Seguir este Blog

jueves, 21 de marzo de 2013

Rigoberta y Efraín nunca se entendieron.




Tras conocer la histórica noticia que ha dado la vuelta al mundo por la trascendencia de su significado, similar, se me antoja a mí, a la expectación generada, en su día, por los Juicios de Nüremberg, no he podido evitar la tentación de imaginarme un episodio que, en mi fantasía, bien habría podido tener lugar si a sus dos protagonistas no los separasen treinta y trés años de edad, la evidente pertenencia a clases sociales distintas, ni la innegable categoría humana que los lleva a estar en polos opuestos.
Hoy, Rigoberta Menchú Tum, posee en su haber un Premio Nobel de la Paz, por su denodada lucha en pro de los Derechos Humanos, el Ex-Presidente del Congreso de Guatemala, José Efraín Ríos Montt, sólo tiene un banquillo desde el que responder, como autor de Crímenes contra la Humanidad, a las preguntas que tengan a bien formularle en el Tribunal, durante el proceso, las almas de 1.771 indígenas ixiles masacrados. Almas que acompañarán su "conciencia", hasta el día en que exhale su último hálito… si es que la tiene.

Cuando aquella mañana la pequeña Rigoberta llegó al Colegio, cansada y con los pies doloridos por la larga caminata de cuatro kilómetros a través de espesa selva, desde su casa, reparó en que había olvidado el cuaderno sobre la mesa de la cocina con las tareas que le había impuesto la maestra el día anterior. Sintió una punzada de angustia y unas irreprimibles ganas de llorar, pero ya era demasiado tarde como para intentar volver y regresar a tiempo para la hora de la entrada puntual en clase. Se levantaba, cada día, antes del amanecer, no sólo porque le gustara realizar primorosamente las redacciones para la escuela y a esa hora reinaba el silencio a su alrededor, sino porque tenía que ayudar, además, en las labores que tenía encomendadas: darle de comer al ganado y acarrear el agua para cubrir las necesidades diarias de toda la familia y de los animales que poseían.

Rigoberta pertenecía a una numerosísima familia de indígenas de la etnia maya-quiché, de ahí sus rasgos físicos: tez, pelo y ojos oscuros, de un negro casi azulado. Vivían en plena selva guatemalteca. Eran campesinos pobres que, a duras penas, salían adelante con gran esfuerzo. A pesar de la radical oposición paterna, ella había conseguido, a diferencia de sus hermanas mayores, ir a la escuela. Le gustaba, disfrutaba estudiando y tenía mucha facilidad para el aprendizaje, al final, su padre se había alegrado por la decisión, pues ahora no tenía que recurrir a ningún vecino que le leyera las cartas que, rara vez, le eran remitidas y casi siempre por el Estado, que exigía, implacable, el pago de impuestos, la mayoría de ellos gravaban, únicamente, su origen indígena, se veían obligados, así, a pagar por el aire que él, su esposa y su desnutrida prole, respiraban. También se alegró de las inquietudes que presentaba la pequeña por instruirse y aprender cuando la hizo que lo acompañara a la ciudad para comerciar con la cosecha anual. Desde que Rigoberta conocía las letras y los números nadie había vuelto a engañarlo. Estaba contento de que ella supiera leer y escribir, sumar y restar. No había sido mala idea, finalmente, ceder a la insistencia de la niña.

La pequeña, se sentó en el escalón de acceso al edificio que antes había sido una Misión Española y que habían reconvertido en Escuela gratuita, a la que acudían los niños de la zona, con independencia de su etnia y clase social. Había sido la única condición impuesta por los religiosos españoles cuando el Gobierno Guatemalteco les permitió abrir aquél Centro Educativo: que asistieran, sin excepción, todos y cada uno de los niños en edad escolar en un radio de siete kilómetros.

Mientras aguardaba, pacientemente, a que llegara la hora del inicio de las clases, repasó mentalmente la redacción que había escrito con las primeras luces del alba, así si la maestra le pedía que la leyese podría recitarla de memoria, la tranquilizó aquella idea, no recibiría ningún castigo por ello. La había hecho, cumpliendo diligentemente con su obligación, pero había dejado el cuaderno, por descuido, olvidado en su casa. Vio aparecer a lo lejos a aquél niño que se divertía martirizándola durante los recreos, con frecuencia se reía de sus pies desnudos y jamás la llamaba por su nombre, le decía “indígena” o “perra india”, le desagradaba aquél muchacho, le resultaba odioso. Presumía, el engreído, constantemente de su ropa cara y se pasaba el día jugando “a las guerras”, llevaba en la cartera una pistola de juguete que solía cargar de bolitas de plástico que disparaba contra sus compañeros, especialmente a los que eran indígenas, los insultaba y molestaba constantemente. Humillándolos hasta el límite de obligarlos a imitar el sonido de los monos o a arrastrarse por el suelo, gruñendo como los cerdos, bajo la amenaza de una inevitable agresión que, indefectiblemente, siempre tenía lugar tras el denigrante episodio. Vio como el niño empezaba a correr en su dirección, tan pronto como reparó en su solitaria presencia, e imaginó entonces que sería para aprovechar la ausencia de la maestra y quedar así impune ante el ataque, que sin duda, se proponía acometer contra ella. Estaba ya preparada para recibir algún empellón o insulto, pues era el habitual saludo matutino de aquél cafre, cuando de repente, el muchacho quien se encontraba ya a escasos metros de ella, tropezó y fue a caer de bruces con gran estruendo. Debió dañarse el tobillo pues aullaba sujetándoselo con ambas manos, retorciéndose en una complicada contorsión. Rigoberta se levantó, iba a ayudarlo a incorporarse mientras le preguntaba:

-          “¿Estás bien, Efraín?, ¿te has hecho daño?. ¿Te duele?” – Rigoberta le tendió la mano para ayudarle a incorporarse.

-          “¡No me toques, puerca! – le gritó – me has tirado al suelo.  ¡Has sido tú!.¡Cerda apestosa, ya me las pagarás!” – escupió su ira en el mismo rostro de Rigoberta.

La usual palidez del chico se había tornado de un carmesí arrebolado que encendía sus mejillas y se extendía hasta los ojos, por los que parecía despedir llamaradas de fuego, producto no tanto del dolor, como de la vergüenza ante su traspié y sonora caída. Se levantó como pudo y en cuanto estuvo erguido, propinó una sonora bofetada a la niña que enmudeció de estupor. Malhumorado y mascullando maldiciones, Efraín se dirigió, entonces, cojeando hacia la puerta de la escuela, sacudiéndose, con rabia, las coderas de la chaqueta azul de tergal. El joven ayudante de la maestra se encontraba en ese momento abriendo la segunda hoja que se resistía a ceder. Bandadas de niños somnolientos fueron aproximándose y cuando el mismo ayudante, relamido y repeinado, hizo sonar la campana briosamente, los colegiales se apresuraron, ruidosos, a entrar para ocupar sus respectivos pupitres. Instantes después hizo su entrada la maestra, rechoncha y lustrosa, con un moño azabache sobre la nuca y unas gafas metálicas. Tras dar los buenos días y apuntar, con grácil letra redonda, la fecha en la esquina superior derecha de la desconchada pizarra, preguntó si había algún voluntario que quisiera leer ante la clase la redacción, cuyo tema era “Qué voy a ser cuando crezca”. Una generalizada reacción de miradas hacia el suelo, encogiendo los hombros y agachando la cabeza, en un intento inútil de hacerse invisible, recorrió el aula. Entonces, a la maestra no le quedó otra opción:

-          “José Efraín Ríos, ¿querrías por favor proceder a la lectura de tu redacción?”.

-          “Sí, señorita” – el dolorido demonio, de apenas once años, cogió su cuaderno y se dirigió con una evidente, aunque digna, cojera hacia la pizarra, donde unos instantes después dio inicio a la lectura de los primeros renglones garrapateados y emborronados con letra picuda y trazo nervioso. Había vertido sus sueños y esperanzas en aquella hoja de papel y ahora le daban la oportunidad de leerlos ante el resto de los alumnos. Se aclaró la garganta antes de comenzar, con gran parsimonia, la lenta lectura en la que se regodeaba silabeando:

- “Cuando sea mayor seré militar. Voy a tener un ejército que luchará y defenderá a Guatemala de sus enemigos, empezando por esos indios piojosos a los que quemaré vivos en las chozas en las que viven mientras estén dormidos, les quitaré sus tierras y…”.


-          “¡Ya basta, José Efraín!… - interrumpió la maestra con severidad - Lo que has escrito es una barbaridad. Guatemala es un país integrado por personas de diferentes etnias, pero todos pertenecemos a él. Todos somos iguales, tenemos los mismos derechos y obligaciones. Eso que has escrito está francamente mal. Te pondré muy mala nota si no reescribes nuevamente tu redacción admitiendo tu error y disculpándote por semejante tropelía”.

Dos humillaciones en apenas diez minutos fueron demasiado para el endemoniado mocoso que no pudo contener la rabia que lo invadió y arrojó el cuaderno contra el pequeño indígena, Luis Vicente, que ocupaba la primera banca por sus problemas, no corregidos, de visión deficitaria que le impedían ver la pizarra con nitidez a cierta distancia. Ocurrió en apenas unos segundos, los que Efraín necesitó para alcanzar la puerta y gritar desde ella: “¡Algún día os mataré!. Os lo juro, cerdos indios… ¡Os quemaré vivos a todos!”.

La maestra, que aún tardó unos momentos en reaccionar, fingió que nada había ocurrido y se dirigió a su alumna más aventajada, estaba convencida de que la niña haría olvidar pronto a sus compañeros aquél abyecto episodio que acababan de presenciar, tenía una gran facilidad para la narración y una voz dulce y cantarina. No obstante, tampoco le había pasado desapercibido que durante la lectura de Efraín, la pequeña había hecho verdaderos esfuerzos por contener las lágrimas. Rigoberta, como tantos otros indios, había presenciado e incluso sufrido en sus propias carnes los abusos y humillaciones, los malos tratos y los injustificados castigos con los que los militares venían hostigando cruelmente a la comunidad indígena de Guatemala. Suspiró.

-          “Rigoberta, ¿querrás leernos tú la tuya ahora, por favor?”.

-          “La he olvidado en casa, pero puedo recitarla porque me la sé de memoria, señorita”.

-          “Adelante…” .

La niña se levantó obedientemente y se dirigió hacia el mismo punto donde había dado inicio su predecesor a tan horrenda lectura. Sonrió y dio comienzo:

-       “Cuando sea mayor voy a ayudar a todos los guatemaltecos, especialmente a las guatemaltecas que viven en la selva. Voy a dedicar mi empeño y mi esfuerzo a que aprendan y a que puedan ir a la escuela. Todos somos iguales y debemos tener los mismos derechos, nadie debe ser privado de la educación … (…)… Y todo eso es lo que voy a hacer cuando crezca. Me llamo Rigoberta Menchú y así nacerá mi conciencia” – concluyó unos minutos después -. Sin duda tenía razón la pequeña nieta de los Mayas, años más tarde, esa frase, precisamente, encabezaría su conocido discurso: “Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia…”

Efraín jamás volvió a la escuela. Rigoberta supo luego que sus padres lo habían matriculado en un exclusivo Liceo Francés en la ciudad, donde terminaría los estudios antes de su ingreso en la Academia Militar. De hecho, no volvió a saber nada más de su avieso compañero de pupitre hasta años después, al reconocerlo, ya hombre, en aquél adusto militar de uniforme que ordenaba, con tanta insensibilidad como frecuencia, el exterminio masivo de indígenas, sin que le temblara el pulso al firmar la orden y cuyos discursos y arengas eran retransmitidos diariamente por la televisión, enalteciendo así el despótico y sangriento gobierno que golpeó a la nación de Guatemala durante su mesiánico poder. El del General Don José Efraín de los Ríos Montt... que hoy rinde cuentas ante la Justicia por los atroces crímenes cometidos.

Ambos cumplieron fielmente, sin saberlo, con sus expectativas cuando crecieron, aunque jamás llegaran a entenderse. Estuvieron, desde el principio, condenados a no hacerlo.

“Nada se parece tanto a la INJUSTICIA,
como la JUSTICIA tardía…”
(Séneca)



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu participación en este Blog, recuerda que tu comentario será visible una vez sea validado.