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viernes, 15 de marzo de 2013

El Desván de la Abuela Bicha.

Hoy he recibido un “curioso” regalo. Una preciosa maceta de albahaca. Cuando he llegado al Despacho estaba sobre mi mesa, envuelta, primorosamente, en un celofán transparente y un enorme lazo. En ella había, también, una tarjeta de color naranja. Era un regalo de mi amiga Lola. Ya os he hablado de Lola antes. Lola está empeñada en que tengo que encontrar en las plantas los remedios a todos mis males – sean del cuerpo o bien del alma - y hoy me ha enviado una maceta de albahaca cuyo destino será, me parece a mí, una sabrosa salsa de pesto: el mejor remedio para la sensación de estómago vacío. El olor que inundaba la estancia me ha transportado, una vez más, a mi  infancia. A las tardes en el patio de la casa de la Abuela de Lola: Doña María Luisa – como se la conocía respetuosamente en su vecindario - . La Abuela Bicha, así era como la llamábamos, había vuelto a España después de la aventura “indiana” de sus padres que, allende los mares, encontraron su personal “dorado” y volvieron a la Madre Patria con una más que saneada economía que le había reportado la posibilidad de casar a sus hijos “como Dios manda”, e, incluso, mejor. Tenía seis años, Doña María Luisa, cuando llegó para quedarse y seguía viviendo en la misma casa familiar que el patriarca había comprado. Un antiguo palacete en el casco histórico de la ciudad. Había un gran patio central, enorme, con vegetación entre la que abundaba la albahaca y una fuente en la que, con frecuencia, soltábamos peces de colores o tortugas. Allí solíamos pasar muchas tardes, jugando, después del Colegio. Hoy, no sé por qué, me he acordado. Y me he acordado también del desván de la Abuela Bicha.

Cuando aquella tarde, al salir del Colegio, Lola me sugirió que la acompañara a merendar a casa de su abuela no me pude negar. Las meriendas allí eran estupendas: chocolate y bizcotelas, las que quisieras comer, no tenías a tu madre diciéndote que no abusaras del chocolate que “te iba a dar acetona”, sólo a la asistenta que, con una absoluta y hastiada indiferencia, volvía a reponer la bandeja y la taza tan pronto como las vaciábamos. Tras aquellos copiosos atracones, recuerdo que salíamos al patio  a jugar o nos adentrábamos, cautelosas, en los misterios de la última planta de la casa. Desafiando la prohibición, expresamente impuesta por la Abuela Bicha, de no trastear habíamos llegado, incluso, a asomarnos al desván por algunos segundos en alguna que otra ocasión. Los suficientes como para mitificar aquella habitación, haciéndola objeto de nuestros sueños y fantasías infantiles.

Cuando salimos de la cocina, relamiéndonos aún con fruición, los bigotes de chocolate de nuestros labios superiores, nos topamos con el primo de Lola en el zaguán: Lucas. Lucas era un niño pelirrojo, enfermizo y asustadizo, era uno o dos años más pequeño que nosotras y usaba unas enormes gafas de pasta – de “listillo” – que nos otorgaban el derecho, o eso creíamos entonces, a reírnos de él. Nos gustaba su compañía, únicamente, por la cruel razón de someterlo a una continua y deliciosa tortura, ya fuera haciéndole comer tierra del arriate de jazmines, una de las pruebas que debía pasar para ser del “Club Secreto” que Lola y yo habíamos constituido, o, atormentándolo con supuestas visiones de fantasmas y monstruos que siempre terminaban con el llanto desesperado e histérico de Lucas y la consiguiente reprimenda de la abuela Bicha que aguantábamos con gran estoicismo, plenamente conscientes de la fechoría cometida. Hoy, Lucas tiene dos hijos y trabaja como ingeniero aeronáutico en Barcelona, mantenemos un cierto contacto a través de Facebook por el que intercambiamos información y fotografías. Pero, desgraciadamente para él, aquella tarde, como otras muchas antes, era sólo la víctima de nuestras perversas maquinaciones.

Esperamos pacientemente a que terminara su merienda, observándolo con malicia ante su desconcierto y recelo, para plantearle un reto, único medio que se nos ocurrió para mitigar nuestro aburrimiento. El "reto" final, pues afirmamos, que supondría “la prueba de fuego” definitiva para integrarse en nuestra “Sociedad Secreta”, como uno más, con plenos derechos y obligaciones. “A partir de hoy, si lo haces – le dijo Lola con gran solemnidad y boato – te dejaremos ser el jefe, por lo menos, un día a la semana. Jamás volveremos a decirte que tienes gafas de listillo ni enano y podrás jugar todos los días con nosotras”. Lucas, haciendo acopio del valor que, hasta entonces, nunca había tenido y henchido de la posibilidad de dejar de ser el blanco de nuestras continuas mofas, sacó pecho y dijo: “¿Qué tengo que hacer?”. Tras intercambiar una aviesa mirada, Lola y yo impusimos, por un riguroso turno de intervención tácitamente acordado, la misión y las normas que el pobre Lucas debía afrontar para conseguir su anhelado estatus:

-     “Deberás subir al desván y quedarte allí, como mínimo, diez minutos” – dictaminó Lola -.

-   “Y cuando bajes, sin poder encender la luz de las escaleras en ningún momento, deberás traernos un tesoro. Eso sí, no puedes llorar ni gritar ¿eh?” – Le apercibí, puesto que los continuos episodios de llanto del infeliz nos habían acarreado más de un capón por parte de la Abuela Bicha que perdía la paciencia ante las nerviosas lágrimas del enclenque aquél.

-    “¿…Yo… solo….?” – pareció titubear Lucas tragando saliva -.

-     “Elige, Piojo: o lo haces o prepárate para ser nuestro esclavo hasta que cumplas, por lo menos doce o... catorce años… Y lo haremos, ¿eh?, tendrás que hacer todo lo que te ordenemos y sin rechistar”. – Amenacé al chiquillo, que ya empezaba a hacer pucheros y nos miraba de hito en hito bajo sus enormes lentes. Tras dudar unos instantes y sopesar, sin duda, los nocivos efectos que tendría sobre su miserable existencia aquél acto de cobardía, afirmó con tanta resolución, por su parte como asombro por la nuestra:

-    “¡Iré!” – entonces sacó del bolsillo, con la ceremoniosa parsimonia de un pistolero de western, del pantalón gris del uniforme colegial su inhalador de asmático, tras dispensarse sendas dosis en cada una de sus fosas nasales. Dar un sonoro sorbetón y expeler los restos de mucosidad de su garganta. Simplemente dijo “adiós” a modo de despedida. Y se encaminó escaleras arriba ante nuestro estupor y mutismo.

Oimos el quejido de los goznes de la puerta que daba acceso al desván, tanto cuando Lucas la abrió, como cuando la cerró tras de sí y se adentró en aquella polvorienta y oscura estancia ante nuestra incredulidad. En unos minutos, según íbamos subiendo las escaleras en dirección al desván empezamos a oír las toses y estornudos del infeliz enano que, alérgico y asmático, empezaba a sufrir los efectos del polvo allí acumulado.

Transcurrió un espacio de tiempo que se nos hizo eterno y que sólo rompió el reloj de pared del salón abajo: las seis, anunciaron los seis campanazos. Aún resonaba el eco del último cuando inopinadamente la puerta, sobre la que habíamos aplicado los oídos, se abrió. Tras el susto vimos a Lucas, su silueta se recortó contra el trasluz de una ventana, cubierta parcialmente con una gruesa cortina oscura. Nos miraba sonriente.

- “Han pasado los diez minutos...” - declaró, sonriendo ufano. Lola y yo no íbamos a permitir que aquél mequetrefe consiguiera lo que habíamos considerado imposible para él.

- “No, aún no y... además ¿la segunda parte?. Tenías que haber descubierto un tesoro…”

- Y lo he hecho. Pasad y lo veréis”. – Lucas mantenía una sospechosa actitud, poco usual en su timorato comportamiento, que nos hacía recelar. Dudamos. Siempre habíamos experimentado cierto temor hacia aquella habitación que permanecía cerrada y cuya entrada a la misma teníamos expresamente prohibida por orden de la propietaria del caserón. Tras intercambiarnos una mirada, nos decidimos, por fin, a entrar, no sin cierto reparo, el que confiere el conocimiento de estar transgrediendo los límites de lo prohibido.

Aquella enorme estancia estaba en penumbra, sólo a medias, en la que se aglutinaba una infinidad de formas indefinidas cubiertas con sábanas que le daban una atmósfera fantasmagórica. Ascendía, desde la calle, el ruido amortiguado de voces ininteligibles y sobre nuestras cabezas, entre las vigas, podía percibirse el arrullo de palomos, o eso suponíamos. Daba miedo, mucho, pero no podíamos permitir que el ego de Lucas siguiera inflamándose o perderíamos la posibilidad de seguir divirtiéndonos a costa de las pesadas bromas con las que lo atosigábamos a diario.

Había un sin fin de trastos acumulados allí a lo largo de los años, inservibles, cubiertos por una espesa capa de polvo, tan absortas nos encontrábamos curioseando que el portazo nos sobresaltó provocando un histérico grito que no pudimos reprimir. Entonces lo vimos, una figura proyectaba su demoníaca sombra e iniciaba su marcha hacia nosotras, cerré los ojos imaginándome que un horrible final me aguardaba, oía el arrastrar de pasos que se aproximaban, abrí un ojo y vi una forma blanca dirigiéndose hacia mí. Se había situado sólo a un palmo, el terror me había paralizado cuando un repentino ataque de tos, proveniente de la sombra, disipó cualquier rastro de miedo. Me levanté de un salto y tiré fuertemente de la sábana que cubría la forma que tosía: los ojos irritados de Lucas aparecieron bajo aquella cubierta polvorienta.

-    “¡¡¡¡Eres un imbécil, Lucas!!!!” - le di un empujón que le hizo tambalearse entre una tos convulsa y violenta.

La tos, irregular y desgarradora, se confundía con la risa del mocoso por cuyo rostro, congestionado, empezaban a resbalar las lágrimas.

-          “Lucas eres idiota...” - la cabeza de Lola se asomó, aliviada, por detrás de mi hombro -.

Cuando cesó la tos. Lucas se dirigió hacia la puerta, desde la que se volvió para invitarnos a salir con él en dirección a la planta de abajo. Una vez en el patio Lucas seguía sonriendo y mirando con una extraña superioridad que nunca antes habíamos visto en él.

- “Deja ya de sonreír como un imbécil. No has superado la prueba, era necesario que trajeras un tesoro”.

- “Lo tengo” - Entornó los ojos con cierto misterio, sin dejar esa petulante actitud que sorprendentemente tenía.

- “Pues enséñanoslo” - apremió Lola que también empezaba a estar harta de la chulesca actitud de aquél pigmeo  -.

-  “Bien, cerrad los ojos un momento, os avisaré cuando podáis abrirlos. No vale hacer trampas ¿eh?”.

Cerramos los ojos y esperamos, ansiosas, la señal para su apertura. Fue entonces cuando escuchamos a Lucas con una extraña modulación, como la que se tiene cuando una intenta hablar con la boca llena de comida:

-  “¡Abridddddlod daa, daa bodeid!”

Lucas nos sonreía mostrándonos unos dientes excesivamente grandes para un niño de su edad a quien, además, le faltaban un par de ellos que se le acababan de caer. Era una dentadura postiza que se extrajo para mostrarla, orgulloso, en la palma e su mano.

- “¡¡¡¡¡¡Qué assssssssssco...!!!!! - no pude reprimir la arcada.

-  “¿Por qué?, son unos dientes mágicos, me los ha dado Braulio... Dice que así dejaréis de meteros conmigo”.

Estábamos sentados en el suelo, junto a la fuente del patio, mirando con cierta aprensión la dentadura cuando entró la Abuela Bicha, procedente de su misa diaria.

-  “¿Qué hacéis aquí diablillos?, ¿habéis merendado?... Pero, ¿de dónde has sacado eso, Lucas?, déjame ver... ¡Anda!, si es la dentadura de vuestro tatarabuelo Braulio... Hace años que la guardamos en el desván… ¿Dónde la has encontrado?... Ay, Señor estos duendes locos que andan enredando por ahí todo el día…” – Salió meneando la cabeza en dirección al salón, tras devolverle la dentadura a Lucas y palmearle la cabeza cariñosamente -.

Lola y yo palidecimos al mirarnos.

Cómo llegó Lucas a encontrar esa dentadura postiza y cómo conocía la existencia del antepasado, Braulio, siempre ha sido un misterio, lo cierto es que desde aquél día. La "Sociedad Secreta", pasó a denominarse "el Club Secreto del Desván de la Abuela Bicha" y estuvo integrada por tres miembros que, con una paciente e indiscutida alternancia, iban asumiendo la jefatura por turnos semanales. Jamás volvimos a martirizar a Lucas que, a partir de entonces, empezó a gozar de todo nuestro respeto.

Se lo había ganado. Nos había "enseñado los dientes" por fin.



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