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lunes, 18 de marzo de 2013

Hola, me llamo Calpurnia Tate.






Hace un par de años, mientras me encontraba en la cocina, apresurándome a terminar el primer café de aquél día, a una hora inusualmente temprana, recibí la llamada de una amiga que, desde la tienda de Prensa  de un Aeropuerto con destino a Los Ángeles (California), me solicitaba consejo. Me demandaba, como sugerencia, algún título que le ayudara a amenizar el tedio de las largas horas de vuelo que tenía por delante.
Por aquél entonces recuerdo que me encontraba absorta en la lectura de “La evolución de Calpurnia Tate”, ejemplar que, en su momento, legué a quien considero mi más legítima heredera por derecho propio, integrando hoy – y así me consta – su más preciado tesoro: una pequeña biblioteca de la que mi sobrina Marta, presume orgullosa, con cada nueva adquisición que realiza.
Ese libro, dirigido, en principio, a un público juvenil, me hizo recordar episodios de mi infancia, al descubrir en sus pasajes, historias vividas en primera persona cuando era niña, episodios pasados que hoy dan título a mi relato:

“Hola, me llamo Calpurnia Tate”.

Hay seres, en la vida, con quienes experimentas una especial afinidad, resulta inexplicable para otras personas e, incluso para una misma, pero es así. Jamás llegas a comprender la razón pero, de un modo u otro, dejan una impronta en tu carácter que condiciona y determina tu ulterior evolución como persona, marcando tu forma de ser.

Es mi caso con Víctor.

Víctor era, es y seguirá siendo, mi abuelo – aunque jamás lo llamé de ese modo -, mi amigo, mi confidente, mi compañero de aventuras… Mi HÉROE.

Tengo el profundo convencimiento de que yo no sería yo de no haber existido él. Así que puedo afirmar con rotundidad, sin temor a equivocarme, que un 13 de septiembre, algo dentro de mí murió con él. Aquél 13 de septiembre, simplemente, me hice mayor. Muy mayor.

No creo que dos personas puedan llegar a entenderse mejor, ni quererse, tampoco, más de lo que Víctor y yo lo hicimos. No creo que nadie, además de Calpurnia Tate, pueda jamás sentirse más orgullosa de quien fuera su abuelo, ni creo que me sienta nunca tan unida a nadie, ni que pueda profesarle a ningún otro ser, mayor admiración de la que tuve y le seguiré teniendo siempre a Víctor.

Víctor me regaló mi propia esencia – su mejor herencia -: un carácter inquieto y curioso. Rebelde y crítico, inconformista y luchador. Me regaló las estrellas y mi pasión por las rosas. Blancas. Amo – amamos – las rosas blancas. Me regaló también sus ojos – aunque de diferente color – y la capacidad de ver, de observar, el universo a través de otros: los que él me descubrió. Los de la experiencia empírica.

No pasa ni un solo día en el que no siga hablando con él. Ni uno, en el que no tenga la férrea convicción de que me escucha y me acompaña. Hay un momento especial – por íntimo y privado – cada noche, tiene lugar justo antes de dormirme cuando le dedico, irremisiblemente, mi último pensamiento. Le participo las incidencias de la jornada: cómo ha ido ese juicio que tanto me preocupaba, ese desencuentro con tal o cuál persona o mis tribulaciones y pesares en general, así como mis alegrías que, siempre, es el primero en conocer y compartir conmigo. Y así, cada noche, me duermo plácidamente – escuchando la poderosa voz que me repite -: “No te preocupes, has hecho lo que creías que debías hacer y eso es lo que importa. Habrá quien no lo entienda, pero lo importante es que tu sepas el por qué”.

Y, entonces, una mano cálida me retira el pelo de la frente para recibir en ella un beso. El beso que, al final de cada día, me induce al más reparador y tranquilo de todos los sueños…

-          “¿Víctor…?” – recuerdo haber repetido en más de una ocasión en plena oscuridad, en esa duermevela en la que la realidad pasa a formar parte del reino de lo irreal, al encontrarnos en un estado de semi-inconsciencia tal que nos adormece los sentidos hasta despertar la imaginación y recuerdos más remotos con la nítida percepción de una vivencia momentánea-.

-         “¡Chst…! ahora duerme y descansa tranquila. Mañana tenemos todo un día que conquistar… Y empezará como siempre: nadando hasta el Molino del Marqués, muy temprano, cuando salgamos del agua, beberemos agua de la Fuente Agria de Zocueca. Descansaremos un rato y luego desayunaremos: huevos fritos, muy hechos, con ajos y torticas de harina. Pero ahora descansa, “americana”, o no podrás hacer todo eso por la mañana. Duerme tranquila. Estoy aquí”.

Creo que es el arrullo lejano de las melodías de los Indios Tabajaras, los mismos que nos acompañaban durante nuestros múltiples viajes en coche hace tantos años, lo que empiezo a escuchar… Miro a Víctor que me sonríe y entonces, me duermo para soñar con un baño matutino, apenas si amanece, que me lleva hasta el antiguo Molino del Marqués. El agua está fría y me entumece las extremidades provocándome una dolorosa tensión muscular, pero aún así, sigo braceando detrás de Víctor. Algún día, no sé cuando, pero llegará: nadaré más rápido que él y seré yo quien lo espere, sentada, al lado de la Fuente Agria:

-          ““Americano”, tendrás que seguir nadando y esforzarte más si quieres superarme… Ahora venga, hay unos huevos fritos con ajos que ya  nos están esperando…”.


A Víctor, a quien le debo lo que fui,
lo que soy y lo que seré, pues fue él quien me lo dio.

2 comentarios:

  1. Buena herencia te dejo tu abuelo! Que frio debia de hacer en la Fuente Agria!!, me imagino la escena, bonitos recuerdos que compartes..

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  2. ¡Muchas gracias!. Ciertamente, es lo que yo también creo. Frío en la Fuente Agria no, en el agua un rato antes sí, mucho, con frecuencia sufría calambres, pero todo antes que rendirme... y seguía braceando, aguantando como odía los aguijonazos a la zaga de Víctor. Jamás conseguí nadar más rápido que él, aún así, los recuerdos son preciosos.

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