Cuando esta
mañana he entrado en aquél pequeño cuartucho, atestado de pares de zapatos,
remendados, unos; a la espera de su compostura, otros, un fuerte olor a goma,
piel recalentada y pegamento inundaba la pequeña estancia, cargando el ambiente
hasta hacerlo, casi, irrespirable.
Estaba
aguardando mi turno pacientemente, pues el arremangado regente estaba
haciéndose cargo de dos buques ortopédicos que, al parecer y a pesar de haber
sido, previamente, sometidos a tortura en la correspondiente horma, seguían sin
claudicar a la anchura requerida por su paquiderma propietaria.
Las paredes,
cubiertas de calendarios y anuncios de “VENDO
O ALQUILO”, destilaban, o eso me ha parecido a mí, una mugrienta soledad.
Me pregunto cómo se sentirán los zapatos, cuando al final de cada jornada, el
zapatero remendón baje la persiana metálica y todo quede sumido en una pegajosa oscuridad. En silencio. He
intentado pensar como un zapato, sentir como un zapato. No ha sido difícil, me
ha bastado con echar una ojeada a un par de botas desmadejadas que había en un
rincón, de las que asomaba por una de sus flácidas cañas, en un trozo de papel
cuadriculado, con una letra de trazos torpes, garabateado a lápiz el nombre de su
propietario. “Esas botas se sienten abandonadas - me he dicho - no hay más que mirarlas a la
cara para ver la infinita tristeza que experimentan al saberse conocedoras del
fin de su existencia, durante su juventud, cuando eran un par de flamantes y
soberbias botas tachonadas, de cowboy, su dueño las mimaba, nutriéndolas cada noche tras su
uso. Presumía de ellas. Hoy, en ese discreto rincón, esperan, inútilmente, su
recogida. Ajadas. Humilladas. Olvidadas”.
No he podido
evitar fijarme entonces, en otros de aguja, de un flamante color rojo, su
estancia allí obedece al ímpetu de una cuidadosa novedad, pues únicamente se
encontraban a la espera de sustituir las tapillas que hicieran más seguro su
uso por la propietaria, a quién me he imaginado recreándose ante la imagen que,
cada mañana, le devuelve el espejo, ensayando ridículas posturas que le hicieran lucir
espectacular sobre aquella atalaya acharolada. “Disfrutad”, les he dicho con
ironía al petulante par que me miraban altaneros, “disfrutad mientras podáis, pronto seréis desterrados
al más profundo, frío y recóndito lugar de un armario que supondrá vuestra prisión, un
encierro en vida, tan pronto como cambie la estación o dejéis de aparecer en
catálogos…” He sonreído, consciente de mi malicia, les estará bien empleado a
ese par de engreídos tan deshonroso fin. No merecen otro.
En mi
distraído recorrido visual me he topado, también, con unos más pequeños, los
típicos de colegial, esos que las madres compran una o dos tallas más y
que acomodan, ingeniosamente, con plantillas a los infantiles pies, para que duren. Ya que se
hace la inversión hay que amortizarla. La suela gruesa y el material resistente. Zapatos de
calidad. A prueba de patadas a balones y a cualquier otro corpúsculo que obstaculice el camino, chapoteo en charcos y desollones por
derrape. Se encontraban descansando, he pensado, "están aquí a modo de relajante estancia en un balneario,
reponiéndose tras el trote y a la espera de recuperar las fuerzas perdidas por
la dura batalla de su portador". Un portador que, por el tamaño de los mismos, se debía encontrar en la plenitud de la etapa destructiva.
Dispuestos sobre la mesa de trabajo del artesano, he
podido ver los que, sin duda, eran amados y estimados, sin límite, por su
propietario: unos elegantes zapatos de caballero. Cordones, corte inglés y
color marrón. Muy lustrados. Evidentemente, habían sido recompuestos por las experimentadas manos
del zapatero una y mil veces, en una obcecada resistencia de su propietario a
desprenderse de ellos y su denodada pugna por mantenerlos en un más que aceptable estado de conservación. “Sois afortunados”, les he dicho, “os quieren porque
sois preciosos y, sin duda, caros. Os miman, os cuidan con la única
intencionalidad de no desprenderse de vosotros… Normal, tenéis tan buena pinta.
Elegantes, cómodos… ¡Chicos, lo tenéis todo ciertamente!. Triunfadores”.
Más allá del
mostrador, sobre una tabla desnivelada que hacía las veces de desvencijada
repisa, por el exceso de peso soportado, se amontonaban una amalgama de
zapatos, sin ningún criterio ni orden, descansando unos sobre otros. Me ha venido
a la mente la espeluznante imagen de una “fosa común”, donde los parias, los desahuciados –
por feos o por su mala calidad -, yacen durmiendo el sueño del olvido de
quienes una vez los calzaron pero que, sin duda, han terminado decidiendo ya que
no merecía la pena invertir ni un solo céntimo más en ellos. Pobres y miserables… escucho
sus silenciosos lamentos, algunos con resentimiento, otros, con una profunda
tristeza que les rememora tiempos mejores, cuando por ser jóvenes, que no
siempre bonitos, le dispensaban un mejor tratamiento. Es el desgarrador lamento del
desuso. Ha sido en ese momento cuando he apretado contra mi pecho a mi par de botines de piel de potro que
iban cómodamente dispuestos en su funda, como queriendo infundirles el ánimo y
mi rotunda decisión de evitarles, algún día, tan cruel destino. “No bonitos, vosotros
sois preciosos. Unos verdaderos zapatos de tacón. De calidad. De marca…”, les he
susurrado, intentando interponerme entre ellos y la horrorosa visión de aquel despiadado hacinamiento. Tan preocupada andaba yo intentando evitar el menor padecimiento de mis amados
botines que me ha sobresaltado el “¿Qué va a ser?” del zapatero que devolvía el lapicero a su oreja derecha. Con gran
esmero y un sumo cuidado, casi reverencial, he procedido lentamente a extraer
cada uno de mis dos botines, los he acariciado y he dicho “Las tapillas…
empiezan a estar un poco gastados”.
- "Puede pasar a recogerlos …" - ha mirado hacia uno de los almanaques sopesando la fecha -.
- "¿Cómo?, ¡ah no…! - creo que lo he dicho con un énfasis histriónico, desmedido, fruto de un arranque psicótico - los
necesito con urgencia, si no me los puede arreglar en el acto, me los llevo".
No iba yo a permitir que se quedaran allí mis dos joyas, entre "vagos y
maleantes de baja estofa", de una más que sospechosa procedencia y origen: China o cualquier mercadillo ambulante. Los míos son de marca. Creo que, sobre el mostrador, se han tranquilizado al escuchar la
rotundidad de mi discurso, pues he podido percibir un suspiro de alivio.
- "Bien, en ese caso,
déjemelos y los tendrá listos en un minuto".
- "Aquí, los tiene. Con
cuidado, por favor, no quiero que se estropee el tacón… Cuide de no manchar la piel tampoco". - ¡Impertinente!, me de dicho luego.
Lo triste de
todo esto es que cuando, una vez debidamente recompuestos los he devuelto, con
gran mimo a su mullido transportín, no merecen menor tratamiento, he pensado lo soez que, con frecuencia, puede llegar a ser la naturaleza del ser
humano, al valorar a las personas, únicamente, por la apariencia – entre la que
se ha de incluir, necesaria y lógicamente, la de sus zapatos -.
“El
mundo recompensa antes las apariencias de mérito que al mérito mismo”.
F.
de la Rochefoucauld.
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