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miércoles, 2 de abril de 2014

Cien sombras chinescas, Platón y la más absoluta indiferencia.



“Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz y, al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese [515 d] que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio, está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?...”
(Platón.- República. Libro VII).


Estoy leyendo. Es una noche de sábado, casi como otra cualquiera, digo casi porque no todas son iguales; aunque suele haber cierta habitualidad en el hecho de dedicar los sábados, aquellos que no ocupa cualquier otro compromiso social, a sumergirme en la solazada quietud de la lectura hasta altas horas de la madrugada. Mientras, con el cadencioso transcurrir del tiempo, la estancia se va volviendo oscura, hasta llegar a ese punto de penumbra que invita al encendido de alguna vela cuyo aroma y titilante luz inducen al intimismo introspectivo. Hace tiempo que hoy ya la encendí, oigo lejano el crepitar del pabilo y percibo la tenue fragancia a jazmín que regala mis fosas nasales. Levanto la vista del libro y reparo en la sombra de los objetos proyectados de espectral modo, en el que apenas si resulta reconocible el original, sobre la pared de piedra del extremo del salón. Sonrío. En cuestión de segundos, pues me asalta, vívido, un recuerdo, retrocedo en el tiempo hasta el aula en el que algunos afanados preuniversitarios repasan, a primeros del mes de mayo, el Mito de la Caverna, puedo verme a mí misma hace más de veinte años, comentando la alegoría del pensamiento platónico durante la preparación de la tan temida – entonces y por desconocimiento - Selectividad. Continúo en ese estado de regresión y me ubico ahora en mi infancia, es el patio de la casa de mis abuelos, estoy jugando con mis primos a “las sombras chinescas”, interponemos, en riguroso orden de alternancia previamente establecido, nuestras manos, pequeñas y regordetas, ante los haces de luz amarilla que derrama el farolillo del jardín durante las noches de verano en las que, tras la cena, solemos jugar: “el conejito comiendo alfalfa”, “la mariposa volando”…  Y realmente, reconozco, era lo que se veía: un conejo, una mariposa, un águila imperial, con total y absoluta nitidez.

Es el juego de las sombras chinescas.

Un juego que, tras su descubrimiento en algún momento de nuestra infancia, se instaura con tal raigambre en nuestra esencia que nos acompaña el resto de la vida: luces y sombras. Verdad y falsedad.

Vuelvo a la realidad de la mano de esa reflexión que considero muy acertada. Es curioso cómo, en ocasiones y ya durante la época adulta, vivimos condenados a ver sólo las sombras que se proyectan sobre la pared del único lado de la caverna que nos resulta visible, aunque intuyamos a veces, como acto de rebeldía, que existe otra realidad distinta y sin duda mejor. Es el atisbo de un vértice, el de la confluencia de ambos mundos: el sensible y el inteligible, o lo que es lo mismo, el mundo en el que nos empecinamos, dolorosamente, en permanecer y el que nos aguarda más adelante, encontrándonos, mientras tanto, sumidos en esa, voluntaria o involuntaria, condena que nos obliga a considerar como única VERDAD la oscura sombra proyectada ante nuestros ojos, pues las cadenas que nos laceran cuello y piernas nos impiden girar la cabeza, es la verdad que conocemos y como tal la acatamos, la aceptamos e, incluso, nos resignamos a tan esperpéntica hegemonía, aún cuando la intentemos justificar en nobles y elevados sentimientos, hasta que un día, el más inesperado, nos vemos libres de esas ataduras que nos ofrecen la visión, engañosa y falsa, de una realidad que no es tal. Y abandonamos la caverna, tras ascender por una escarpada pendiente, saliendo así al cegador encuentro “del Sol y de lo que le es propio” y entonces, sólo entonces, pues es en ese momento y no en otro, cuando, teniendo la percepción completa de lo que es la verdadera realidad y su tétrica proyección, el antiguo prisionero que habita en nuestro interior toma consciencia del submundo en el que ha estado morando, conformándose entonces sólo con oscuros y funestos reflejos de lo que, sabe ahora, es lo puro, real y verdadero que aprecia en todo su esplendor, desplegándose ante sus maravillados ojos a la luz solar, cálida y clara.

Suelo imaginarme ese tránsito redentor como algo súbito, difícil y fatigoso, pues supone la ardua ascensión por una superficie inclinada, si bien al culminarla nos apresta, como justa recompensa, a la absoluta liberación de las cadenas opresoras y a la más profunda sensación de inmunidad frente a lóbregas sombras pasadas, ornada con la abolición de una oscuridad anterior que inundaba el habitáculo, claustrofóbico y hediondo, manteniendo adormecidos los sentidos, bajo la tiránica y narcótica opresión del dictador que nos impedía, recurriendo a la vil mordaza del chantaje emocional, contemplar la luz solar.

Se escuchan en la calle ahora, aún cuando ya pasan de las nueve, unas voces infantiles, niños corriendo y que juegan sacándome de mi ensimismamiento, y yo, inevitablemente, vuelvo a mi infancia, al momento de las sombras chinescas. Intento reproducirlas, si bien esta vez con menor éxito. Sonrío. Sabio Platón y sabia la vida que termina por conceder a cada quien el lugar que siempre le correspondió, ya sea dentro o fuera de la caverna. En el mundo sensible o en el inteligible: en la falsedad o en la verdad.


 “No basta decir solamente la verdad,
más conviene mostrar la causa de la falsedad”.
(Platón)