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domingo, 2 de marzo de 2014

En el Jardín de los Eucaliptos.



La camiseta y el ligero pantalón corto resultan insuficientes, a pesar de ser un caluroso día de verano, y comienzo a tiritar. El ambiente es húmedo y el rincón, al que no accede la luz del sol, resulta fresco, demasiado quizás, por lo que hace tiempo que mi guarida dejó ya de ser un ansiado alivio ante el calor imperante con el que se ha despertado este día de mediados de agosto. Tengo la piel de gallina, pero me resisto a abandonar el escondite que, hace unos días, descubrí por casualidad. Es un sitio estupendo para observar sin ser vista y para mantener a salvo los tesoros que guardo en la lata de Cola Cao: mis clicks de Famobil, el rotulador mágico que desaparece al pasarle el de color blanco por encima, los sellos que traían las cartas que enviaba el tío desde distintos puntos del otro extremo del mundo, un sobre de Peta Zetas sabor cola, el "yo-yo" de Pipi Calzaslargas, doce cromos de Tarzán y una moneda, brillante y con extraños símbolos, de un lejano país cuyo nombre no consigo recordar que me dio mi abuelo el año pasado. Miro mi rodilla derecha, la tirita que cubre la herida se ha desplazado ligeramente, dejando a la vista el borde del rasguño, la coloco con cuidado en su lugar haciendo una ligera presión en los extremos, a pesar de que el adhesivo ha perdido eficacia debido a la humedad de la sudoración, y sé que pronto volverá a desprenderse.

Huele a eucalipto y a tierra húmeda, aspiro el aroma que me cautiva con los ojos cerrados, en un intento de aprehenderlo. Es éste, el jardín de los eucaliptos, que se sitúa en la parte trasera de la casa, el que perfuma el aire, su olor puede percibirse desde la distancia. 

Puede que lleve aquí, en este aromático remanso, toda la vida pero no ha sido hasta hace poco cuando he descubierto una pequeña oquedad en un tronco que da paso al interior del árbol, ya muerto. Es la reducida estancia, en penumbra, en la que ahora me encuentro. Es difícil percibirla desde fuera, al encontrarse en una hondonada natural del terreno, rodeada de otros árboles más altos. Saco el paquete de chicles Bang Bang del bolsillo, aún me quedan dos y decido que es un buen momento para tomarme uno. En apenas unos segundos la boca queda invadida por una enorme masa pegajosa y excesivamente dulce que se me adhiere a los dientes, los intentos por mascarla motivan un pertinaz dolor en las mandíbulas que, aunque va en aumento, me parece muy placentero, sigo masticando con insistencia hasta conseguir que el chicle se reblandezca, mientras el azúcar glassè asciende por mis fosas nasales, provocándome un agradable picor que no deja de hormiguearme por la nariz. Ya puedo hacer pompas. Me encanta hacer estallar las de Bang Bang de fresa, he conseguido, con gran dedicación, instaurarlo como todo un arte, soy capaz de insuflar pompas gigantes, de esas que al explotar dejan restos pegados en la punta de la nariz e, incluso, en las cejas o en la raíz del pelo. Termino de quitarme los últimos pegotes de chicle con una sensación viscosa en la cara. Me froto los brazos y las piernas en un intento de desentumecerlos y de aliviar el frío. Me limpio las manos en la camiseta para coger el comic de Spiderman que he traído conmigo. Es nuevo y lo he estado reservando hasta encontrar el momento adecuado para empezar a leerlo sin sufrir las molestas interrupciones de invitaciones, por parte de mis hermanas, a aburridos juegos en los que siempre me niego a participar. Es éste el instante idóneo, estoy sola en un lugar tranquilo y apacible, me rodea el silencio que tanto me gusta escuchar, interrumpido tan sólo, por mi respiración y alguna chicharra lejana. Como quien da inicio a un rito litúrgico, abro el librillo con animaciones del Superhéroe, ceremoniosamente, aspirando el olor de la tinta, intentando no deteriorar sus páginas que acaricio con mimo y luchando, sobre todo, contra la tentación de anticiparme y ver las escenas finales...

Cuando por fín termino de leer la última viñeta, tras una nueva y más que previsible victoria del alter ego de Peter Parker sobre el mal que acecha la ciudad de Nueva York, en esta ocasión encarnado por el enfurecido Rino, ya he perdido la noción del tiempo, aunque debe ser la hora de la comida, imagino, el estómago empieza a emitir esos ruidos sintomáticos de la falta de alimento. Me arrepiento, ahora, de no haber cogido un par de esas ciruelas que había en el frutero de la mesa de la cocina, podría haber alargado, así, un poco más mi excursión. Pienso en las hermosas ciruelas rojas, brillantes y jugosas… La boca se me hace agua, mientras me pregunto qué habrá hoy para comer, me ha parecido ver sobre la encimera, cuando he salido a hurtadillas, en dirección a mi escondite, una gran cesta de vegetales aguardando para ser lavados. “Ojalá haya espinacas, me encantan las espinacas”. Enrollo con mucho cuidado el comic para poder llevarlo en el bolsillo trasero del pantalón sin que se estropee, me aseguro de que la lata que contiene mis tesoros secretos sigue cerrada y en su sitio y salgo del interior del tronco después de tomar todas las precauciones, innecesarias, para abandonarlo sin ser vista, no quiero que mi escondite privado deje de serlo por alguna mirada indiscreta que me obligue a compartir su existencia. La luz resplandeciente del sol me golpea la cara a la salida, cegándome momentáneamente, parpadeo un par de veces hasta acostumbrarme a la claridad y recibo la cálida caricia de sus rayos sobre mis hombros. Miro hacia arriba, las ramas de los eucaliptos refulgen con irisaciones doradas y plateadas sobre mi cabeza. Oigo entonces a mi madre que, imponiéndose al ensordecedor estruendo de las chicharras, me llama. “Ojalá haya espinacas”, vuelvo a desear, mientras me apresuro corriendo hacia el porche y veo que la mesa está puesta, y mis padres y mis hermanas ya están sentados en sus respectivos sitios en animada charla. Hasta mí llega el apetitoso olor de las espinacas recién cocinadas…

Abro los ojos y sólo percibo la luz del sol que, a retazos, se filtra por los minúsculos agujeros del sombrero de paja con el que me he cubierto la cara antes de tumbarme sobre el banco de madera. Creo que he dormido un buen rato. Me desperezo lentamente mientras me envuelve el penetrante aroma de los eucaliptos y la calidez del ambiente soleado de esa mañana, deleitándome en la diáfana atmósfera que se expande a mi alrededor. Oigo, entre los árboles, el asombro y la excitación pintando unas cantarinas voces infantiles, las de mis sobrinos, alertándose entre ellos del descubrimiento de un “fuerte secreto” en el interior del viejo tronco de la hondonada. Sonrío, me incorporo y mientras me calo el sombrero, haciendo visera sobre los ojos para evitar el molesto impacto de la luz solar, veo a la pequeña Irene correr hacia mí. Tiene las mejillas arreboladas, del mismo color de la hermosa ciruela, roja y brillante que, a medio mordisquear, sostiene en su mano derecha. Se acerca y me mira sonriente: “Hemos encontrado un escondite secreto dentro de un árbol… Y había, también, un cofre del tesoro… ¡Ven, corre!, si no se lo dices a nadie te enseño dónde está...”. Sin dejar de sonreir tomo la mano, pequeña y regordeta, que me tiende y me encamino con ella hacia el lugar al que me guía, tan excitada como ajena al hecho de que en ese mismo escondite, hace muchos años, yo leía comics de Spiderman mientras hacía estallar pompas de chicle de fresa y guardaba mis “tesoros” en una lata de Cola Cao. Era, como ahora lo es de ellos, mi escondite secreto en el jardín de los eucaliptos.

"La INFANCIA tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir;
nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras".
(J.J. Rousseau)