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martes, 2 de diciembre de 2014

Esperando al amanecer: los episodios trashumantes.


Que no todo el mundo detenta las aptitudes exigibles para vivir en comunidad es una verdad irrefutable. Que, por otro lado, la educación es una lengua que no todo el mundo habla, también lo es. Que, en estos tiempos que corren, la desconsideración y falta de respeto generalizada parecen ser valores en alza… es, por su parte y finalmente, algo evidente.
Llevo un par de años sufriendo, invariablemente, el estrepitoso despertar a una hora excesivamente temprana, con sendos portazos que se suceden en la puerta metálica de acceso al garaje de mi edificio, uno tiene lugar a las 5.30 y otro, poco después, a las 5.45. A pesar de mi paciente actitud, de abnegada resignación y considerada súplica, esto ha venido a determinar que llegue a experimentar problemas de sueño que, obvia y evidentemente, repercuten, debido a la falta de descanso, en el resto de las facetas cotidianas: trabajo, carácter, etc., así que esta insufrible circunstancia fue lo que motivó que, hastiada de que mis educados apercibimientos a los causantes de semejante estrépito no dieran resultado, remitiese el siguiente correo que ahora reproduzco, a los Sres. Presidente y Secretario Administrador de mi Comunidad, si bien, obviamente preservando ahora su identidad.

Y tal y como narro, ocurre cada una de las noches… a la eterna espera de mi ‘idílico’ amanecer…
Comparto a continuación, con vosotros, el contenido de la citada comunicación:

Estimado Compañero y, siempre buen amigo, XXX y en similares términos, también, para el Sr. Presidente de la Comunidad a quien pongo en copia por dispensarle idéntica estima:

A pesar de ser consciente de que no todo el mundo se encuentra en posesión de las más mínimas aptitudes para convivir en comunidad, ni goza, tampoco, de la educación suficiente como para dispensar un comportamiento cívico y considerado, que podríamos tildar simplemente ya de aceptable sin ninguna otra pretensión mayor, hacia el resto de las personas que, como es el presente caso, nos vemos en la – sufrida - obligación de compartir las zonas comunes de un edificio, te dirijo el presente en tu calidad de Secretario Administrador de la C.P. de XXX, desde el convencimiento de que te será, sin duda, tan violento transmitir a quien corresponda su contenido, como lo está siendo para mí, en este momento, hacerte partícipe de la situación, razón por la cuál te agradezco por adelantado, muy sinceramente, tu gestión.

Entrando ya, sin más paliativos, en el fondo del asunto, te diré que, desde hace un par de años, vengo soportando, de manera impenitente, cada madrugada, sendos portazos que si sitúan en torno a las 5.30 y 5.45 de la mañana, cuando, al parecer, propietarios de vehículos depositados en el garaje del inmueble, acceden al mismo para proceder a su retirada.

Se trata de un turismo - el que se retira en primer lugar - y de un ciclomotor, poco después, cuyo conductor, SIN BAJARSE DE ESTE - lo que por otro lado encierra un indudable riesgo para su integridad, Dios permita permanezca por muchos años inalterada -, cierra la puerta metálica con el estruendo lógico, derivado de dicha acción, dada la fuerza que debe imprimirle para forzar su cierre encaramado a dicho vehículo. Supongo que, en ninguno de los casos, las personas implicadas deben ser conscientes de que sus vehículos se encuentran estacionados, no en un PARKING PÚBLICO, como probablemente y dadas las circunstancias, me aventuro a afirmar, sería lo más conveniente, sino en un GARAJE PRIVADO y que, pese a su encomiable - por otro lado – abnegación por el esfuerzo, sin duda, de concurrir a sus respectivos trabajos a horas tan infames en las que el resto de los mortales aún gozamos - o así lo intentamos - del reparador descanso nocturno, sería aconsejable trasladar a los propietarios de las plazas de garaje - las tengan o no cedidas en régimen de alquiler, extremo que desconozco en relación al asunto que nos ocupa y que, en cualquier caso, resulta irrelevante - la perentoria necesidad de dispensar, a la hora de proceder a la retirada de los vehículos en ellas estacionados, el tacto exigible a cualquier ser humano que, insisto, pese a gozar de nuestra admiración por el suplicio que sufren al poner fin a su reposo a una hora quizás demasiado temprana, intenten, en la medida de lo posible, no alterar el del resto de los condueños que habitamos el edificio, pues no todos nos vemos, afortunadamente, en la necesidad de madrugar tanto, agradeciendo, al menos así resulta en mi caso, el clásico recurso al despertador y no a los continuos sobresaltos que motiva la irrupción - en el, ahora añorado por solazado, silencio nocturno - de esos estallidos que más se asemejan a los prolegómenos de un apocalíptico derribo inminente que a la salida de un estacionamiento por parte de un bípedo.

Este correo te lo dirijo, no obstante, por si no estuviera perdida, aún, toda esperanza y fuera posible rectificar semejantes comportamientos, tan molestos como recurrentes, en las dos personas en cuestión y con carácter previo a emprender, ya fuera por la Comunidad o únicamente a mi personal instancia, las acciones que, estime, asisten a mi derecho pues dicha conducta, ruidosa y molesta, empieza ya a incidir en mi propia salud, sin que tenga obligación alguna, por otro lado y resulta evidente, de seguir soportándola ya que, en todo caso, se trata de la salida de una "casa de vecinos" en plena madrugada, supongo deberías transmitir, y no del Parking Público de La Alameda al que, sin duda, siempre podrán recurrir caso de no poder evitar su escandalosa salida a horas tan tempranas, dado que, estoy convencida, en dicho establecimiento no presentarán molestia alguna sus respectivas y desconsideradas actuaciones.

Reiterándote mi agradecimiento por tu, y de ello estoy convencida, diligente gestión en aras de resolver tan abyecto lance,  aprovecho para enviarte un fuerte abrazo.

Carmen Millán Cerceda.
Propietaria del XX

P.D.- Pese al tinte jocoso que puedas percibir en las líneas precedentes, se trata de una grave cuestión por su, reitero, indudable y obvia incidencia en la salud, la mía personal, que estoy dispuesta a llevar a sus últimos extremos caso de no producirse el cese inmediato de los comportamientos que he puesto de manifiesto. ¡Quiero, NECESITO, dormir!.

Y así fue, amigos lectores, como, ante mi más absoluta desesperación, lo puse en conocimiento de la ‘autoridad competente’… y a la espera estoy de que se tomen las medidas precisas para evitar las molestias que se vienen produciendo en lo que ya parece ser una zona de trashumancia, en lugar de una zona de paso común de un edificio habitado por bípedos.

Seguiré informando, no obstante, del resultado obtenido por las gestiones del diligente Sr. Secretario Administrador, gran amigo y Compañero, aunque no espero milagros pues ya se sabe que ‘la educación conviene sólo para usarla con quien la tiene’…

Me pregunto ahora si algunos asesinatos con ensañamiento entre convecinos no deben estar sobradamente justificados…


miércoles, 26 de noviembre de 2014

El grillo cantor y su insufrible necedad.

A todos, en alguna ocasión, nos ha pasado que hemos identificado a alguien con algún animal, ya sea por su comportamiento, sus rasgos físicos, sus cualidades o, simplemente, por esas extrañas asociaciones de ideas que se instauran en nuestra mente, semejando personas con animales y animales con personas. He de reconocer que a mí me ocurre con suma frecuencia.
Hoy, mientras me dirigía al Despacho, me he cruzado con alguien que, no sé por qué, ha activado ese resorte, provocándome, primero, la irreprimible sonrisa que, poco después, se ha convertido en carcajada al imaginarme la cómica imagen que, inopinadamente, me ha venido a la cabeza.
Los grillos… esos pequeños insectos, tan molestos como recurrentes, que en las noches de verano pueden llegar a convertirse en una tortura insufrible y por más remedios que intentes aplicar para extinguir su desagradable chirrido, éste se acaba instaurando en el ambiente generando un histriónico estado de nerviosismo que, termina – salvo en quienes gozan de esa envidiable virtud que poseen sólo aquellos que se abstraen en el vacío, envolviéndose en una nube de suave algodón que los aleja de la molesta realidad – en una iracunda explosión de mal humor.
Cri-cri, cri-cri, cri-cri…

Recuerdo las cálidas noches de verano en el campo, cuando por la ventana abierta llegaba, arrastrado por la suave brisa estival, el desgarrador chirrido de los grillos desde el jardín: cri-cri, cri-cri, cri-cri… Con el tiempo llegué a acostumbrarme a él hasta el punto de que ya pasaba desapercibido y sólo cuando conscientemente reparaba en ellos, los grillos, era cuando volvía a hacerse audible, aún cuando de forma ininterrumpida, esa sinfonía hubiera dado inicio al anochecer y se prolongara hasta los albores del nuevo día.
Lejos de molestarme o alterar mi sueño, pasó a convertirse en un arrullo, un sonido familiar y cotidiano. Imperceptible.

Desconozco la razón lógica, caso de existir la misma, que me ha llevado hoy a recordar mi infancia y los sonidos y aromas anclados en aquellos recuerdos, pero lo cierto es que, una vez más, he encontrado paralelismos entre el comportamiento animal y el humano, entrelazándose así, imágenes de entonces y de ahora, retazos de realidades, presentes y pasadas, que han motivado mi sonrisa interior.

El sonido, emitido por el continuo frote de las alas delanteras del grillo, que percibimos como un chirrido intermitente puede resultar molesto, es más, me atrevería a decir que odioso por cansino, pero, cuando lo ignoramos, parece desaparecer. No ocurre lo mismo, en cambio, cuando intentamos mitigarlo, pues no existe remedio alguno que pueda evitar este instintivo comportamiento animal. Bien, pues creo que algo similar tiene lugar cuando existe alguien plomo a nuestro lado, el típico “coñazo” que, prevaliéndose de tu buena educación, va lentamente adentrándose en la esfera de tu privacidad sin que tú, previamente, lo hayas invitado ni autorizado, en modo alguno. Cuando topamos con un espécimen de este tipo, ya lo he aprendido, es inútil intentar paliar su fastidiosa forma de absorber tu tiempo o tu libertad,  pues cualquier concesión que puedas realizar, en aras de las buenas maneras, es tomada por su parte como una victoria sin paliativos, la conquista de  un nuevo fragmento de ese territorio en el que jamás debería haberse adentrado, razón por la cuál, vengo observando, resulta mucho más útil y efectivo dispensar, como única respuesta, una total y absoluta indiferencia. Así, ante tediosos comportamientos recurrentes: INDOLENCIA, cri-cri, cri-cri…, la única réplica acertada a los numerosos y parece que inagotables intentos de aproximación: IGNORACIA, cri-cri, cri-cri.., es cierto que, como ocurre con esta clase de insectos, podemos llegar a pensar que el desagradable sonido será eterno, pero la clave está en esa abstracción de la que hablaba, el truco es, sin duda, envolverte en esa enorme y nívea capa de algodón que amortigua el chirrido haciéndolo inaudible y permitiendo su percepción sólo cuando, conscientemente, te propones escucharlo.  Pues sería imposible intentar razonar con un insecto, tanto como con seres humanos necios, y lo que no puede combatirse, por cuestiones obvias, es mejor omitirlo, de manera que el reparador descanso de una noche estival que, trae la liviana brisa perfumada con el característico aroma del verano, no se vea alterado por estridentes sonidos suspendidos en él, es más conveniente, según mi personal experiencia, acomodarse a su tolerancia, pues de ese modo se le estará condenando a su inevitable y forzosa desaparición.

Cri-cri…, cri-cri, CRI-CRI…, Cri-cri… cri-cri... Esa letanía pasa así a convertirse en algo que, por habitual, deja de captar nuestra atención hasta que fenece, sumida en los mares grises de la más absoluta indiferencia. Ha sido así desde el principio y así habrá de seguir siendo hasta el final.

“La estupidez insiste siempre”.

(Albert Camus).

martes, 25 de noviembre de 2014

Renè Goscinny, un joven pícaro y el país de los idiotas.



Sigo sin dar crédito al potencial mediático de una criaturilla de veinte años, con gran verborrea y un pobre expediente académico que ha motivado, no obstante, la proliferación de numerosos comunicados oficiales desmintiendo sus palabras por parte de las más altas instituciones del Estado: Vicepresidencia del Gobierno, Casa Real e, incluso, CNI. Es más, no puedo creer que la seguridad nacional se deje en manos de alguien que, con tan escasa edad, aunque vista trajes de chaqueta hechos a medida y corbatas de Hermès y se desplace en coches oficiales de alta gama, no se le conoce oficio ni beneficio, más allá del ‘postureo’ fotográfico con altas personalidades. Lo más grave, sin duda, no es que de vez en cuando salga a escena algún pillo, simpático y golfete, que ponga en más de un apuro a esta clase política, idiotizada y corrupta, para divertimento y disfrute de los españoles que empezamos ya a dispensarle cierta simpatía al caballerete, sino que el mismísimo Centro Nacional de Inteligencia, “cuna” de nuestros más avezados espías, se vea acorralado por un imberbe que, tras ser expulsado de un colegio religioso por su estrepitoso fracaso escolar, ahí anda el hombre, a trancas y barrancas con sus estudios de Derecho y nada menos que en CUNEF. Un ‘niño sabio’ dicen, aún cuando sus propios compañeros lo tachen de ‘zoquete’ que, digo yo, algún motivo deberán tener para realizar semejante afirmación…
El sábado tras esa entrevista a tan pintoresco personaje, seguí tan desconcertada como antes de que se produjera la misma, tan desconocedora de qué es lo que, en realidad, ha pasado con este mequetrefe, porque una de dos: o es una mente brillante o aquí los gobernantes son imbéciles… Y aunque dudo de lo primero y me inclino más por lo segundo, siempre me quedará la duda: ¿qué hay de verdad y qué de mentira en esta rocambolesca historia?.

Recuerdo que, durante mi infancia, eran numerosas las horas de lectura que dedicaba a las ‘aventuras del Pequeño Nicolás’, un niño travieso y simpático nacido de la imaginación de Renè Goscinny que, a pesar de sus denodados esfuerzos por portarse bien, siempre terminaba haciendo alguna trastada que, no obstante, enseñaba una sabia moraleja al joven lector. No pensé jamás que a mis más de cuarenta años iban a volver a encandilarme las andanzas del Pequeño Nicolás, si bien éste Nicolás es otro: Francisco Nicolás Gómez Iglesias, o Fran, que es como gustan de llamarle sus amigos. No habría podido imaginarme, nunca, como un pillastre con cara de bueno y cabello anillado, iba a clavar su glauca y angelical mirada en una cámara de televisión para mandar “mensajitos de aviso” a aquellas autoridades que intentan desvincularse, al parecer ahora, de quien ha venido siendo “el perejil de todas las salsas”, de manera que, según parece, si no estabas en la foto con el Pequeño Nicolás, no existías en política. Al estupor del inicio, causado por lícitos interrogantes sobre cómo alguien tan joven puede tener tanto morro para llegar, incluso, a ‘colarse’ en la recepción del flamante y nuevo Rey de España… o de cómo un mozalbete se pasea, impunemente, en coches de la flota oficial y goza de escolta, acude a la Universidad con un solícito chófer o posee esa lista de contactos de la que alardea, que promete ser aún más larga de lo que insinúa, siguió, poco después, el terror provocado por la esperpéntica situación: ¿será posible que este monigote esté poniendo en jaque al Servicio de Inteligencia del Estado?... Me vino entonces a la mente, salvando evidentemente las distancias, el gran Frank W. Abagnale Jr., que inspirara, en su día, la película de Spielberg “Atrápame si puedes”, pues las similitudes son innegables, y no me refiero – pues de momento no se ha producido en el caso patrio– a la condena que llevó a prisión a Abagnale por los delitos de suplantación de identidad, fraude, falsificación documental, ejercicio ilegal de profesiones, estafa o robo de bancos… ¿Terminará así el polluelo ibérico?...

No sabemos, y dudo que lleguemos a hacerlo algún día, qué encierra la mente de Fran y si realmente se trata de un genio, de un patriota o simplemente de un adolescente con delirios de grandeza y la cara muy dura, a mí personalmente poco me importa, aunque me preocupa ¿es tan fácil, entonces y según nos lo pinta, acceder a esas altas esferas?, en ese caso ¿debemos seguir sintiéndonos protegidos por nuestra Inteligencia?... Pero me resulta aún más inquietante en el supuesto de que, efectivamente, Francisco Nicolás hubiere sido elegido para realizar ciertas tareas, pues ¿realmente tenemos una organización institucional a la altura que los españoles nos merecemos?. A mí me parece una, sinceramente, de pacotilla, en la que los designios del espionaje y la seguridad, la Corona o el Gobierno se depositan en las inexpertas – aunque hábiles y a la vista está - manos de un adolescente que aún no ha sido capaz de aprobar el primer curso de su Licenciatura. Esto es de chiste ¿¡qué digo chiste!? de película de Almodóvar y como siempre, una vez más, España vuelve a estar a la cabeza…  del flagrante ridículo ante la Comunidad Internacional pues ya se sabe que ‘Spain is different’ que aquí ‘el que no corre, vuela…’ y quien ‘no mete la mano en la caja es porque ya la ha sacado’, que lejos de primar a científicos e investigadores, los expulsamos al vil destierro, pero eso sí, ensalzamos a personajes mediáticos que alardean, según  el caso, de su manifiesta incultura o del 'morrazo' que se gastan… Spain is different.

Veamos, si como en mi infancia, también en esta ocasión extraemos una sabia moraleja de las ‘aventuras del Pequeño Nicolás”…

Y dijo Napoleón Bonaparte:

“Siempre habrá pícaros, suficientemente pícaros como para comportarse como personas honradas”.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Caminando entre las sombras de la brisa.





Tengo el convencimiento más profundo de que, conforme van transcurriendo los años, nos vamos transformando en otra persona. Creo sinceramente que las alegrías, las penas, los fiascos y los logros personales nos van esculpiendo, a modo de impronta, tanto nuestro carácter como nuestra alma. A veces son leves rasguños o magulladuras que apenas si nos lastiman, pero nos contrarían, en ocasiones, en cambio, se trata de cicatrices que se han restañado tras un desgarro sufrido, pero cada uno de los episodios que vivimos, estoy segura, nos van transformando en un nuevo ser, distinto del que éramos antes.
Algunos lo llaman experiencia, yo he decidido llamarlo, simplemente, vivir.
Recuerdo cómo, cuando tenía apenas trece o catorce años, la vida se me antojaba un camino largo, el tiempo parecía quedar suspendido, en un lento y tedioso transcurrir que se acentuaba, aún más, durante los largos y cálidos veranos. Hoy, apenas si reparo en la rapidez de los días que se suceden, formando meses y convirtiéndose, después, en años. Mi recorrido vital, por lo general, suele ser agradable y solazado, tengo una vida que podría calificar, sin duda alguna, de plena, y con frecuencia mis jornadas se convierten en placenteros paseos, sintiendo la frescura de una brisa eternamente primaveral, si bien en ocasiones, no lo negaré, me sorprende la caída de la noche y las sombras que la abrigan que, no obstante, siempre culminan con un límpido amanecer en el que, de nuevo, doy inicio a mi caminar, reconfortada por ese liviano céfiro que se despereza a bostezos perfumados bajo la calidez del sol, en lento ascenso hacia el punto zenital de un cielo claro, límpido y azul.

Es tarde. Otro día más que, sin reparar en la hora, mi jornada laboral se ha prolongado en demasía, apago el ordenador mientras flotan en el ambiente las últimas notas de Memphis In June gravitando en la aterciopelada voz de Annie Lennox: Nostalgia. Intento componer cierto orden en mi mesa de trabajo. No suelo irme del Despacho sin dejar los expedientes apilados a un lado, siempre el izquierdo, en el orden exacto en el que, al día siguiente, deben continuar mis tareas. Hago, a continuación, un par de anotaciones en la agenda. Estoy distraída, me siento algo confundida y es cuando me digo, por enésima vez, que ni debe tenerse, jamás, a un “amigo” por Cliente ni permitir, nunca, que los Clientes sean amigos, pues se corre el riesgo de transgredir las líneas de la profesionalidad que definen la prestación de los servicios que constituyen el medio de vida. Suspiro contrariada, casi molesta, pero conmigo misma.

No es ésta la primera vez que pasa,  han sido múltiples las ocasiones anteriores y, me lamento, es evidente que no termino de aprender. Vuelvo a suspirar e intento desechar la idea que ocupa mi cabeza, lejos de producirme el menor beneficio, sólo consigue sumirme en un desalentador sentimiento de desencanto que termina instaurándome en el convencimiento, cierto y profundo, de la más ruin vileza humana.

Echo una última mirada a mi alrededor para asegurarme de que todos los aparatos eléctricos se encuentran apagados y cierro la puerta, introduzco la llave y escucho como lentamente se va deslizando la persiana metálica, el chirriante recorrido culmina con un leve “clack” que indica que el punto ciego de seguridad está en su tope, extraigo la pequeña llave y tomo el camino de regreso a casa. Hace una noche gélida pero despejada, las estrellas parpadean en la velada bóveda que se despliega, silenciosa, sobre mí, así que decido ir por el trayecto más largo. Me vendrá bien un poco de ese aire fresco para despejar la cabeza y serenar el ánimo agitado.

Las luces de neón atraviesan, en estridentes haces, el manto oscuro que hace ya algunas horas se instauró, envolviendo la ciudad. Apenas si hay tráfico e imagino que debe estar dando inicio el ritual del reparador descanso tras las ventanas encendidas jalonando los edificios que flanquean mi solitario paseo. En mi cabeza aún resuena el eco de la personal versión que la propia Lennox nos ofrece de aquella vieja canción de Ray Charles, Georgia… “Other arms reach out to me, other eyes smile tenderly still in peaceful dreams I see the road leads back to you I said Georgia, ooooh, Georgia, no peace I find just an old sweet song keeps Georgia on my mind…” Imagino que cuando alguien compone una canción dice mucho más de lo que pueda parecer, supongo que cuando un músico se expresa, lo hace a través de esas letras y melodías que siempre nos acaban hablando de algo que no será nunca lo mismo que el significado que pueda percibir otra persona, es más, estoy segura de que el autor piensa en otra cosa o tiene un sentimiento distinto al que a nosotros nos pueda suscitar… “other arms reach out to me, other eyes smile tenderly…”

Pienso ahora en aquellos seres que, en las diferentes etapas de mi vida, han aparecido un día, algunos para desaparecer poco después, por fortuna; otro,s para quedarse definitivamente; en las diferentes vivencias, algunas dolorosas, otras edificadoras, las hay nefastas y también divertidas, pero todas, absolutamente todas, enriquecedoras y esto es algo que he descubierto con el paso del tiempo. ¿Qué es el tiempo?. Creemos dominarlo, pero es sólo una falacia, pensamos controlarlo aunque carecemos de ese poder. El indómito, implacable y justiciero tiempo.

Recuerdo los inicios de mi carrera profesional, con poco más de veinte años, la inexperiencia la suplía, entonces, con mucha ilusión, pero finalmente, fue la experiencia la que, precisamente, terminó matando a esa ilusión. Hoy soy una persona mucho más curtida, en todos los aspectos, no ya sólo en el laboral sino, y puede que sea el más importante, también en el personal. Hoy soy ya, definitivamente, otra persona, ni mejor ni peor, otra distinta. Sonrío intentando imaginar cómo habrían sido actualmente algunas de mis reacciones del pasado, basadas en una inocencia, casi siempre mancillada y zaherida por seres nocivos a quienes, lejos de guardarles rencor alguno, les mostraré siempre mi mayor agradecimiento por la más valiosa enseñanza: es preciso conocer a alguien execrable para saber en lo que no quieres llegar a convertirte con el tiempo. El tiempo. Otra vez el tiempo… Me lo imagino como un anciano de luenga barba blanca y ojillos que destilan sabiduría – la que otorga la propia vida -, enmarcados por innumerables surcos dejados al paso de cada uno de los días que han ido transcurriendo indómitos, implacables... justicieros.

Se levanta ahora una brisa nocturna que trae consigo, en remolinos, algunas hojas secas, un hálito que, en las noches de invierno, hace acelerar el paso a los transeúntes solitarios que caminan entre las sombras de la ciudad, me subo las solapas del abrigo para protegerme de ella mientras noto los brazos y piernas entumecidos, imprimo a mis pasos una mayor velocidad. Sólo soy consciente de que he llegado a casa cuando, de modo maquinal, saco la llave y me recibe, tras la puerta que cede suavemente, el cálido abrazo de un aroma familiar: el de mi hogar. Me quito los zapatos, me encanta andar descalza sobre la madera, tibia ya a esas horas por el efecto de la calefacción, y me asalta, entonces, un profundo sentimiento de felicidad, el que sin duda embarga a toda persona que duerme tranquila, por la ausencia de remordimientos, que vive feliz, por la plenitud de su existencia, despreocupada, por el desconocimiento de las envidias ajenas y me pregunto, ya por última vez, qué empuja al ser humano a la más absoluta y miserable de todas las bajezas antes de sentarme, como cada noche, a reflexionar en mi butaca.

Thomas Hobbes  dijo “El hombre es un lobo para el hombre”, supongo que no le faltaba razón, pero por suerte, también el hombre es la mejor medicina para el hombre y no creo estar equivocada en eso…


jueves, 20 de noviembre de 2014

Lo que la vida le enseñó. Genio y figura…



Denostada y admirada en idéntica proporción. Envidiada y querida, así fue esa Grande de España que decidió, un buen día,  ponerse el mundo por montera.
Hoy, 20 de noviembre y tras una – considero – larga agonía, sin duda, otra muestra más de su indomable carácter, pues jamás hizo lo que se le dijo y no iba a ser una excepción esa de someterse sumisamente a la muerte a quien, estoy segura, le habrá hecho más de un corte de manga.
Así que María del Rosario Cayetana Victoria Alfonsa Fitz – James Stuart y Silva, Duquesa de Alba y Berwick y, de haberse conseguido la independencia, Reina de Escocia, por línea sucesoria, como descendiente de la dinastía Estuardo, ha debido decidir que había llegado el momento de marcharse, pues jamás se habría dejado vencer por ninguna imposición, y se ha ido, eligiendo para ello el Palacio de las Dueñas en Sevilla.
Podría Cayetana de Alba suscitar simpatía o aversión, pero lo que es indiscutible es que no dejaba a nadie indiferente, esa especial filosofía de vida, su personal percepción del mundo a mí, personalmente, me sorprendió cuando las descubrí en las líneas de su libro “Lo que la vida me ha enseñado”, en ese momento decidí que aquél pintoresco personaje, excéntrico en ocasiones e incendiario siempre, merecía mi consideración y no precisamente por ser la tataranieta de La Maja, sino por ser, simplemente, ella: una señora de 88 años que hizo hasta el último día lo que le dio su realísima gana de la manera menos ortodoxa, la suya propia, la de la Duquesa.
Descanse en paz.

Siempre he sentido fascinación, creo haberlo apuntado ya en alguna de mis anteriores Reflexiones, por los caracteres fuertes. Siendo numerosos los personajes femeninos que han suscitado mi interés: Hipathia de Alejandría, Isabel de Trastámara, María de Escocia, Ana de Mendoza Princesa de Éboli… o, en la historia más reciente, Irena Sendler, Martha Gellhorn, Margaret Thatcher, así como exponentes del arte en cualquiera de sus manifestaciones: Mary Cassatt, Georgia O’Keeffe, Frida Khalo, María Callas, Karen von Blixen, Leonora Carrington o la mismísima Annie Leibovitz… Si lo pienso, todas tienen en común una marcada personalidad que las hizo adelantarse a su tiempo, imponerse a una sociedad machista, reivindicando su lugar en el mundo, un lugar, el suyo, que les pertenecía por derecho propio y así lo dejaron patente.

Tras leer las memorias de la Grande de España más indómita me sorprendió, en primer lugar, su mentalidad, transgresora y auténtica, y luego la ausencia de tabúes, hablaba de todo con absoluta naturalidad, pero lo que subyacía en esa vida contada en primera persona era, sin duda, el carácter rebelde que la llevó a saltarse a la torera convencionalismos y protocolos, voló libremente desde el principio y así ha debido ser hasta el final.

Recuerdo que, cuando en las páginas de la prensa rosa, veía las instantáneas de una anciana disfrazada de hippy en las playas ibicencas, ataviada con modelitos imposibles en combinaciones coloristas antagónicas, me asaltaba un irreprimible rubor provocado por la vergüenza ajena que, entonces, aquella visión me causaba, llegué, incluso, a pensar que no debía andar muy bien de la cabeza aquella señora para salir a la calle con tan infames pintas… Luego me dí cuenta de que me dominaban los prejuicios, tontos y absurdos, pues siempre la había visto como esa descendiente directa de los Álvarez de Toledo, tataranieta de la musa de Goya y miembro de los Estuardo. Tenía el convencimiento de que una aristócrata, del más rancio abolengo, debía ser alguien políticamente correcto, de refinados gustos y distinguidos modales y me parecía tan ridícula como excéntrica, esa – creía yo – manía suya de mimetizarse con el pueblo llano, llegando a límites que entonces me parecían esperpénticos o chabacanos…

Ahora sé que estaba totalmente equivocada y se hizo necesario conocer su historia, narrada por ella misma, para descubrir un espíritu libre, con un personal sentido de la vida y de los valores que deben aderezarla, de lo que debería ser accesorio y qué lo importante. Fue cuando descubrí a Cayetana. A esa mujer que decía, riéndose para sus adentros, “se han enterado sólo de lo que a mí me ha dado la gana” y no le faltaba razón a esta Grande, no sólo de España.

Hoy Sevilla la llora, llora a su Duquesa y ella, seguro que emocionada y agradecida, se despide para siempre de su ciudad, entre naranjos y rumbas, mientras se aleja llevando consigo en la memoria el color del Guadalquivir y el aroma del azahar.

Vaya Usted con Dios, Duquesa…


“Aquí yace Cayetana, que vivió como sintió”

(Epitafio que la mismísima Cayetana Fitz-James Stuart eligió para su sepultura, según su libro. Nada más acertado, me atrevo a afirmar, pues de admirar resultó su vida, elegida, esculpida, modelada y VIVIDA a su muy personal modo: el que a ella le dio la gana. D.E.P.)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Yo no odio Halloween.



Desconozco el motivo de esa aversión que algunos dicen sentir hacia Halloween… total, aquí siempre hemos tenido los huesos de santo, las gachas, las visitas al cementerio que, en esas fechas, se convierte en una feria multicolor y… la omnipresente representación de Don Juan y Doña Inés. No sé por qué hay quien manifiesta un profundo fastidio por el hecho de reírse de la muerte que es lo que, en definitiva, supone Halloween. En la España profunda, ese día huele a castañas asadas, a crisantemos, a canela y a chocolate, en México a pan de muerto y calaveritas dulces, al color amarillo del cempasúchitl y al de las Catrinas – o "calaveras garbanceras" -, en EEUU a “trucos o tratos”, a calabazas siniestras y a risas infantiles. En definitiva, en todos los sitios se hace una fiesta de la muerte, recordando a los que, de los nuestros, ya nos han abandonado. Me pregunto qué más dará, que la forma de celebrar ese día tenga un acento u otro, si es, a la postre, la excusa perfecta para pasar, en familia, un rato de diversión y risas.

Este año he organizado una fiesta para mis sobrinos y… sinceramente, no nos lo pudimos pasar mejor, tengo que reconocer de este modo, que yo no odio Halloween. Es más, me encanta y tengo el presentimiento de que hemos instaurado lo que promete convertirse en una larga – y esperada – tradición familiar.

      Llegué a casa de mi hermana cargada de bolsas y paquetes del material que emplearía en la decoración, las golosinas y los disfraces para aquella fiesta, tras varios mensajes de WhatsApp que, la pequeña Irene, nerviosa y alterada, me había enviado desde el teléfono de su madre urgiéndome a ir, “se va a hacer de noche y tiene que estar todo preparado” o "ven ya", decía. Tan pronto como se abrió la puerta, los niños salieron a mi encuentro, solícitos a ayudarme con la carga. Unos minutos después nos encontrábamos en el sótano en plena labor. Esparcimos sobre la amplia mesa, guirnaldas, naranja y negro, globos, cartulina, tijeras y papel de celo ... y tras un par de horas de frenética actividad, bajo mi supervisión, terminamos de colgar aquellos adornos en el porche de la casa, Laura e Irene me miraban expectantes, había llegado el momento que tanto habían ansiado, así que fuimos a buscar las pinturas faciales. Media hora después, ya estábamos listas para salir por la urbanización a la caza y captura de algún incauto al que asustar que luego nos premiara con algún dulce o caramelo.


      Previamente, ya había advertido de nuestra visita a una colega –y, me gusta decir a modo de coletilla cuando me refiero a ella, “sin embargo buena amiga” -, que nos esperaba, algunas casas calle arriba, con una fuente atestada de dulces que ofreció a aquellos pequeños esqueletitos, en zapatillas deportivas, que aguardaban extendiendo una bolsa en forma de tétrica, pero simpática, calabaza mientras miraban sonrientes a su tía. Deshicimos el camino, saludando a brujas, demonios, momias, monstruos, zombies y otros seres espeluznantes de pequeño tamaño que, indefectiblemente, iban acompañados de otros de mayor estatura, e intercambiando con ellos caramelos, galletas y gominolas. Cuando llegamos, ya nos esperaban mis padres, la sorpresa fue que también ellos se habían puesto algún detalle para mimetizarse con el ambiente: el abuelo llevaba una horrorosa dentadura postiza que daba realmente pavor bajo aquél gorro pirata y la abuela unas gafas de las que salían unos ojos ensangrentados que se movían sujetos por un muelle, aquél atrezzo provocó las divertidas carcajadas de mis sobrinos que rieron divertidos mientras simulaban asustarse para luego, ser ellos los que asustaban a los abuelos que corrían despavoridos por el porche. Tras recibir a un par de grupos de “criaturillas del mal” a las que obsequiamos con el contenido de aquél enorme bol que habíamos preparado colocando esqueletos y arañas sobre los caramelos, nos sentamos a la mesa a cenar, no pudo faltar el postre típico: las gachas dulces, los huesos de santo y los buñuelos.

      Aquella noche en familia, se vio alterada en alguna ocasión, por las continuas llamadas a la puerta que atendíamos, turnándonos para ver quién debía abrir y quién asustar al incauto visitante.


      Cuando los niños se acostaron, cansados pero felices, y nos quedamos ya los mayores disfrutando de la placentera conversación que suele aderezar una tranquila copa, pensé que, con frecuencia y por fortuna, en mi caso, los que allí estábamos, siempre buscamos excusas para pasar más tiempo con la familia, lo de menos era si nos habíamos reunido para celebrar los Santos, la fiesta de los Muertos o Halloween, me pareció llamativo que mi propio padre, tan amante de sus raíces y reticente a todo lo que sea hacer propia una costumbre ajena, hubiera participado tan activamente aquella noche, pero tengo el firme convencimiento de que lo de menos fue el por qué, sino el qué y el qué se reduce a tener una familia como la nuestra, para la que siempre es poco el tiempo que se disfruta en compañía del resto. Desconozco cuál será el recuerdo que, cuando crezcan, puedan llegar a tener de aquél día mis sobrinos, yo, por mi parte, siempre lo guardaré en mi memoria como una noche más, de las muchas en las que he sido feliz en compañía de esos seres que, sin elegirlos, constituyen mi mayor riqueza y orgullo: mi propia FAMILIA.

    Así que no, no odio Halloween, no podría hacerlo, es más, supongo que me he acabado convirtiendo en una de sus mayores defensoras, como símbolo de unidad familiar: la preparación de la fiesta, la diversión en compañía de los más pequeños y obviamente, el conjuro más maravilloso de todos, aquél cuyos ingredientes son: unas gotitas de cariño, un chorrito de risas, un puñado de besos, un par de kilos de abrazos y toneladas de amor que dan como resultado… chispazos de felicidad durante una terrorífica cena en la que esqueletos y piratas, brujas y zombies terminan compartiendo una gran fuente de gachas dulces, huesos de santo y buñuelos, mientras aguardan la visita de otros seres aterradores para invitarlos a caramelos…



      “Es la noche de los espíritus y los muertos vivientes, caminando bajo la luna observarás la imagen de una bruja en la escoba, carcajeándose con una risa estridente… el mundo festeja el momento en que los vivos y los muertos se unen…”


     Como ya ha ocurrido en otras ocasiones, mi Reflexión de Halloween va dedicada a esas personitas que constituyen el corazón de la familia, el futuro de la perpetuidad y creo, que nuestro mayor orgullo... Para mis seis "terroríficos" duendes: Marta, Álvaro, Laura, Irene, Gonzalo y Victoria... Para que algún día seáis vosotros quienes busquen la excusa perfecta para compartir un rato en familia, la vuestra, la mía... la NUESTRA.

martes, 7 de octubre de 2014

La testosterona atrofió la neurona.


Creo que, con frecuencia, no somos conscientes del grado de profunda incultura en el que nos desenvolvemos en nuestro círculo cotidiano hasta que reparamos en las conversaciones que tienen lugar a nuestro alrededor. Es entonces cuando una se percata de que gran parte de la población se encuentra inmersa en esa amplia, por desgracia, categoría que podemos encuadrar bajo la denominación de ANALFABETISMO FUNCIONAL, desconozco si la responsabilidad ha de ser imputada a la LOGSE o a la nueva tecnología que ha ido invadiendo, rápida y paulatinamente, el terreno a la, siempre, enriquecedora lectura, de modo que hoy, los niños prefieren disfrutar de violentos videojuegos a adentrarse en la aventura escondida en páginas impresas. Hoy, los niños – adultos del mañana - se terminan “idiotizando”, al no ejercitar su capacidad de pensamiento con las herramientas más útiles que puedan existir para ello: los libros.
Mi Reflexión está basada en un episodio reciente que, tras provocarme, por vergonzante, el más bochornoso escándalo, dio paso luego a la risa interior más incontenible,  y más tarde ya, me ancló en el profundo convencimiento, íntimo y desesperanzador, de que España, sin duda, es el mejor vivero de futuros Premios Nobel… A los hechos me remito.

Es una noche como otra cualquiera, tras una larga y agotadora jornada de Despacho, me encuentro en el gimnasio, intentando deshacerme del estrés que genera el día de intensa actividad. Suelo ponerme música, pero hoy me he olvidado el MP3, así que es inevitable escuchar el diálogo de los dos veinteañeros que se encuentran próximos a mí, mirándose en el espejo mientras hacen ejercicios con las mancuernas. Los miro y pienso que a esos dos, sin duda, se les debe pasar por alto que las piernas, extremidades inferiores unidas al tronco, también forman parte del cuerpo humano y que por tanto deben ser ejercitadas junto con bíceps, tríceps, pectorales y abdominales para evitar el ridículo aspecto de un torso excesivamente musculado sobre dos flácidos hilillos colgantes… Me resulta cómico ver como se preocupan de intentar aumentar el tamaño de sus brazos y se pasan horas haciendo abdominales a la busca y captura de la tan ansiada “tableta”, mientras sus piernas flacuchas son las grandes olvidadas, aún así, las exhiben en esas poco favorecedoras mallas cortas y ajustadas que dejan ver la carne, trémula y blancuza de las pantorrillas. Me resulta igual de grotesco y esperpéntico ver los estudiados peinados esculpidos a golpe de espuma o gomina que impiden que, a pesar del movimiento y del copioso sudor que les perla la frente, se les mueva un solo pelo del sitio que han decidido es el que debe ocupar en esa larga, sin duda, liturgia de acicalamiento. Me encontraba yo perdida en tales cavilaciones cuando me sacó, inopinadamente, de ese ensimismamiento la frase que el más alto de los dos, profirió acerca del manido referéndum – hoy, afortunadamente, paralizado por nuestro Tribunal Constitucional – en Cataluña:

-          “Pues tío – decía el patán – a mí me parece muy bien que los catalanes quieran independizarse, quieren votar y eso es democrático. Habrá que dejarlos ¿no, tío?... Tienen derecho, vamos, digo yo...”

-          “Pues sí, tío, ya ves – contestaba el otro entre jadeos -, esto no es una dictadura… Si ellos quieren la independencia habrá que dársela, joder… ¿a nosotros qué más nos da, no?”- resoplaba, el compañero, subiendo la mancuerna hasta la altura de las clavículas, presentando su rostro un preocupante, por cada vez más intenso, color rojo, a causa de la congestión originada por el esfuerzo.

¿Y este par de zoquetes habrá estudiado, en algún momento, nuestra Historia?, - me pregunté - ¿si les pidiera que me dijeran con quién surgió la idea de Estado se remontarían a los Reyes de Castilla y Aragón?, es más: ¿sabrán quienes fueron los Trastámara…?. Si les nombrara – continué reflexionando - en este preciso momento, a Isabel la Católica, estoy absolutamente convencida, me contestarían con el atrevimiento de la ignorancia “que es el nombre de una Plaza en Granada y que por allí se tapea del carajo…”. Claro, me dije finalmente, preguntarles si han leído “La España Invertebrada” de Ortega y Gasset o si conocen los peligros de la desfragmentación de la Nación, motivaría que me miraran como a un alienígena hablándoles en una lengua extraña… Deseé con todas mis fuerzas que mis sobrinos, dentro de diez o doce años, no mantuvieran ese tipo de estólidas y absurdas conversaciones, mientras aplicaba mayor velocidad a la elíptica.

-          “Ea tío, si es que a mí me parece guay que aquí cada uno haga lo que quiera y le dé la realísima gana… que pa’ eso esto es una democracia… Y otra cosa te digo, yo voy a votar a Pablo Iglesias en las próximas, ¿eh tío?, estoy ya harto de tanta mierda y tanta corrupción. ‘Podemos’ sí que es un Partido, tío, dice ese que va a poner un “sueldo ciudadano”, macho, que todo el mundo tiene derecho a vivir con dignidad y que eso lo dice hasta la Constitución… tío, yo no lo sabía ¿sabes?, pero si tenemos derecho a ver por qué no nos van a dar ese sueldo… y si encima no tenemos ya que trabajar y podemos vivir de eso… Más tiempo para entrenar… El tío mola, dice verdades como puños…”.

¡¡¡¡¡¡Diiiiiiiiiios…!!!!!! - noté una oleada en mi interior, un calor abrasador en la garganta que me ascendía desde la boca del estómago. Me mordí la lengua - a ver, tarado, una democracia, pedazo de animal, es un sistema de organización o una forma de Estado que atribuye a la sociedad la titularidad y legitimidad del poder, mediante los mecanismos de participación directa o indirecta, a los representantes del pueblo que, necesaria e ineludiblemente, ha de estar sometida a la legalidad, de la que, por cierto cavernícola, la Constitución representa el marco donde las demás leyes encuentran su desarrollo… Te diré, además, que es, en su artículo 2, en el que se consagra a nuestro país como la “indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…”. Pero claro, eso para ti, debe ser rúnico… ¡Animal!. – creo que lo miré con tal intensidad que debí terminar atravesándolo, pues pude ver, con absoluta nitidez, la pared de detrás -.

Votar a Pablo Iglesias sólo por ese “sueldo ciudadano” - ¡será zángano el niñato! – y se queda tan pancho el muy bestia, ¿pero tú te has detenido un minuto a pensar de dónde sale el dinero para cubrir las pensiones, sueldos de los funcionarios, los servicios públicos de los que gozamos…?, Nene: de-los-im-pues-tos, de nuestra contribución tributaria al Erario Público, atontao, si ese visionario, de la izquierda más radical y pro terrorista, vende la falacia de este sueldo ciudadano es como medio de captación de adeptos, es un simple vendedor de humo… ¿cómo pretende pagar ese sueldo?, ¿lo has pensado...?,  ¿con billetillos del Monopoly, quizás?... Anda, anda… Séneca, que eres un Séneca. El “tío mola”, dice... sí, claro ese aire rebelde de cultureta progre y descuidado, coletita en ristre, obnubila a este pavo… Total- intenté convencerme - si es que tienes una mente más simple que el mecanismo de un chupete, hijo mío, y sí, no sólo se te olvida ejercitar las piernas, es evidente que también el cerebro… ¡Menudo pedazo de asno estás hecho, campeón…!

Y en esas andábamos cuando, mirándome, me dice:

-          “¿Perdona?, ¿vas a utilizar el periódico?..”. – preguntó haciendo un gesto con la barbilla hacia el que estaba junto a mí, olvidado, sobre el sillín de una bicicleta estática-.
-          “No, no … claro, cógelo” – le apremié con la esperanza de que no todo estuviera aún perdido, de que aquél joven se ilustrara con la lectura, aún cuando fuera, de un Diario -.
-          Vale, guay, gracias… - lo cogió - , es que aquí hace un calor horroroso…” – soltó sonriente aquél bobalicón de enormes brazos y piernas delgaduchas mientras se abanicaba con las hojas impresas su rostro, rojo, sudoroso y congestionado.

La frustración del momento fue lo que me llevó a concluir que, definitivamente, debió ser la testosterona lo que terminó atrofiando la neurona. Y puse mayor ahínco en el ejercicio físico, como medio de evadirme de aquella realidad, tan musculada como zafia, que en aquél preciso instante me rodeaba.

“La abundancia de palabras y la ignorancia predominan en la mayor parte de los seres;
si quieres liberarte de la mayoría inútil, cultiva tu conocimiento y
envuélvete en nubes de silencio”.
(Cleóbulo, Filósofo Griego)



viernes, 3 de octubre de 2014

¿Quién teme a Peppa Pig?.





Desconozco el atractivo que puede suscitar una cerdita rosa cuya visión frontal nunca es posible, pues su creador debió pensar que su perfil resultaba mucho más favorecedor, para un bebé de un año, pero es evidente que lo tiene. Y mucho, habré, necesariamente, de reconocer.
Ya os hablé el año pasado de la llegada al mundo de mi sobrina Victoria en un post que, entonces, titulé “Una pequeña gran Victoria”, pues bien, el pasado 20 de septiembre celebramos su primer cumpleaños y como no podía ser de otro modo, tuvo lugar una fiesta infantil cuya temática, obviamente, versaba sobre Peppa Pig, a quien yo he decidido otorgar el apelativo de “la – reventante - cerdita feliz”, pues no negaré que más de un quebradero de cabeza me dio esta animación porcina, ya que, diligentemente y como tía mayor de la cumpleañera, me ofrecí a preparar tan importante evento: era el primer cumpleaños que Victoria celebraba y pensé que era de justicia festejarlo como merecía. Así que me armé de valor mientras me preguntaba retóricamente, con la única finalidad de darme ánimos en la acometida de tan ingente empresa: ¿Quién teme a Peppa Pig?.

Resoplé intentando mantener el atestado carrito derecho, me encontraba en dura pugna desde que su contenido sobresalía, en aquél ingente almacén de venta de artículos para fiestas infantiles, iba repleto de paquetes: banderines, guirnaldas, globos, piñata, mantenles y platos, incluso, una casita de tela desmontable, todo, claro, de esa animación que desde hacía cuarenta minutos se había convertido en mi peor pesadilla: (la odiosa para mí) Peppa Pig. Posé la mirada, distraída en la caja que contenía las caretas y gorritos en la que estaba impresa la faz del rosado personaje y le dije, quizás en voz demasiado alta: “Pero que mal me caes, pedazo de cerda… vamos, ¡me repateas!”, estaba a punto de perder la paciencia, pues cuantos más artículos depositaba en el carro, otros nuevos parecían interponerse en mi campo visual, como diciéndome: “A Victoria le encantará tenerme en su fiesta”.

-          “¿Perdón?” – me inquirió el empleado que reponía cajas sobre las estanterías, mirándome por encima de su hombro izquierdo -.

-          Oh no, hablaba sola… creo que he empezado a tomarle manía a la tal Peppa Pig… lo siento, no hablaba con Vd., perdone”.

Ruborizada continué mi periplo por aquellos larguísimos pasillos, intentando mantener dentro del atiborrado carrito metálico todo aquél contenido multicolor de cajas, bolsas y paquetes que había ido depositando, mientras intentaba componer en mi imaginación como quedaría la terraza de mi hermana tras la disposición, cuidada al máximo por mi parte, eso era seguro, de todo aquél material. Aunque, en aquél momento ni tan siquiera me barruntaba yo como sería el “making of” que me aguardaba, tan sólo, un par de días más tarde.

… (…)…

El día había amanecido nublado aunque caluroso, demasiado quizás, para tratarse de un sábado de mediados de septiembre. Desayuné rápidamente y tras una ducha fugaz salí disparada en dirección a casa de mi hermana consciente del trabajo que me esperaba aquella mañana. Tras depositar a la entrada de la terraza el cargamento, para lo que había precisado de varios viajes, respiré hondo y con un “¡Vamos allá!”, intenté convencerme de que aquello sería “pan comido”.



Me llevó algunas horas, hacer las flores con globos, rellenar y colgar la enorme piñata y decorar el escenario en el que tendría lugar la celebración del primer aniversario de mi sobrina más pequeña quien, por otro lado, me miraba atónita, intentando coger algunos de los globos que ya se iban acumulando para la decoración y jugando entre toda aquella montaña multicolor.
Nos encontrábamos bajo el gazebo central de la terraza, aprovecharíamos su existencia para ubicar precisamente allí la mesa infantil, ya habíamos colocado las guirnaldas y los banderines. El día era bochornoso y empecé a notar los efectos del trabajo manual. La espalda mojada, por la que resbalaban copiosos regueros de sudor, empezaba a resentirse. Desconozco si fue producto de la ansiedad que empezaba a embargarme, del calor sofocante que imperaba a mi alrededor o motivado por el grado de desesperación al que debí llegar, pero fue entonces cuando tuve la horrible visión de una cerdita rosa gigante que me miraba sonriente desde su perfil, a mi alrededor todo empezó a girar vertiginosamente, veía como aquella enorme cerdita que se dibujaba ante mí, se acercaba y  se alejaba, envuelta en un halo borroso. Notaba sus zarandeos y unas palabras ininteligibles proferidas con voz estridente, la angustia que atenazaba mi garganta se expandió hacia los oídos que comenzaron a zumbarme… desconozco el tiempo que duró aquél atornasolado estado de trance, sólo cuando la pequeña Victoria apoyó sus manitas en mis rodillas para intentar levantarse tras acercarse gateando recuperé plenamente la consciencia, sonreía mirándome mientras traía en la mano una de las caretas que yo ya había depositado, junto con otros artículos en la cesta con la que la anfitriona recibiría a sus invitados aquella tarde.


Me agaché para cogerla en brazos y fue cuando, fortuitamente, la careta impactó en mi rostro – “¡¡¡como odio a la tal Peppa Pig de las narices!!!”, pensé resoplando interiormente mientras notaba el calor del golpe en la mejilla – mientras Victoria reía divertida ante la comicidad que, sin duda, presentaba para ella el “caretazo”  que acaba de recibir su tía.
Aquella tarde, los niños disfrutaron de lo grande de la fiesta temática de cumpleaños jugando en la casita que, a tales fines, también les había instalado escondiendo en su interior dulces y golosinas, aunque yo por mi parte sigo teniendo una especial e íntima aversión hacia ella: Peppa Pig, a modo de hastío o empacho tras el atracón que, necesariamente, se transforma cuando mi sobrina me entrega su peluche – de Peppa Pig -, me tiende su puzzle – de Peppa Pig –, me invita a beber de su biberón – de Peppa Pig – o a sentarme en la alfombrita de la omnipresente cerdita feliz.



Últimamente he llegado a cuestionarme, muy seriamente, si la razón no obedecerá  a que, inconscientemente, asimilo este odioso personaje animado a alguien de carne y hueso, si bien, vencida toda fobia corrosiva hacia la persona, supongo que llegaré a tolerar a la animación, motivo por el cuál termino preguntándome ¿Quién teme a Peppa Pig?.

Alguien dijo una vez:
“No eludas tus miedos, ni te ates a ellos. No los magnifiques, ni los minimices.
Abórdalos con llana franqueza, con tierna pero rigurosa honradez;
cada uno es sólo un eclipse: fugaz instante de noche en la vasta plenitud del día;

 rauda tiniebla que huye ante el más mínimo rayo de Verdad”…

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los veranos al sol.



Para un preadolescente, el efecto más pernicioso que, sin la menor duda, el largo, tedioso y cálido verano puede tener, es caer en una rutina apática, en esa lenta inactividad de los asfixiantes días, ociosos y vacíos, en los que no hay nada que hacer, más allá de dejar pasar el tiempo al sol.

Mi abuelo solía organizar excursiones a Los Cañones, no ya sólo para mitigar el tedio que, transcurridas las dos primeras semanas de vacaciones escolares nos alcanzaba, hiriéndonos de una total y lasa inapetencia, sino para fomentar nuestro contacto y conocimiento de la Naturaleza y como medio efectivo de obligarnos a hacer ejercicio físico. Así, un día cualquiera de verano, recuerdo que se convertía en una emocionante aventura, mochila a la espalda y cangrejeras para evitar que  los molestos chinos del río nos lastimaran las plantas de los pies, nos adentrábamos por las diferentes rutas: tramos a pie y otros a nado con el espíritu del curioso aventurero. Lo mejor era, tras el cansancio de la caminata, el reparador baño en las gélidas y transparentes aguas del río, cuando salíamos – tiritando de frío y con los labios morados-, nos sentábamos al sol, a la impaciente  espera de los filetes empanados y la tortilla de patata que mi abuelo siempre llevaba en la tartera. Aún hoy recuerdo cada uno de esos días como instantáneas de unos veranos pasados.

Eran... mis veranos al sol.

Supongo que no es sólo porque, además de mi sobrino, sea mi ahijado, sino porque su nacimiento rompió la tónica dominante en mi familia, en la que las féminas hemos sido mayoría absoluta e incontestable. De modo que tras la venida al mundo de su hermana mayor, Marta, la suya fue doblemente esperada: era el primer niño que llegaba.

Álvaro ha ido creciendo y hoy tiene ya casi doce años que cumplirá el próximo diciembre, y, sin hacer distingos con el resto de mis otros cinco sobrinos, siempre nos hemos entendido muy bien, me precio de ser, al menos para él, “la Mejor Tía del Mundo”, de hecho, en mi Despacho hay un Diploma que así lo certifica emitido por él mismo y del que me enorgullezco más que de ningún otro de los que cubren las paredes.

Fue a la vuelta de mi habitual viaje de vacaciones estivales, a finales de agosto, cuando reparé en que se pasaba el día en la piscina, tumbado al sol, móvil en mano o con los videojuegos, pero siempre en una indolente actitud de total inactividad, me dijo que aparte de sus tareas escolares de repaso no hacía gran cosa, puesto que las clases de Pádel las habían suspendido por el calor. Esa tarde, estábamos sentados en el borde de la piscina y me pedía que le explicara con detalle todo lo que había visitado durante mi viaje y sobre el que estaba al tanto por haber sido numerosas las fotografías que le había ido mandando, vía WhatsApp.

-          “Pues no sé… a mí también me gustaría hacer algo distinto, ¿sabes Tata?... Correr una aventura que hiciera diferente este verano tan aburrido…”.

-          “¿Ah sí?... – no sé por qué me vinieron entonces a la memoria mis excursiones de cuando tenía, más o menos su edad -. Pues... me pregunto qué tal te vendría mañana acompañarme a un sitio…”

La cara se le iluminó, me consta que él disfruta tanto de mi compañía como yo de la suya, razón por la cuál ante cualquiera de mis propuestas su respuesta es siempre afirmativa y sólo después pregunta qué es lo que vamos a hacer o a dónde vamos a ir exactamente. Para evitar malos entendidos, motivados por la euforia que noté le embargaba en aquellos instantes, me apresuré a añadir:

-          “Me refiero a mañana, cuando termines tus actividades, evidentemente” – puse especial énfasis en el condicionante, nada más lejos de mi intención que recibir un sermón por parte de mi hermana acerca de la “responsable influencia” que, debo ser consciente, he de ejercer sobre sus vástagos, de forma más que legítima, por otro lado. “Bien, pues en ese caso, pasaré a buscarte sobre las doce y trae bañador, zapatillas y una gorra”.

Cuando a la mañana siguiente, unos minutos antes de la hora acordada me presenté en su casa, él ya estaba esperando, nervioso, en el porche. Mi hermana me contó que, para su asombro, se había levantado antes de lo habitual y sin que nadie le dijera nada, había hecho las páginas del cuadernillo de verano que le correspondían aquél día.

El viaje apenas si duró quince minutos, Álvaro estaba excitado y no dejaba de preguntar a dónde nos dirigíamos, le contesté con un enigmático “En seguida lo verás…”. Aparcamos bajo unos álamos y cogiendo la mochila, le dije:

-          “Bueno, vamos allá… A ver que descubrimos hoy en esta expedición…”

Supongo que para un niño de once años, acostumbrado a la ciudad, el hecho de ver un río ya le fascina, pero aún más adentrarse en sus aguas. Accedimos a la antigua Piscifactoría, hoy ya abandonada, y nos adentramos por el túnel. Tras una caminata de más de treinta minutos en la que no dejé de escuchar lo maravillado que mi sobrino estaba por aquél entorno, desconocido hasta entonces para él, pero tan cercano al mismo tiempo. Le pregunté:

-          “¿Entonces…?, ¿esto es algo distinto…?.

-          “Ya lo creo… esto es chulísimo y yo no sabía que en Jaén, pudiera existir algo así”.

Me preguntaba, asombrado, cómo era posible que el agua del río hubiera podido hacer en la roca aquellos profundos socavones en el desfiladero, se fijó en la vegetación que nos rodeaba e intentaba reconocer las diferentes especies mientras me pedía, constantemente, que nos bañáramos para mitigar los efectos de la sofocante temperatura, hasta que, por fín, accedí, fue al llegar a un tramo, con un acceso de cierta dificultad, en el que existe un remanso constituido por una poza natural, el agua es cristalina, aunque fría, por encontrarse su nacimiento a pocos metros. Se fue adentrando lentamente, pero la temperatura no lo disuadió, y se zambulló de golpe, supongo que para neutralizar sus efectos. Comenzó luego a bracear, primero lentamente y luego a más velocidad. Se volvió y me gritó para que le acompañara, lo hice. Algunos minutos después nadábamos en dirección al nacimiento del agua, río arriba, con los músculos entumecidos, entre risas y bromas. Cuando por fín alcanzamos el nacimiento, en el que agua brota con fuerza desde una cascada, nos pusimos en pie, pues allí, apenas si nos llegaba a la cintura y jadeando nos dirigimos hacia el margen izquierdo, donde había algunas piedras de gran tamaño, nos sentamos sobre ellas intentando acompasar la respiración, agitada por el esfuerzo físico que acabábamos de hacer. Álvaro elevó la cara, bronceada por aquél interminable verano, permitiendo que los rayos de sol se posaran sobre ella, tenía los ojos cerrados y una inmensa sonrisa pintada en el rostro.

-          “Entonces… ¿podemos considerar este verano un poco diferente del resto? – le pregunté -.

Abrió un ojo y me miró por el rabillo antes de contestar socarrón:

-          “Es un verano estupendo, Tata. ¡Un verano de aventura!” – y salió corriendo para volver a zambullirse de un salto. Yo lo miraba orgullosa jugar en el agua, sumergirse en ella, para salir poco después con una sonrisa radiante, salpicarme, entre ruidosas carcajadas y apremiarme para volver hasta donde habíamos dejado la mochila para dar buena cuenta de las viandas que, yo ya le había adelantado, guardaba en ella. Se han repetido después, en alguna otra ocasión más, estos días de diversión en plena naturaleza y, para ser sinceros, no sé quién de los dos los disfruta más. Supongo que tácitamente hemos instaurado, como tradición familiar, nuestras, cada vez menos esporádicas, visitas al río.

Es curioso como, cuando crecemos, tendemos a volver a aquellos años infantiles de los que somos capaces de afirmar, sin dudar, que fueron nuestra época más feliz, pensé mientras compartía con mi sobrino un almuerzo a la orilla de un río cristalino, bajo la agradable sombra de unos álamos, tras una excursión que nos había dejado exhaustos y hambrientos en un día de verano al sol…

“La infancia es un privilegio de la vejez.
No sé por qué la recuerdo actualmente, con más claridad que nunca”.
(Mario Benedetti)

miércoles, 9 de julio de 2014

De cuernos y borracheras en honor a un Santo Obispo de Amiens.




Desde mi, tengo que admitir, más profunda y, por tanto así, reconocida ignorancia confieso que no me suscita ningún interés la Fiesta Navarra de los Sanfermines, al menos, ninguno el grotesco espectáculo que ha terminado degenerando en la actualidad: guiris borrachos saltando desde la Fuente de Navarrería y, con suerte, dejándose sólo los dientes sobre los adoquines, cuando no se abren la cabeza en dos como un melón… Alardes, esperpénticos y desnaturalizados, de agresiones sexuales que quedan impunes entre risas etílicas y bromas vomitivas… Beodos, temerarios, corriendo delante de ingentes astados, morlacos de quinientos kilos… que llevan todos los números en la rifa del premio gordo de la cornada o, cuanto menos, de un revolcón que los dejará magullados.
Pero algo, no obstante, debe tener cuando Ernst Hemingway encontró en ellos la inspiración para su grandioso “The sun also rises”, obra conocida en la comunidad hispana como “Fiesta”, si bien, justo es reconocerle una mayor belleza plástica y riqueza lingüística en los giros empleados – tal suele ocurrir siempre –, a la obra en versión original, aunque a mí, personalmente, no me gusten los cuernos ni los accidentados espectáculos a los que, con frecuencia, conduce la incontrolada ingesta etílica masiva.

No doy crédito a lo que estoy viendo en el televisor, una horda beoda, duchándose, literalmente, en vino, caras desencajadas, risas estridentes, gente, mucha y muy joven, viviendo una auténtica bacanal, poseídos por el efluvio etílico y carentes de pudor y… casi me atrevería a decir que de dignidad, celebrando una fiesta patronal, la de San Fermín, el Santo de Amiens, decapitado a una, quizás demasiado, temprana edad… ¿será por eso que a partir del famoso “chupinazo” la gente pierde la cabeza?. Empiezo a planteármelo seriamente.

Soy – o al menos así lo afirmo – una férrea defensora de las costumbres y tradiciones populares y “si hay que correr delante de un toro, se corre” que debe ser todo un arte, amén de una evidente prueba de valor, pues ponerse delante de una fiera de quinientos kilos ondeando un fajín rojo no es algo, no debiera, que se haga a la ligera, pero digo yo ¿debe permitirse que el corredor se encuentre aquejado con una intoxicación etílica que ponga en riesgo tanto su vida como la del resto?, la respuesta habrá de ser necesariamente negativa, eso no es una tradición, es más bien, una verdadera temeridad, en toda regla además. Aunque supongo que esos dementes deben pensar que es una buena opción para matarse: si no es pateado o corneado por un toro, que sea rompiéndose el espinazo al saltar desde una columna de cuatro metros. Pero la cuestión en matarse y a poder ser, borracho.

Que la gente celebre, con gran algarabía, una Fiesta, me parece, incluso, aconsejable dada la época que atravesamos, pero que ello sea la excusa para justificar una ingesta excesiva de alcohol que provoque, no ya sólo el vómito, sino la desnaturalización de comportamientos humanos es… simplemente un dislate. ¿Es necesario comportarse como un verdadero animal para encontrar la diversión?, también la respuesta es, preceptivamente, negativa.

Y así vamos… lo que debería ser un reclamo para conocer las interesantes y ancestrales costumbres y tradiciones del pueblo navarro se ha convertido hoy, desafortunadamente, en una llamada al desorden para todos aquellos extranjeros que vienen dispuestos a hacer aquí lo que, de ninguna de las formas, harían jamás en sus países de procedencia.

Me imagino a ese Santo decapitado en compañía del gran Hemingway, compartiendo conversación, en una celestial Plaza del Castillo, ante un par de buenas chistorras y sendas copas de vino tinto, observando incrédulos lo que tiene lugar en Navarra durante esta semana de julio, un verdadero carnaval de excesos y extraños comportamientos que, se celebra siempre, vaya eso por delante, en honor de San Fermín.

“Always do sober what you said you’d do drunk…
that will teach you to keep your mouth shut”
(Ernest Hemingway)