la pequeña Rigoberta llegó al Colegio, cansada y con los pies doloridos
por la larga caminata de cuatro kilómetros a través de espesa selva, desde su
casa, reparó en que había olvidado el cuaderno sobre la mesa de la cocina con
las tareas que le había impuesto la maestra el día anterior. Sintió una punzada
de angustia y unas irreprimibles ganas de llorar, pero ya era demasiado tarde
como para intentar volver y regresar a tiempo para la hora de la entrada
puntual en clase. Se levantaba, cada día, antes del amanecer, no sólo porque le
gustara realizar primorosamente las redacciones para la escuela y a esa hora
reinaba el silencio a su alrededor, sino porque tenía que ayudar, además, en
las labores que tenía encomendadas: darle de comer al ganado y acarrear el agua
para cubrir las necesidades diarias de toda la familia y de los animales que
poseían.
Rigoberta
pertenecía a una numerosísima familia de indígenas de la etnia maya-quiché, de
ahí sus rasgos físicos: tez, pelo y ojos oscuros, de un negro casi azulado.
Vivían en plena selva guatemalteca. Eran campesinos pobres que, a duras penas, salían
adelante con gran esfuerzo. A pesar de la radical oposición paterna, ella había conseguido, a
diferencia de sus hermanas mayores, ir a la escuela. Le gustaba, disfrutaba
estudiando y tenía mucha facilidad para el aprendizaje, al final, su padre se
había alegrado por la decisión, pues ahora no tenía que recurrir a ningún vecino que le leyera
las cartas que, rara vez, le eran remitidas y casi siempre por el Estado, que
exigía, implacable, el pago de impuestos, la mayoría de ellos gravaban,
únicamente, su origen indígena, se veían obligados, así, a pagar por el aire
que él, su esposa y su desnutrida prole, respiraban. También se alegró de las
inquietudes que presentaba la pequeña por instruirse y aprender cuando la hizo que lo
acompañara a la ciudad para comerciar con la cosecha anual. Desde que Rigoberta
conocía las letras y los números nadie había vuelto a engañarlo. Estaba
contento de que ella supiera leer y escribir, sumar y restar. No había sido
mala idea, finalmente, ceder a la insistencia de la niña.
La pequeña, se
sentó en el escalón de acceso al edificio que antes había sido una Misión
Española y que habían reconvertido en Escuela gratuita, a la que acudían los
niños de la zona, con independencia de su etnia y clase social. Había sido la
única condición impuesta por los religiosos españoles cuando el Gobierno
Guatemalteco les permitió abrir aquél Centro Educativo: que asistieran, sin excepción, todos y
cada uno de los niños en edad escolar en un radio de siete kilómetros.
Mientras
aguardaba, pacientemente, a que llegara la hora del inicio de las clases,
repasó mentalmente la redacción que había escrito con las primeras luces del
alba, así si la maestra le pedía que la leyese podría recitarla de memoria, la
tranquilizó aquella idea, no recibiría ningún castigo por ello. La había hecho,
cumpliendo diligentemente con su obligación, pero había dejado el cuaderno, por
descuido, olvidado en su casa. Vio aparecer a lo lejos a aquél niño que se
divertía martirizándola durante los recreos, con frecuencia se reía de sus pies
desnudos y jamás la llamaba por su nombre, le decía “indígena” o “perra india”,
le desagradaba aquél muchacho, le resultaba odioso. Presumía, el engreído,
constantemente de su ropa cara y se pasaba el día jugando “a las guerras”,
llevaba en la cartera una pistola de juguete que solía cargar de bolitas de
plástico que disparaba contra sus compañeros, especialmente a los que eran
indígenas, los insultaba y molestaba constantemente. Humillándolos hasta el
límite de obligarlos a imitar el sonido de los monos o a arrastrarse por el
suelo, gruñendo como los cerdos, bajo la amenaza de una inevitable agresión
que, indefectiblemente, siempre tenía lugar tras el denigrante episodio. Vio
como el niño empezaba a correr en su dirección, tan pronto como reparó en su
solitaria presencia, e imaginó entonces que sería para aprovechar la ausencia
de la maestra y quedar así impune ante el ataque, que sin duda, se proponía
acometer contra ella. Estaba ya preparada para recibir algún empellón o insulto,
pues era el habitual saludo matutino de aquél cafre, cuando de repente, el
muchacho quien se encontraba ya a escasos metros de ella, tropezó y fue a caer
de bruces con gran estruendo. Debió dañarse el tobillo pues aullaba
sujetándoselo con ambas manos, retorciéndose en una complicada contorsión.
Rigoberta se levantó, iba a ayudarlo a incorporarse mientras le preguntaba:
La usual
palidez del chico se había tornado de un carmesí arrebolado que encendía sus
mejillas y se extendía hasta los ojos, por los que parecía despedir llamaradas de fuego,
producto no tanto del dolor, como de la vergüenza ante su traspié y sonora
caída. Se levantó como pudo y en cuanto estuvo erguido, propinó una sonora
bofetada a la niña que enmudeció de estupor. Malhumorado y mascullando
maldiciones, Efraín se dirigió, entonces, cojeando hacia la puerta de la escuela,
sacudiéndose, con rabia, las coderas de la chaqueta azul de tergal. El joven ayudante de la
maestra se encontraba en ese momento abriendo la segunda hoja que se resistía a
ceder. Bandadas de niños somnolientos fueron aproximándose y cuando el mismo
ayudante, relamido y repeinado, hizo sonar la campana briosamente, los colegiales se
apresuraron, ruidosos, a entrar para ocupar sus respectivos pupitres. Instantes después hizo su entrada
la maestra, rechoncha y lustrosa, con un moño azabache sobre la nuca y unas
gafas metálicas. Tras dar los buenos días y apuntar, con grácil letra
redonda, la fecha en la esquina superior derecha de la desconchada pizarra,
preguntó si había algún voluntario que quisiera leer ante la clase la redacción, cuyo tema
era “Qué voy a ser cuando
crezca”. Una generalizada reacción de miradas hacia el suelo,
encogiendo los hombros y agachando la cabeza, en un intento inútil de hacerse
invisible, recorrió el aula. Entonces, a la maestra no le quedó otra opción:
- “Sí, señorita” – el dolorido demonio, de apenas once años, cogió
su cuaderno y se dirigió con una evidente, aunque digna, cojera hacia la
pizarra, donde unos instantes después dio inicio a la lectura de los primeros renglones
garrapateados y emborronados con letra picuda y trazo nervioso. Había
vertido sus sueños y esperanzas en aquella hoja de papel y ahora le daban la oportunidad
de leerlos ante el resto de los alumnos. Se aclaró la garganta antes de
comenzar, con gran parsimonia, la lenta lectura en la que se regodeaba
silabeando:
- “Cuando sea mayor seré militar. Voy a tener un
ejército que luchará y defenderá a Guatemala de sus enemigos, empezando por
esos indios piojosos a los que quemaré vivos en las chozas en las que viven
mientras estén dormidos, les quitaré sus tierras y…”.
- “¡Ya basta, José Efraín!… - interrumpió la maestra con severidad - Lo que has escrito es una
barbaridad. Guatemala es un país integrado por personas de diferentes etnias,
pero todos pertenecemos a él. Todos somos iguales, tenemos los mismos derechos
y obligaciones. Eso que has escrito está francamente mal. Te pondré muy mala nota
si no reescribes nuevamente tu redacción admitiendo tu error y disculpándote
por semejante tropelía”.
Dos
humillaciones en apenas diez minutos fueron demasiado para el endemoniado mocoso que no pudo contener
la rabia que lo invadió y arrojó el cuaderno contra el pequeño indígena, Luis
Vicente, que ocupaba la primera banca por sus problemas, no corregidos, de
visión deficitaria que le impedían ver la pizarra con nitidez a cierta distancia. Ocurrió en apenas unos
segundos, los que Efraín necesitó para alcanzar la puerta y gritar desde ella: “¡Algún día os mataré!.
Os lo juro, cerdos indios… ¡Os quemaré vivos a todos!”.
La maestra, que
aún tardó unos momentos en reaccionar, fingió que nada había ocurrido y se dirigió
a su alumna más aventajada, estaba convencida de que la niña haría olvidar
pronto a sus compañeros aquél abyecto episodio que acababan de presenciar, tenía una gran facilidad para la
narración y una voz dulce y cantarina. No obstante, tampoco le había pasado desapercibido
que durante la lectura de Efraín, la pequeña había hecho verdaderos esfuerzos por
contener las lágrimas. Rigoberta, como tantos otros indios, había presenciado e incluso sufrido en sus propias carnes los abusos y humillaciones, los malos
tratos y los injustificados castigos con los que los militares venían
hostigando cruelmente a la comunidad indígena de Guatemala. Suspiró.
La niña se
levantó obedientemente y se dirigió hacia el mismo punto donde había dado
inicio su predecesor a tan horrenda lectura. Sonrió y dio comienzo:
Efraín jamás
volvió a la escuela. Rigoberta supo luego que sus padres lo habían
matriculado en un exclusivo Liceo Francés en la ciudad, donde terminaría los
estudios antes de su ingreso en la Academia Militar. De hecho, no volvió a saber
nada más de su avieso compañero de pupitre hasta años después, al reconocerlo,
ya hombre, en aquél adusto militar de uniforme que ordenaba, con tanta insensibilidad
como frecuencia, el exterminio masivo de indígenas, sin que le temblara el
pulso al firmar la orden y cuyos discursos y arengas eran retransmitidos diariamente por la televisión,
enalteciendo así el despótico y sangriento gobierno que golpeó a la nación de
Guatemala durante su mesiánico poder. El del General Don José Efraín de los
Ríos Montt... que hoy rinde cuentas ante la Justicia por los atroces crímenes cometidos.
Ambos
cumplieron fielmente, sin saberlo, con sus expectativas cuando crecieron, aunque
jamás llegaran a entenderse. Estuvieron, desde el principio, condenados a no
hacerlo.
“Nada se parece tanto a la INJUSTICIA,
como la
JUSTICIA tardía…”
(Séneca)
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