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jueves, 30 de abril de 2015

Las Confesiones de Pick.





Creo que todos tenemos, o creemos tener, secretos inconfesables. Miserias que no nos atreveríamos jamás a contar a nadie e, incluso, ni a reconocer a alguien muy cercano. Son esos episodios escondidos en nuestra memoria que nos despiertan sentimientos como el sonrojo, la vergüenza y, en ocasiones, el arrepentimiento más profundo por algo que jamás deberíamos haber hecho, en definitiva, el temor a que éstos puedan, en algún inoportuno momento de nuestra vida, salir a la luz y quedar expuestos para nuestro propio bochorno.
Creo, también, que uno es tanto más feliz, cuanto menor es la inquietud que ese riesgo representa, ya sea porque se ha alcanzado ese grado de madurez que te permite estar por encima de cualquier opinión o comentario proferido por seres que te resultan indiferentes o bien, simplemente, porque se sea conocedor de que todos, absolutamente todos, tenemos secretos que guardar y que, por lo general, antes de criticar, lo aconsejable siempre es si no superar, sí al menos, alcanzar. Máxime si se asume que poco o escaso interés pueden suscitar en quien teniendo una vida plena no se interesa por la de los demás.

Es el final de una de esas tardes de primavera que invitan a sentarse en una terraza al sol y disfrutar de un gin tonic en la silente compañía de la lectura. Me encuentro sumergida en las bondades de Walt Whitman, ajena a la vida que transcurre a mi alrededor, absorta en las líneas paridas por la genialidad del ‘poeta vagabundo’, cuando una inesperada presencia pone fin a tan deliciosa lectura. Levanto la mirada y experimento un irreprimible sentimiento de apatía. No tengo la menor intención de departir, siendo evidente que ni me voy a tomar la molestia de hacer el intento.

No se hacen precisos absurdos convencionalismos tales como “¿te importa que me siente?”, “no quiero molestar” o “sí, por favor, siéntate y dime qué te apetece tomar”. Es una recíproca y tensa mirada, clavando un par de gélidos iris en otros pétreos y es, entonces, cuando da inicio un coloquio silencioso, pero revelador. Una conversación corrosiva e hiriente en un total y absoluto mutismo, denso y pegajoso como la pez. Preguntas y respuestas que se suceden lentamente, según un tácito orden establecido, cargadas de reproches o puede que sea sólo impostada suficiencia por una parte y sincera indiferencia  por la otra ¡qué más da!. Bebo, despreocupada, un trago de la copa en la que el hielo comienza a derretirse, emanando tenues bostezos cítricos que despiertan mi sensibilidad olfativa. Y es cuando encuentro la respuesta, tardía e inútil: “sólo me quise a mí”. Me pregunto por qué ahora, pues jamás formulé pregunta alguna, por conocer, sobradamente, la réplica y lo que en su día me importó, hoy ya me suscita el más profundo desinterés.

Esa es, sin lugar a dudas, mi inconfesable miseria: el hastío. Lo reconozco. Es mi profundo hastío.

Apago el cigarrillo en el cenicero dando por concluida la conversación y omitiendo cualquier despedida, más allá que la que manifiesta mi propio lenguaje corporal, retorno a la plácida lectura “Come, said my soul, such verses for my Body le tus write (for we are one), that should I after return, or, long, long hence, in other spheres, there to some group of mates the chants resuming…”.

Cuando vuelvo a levantar la vista, estoy nuevamente sola y es cuando pienso, esta vez ya sí en voz alta, “Estoy en esa etapa de mi vida en la que le vas a vacilar ya, a tu…” el gorjeo cantarín de los gorriones sobre las copas de los árboles que prestan esa sombra natural a la parte más alejada de la terraza, interrumpen la frase. Sonrío para mis adentros reconociendo que ese trino ha sido de lo más oportuno.

Y así fue como, tras obtener una confesión jamás solicitada, tomé consciencia de que poco o nada me importaba. Que aquél hecho ajeno, vergonzoso y vergonzante, siempre lo había conocido y, dado el tiempo transcurrido, incluso, olvidado. Sigo sin comprender qué movió a Pick aquél día a dar una respuesta, si no fue por el mero hecho de exorcizar su negra y pesada alma. Pese a que ya no era, ni sería nunca, asunto mío, como tampoco lo son el resto de las íntimas sordideces que los demás puedan, o no, ocultar con celo. Me resultan ajenas, total, profunda y absolutamente ajenas…

Y con eso, desnudo las mías, pues es evidente que peco del mayor desapego hacia lo soez y así aquí lo dejo expuesto.

“Lo único imperfecto en la Naturaleza es la raza humana”
(Fowler)

martes, 21 de abril de 2015

Llanto por un Jurista.


Supongo que, como ocurre con todo en la vida, sólo valoras lo que tienes cuando lo pierdes y no porque te resulte indiferente sino porque, suele ocurrir, te acostumbras a su presencia, integrándola en la cotidianeidad de los días, con la inconsciente convicción de que será imperdurable.
Hace unas semanas, despedimos a un gran Jurista, de los de “la Vieja Escuela”, la encarnación de un símbolo que todo Abogado debiera tener como referente, desde el inicio de su carrera hasta las postrimerías de la misma, pues siempre he tenido el convencimiento de que para ser un buen profesional, se ha de ser, primero, buena persona y es lo que, sin duda, concurría en D. Enrique del Castillo Rodríguez Acosta a quien me unía una relación personal que no me impidió, no obstante, conocerle también como Abogado, pues aún cuando ya se encontrara jubilado su incesante actividad intelectual, rasgo distintivo de su carácter, le impedía permanecer ajeno a nuestra profesión. Su honradez, su mesura, su templanza, su equidad, su objetividad y la minuciosidad en sus razonamientos hicieron de él lo que fue, es y será siempre, pues aunque, entre lágrimas lo despidiéramos la tarde de un Viernes Santo, seguirá vivo en nuestro recuerdo, máxime cuando la mayoría de todas esas cualidades las han heredado sus hijos, de quienes me precio de ser, AMIGA. Esta gran persona, discreta y humilde, jamás pasó desapercibida para quienes le conocimos y si, hoy, tuviera que aplicarle una calificación, habría de pasar, necesariamente, por la BONDAD… Don Enrique del Castillo era, es y será siempre, buena persona, buen esposo, buen padre, buen jurista y, por encima de todo, un gran SEÑOR, que lo fue y seguirá siendo. DON ENRIQUE DEL CASTILLO RODRÍGUEZ ACOSTA, Jurista y Señor por cuna y… por fortuna, para quienes le conocimos, me atrevo a afirmar.

El calor, aquella mañana de mediados de julio, era sofocante, apenas si habían dado las once y la atmósfera ya parecía estancada, provocando a los sufridos transeúntes una transpiración pegajosa que se mezclaba con el vapor que ascendía del asfalto y las bocanadas de aire caliente expelidas por las máquinas de aire acondicionado que ya trabajaban al límite del paroxismo en un vano afán de calmar el martirio de quienes, no teníamos otra opción que la de cumplir con nuestra obligación laboral, pese a que aquél aire resultaba irrespirable e inducía a un profundo sopor. Me dirigía, con un grueso expediente bajo el brazo, al Despacho de una compañera y, sin embargo, amiga íntima, Fátima del Castillo, para intercambiar con ella impresiones sobre aquél tedioso procedimiento judicial que se estaba prolongando en el tiempo más de lo que resulta saludable para cualquier sistema nervioso, a causa de recurrentes suspensiones por diferentes causas, absurdos escritos de más de quince folios presentados por la parte contraria y clamorosas providencias judiciales que suponían auténticos dislates jurídicos aunque, como diría Enrique, “sea dicho esto con el mayor de los respetos hacia el Tribunal, siempre”. Timbré en el porterillo y en seguida la puerta de acceso al portal cedió, fue un alivio momentáneo el frescor con el que me recibió aquél edificio del Paseo de la Estación y me aproximé al ascensor. Pulsé el botón de llamada que permaneció indiferente a la solicitud. Volví a hacerlo en dos ocasiones más: inútil, la pequeña luz de la botonera no se encendió por más presión que imprimí a su pulsación. Resoplé contrariada, el ascensor volvía a estar estropeado, fruto de un irreprimible impulso provocado por la impotencia, le solté una ruidosa patada y emprendí la ascensión de las nueve plantas, en la que, a partir del segundo piso, el expediente se resbalaba, dejando estampadas en la carátula esas horribles marcas de dedos que tanto me molestan, tendría que cambiar la carpeta tan pronto como regresara a mi despacho, pensé con cierta aprensión.

Cuando llegué al rellano del piso noveno no había ni un solo centímetro de mi piel por el que no corriera un abundante reguero de sudor. Respiré hondo varias veces para serenar mi agitada respiración y llamé. Me abrió Fátima que no pudo contener la carcajada, sin duda, al ver en mi cara, congestionada por el esfuerzo, la contrariedad pintada. “Se me ha olvidado decirte que el ascensor estaba estropeado”, me saludó atascándosele las palabras en la risa que intentaba contener. Entré y pude ver, a mi paso, que en el despacho del fondo, el más amplio y luminoso, ya se encontraba su padre, Enrique, leyendo el periódico sobre aquél escritorio de madera noble y en la sola compañía de su gran pasión: la ópera. Como era mi costumbre, entré a saludarle, habitualmente le daba un beso en la mejilla y mantenía una breve charla con él, siempre agradable, ya fuera acerca de los viajes que, frecuentemente, hacíamos Fátima y yo, sobre la actualidad, la política o… cómo no, el trabajo.

Apenas unos minutos después, me senté ya en el despacho que ocupa Fátima y al otro lado de la mesa, extendí la documentación y los numerosos escritos que se habían ido integrando en las actuaciones, plagados de anotaciones marginales y 'post it', a grandes rasgos, le expliqué entonces, cuál sería mi estrategia, el acerbo enconamiento con la contraparte, el cansancio de todo aquél curso judicial y la bochornosa temperatura de aquellos últimos días, sin duda, empezaban a hacer mella en mí, pues tendía a perderme, abundando en detalles totalmente superfluos, por obvios y evidentes, en la resolución del procedimiento, razonamientos redundantes que provocaban un profundo hastío en Fátima que, a pesar de ello, me escuchaba emitiendo algún resoplido tras sus comentarios, más que acertados, en los que me sugería ser más sintética, siempre desatendidos por mí, que seguía, obcecadamente, con aquella letanía…

Y en aquellas lides nos encontrábamos, cuando apareció en el quicio de la puerta Enrique, venía a despedirse, pero que al ver la escena se interesó por aquello que provocaba tan vehemente defensa por mi parte, se lo expliqué, aturullándome, en un intento de trasladarle el más nimio detalle y él, pacientemente, tras concluir yo aquella espesa disertación, con ese gesto reflexivo, tan suyo, sentenció: “El acto de celebración de la prueba no consiste en repetir los argumentos que se han empleado en la demanda o en la contestación, que de sobra son conocidos por el Juez, sino en hacer una breve valoración de la misma. Un sucinto razonamiento, lógico y objetivo, del resultado que avale nuestros argumentos. Y ahora, hijas mías, voy a hacer unas gestiones… Quedad con Dios”, dándose media vuelta dejó, tras de sí, suspendido a su marcha, un mudo estupor primero que, más tarde, se transformó en la más sincera admiración hacia su gran pragmatismo y apabullante sentido común.

Me mantuve en el más absoluto silencio durante un largo rato que creo llegó, incluso, a preocupar a Fátima quien, he de reconocer, es muy parecida a su padre, y cerrando el expediente, le dije: “Creo que mejor bajamos y nos tomamos un café con hielo. No hay quien aguante este calor”...

Ésta es sólo una anécdota, de las múltiples que guardo y guardaré de él, pues aunque son muchos los años a lo largo de los cuales he mantenido una estrecha relación, cuando hoy me he puesto a escribir, ha sido la primera que se me ha venido a la cabeza y no sé por qué fue, también, la que me vino cuando una voz temblorosa, al otro lado de la línea telefónica, me advertía de su marcha.

Enrique, amigo mío, sigue inspirándonos desde el Cielo para no perder, nunca, ese sentido práctico de la vida, de la profesión y de las relaciones humanas que te hizo diferente a ti y que, con tanta maestría, supiste transmitir a tus hijos.

A Don Enrique del Castillo Rodríguez Acosta, de quien tengo el convencimiento
Graham Greene hubiera dicho:
“La humanidad avanza gracias no solo a los potentes empujones de sus grandes hombres, sino también a los modestos impulsos de cada hombre responsable”, y él, Don Enrique, lo es.

D.E.P.

lunes, 20 de abril de 2015

Los Descendientes de la Diosa.


Ya he publicado, en anteriores ocasiones, relatos escritos no por mí, sino por mi sobrina Marta quien, por su parte y debido a su agudo ingenio, ha protagonizado algunas de mis Reflexiones. Hoy, una orgullosísima tía materna, tiene la satisfacción de publicar la narración con la que ha ganado, a sus trece años, el Certamen Literario Anual de su Centro Docente, en lo que también la precedí durante mi época de Bachillerato y luego COU, obteniendo ese mismo galardón durante cuatro años consecutivos. Hoy, me embarga, de la misma manera y junto con la nostalgia de aquella época, el convencimiento más profundo de que Marta, es, sin ninguna duda, mi más legítima sucesora en el profundo amor a la Literatura, pues esta escritora en ciernes, que ya firma sus historias bajo el seudónimo de ‘Bluerose’, no cesa de escribir y me llama la atención no sólo su creatividad e imaginación inagotables, sino el uso que hace del lenguaje.
Dándole nuevamente la enhorabuena, como ya lo he hecho antes, cuando me ha llamado para comunicarme la noticia, os dejo con la lectura de esta promesa de las letras: 'Bluerose', de quien, algo me dice, pronto ocuparán un lugar preferente en mi biblioteca sus futuras obras… 



Cuenta la leyenda, que una chica llamada Kisar fue llamada por la Naturaleza, y tuvo que entrar en la Torre Géminis para pasar unas pruebas que la llevarían a un destino dudoso… 

Diana abrió los ojos, pero solo halló oscuridad. Había dormido fatal y estaba muy cansada, y es que últimamente tenía unos sueños muy raros. Soñaba que una mujer de tez blanca como el algodón, cabello dorado y ojos del color del mar, le decía que ella era el alma de la Naturaleza, que debía cumplir su destino. Ella pensaba que aquello era fruto de su imaginación, pues al fin y al cabo, todo el mundo decía que estaba loca porque hablaba con los animales y las flores, escuchaba con atención el canto de las aves, y podía oír los gemidos de los robles cuando los talaban para hacer muebles en la carpintería de Pandora.

Pandora era la gran ciudad situada en el centro de Gea, el país en el que vivía. Diana vivía en los límites del enorme bosque que había al norte de Pandora, en una casa de paredes blancas y tejado verde. Allí, vivía con sus padres, sin ningún hermano, lo que hacía que pasase mucho tiempo sola, vagando por aquel frondoso bosque, pero nunca cruzaba el río. El único amigo que tenía era Sam. Sam era alto y robusto, moreno y con los ojos color miel. Él jamás dijo que estuviera loca, se limitaba a escuchar con atención las historias que Diana le contaba sobre los animales del bosque, o las flores del jardín. Siempre, desde pequeños, hacían breves excursiones al río y comían allí. Luego escuchaban, juntos, los cantares de los pájaros.

Aquel día era el cumpleaños de Diana, y tenían previsto ir al río a celebrar sus dieciséis años haciendo un picnic. Se miró al espejo. Era una chica alta y esbelta, con el pelo del color del trigo y los ojos verde intenso. Ella siempre asemejaba el color de sus ojos al verde del bosque en verano. Se puso su vestido favorito, el verde, que hacía juego con sus ojos, y fue a desayunar. Saludó a sus padres, quienes la felicitaron. Tomó su desayuno muy rápido, y ya estaba en la puerta cuando su madre le llamó.

-Hija- dijo lentamente, con una extraña expresión triste -¿adónde vas tan temprano?.
-Voy a ir al río a comer con Sam- respondió con nerviosismo – pero antes quiero ir un rato al bosque a pasear.
-No tardéis mucho en volver, te voy a hacer tu postre favorito para cenar.
-Está bien- dijo saliendo por fin.

Entró en el bosque, alegre, porque iba a comer pastel de rosas e iba a ver a Sam. Dio un paseo hasta el río y se recostó en un árbol a esperar, pues había quedado allí con él. Allí, a la sombra de un árbol, escuchando el suave cantar de los pájaros, se quedó dormida. Tuvo de nuevo un sueño agitado, esta vez la mujer le llamaba y le decía que cruzara el río, que no tuviera miedo.

-Pero... ¡yo jamás he cruzado el río!, mis padres dicen que es muy peligroso.
-Pequeña, no debes temer, debes seguirme e ir a la Torre para cumplir el destino que te aguarda.
-Nunca he ido allí, ¿cómo sabré orientarme? y ¿cuál es ese destino del que hablas? No entiendo nada...
-No tienes que entender, tan solo sigue mi llamada... la llamada de la Naturaleza... -dijo la mujer, mientras su voz se hacía más leve y su rostro más borroso.

Diana se despertó sobresaltada, justo cuando Sam llegaba a su lado, y decidió seguir normalmente su día sin contar nada a nadie. Estuvieron paseando por aquel bosque tan maravilloso, y les pareció que cada día aprendían algo nuevo de él. Llegó la hora de comer, y abrieron la cesta de Sam para preparar las cosas. Diana preparó los platos, y Sam puso en ellos unos panecillos recién hechos, un trozo de queso y un estofado que a Diana le encantaba.

Comieron hasta hartarse, y decidieron dormir un rato, pero Diana no tenía ya nada de sueño, así que esperó a que Sam se durmiera, y se dirigió hacia las orillas del río. Siempre había sido una chica muy valiente, y empezó a saltar una roca, después otra, una más...

Había tenido el valor suficiente para cruzar el río, pero ahora estaba aterrorizada. No conocía nada de aquella parte del bosque, y conforme se iba adentrando, encontraba vegetación más extraña y algún que otro animal desconocido. Llevaba ya un buen rato caminando cuando sintió verdadero pánico. ¿Sabría volver?. Era algo que desconocía, pero tenía un presentimiento que le decía que hiciera caso a la extraña mujer que se le aparecía en sueños y que siguiera adelante, así que siguió. Estaba cansada y se preguntaba si Sam estaría ya despierto, si estaría preocupado, y cuanto más pensaba en ello, más ganas tenía de dar la vuelta y echar a correr. Estaba a punto de hacerlo cuando apareció ante sus ojos una torre descomunal, con enormes piedras preciosas incrustadas en la fachada, y con un gran portón dorado. Diana, boquiabierta, caminó lentamente hacia el portón pero un ruido cercano la sobresaltó. Asustada, salió corriendo por donde había venido. Llevaba ya un rato corriendo cuando se encontró con el río a sus pies. Lo cruzó a toda prisa y, nada más pisar la otra orilla se desplomó en el suelo.

Sam llegó al poco rato.

-¡¿Dónde estabas?! ¡¿En qué estabas pensando?!- le gritó Sam, enfadado.
Entonces decidió contarle sus extraños sueños, pues ahora sabía que eran verdaderos. Le contó todo lo que había soñado, que había cruzado el río siguiendo su instinto y que había visto una torre.
-Bueno- dijo Sam al final, aparentemente más tranquilo -si es que existe esa torre de la que hablas, deberíamos ir a verla.
Y Diana volvió a cruzar el río, esta vez acompañada de Sam. Siguieron el camino que anteriormente había seguido la chica, y al cabo de un rato, Sam empezó a preocuparse.
-¿Estás segura de que sabes a dónde vamos?- preguntó inseguro.
-Claro, confía en mí.
Y tenía razón, pues además de ser valiente, tenía muy buena memoria, por lo que al poco rato llegaron al claro en el que se había encontrado la torre, pero para su sorpresa, allí no había nada.
-No lo entiendo... ¡sé lo que vi!
-Diana, nos has hecho venir para nada. ¡Puede que no sepamos volver! No debería haberte hecho caso...
-Porque estoy loca, ¿no? Eso es lo que piensan todos, ¡no me hace falta que tú me creas!
Se fue corriendo, con las saladas lágrimas recorriendo su rostro, pensando que estaba sola en este mundo, y que lo estaría siempre. Estaba equivocada.
Decidió volver a ir a la torre, pero, de nuevo, sola. Cruzó el río por quinta vez ese día, y, después de un tiempo que pareció eterno, llegó al dichoso claro. Estaba totalmente confusa, pues ante ella se erguía la descomunal torre. Se sintió desfallecer por un instante, pero recordó su misión y dirigió su mirada hacia el portón. Caminó lentamente hacia él, y, nada más su mano se cerró alrededor de la anilla para llamar, un movimiento en el follaje captó su atención. Se volvió, aterrada, y vio emerger de la oscuridad una figura femenina, no más alta que ella, pero aparentemente mayor.
-Vaya, qué gusto conocerte al fin, prima- dijo la chica, sin atisbo de felicidad.
-¿Quién eres?
-Oh, ¿no me conoces? eso me duele- respondió, poniendo tal mueca que a Diana se le heló la sangre en las venas -. Yo, pequeña inútil, soy Coral, ¡la verdadera alma de la Naturaleza! ¡la que debió ser elegida!
-¿De qué estas hablando?- espetó Diana, enfadada por el insulto de la desconocida.
-¿No sabes nada? Qué desgraciada eres, niña- dijo, con aires de suficiencia-. Yo te contaré tu verdadero origen. Hace trescientos años, la Naturaleza misma, al ver tan despreciables humanos maltratando su esencia (talando árboles para construir casas, destruyendo ecosistemas, provocando con esto que hermosos animales se extinguieran...), decidió que enviaría una parte de esta esencia al corazón de una mortal, que debía convertirse a sus dieciséis años en el Árbol Magistral, situado en lo alto de esta torre, que extiende sus raíces hasta el centro de la Tierra, haciendo brotar de nuevo árboles, ríos y nuevos animales. Hubo una primera chica, llamada Kisar, que cumplió su destino haciéndose árbol,(y solo sus descendientes pueden heredar la esencia), y otra chica, que debía ser su guardiana, llamada Esmeralda (ella construyó esta torre que solo pueden ver los descendientes de Kisar). Pero este árbol no podía durar para siempre, por eso la Naturaleza decidió que enviaría otra mortal, una descendiente de Kisar, cada cien años, así, Kisar podría ser libre, y se convirtió en la diosa Kisar, la Dama Verde. La siguiente fue Gaia quien es actualmente el árbol, pero ya le queda poco, por eso yo fui a la torre con mi amiga Rea, pero, al llegar arriba, tras pasar todas esas estúpidas pruebas, llegué a la última... y la fallé. Rea jamás volverá...- una lágrima asomó de sus ojos oscuros - y no podrá ser la guardiana; tomé prisionera a Jazmín, la que debió ser la guardiana Gaia, por lo que la tonta Esmeralda todavía sigue aquí- repuso, volviendo a adoptar su anterior aire de suficiencia -¡y yo al fin superaré la última prueba y adquiriré el poder de la Naturaleza durante cien años! Tan solo hay un pequeño obstáculo. Tú- sacó un cuchillo de su túnica y se acercó a Diana.

Lo que vino a continuación pasó muy rápido para que Diana lo entendiera al instante. Coral saltó hacia ella para asesinarla, pero una figura alta la detuvo y la lanzó al suelo. Entonces lo comprendió. Sam había vuelto. Había vuelto porque la creía.

-Tan sólo recuerda mis palabras niña- dijo al final, abatida, alejándose de ellos- ¡Cuidado con lo que eliges!- y huyó para no volver jamás.
Recuperaron el aliento, y se abrazaron.
-Te creo, Diana, volví para disculparme, pues sabía que estarías aquí, y oí toda la historia que contó Coral. Lo siento, fui estúpido.
-No pasa nada, debo disculparme yo pero, vamos, no hay tiempo que perder si es cierto que Jazmín está prisionera. Esto se le cayó a Coral, no sé si servirá de ayuda, pero es mejor que la guardemos.
Diana avanzó hasta el portón, agarró la anilla con fuerza y llamó. Las puertas se abrieron con un chirrido ensordecedor, y Sam pudo ver el interior de aquella torre, pero no el exterior, pues él poco tenía que ver con la profecía. O eso creía él. Entraron juntos, con pasos vacilantes, a una oscuridad absoluta.
Allí dentro no se veía nada, y la única luz que percibían venía del  portón por el que acababan de entrar, pero poco después de que entraran se cerró con un estrépito desagradable que hizo que se quedaran completamente a oscuras. Anduvieron a tientas hasta que, de repente, se encendieron unas luces, que venían de unas extrañas lámparas que jamás habían visto ni jamás verían en ninguna otra parte, y se iluminó la estancia. Era un lugar enorme, con una escalera de caracol en el centro que parecía infinita. A cada lado de la habitación había jardines con plantas y árboles, rodeados por murallas y, si te fijabas bien, se podían ver insectos y animales escondidos entre las flores. Más allá de los jardines había dos paredes con numerosas puertas y, al otro lado del pie de la escalera, había un segundo portón dorado que en esos momentos se estaba abriendo. De él asomó una mujer ataviada con un vestido blanco cubierto de esmeraldas, y llevaba en la mano un cetro dorado rematado con una esfera verde. Su cabello era anaranjado y sus ojos del color de las esmeraldas que llevaba en el vestido. Era alta y esbelta, y tenía expresión solemne en el rostro.
-Os estaba esperando, Diana y Sam. Venid conmigo.
Y sin pensárselo dos veces, siguieron a la mujer a través del portón dorado. Recorrieron un largo pasillo hasta una habitación redonda con tres puertas y una mesa dorada con sillas en medio. Se sentaron, y la mujer habló.
-Yo soy Esmeralda, la guardiana de la diosa Kisar, que fue sustituida hace cien años por Gaia. Desgraciadamente, Coral se llevó prisionera a Jazmín, y yo no puedo ser libre si no la liberamos. Está encerrada en una de las numerosas habitaciones de esta torre, subiendo la escalera de caracol. Recuperé la llave que Coral robó, pero no se me permite subir la escalera, solamente el día que me sustituyan, y yo no puedo liberarla. Por eso, vosotros, Diana y Sam, debéis sacarla, superar las pruebas que se os presentarán antes de llegar a la cima y subir para completar la última.
-¿Y después qué?-preguntó Diana, aunque ya sabía la respuesta, pero necesitaba confirmarla.
-Te convertirás en el nuevo Árbol Magistral.
Diana sabía que iba a decir eso, pero, sin embargo, le golpeó de lleno en la cara. ¿Jamás volvería a ver a Sam después de aquello? ¿Y a sus padres? ¿Lo sabían ellos?
-Pero, entonces... ¿Qué pasará con mis padres? Ellos no saben nada de mí desde esta mañana.
-No te preocupes por tus padres, Diana, ellos lo saben todo desde hace mucho.
Por eso había notado triste a su madre por la mañana, nunca habría pensado que no volvería a verla, en cuanto a su padre, lo vió por última vez la noche anterior a esa. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
-No llores, saben que les quieres, y eso basta- le dijo Esmeralda pasándole una mano por el pelo a Diana-. Ahora que sabéis vuestra misión, descansad en los aposentos que he preparado y yo iré a los míos. Os avisaré cuando llegue la hora- y señaló las puertas que había al fondo de la estancia en la que estaban.
Sam había permanecido callado hasta entonces, pero, ahora que Diana lo miraba, veía sus amargas lágrimas. No soportaba la idea de perder a su mejor amiga. Entre ellos jamás había habido nada, es más, eran como hermanos. Él tenía más amigos en la escuela, pero siempre estaba con Diana, y por ello recibía toda clase de críticas: desde que Diana le gustaba hasta que hacía cosas de niñas. Pero a él le daba igual, era su mejor amiga. Se volvió y se abrazaron. Ambos lloraron. Después de un rato que pareció eterno, Sam habló.
-Te echaré de menos más que a nada en el mundo, pero antes de que te vayas, una última aventura, por los viejos tiempos.
-Por los viejos tiempos- respondió, esbozando una sonrisa.
Se fueron a sus habitaciones y durmieron profundamente. Nunca sabrán el tiempo que habían estado durmiendo, pero no parecía mucho. Esmeralda los llamó, y después de tomar una exquisita comida, les dio instrucciones de que tuvieran cuidado, que tendrían que superar pruebas mortales y ser astutos para superarlas.

- Y recordad este acertijo, pues es lo más importante en vuestro camino:
                               "En la Torre que pocos humanos pueden ver,
                              aguarda el secreto que pocos pueden obtener.
                                      Una espada en su corazón clavarás,
                                                  pero le verás despertar
                                             y el gran tesoro tuyo será."

Esmeralda los guió hasta la escalera, y se despidió de ellos. Diana miró hacia el centro de las escaleras de caracol, en el que había unas enormes raíces que provenían de arriba y que parecían seguir hasta lo más profundo de la Tierra. Contuvo el aliento y subió seguida de Sam la primera escalera y luego otra, hasta llegar muy lejos. Se les estaban empezando a cansar las piernas justo cuando vieron la primera puerta delante de sus ojos. En ella había una placa plateada donde ponía en letras mayúsculas: <<PRIMERA PRUEBA: CONFIANZA>>. Tenía una cerradura, y Diana recordó la llave que se le había caído a Coral. Cogió la llave y la hundió en la cerradura, y se le iluminó el rostro al ver que encajaba. La puerta se abrió con un fuerte chirrido. Allí dentro solo había oscuridad. Tragó saliva y entró.
Solamente pisó una baldosa y todo aquello se iluminó. No era una luz como la de las lámparas de Esmeralda, sino más o menos como la luz de la luna. Vió una estancia sin fin, toda llena de espejos, y tuvo miedo. En la puerta ponía confianza. ¿Qué quería decir aquello? Lo comprendió un instante después, cuando se acercó a ver un cartel de plata situado a la derecha de la puerta. Ponía: <<CONFIANZA. En esta prueba debes demostrar que confías en tus seres queridos para llegar al final del laberinto de espejos. No todo es lo que parece. No te fíes de las apariencias>>. No entendía muy bien eso, pero tenían que entrar, así que se armó de valor y entró. Sam la seguía.
Torció varias veces antes de entender el significado del cartel. Vio su reflejo en un espejo y se paró. Le parecía que estaba cambiando, y así lo hizo, hasta ver no su reflejo sino el de su madre. No daba crédito a lo que veía.
-¡Mamá!- gritó, y corrió hacia el espejo. Recordó a su madre, que no se había despedido de ella, y la expresión se su madre cambió. Estaba triste y furiosa a la vez.
-Eres la peor hija del mundo, ni siquiera te despides de mí y te vas a correr aventuras por ahí para no volver. ¡Te odio!
Diana retrocedió, aterrorizada, hasta chocar con otro espejo. Se volvió, pero esta vez era su padre quien la miraba.
-¡Te odio, hija estúpida!- repitió él.
Diana gritó, pues en todos los espejos que veía estaban sus padres. Corrió llamando a Sam, con las manos en las orejas, pues quería evitar aquel sufrimiento. De repente, escuchó a Sam llamarla, giró una esquina y chocó contra él. Enseguida lo abrazó y le contó la horrible situación que había presenciado.
-Ahora lo entiendo lo que decía el cartel. Diana, todo eso era falso, tus padres te quieren mucho, y están en tu casa, a salvo. No debes escucharles, confía en mí.
Siguieron andando, juntos, y Diana todavía veía las imágenes falsas de sus padres, pero no les escuchaba. Incluso ahora veía a Sam en los espejos, diciéndole cosas horribles. Cada vez que lo veía cerraba los ojos con fuerza y se agarraba fuerte a Sam. Él también tenía que estar pasándolo mal, pues, a juzgar por su expresión, también veía cosas horribles en los espejos. Al cabo de un rato, Diana dejó de prestar atención a los espejos y se percató de algo más. Oía gritos, gritos de chica. Corrió hasta el pasillo siguiente y vio a una chica tumbada en el suelo gritando, con las manos en la cabeza. Fue hasta ella y la sacudió, y, aterrorizada, dejó de gritar y levantó la cabeza. Cuando la vió, le agarró del rostro y le gritó que la sacara de allí. La puso en pie con ayuda de Sam y siguieron su camino. Durante un tiempo que les pareció eterno, estuvieron dando vueltas por el laberinto, y a la chica a veces le daban ataques de histeria y se ponía a gritar, pero al final encontraron un lugar donde no continuaban los espejos. Corrieron hasta allí y vieron una puerta y un cartel como los de la entrada, pero en este cartel ponía: << Enhorabuena, has pasado la primera prueba, cruza esta puerta y continúa tu camino>>. Abrieron la puerta y la cruzaron, y una vez fuera sintieron un gran alivio, pero también  hambre y sed. ¿Cuánto tiempo habían estado allí? ¿Horas? ¿Días? puede que incluso semanas. Hacia arriba continuaban las escaleras, pero a un lado de esta había una bandeja con abundantes alimentos. Corrieron y comieron hasta hartarse, y la chica parecía setar mucho mejor. Decidieron hablar con ella.
-Bueno, ahora que estás mejor- comenzó Sam -¿puedes contarnos quién eres y qué hacías allí dentro?
La chica asintió, y comenzó a hablar.
-Me llamo Jazmín, y vine aquí con mi amiga Gaia porque era su detino ser el Árbol Magistral. Yo debí ser la guardiana de Gaia, pero una chica llamada Coral quería ocupar el siguiente puesto de Árbol Magistra y conseguir poder, pero ella había fallado la prueba, matando así a su compañera, y antes de que me hiciese la oficial guardiana, me secuestró y me trajo al laberinto. Supongo que quiere utilizarme para que sea su guardiana, pero ya no lo conseguirá.
-Es cierto, pues se rindió y huyó al bosque- comentó Diana, pero había algo más serio que rondaba su cabeza. Las desdendientes anteriores a ella tenían una compañera. ¿Significaba eso que su guardiana sería Sam? No quería pensar en ello en ese momento, así que se centró en la misión -. Deberíamos continuar.

Siguieron su camino escaleras arriba durante pisos y más pisos. Al cabo de mucho tiempo, llegaron a otro cartel plateado, pero no había puerta. En el cartel ponía: <<SEGUNDA PRUEBA: En esta prueba, debes tener cuidado y no confiar demasiado en lo que pasa a tu alrededor. Es tan malo ser demasiado crédulo como incrédulo>>.

Aunque el cartel los había prevenido, no notaban nada raro en la escalera, así que subieron. Llevaban ya un rato subiendo, y ya pensaban que no existía segunda prueba cuando un escalón debajo del pie de Sam chirrió. Al poco tiempo después toda la escalera se desmoronaba, y Diana agarró a Sam de la mano a tiempo para que no cayera, pero fue en vano, pues Sam se soltó. Y cayó al vacío.

Diana se quedó helada. Sam acababa de caer de la escalera, en cuestión de segundos estaría muerto. Ella lo había dejado caer. Gritó con todas sus fuerzas y sufrió un ataque de histeria. Jazmín intentó calmarla, pero solo consiguió que empeorara. Subió unas cuantas escaleras más y se acurrucó contra el frío mármol. Un minuto después se oyó un lejano grito que se hacía más cercano a cada segundo, hasta que un chico moreno aterrizó junto a Diana. Había caído desde arriba.

Diana levantó la cabeza y tan pronto como lo entendió todo, abrazó a Sam con todas sus fuerzas. Todo lo que caía hacia abajo desde aquel nivel de las escaleras volvía a caer por arriba. Arrojaron unos cuantos trozos de baldosa desprendida para comprobarlo, y comprobaron que era cierto. Gritaron de alegría y subieron las escaleras a todo correr, antes de que les diera tiempo a romperse a más baldosas. Estaban cansadísimos y a punto de dejarse caer en el suelo cuando se encontraron de nuevo un cartel de plata que decía: <<Enhorabuena, habéis superado ya dos pruebas, continuad vuestro camino>>.

Exhaustos, se sentaron al lado del cartel y descansaron, pero sabían que pronto tendrían que volver a ponerse en marcha. Diana miró hacia abajo y descubrió que las escaleras rotas se habían recompuesto. Aquella torre la sorprendía y fascinaba cada vez más.
Cuando creyeron conveniente, reanudaron su camino y siguieron subiendo escaleras. Diana estaba harta de subir, y empezaba a pensar en rendirse. Subieron durante una eternidad de tiempo, arrastrando los pies cansados sobre las baldosas de mármol, hasta que encontraron el final de las escaleras. Terminaban en el vacío, y a un lado, había un enorme portón dorado con una placa que decía:<<TERCERA PRUEBA: VALOR>>. Tenía una cerradura, y probaron la llave, que encajaba. Empujaron la puerta, que se abrió con un chirrido. Detrás del portón estaba la sala más maravillosa que hubieran visto jamás. Tenía las paredes forradas de oro, y el suelo, con un tapiz color escarlata. Tenía lámparas en el techo, con formas extrañas, que daban luz a la estancia. A un lado de esta, había una vitrina llena de espadas de todos los tamaños y formas; desde espadas de diamante hasta espadas de bronce. Al fondo, estaba el portón plateado más grande que habían visto nunca. Al otro lado de la habitación había otro cartel de plata. En este ponía:<<Para superar esta prueba debéis elegir la espada correcta y hacer con ella lo que nunca harías. Solo una es mágica. Solo una te hará pasar la prueba>>. Y recordó el enigma que le planteó Esmeralda. Decía:<<...una espada en su corazón clavarás...>>. Se le heló la sangre cuando lo entendió. Debía clavarle a Sam una espada en el corazón. La espada correcta. Si elegía la equivocada, asesinaría a Sam. Volvió la cabeza hacia él, y él también lo entendió. Se le puso tal cara de terror que Diana pensó que iba a salir corriendo, pero, sin embargo, habló.

-Confío en ti, Diana, sé que elegirás la correcta. Adelante.
Empezó a caminar lentamente hacia la vitrina, y de repente se encontró frente a frente con la enorme estantería toda llena de espadas. Caminó a lo largo de la vitrina, observando con atención todas las espadas. Primero vio una, de bronce oxidado; luego, una de oro macizo decorado con todo tipo de piedras preciosas. Vio todo tipo de espadas, hasta que llegó a una de hierro decorada con hojas y flores que le llamó la atención. La rozó con las yemas de los dedos y el corazón empezó a latirle más rápido. La observó durante una eternidad.
-Esta es la correcta- dijo empuñándola.
-Adelante- repitió Sam.
<<Todo irá bien. Esta es la correcta>> repetía una y otra vez en su cabeza.

Empuñó la espada con todas sus fuerzas, y armándose de valor, cerró los ojos y hundió la espada en el corazón de Sam.

De repente, un haz de luz recorrió la habitación y Diana cayó hacia atrás. Cuando abrió los ojos, encontró el portón abierto y a Sam tendido en el suelo, pero no había ni rastro de la espada ni de sangre. Tardó un rato en asimilarlo todo, pero cuando lo hizo, se arrodilló en el suelo y sacudió a Sam. Sam abrió los ojos, y Diana lloró de alegría y lo abrazó. Se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Cruzaron el umbral, y Diana no sabría decir si era el gran árbol que había en el centro de la habitación o la habitación en sí lo que hacía brotar lágrimas de sus ojos. De pie, mirando el árbol, había una figura femenina.

-Os esperaba- dijo la mujer, volviéndose.
-Esmeralda, hemos superado todas las pruebas- dijo Diana.
-Lo sé- respondió Esmeralda -, y también se que Jazmín viene con vosotros. Acércate chica.
Jazmín se acercó al árbol y tocó su corteza. Esmeralda le tocó con su báculo en la frente, y seguidamente, en la corteza del árbol. Entonces, el árbol se encogió hasta transformarse en una hermosa chica, que se levantó y abrazó a Jazmín.
-¡Gaia!Te he echado muchísimo de menos.
-Y yo a ti, y ahora estaremos juntas siempre.
Permanecieron abrazadas un tiempo, hasta que Jazmín se volvió.
-Muchísimas gracias por rescatarme, os estaré agradecida siempre.
Se dió la vuelta, y, de la mano de Gaia, desapareció con un destello.
-¿Adónde han ido?- dijo Diana, impresionada.
-Ahora son libres. Jazmín debió sustituirme, pero no fue así, así que debe hacerlo tu amigo.
Y las sospechas de Diana se confirmaron.
-Seré el guardián de Diana- dijo Sam muy serio -. Yo te sustituiré.
-Bien. Llegó el momento, pequeña.

Diana abrazó a Sam, y se dirigió al hueco que había dejado Gaia. Esmeralda le rozó la frente con el báculo, y sus piernas se prolongaron hasta convertirse en raíces. Sus brazos y su cabello subieron hacia arriba, transformándose en ramas. En poco menos de un minuto, la bella joven de dieciséis años que había entrado en la torre desapareció. Sam miró todo este cambio con lágrimas en los ojos, y dijo adiós a su mejor amiga en silencio.

-Hasta dentro de cien años.
Después, Esmeralda le rozó a él.
-Cedo mis poderes de guardiana durante cien años- dijo en voz alta -, a este valiente guardián.
 Le dio el bastón, y caminó hacia el nuevo árbol. De él salió una mujer, que le dio la mano.
-Adiós, valientes Diana y Sam, hasta que nuestros caminos se vuelvan a cruzar- Y por primera vez, Sam vio a Esmeralda sonreír.
Y se fue con la mujer. Entonces Sam comprendió que aquella mujer era Kisar.
Se dirigió hacia el árbol y lo rozó con los dedos.
-Nos vemos.
Tocó el báculo y, con un destello, se encontró en el pie de las escaleras. Entró en los aposentos y se tumbó en la cama que había utilizado cuando entró en la torre.
-Nos vemos- repitió.


                                                                                                                                               Bluerose

        

miércoles, 15 de abril de 2015

El guardián de la jaqueca.


Por más que algunos se empecinen en decir que los abogados no trabajamos y que vivimos “como Dios”, tengo que reconocer que este año está siendo especialmente duro en cuanto a la carga de trabajo que me estoy viendo obligada a soportar. Una tensión continua me obliga a permanecer en el Despacho larguísimas jornadas, aún a costa de mi propio tiempo libre, cada vez más escaso y empiezo a sospechar que, también, de mi salud. Hace un tiempo sufrí un episodio que, no negaré, me obligó a hacer un parón, que perduró, no obstante, lo suficiente hasta que se me pasó el miedo, lógico y natural, dada la sintomatología, que me produjo. Pero… el ser humano es como es y, nuevamente, volví, envalentonada, a lo que no es sino mi rutina diaria: trabajo, presión, trabajo, plazos, trabajo, señalamientos, trabajo, tensión… una agenda a punto de quebrarse con cada nueva anotación, como mi propio sistema nervioso, sobrecargado y exhausto…

Me ha despertado un agudo aguijonazo en la frente. La luz se cuela por debajo del antifaz que uso para dormir, provocándome un dolor insoportable que se clava en mi retina como una tachuela. Es una sensación parecida a esa resaca – horrible – que me asaltaba tras una larga noche calavera, en mi época de estudiante, cuando la exigua economía de entonces, me obligaba a optar entre la disyuntiva 'cantidad – calidad', durante una larga procesión nocturna por los diversos antros de una ciudad de neón y superpoblada, a aquellas horas, de caras conocidas de universitarios que deambulábamos entre risas beodas y flirteos que hoy me parecen ridículos.

Intento incorporarme de la cama. Me siento, retirándome la suave pantalla sedosa que me sume en la oscuridad absoluta que tanto preciso para dormir. Parpadeo dolorosamente un par de veces, notando una eléctrica pesadez en los párpados. La habitación me da vueltas, en una insufrible sensación de vértigo acompañada de náuseas, intento estirar los músculos del cuello que noto contracturados, experimentando la dañina y familiar sensación que parece bloquearlos: me palpo el trapecio que irradia una descarga ascendente hacia el esplenio. Cierro los ojos y lentamente me dejo caer, deslizándome, sobre la almohada. Aprieto los dientes intentando paliar los efectos del nuevo latigazo que me ha descargado la simple y necesaria respiración.

Me resigno a sufrir un nuevo episodio de jaqueca aguda, provocado por esa contractura severa que, desde hace años, atenaza mi zona cervical, cargándola un poco más con cada anotación en mi agenda. Suspiro, es inútil resistirme. Ha vuelto. Y me barrunto yo, por la entidad de la presión que taladra mi sien, que no va a ser para una breve visita. Miro al techo, pero tengo que cerrar los ojos poco después, estrellitas de un brillante verde fluorescente parecen seguir, ahí arriba, una siniestra danza ancestral junto a la lámpara. No sé por qué me viene a la memoria el ritual TA GE chino y me imagino una amalgama de bailarines vestidos de ese estridente color, arremolinándose sobre mi cabeza, en un baile macabro que me produce una desagradable sensación, atenazando mi garganta y presionando mis sienes.

Es inevitable asistir a esa espiral luminiscente sin sentir una profunda sensación de mareo, resultado de la jaqueca oftálmica que clava sus afilados incisivos para dejarme totalmente desmadejada y a merced del dolor en la cama un día más. Otro. “Paciencia” – me repito -, paciencia para aguantar el envite traicionero que me va a privar de un maravilloso domingo de sol, a juzgar por la luminosidad que se adivina tras la cortina.

Estiro el brazo para coger un libro – “Todo bajo el cielo”, de Matilde Asensi -, me arrellano, no sin gran esfuerzo, sobre los almohadones y lo abro por la señal que indica donde lo dejé anoche, bien entrada ya la madrugada. Las líneas parecen tener movimiento propio, se me antojan hileras de hormigas caminando en fila, acercándose o alejándose respecto de las antecedentes. Desisto.

Vuelvo a tumbarme bocarriba, es imposible leer. La cabeza sigue dando vueltas para mi propia desesperación… Resoplo. La diabólica danza de los bailarines chinos sigue su frenético ritmo sobre mí.

Me pregunto por qué no inventará alguien una píldora mágica que haga desaparecer la tensión emocional y los devastadores efectos que sobre el organismo humano presenta su somatización. Intento dejar la mente en blanco, como esos taoístas que fundamentan su meditación en la ausencia total de reflexión, vaciándose de pensamientos en pos de un estado de felicidad absoluta. Es dificultoso conseguirlo pues aunque te imagines una nívea sábana, siempre termina colándose algún ideograma, alguna imagen que capta tu atención y que te extrae, de un plumazo, de ese estado próximo al nirvana que no es sino el anhelado vacío mental, empiezo a sospechar.

Un dolor fino, como el del cristal al resbalar por la piel mojada, se instaura en mi frente, incrementándose a cada latido: pum, pum, pum… pum. Cierro los ojos de nuevo y me sumo en un estado de resignada aceptación de ese insistente martirio que se ha instalado en mi cabeza.

No sé en qué momento debí dormirme, lo que sí supe es que ya era casi de noche cuando me desperté. Había dormido durante todo el día, la jaqueca había desaparecido y con ella la sensación de mareo que me había tenido encadenada a la cama durante todo aquél domingo. Ni rastro ya de la diabólica danza fluorescente de aquellos siniestros bailarines suspendidos en el espacio, cuando miré, de nuevo, hacia el techo. Habían desaparecido por fin.

Me levanté con mucha cautela, como evitando despertarlos, cansados como, sin duda, debían estar por el esfuerzo físico que les habría supuesto aquél baile que me había atormentado desde la mañana y me dirigí a la ducha, durante largo rato dejé resbalar el agua caliente sobre mi cabeza, encontrando así una reconfortante sensación, era como si por el desagüe también desaparecieran, junto con la espuma del gel, los restos del dolor de cabeza, del mareo y de la angustia. Me sequé y me puse unos vaqueros usados y una vieja camiseta del revés, evitando el contacto con la molesta etiqueta acrílica y las costuras, mientras notaba el tacto rugoso de la madera bajo las plantas, aún húmedas, de mis pies. Me movía con sigilo, podían acecharme en cualquier rincón de la casa, raudos a dar inicio a su desenfrenado movimiento verde de nuevo para clavarse, una vez más, en mi ojo izquierdo.

Me tumbé en el sofá y de manera inconsciente posé, distraidamente, la mirada en el guerrero de Xian que, a tamaño natural, tengo en una esquina del salón, un rostro desprovisto de alma, inmóvil, con su armadura del ejército imperial, velando el sueño eterno del Primer Emperador y no sé por qué, tengo el convencimiento de que desde hace tiempo guarda celoso, también, la recurrente vuelta de mi odiada jaqueca. Y lo creo por la forma en que clava en mí sus ojos vacíos, huérfanos de vida pero, aún así, aviesos y alerta. Siempre alerta, a la eterna espera de esa despiadada y lacerante danza TA GE

“En la sombra, lejos de la luz del día, la melancolía suspira sobre una cama triste,
el dolor a su lado y la jaqueca en su cabeza”.

(Alexander Pope).