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lunes, 19 de diciembre de 2016

Para después de las Fiestas.



En esta sociedad, tan plural como moderna, en la que vivimos todo está estereotipado. Son las convenciones y formulismos instaurados los que con frecuencia, quizás más de la que sería aconsejable, nos hacen caer en cierta inercia gregaria abocada al más profundo de todos los apáticos estatismos, olvidándonos del fondo pero cumpliendo escrupulosamente con la forma. El pasado día 8 de diciembre – para muchos Día de la Inmaculada Concepción- dio inicio lo que se conoce como “las Fiestas”, ese, tácitamente adoptado, período comprendido entre este día y el 8 de enero en el que la actividad, en general, se paraliza, al menos la burocrática, puesto que la social sufre uno de sus máximos repuntes. Así, mientras todo son comidas, cenas y reuniones con familia y amigos que terminan, irremisiblemente, con alguna que otra copa de más – se entiende, estamos “en Fiestas” -, la actividad laboral cesa, cualquier atisbo de trabajo, durante la jornada habitual, se queda congelado porque ya se sabe que “estas fechas son muy malas, ya si eso… para después de las Fiestas”… Y, mientras, yo que me declaro abiertamente enemiga de cualquier cliché social, ya sea el “para cuándo el novio”, “cuándo os casáis” o “vamos con los niños que se os va a pasar el arroz”, todas esas expresiones socialmente admitidas como síntoma de educada consideración e inocente cortesía que a mí me parecen una forma velada de meter las narices donde a uno no le llaman y no merecen mejor respuesta que “y a Vd. que le importa, oiga”, empiezo a experimentar algo similar con “las Fiestas”: cuanto nos rodea, por perentorio que pueda ser, pasa a un segundo plano pues aquí lo que prima es el jolgorio y la algarabía y es cuando me pregunto si, en realidad, no será la excusa – perfecta – para disfrutar de esa alegre gandulería que tanto nos atrae a los españoles. Los autónomos y profesionales liberales no podemos dejar de atender un asunto urgente porque “estemos en Fiestas” – más allá, claro es, del 24, 25 y 31 de diciembre y los consabidos 1 y 6 de enero, si no fallan las matemáticas se trata de cinco días -, pero para la generalidad, durante todo un mes no existe nada que no sean “las Fiestas”… En esta España de arraigada tradición y creencia católica es preceptivo conmemorar el nacimiento del Mesías Salvador, congratularnos por la venida al Mundo de ese Redentor durante la Misa del Gallo, a la que la gran mayoría no asiste por encontrarse, precisamente, celebrando “las Fiestas” y digo yo ¿por qué, para no herir la susceptibilidad de los practicantes que viven con fervor el sentido de la Navidad – Natividad del Señor -, no elegimos otra fecha para esta ociosidad beoda que tan fraternales sentimientos nos inspira al poseernos con esa desaforada tendencia a la falta de mesura en el comer y el beber en compañía de personas a quienes no vemos el resto del año?. Bastaría con sustituir las tarjetas, cada vez más ausentes en el correo postal que se ve desplazado por el electrónico, que representan helados paisajes por otros más florales que nos evoquen el final del invierno por ejemplo, podríamos celebrar, en su lugar, otras “Fiestas”: las de la primavera, total, si aquí al parecer, la razón que nos mueve es buscar la excusa para dejar de cumplir con nuestras obligaciones, al menos así gozaríamos de una mejor temperatura – con lo que nos gusta clavarnos en las terrazas al amor de esa caña fresquita -, eso o sustituir el cargante “para después de la Fiestas” por – como decimos en Jaén – “para cuando cobre la aceituna”, el efecto es el mismo: dar a entender al receptor del mensaje que no se tiene la menor intención de acceder a su solicitud. Así que, en contra de ese vacío protocolo socialmente instaurado con independencia de su significado – no importa qué se celebra, lo importante es celebrarlo-,  mis deseos para ustedes en estos días: que el Niño les bendiga desde el pesebre colmándoles con todos los dones que puedan desear y que el Nuevo Año nos sea propicio y nos permita, al menos, “cobrar la aceituna”, aunque sea “después de las Fiestas”.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca en VIVA JAÉN, el 19/12/2016.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Intxaurrondo, ese último bastión de honor y dignidad que resistió a Caín.


Fue durante la sobremesa de un caluroso día de agosto, apenas si tenía seis años pero mi recuerdo es nítido, los juegos y risas infantiles con mis hermanas se vieron interrumpidas por la melodía del avance informativo de la 1 – no teníamos entonces tantos canales -, la afectada presentadora comunicó la perpetración de un atentado en el aeropuerto de Sondica con el resultado de tres guardias civiles heridos, uno, finalmente, muerto. Su nombre: Antonio Nieves Cañuelo. Jamás olvidaré la reacción de mi padre al levantarse y dar un fuerte puñetazo contra la pared que hizo volar un cuadro próximo, derrumbándose, después, abatido sobre un sillón. Recuerdo también sus sollozos, no lo he vuelto a ver llorar. ETA había matado a Antonio, quien unos años antes, pocos, había sido su alumno. La serie “El Padre de Caín”, basada en el libro del mismo nombre de Rafael Vera ha levantado, me ha levantado, ampollas. Los llamados “años de plomo” no tuvieron, en realidad, esos efluvios tan románticos como edulcorados que se desprenden de una ficción con cierta, pero lejana, inspiración en el sufrimiento de 209 familias que dejaron a algún miembro en el País Vasco, 100 en Intxaurrondo. Asistí, atónita, a ese alarde de equipamientos de protección de los ficticios agentes de la Guardia Civil protagonistas de esta versión televisiva: cascos, chalecos antibalas, guantes anti-corte y vehículos blindados que aparecen, flamantes, en esa simulada recreación de lo que fue un infierno para ellos, los auténticos, para sus familias y para todos los españoles de bien. Me cuenta hoy, exhibiendo las cicatrices que la metralla de la muerte de sus Compañeros dejó en su alma perforada quien prestó servicio allí en los 80, que tampoco jamás se empleó la tortura, no era precisa, cuando detenían a un terrorista, éste, después de esputar su desprecio con el consabido “txakurra” – perro – en un último estertor de ese odio lentamente inoculado en ikastolas y solidificado, más tarde, en herriko tabernas, terminaba orinándose en los pantalones confesando lo inconfesable, incluido las más oscuras y viscosas miserias de su progenitora, tal era la ‘valentía’ de estos asesinos al verse acorralados. Tampoco es cierto que se celebraran esos fastuosos funerales; en Intxaurrondo tenían su propio Capellán castrense, para no despojar al caído de ese último honor póstumo de cubrir su féretro con la bandera por la que había entregado su vida en cumplimiento del deber, pues con frecuencia los sacerdotes exigían que la misma se retirase del ataúd durante sus exequias como modo de “evitar hacer política en la iglesia”, la misma iglesia que, días antes, había cobijado a terroristas “acogidos a sagrado”. Esos asesinos confesos, de cuyas fauces aún gotea la sangre de sus víctimas, ocupan hoy cargos en las mismas Instituciones Públicas de las que una vez abjuraron, cuyos sueldos pagamos todos; los asesinados – esos grandes olvidados del Estado – yacen en sus tumbas, tras clandestinos funerales pagados por sus familias, que han asistido impotentes a una doble ejecución: la de la bala y la del olvido, siendo ésta última la más cruenta. No hablemos, pues, de “guerra sucia”, ni tan siquiera de “guerra”, se trató de viles asesinatos de inocentes que llevaban, digna y honradamente, el pan a su casa. Mantengamos el decoro en memoria de nuestros muertos. Y aunque es cierto que ETA ya no mata, esto no absuelve al Estado del pecado del olvido de sus víctimas. Permítanme que hoy, mientras escribo estas líneas, me hierva la sangre pero es que yo la tengo verde. Hay que tener honor, mucho honor, para tener delante a Caín y no descerrajarle dos tiros entre los ojos. ¡Viva siempre, honrada, nuestra Guardia Civil!.

In memoriam de nuestros héroes caídos.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN el día 12/12/16.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Ni pan, ni libertad, miseria y hambre en el Edén de Pepo.



“Ni pan sin libertad, ni libertad sin pan”, proclamaba el Comandante en Jefe, Fidel Alejandro Castro Ruz, el 24 de abril del 54, erigiéndose así en el líder de una victoriosa revolución libertadora que pondría fin, no ya al cambio del yugo imperialista tras la pérdida de Cuba por España, sino al descarnado latrocinio de Batista y la fallida toma de posesión, luego, de Rivero Agüero. Tras numerosos intentos de quebrar el espinazo de la oligarquía cubana, finalmente fue un abogado, ajeno hasta entonces a las ideas comunistas y de origen español, quien se convirtiera en el instaurador de una “pseudodemocracia” que pronto se despojaría de su máscara: fusilamientos masivos, expropiaciones colectivas, provocaciones continuas a Estados Unidos bajo el auspicio de la antigua URSS o desesperados éxodos clandestinos de familias enteras. Pero de las numerosas tropelías cometidas por este ególatra dictador, sin duda, la peor fue el secuestro de su propio país, a aquél Edén, a cuyo malecón se han dedicado tantas estrofas acompasadas, en cálidos ritmos, con el secuenciado arrullo de las olas, en estrelladas noches de sabor a ron, tabaco puro y sinuosos bailes de negros, se le extirpó, con la crueldad del carnicero, toda posibilidad de futuro, de progreso, con el fulminante cierre de fronteras. El encarcelamiento indiscriminado y la tortura arbitraria supusieron la aniquilación de cualquier vestigio de libertad y democracia. Ese reparto, equitativo, de la más absoluta miseria que muerde las entrañas de los cubanos hasta provocar la desesperada venta de su belleza de ébano, caribeña y sensual, a turistas sin escrúpulos a cambio de un puñado de monedas que mitiguen su hambre. Hambre prolongada a lo largo de los años en los que el gigante barbudo, henchido de sí, denostador impenitente de ese capitalismo en el que él mismo vivía instaurado, rodeado de lujo y placeres carnales y desde el que cargó, impune, sobre las magulladas espaldas de sus compatriotas, el triunfo de su revolución: un satrapismo burgués, tirano y despiadado que se transmitió con el relevo del poder a su hermano, Raúl, infame custode del legado conferido y a quien esa agónica revolución ha encomendado el vergonzante cometido de amnistiar los execrables crímenes que pesan sobre la memoria de Fidel, que era ya la de un muerto en vida desde que se retirara de la vida política para refugiarse en la comodidad del chándal. Mucho se ha especulado, desde entonces, acerca del delicado estado de salud de Castro y muchos, también, han sido los frustrados amagos especulativos, con su esperada muerte, de libertar del exilio en Miami a millones de cubanos que hoy celebran la auténtica liberación de su isla, tras el estertor de uno de los últimos reductos de la autocracia más deshumanizada y nociva de nuestra Historia Moderna. Salvas de honor y una fastuosa procesión de sus cenizas por tierra cubana,  exequias en una tierra prometida para unos, que ansían volver allí de donde jamás quisieron huir, sangrante de infortunio para otros que, desconocedores de la existencia de algo más que carestía y penuria, lloran al opresor, aquejados de ese síndrome de Estocolmo que implica el desconcierto, el miedo y el desasosiego de no saber gestionar una libertad de la que han estado privados. Miro a los ojos risueños, pequeños y negros, de Pepo, mi amigo cubano, jamás han perdido su brillo pese a las innumerables arrugas que los enmarcan, desde su marcha, en balsa, de La Habana con una bolsa de plástico que contenía todas sus pertenencias atada a la trabilla del pantalón, hace hoy más de cuarenta años, eleva un vaso con ron de caña mientras me dice, sin dejar de sonreír: “Tanta gloria lleve, como paz nos deja el Comandante, ¡salud, mi amol!” engullendo, de un trago, el dulce licor de su anhelada felicidad.

Publicada en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN el 05/12/2016