Seguir este Blog

miércoles, 20 de marzo de 2013

La soledad de unos zapatos usados.






Cuando esta mañana he entrado en aquél pequeño cuartucho, atestado de pares de zapatos, remendados, unos; a la espera de su compostura, otros, un fuerte olor a goma, piel recalentada y pegamento inundaba la pequeña estancia, cargando el ambiente hasta hacerlo, casi, irrespirable.

Estaba aguardando mi turno pacientemente, pues el arremangado regente estaba haciéndose cargo de dos buques ortopédicos que, al parecer y a pesar de haber sido, previamente, sometidos a tortura en la correspondiente horma, seguían sin claudicar a la anchura requerida por su paquiderma propietaria.

Las paredes, cubiertas de calendarios y anuncios de “VENDO O ALQUILO”, destilaban, o eso me ha parecido a mí, una mugrienta soledad. Me pregunto cómo se sentirán los zapatos, cuando al final de cada jornada, el zapatero remendón baje la persiana metálica y todo quede sumido en una pegajosa oscuridad. En silencio. He intentado pensar como un zapato, sentir como un zapato. No ha sido difícil, me ha bastado con echar una ojeada a un par de botas desmadejadas que había en un rincón, de las que asomaba por una de sus flácidas cañas, en un trozo de papel cuadriculado, con una letra de trazos torpes, garabateado a lápiz el nombre de su propietario. “Esas botas se sienten abandonadas -  me he dicho - no hay más que mirarlas a la cara para ver la infinita tristeza que experimentan al saberse conocedoras del fin de su existencia, durante su juventud, cuando eran un par de flamantes y soberbias botas tachonadas, de cowboy, su dueño las mimaba, nutriéndolas cada noche tras su uso. Presumía de ellas. Hoy, en ese discreto rincón, esperan, inútilmente, su recogida. Ajadas. Humilladas. Olvidadas”.

No he podido evitar fijarme entonces, en otros de aguja, de un flamante color rojo, su estancia allí obedece al ímpetu de una cuidadosa novedad, pues únicamente se encontraban a la espera de sustituir las tapillas que hicieran más seguro su uso por la propietaria, a quién me he imaginado recreándose ante la imagen que, cada mañana, le devuelve el espejo, ensayando ridículas posturas que le hicieran lucir espectacular sobre aquella atalaya acharolada. “Disfrutad”, les he dicho con ironía al petulante par que me miraban altaneros, “disfrutad mientras podáis, pronto seréis desterrados al más profundo, frío y recóndito lugar de un armario que supondrá vuestra prisión, un encierro en vida, tan pronto como cambie la estación o dejéis de aparecer en catálogos…” He sonreído, consciente de mi malicia, les estará bien empleado a ese par de engreídos tan deshonroso fin. No merecen otro.

En mi distraído recorrido visual me he topado, también, con unos más pequeños, los típicos de colegial, esos que las madres compran una o dos tallas más y que acomodan, ingeniosamente, con plantillas a los infantiles pies, para que duren. Ya que se hace la inversión hay que amortizarla. La suela gruesa y el material resistente. Zapatos de calidad. A prueba de patadas a balones y a cualquier otro corpúsculo que obstaculice el camino, chapoteo en charcos y desollones por derrape. Se encontraban descansando, he pensado, "están aquí a modo de relajante estancia en un balneario, reponiéndose tras el trote y a la espera de recuperar las fuerzas perdidas por la dura batalla de su portador". Un portador que, por el tamaño de los mismos, se debía encontrar en la plenitud de la etapa destructiva.

Dispuestos sobre la mesa de trabajo del artesano, he podido ver los que, sin duda, eran amados y estimados, sin límite, por su propietario: unos elegantes zapatos de caballero. Cordones, corte inglés y color marrón. Muy lustrados. Evidentemente, habían sido recompuestos por las experimentadas manos del zapatero una y mil veces, en una obcecada resistencia de su propietario a desprenderse de ellos y su denodada pugna por mantenerlos en un más que aceptable estado de conservación. “Sois afortunados”, les he dicho, “os quieren porque sois preciosos y, sin duda, caros. Os miman, os cuidan con la única intencionalidad de no desprenderse de vosotros… Normal, tenéis tan buena pinta. Elegantes, cómodos… ¡Chicos, lo tenéis todo ciertamente!. Triunfadores”.

Más allá del mostrador, sobre una tabla desnivelada que hacía las veces de desvencijada repisa, por el exceso de peso soportado, se amontonaban una amalgama de zapatos, sin ningún criterio ni orden, descansando unos sobre otros. Me ha venido a la mente la espeluznante imagen de una “fosa común”, donde los parias, los desahuciados – por feos o por su mala calidad -, yacen durmiendo el sueño del olvido de quienes una vez los calzaron pero que, sin duda, han terminado decidiendo ya que no merecía la pena invertir ni un solo céntimo más en ellos. Pobres y miserables… escucho sus silenciosos lamentos, algunos con resentimiento, otros, con una profunda tristeza que les rememora tiempos mejores, cuando por ser jóvenes, que no siempre bonitos, le dispensaban un mejor tratamiento. Es el desgarrador lamento del desuso. Ha sido en ese momento cuando he apretado contra mi pecho a mi par de botines de piel de potro que iban cómodamente dispuestos en su funda, como queriendo infundirles el ánimo y mi rotunda decisión de evitarles, algún día, tan cruel destino. “No bonitos, vosotros sois preciosos. Unos verdaderos zapatos de tacón. De calidad. De marca…”, les he susurrado, intentando interponerme entre ellos y la horrorosa visión de aquel despiadado hacinamiento. Tan preocupada andaba yo intentando evitar el menor padecimiento de mis amados botines que me ha sobresaltado el “¿Qué va a ser?” del zapatero que devolvía el lapicero a su oreja derecha. Con gran esmero y un sumo cuidado, casi reverencial, he procedido lentamente a extraer cada uno de mis dos botines, los he acariciado y he dicho “Las tapillas… empiezan a estar un poco gastados”.

-        "Puede pasar a recogerlos …" - ha mirado hacia uno de los almanaques sopesando la fecha -.
-      "¿Cómo?, ¡ah no…! - creo que lo he dicho con un énfasis histriónico, desmedido, fruto de un arranque psicótico - los necesito con urgencia, si no me los puede arreglar en el acto, me los llevo". No iba yo a permitir que se quedaran allí mis dos joyas, entre "vagos y maleantes de baja estofa", de una más que sospechosa procedencia y origen: China o cualquier mercadillo ambulante. Los míos son de marca. Creo que, sobre el mostrador, se han tranquilizado al escuchar la rotundidad de mi discurso, pues he podido percibir un suspiro de alivio.
-        "Bien, en ese caso, déjemelos y los tendrá listos en un minuto".
-     "Aquí, los tiene. Con cuidado, por favor, no quiero que se estropee el tacón… Cuide de no manchar la piel tampoco". - ¡Impertinente!, me de dicho luego.

Lo triste de todo esto es que cuando, una vez debidamente recompuestos los he devuelto, con gran mimo a su mullido transportín, no merecen menor tratamiento, he pensado lo soez que, con frecuencia, puede llegar a ser la naturaleza del ser humano, al valorar a las personas, únicamente, por la apariencia – entre la que se ha de incluir, necesaria y lógicamente, la de sus zapatos -.

“El mundo recompensa antes las apariencias de mérito que al mérito mismo”.
F. de la Rochefoucauld.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu participación en este Blog, recuerda que tu comentario será visible una vez sea validado.