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lunes, 17 de abril de 2017

¡Nenes ya!... con las peloticas.




Pese a los refractarios intentos de esos radicalismos ultralaicistas por extirpar la fe católica y cualquiera de sus manifestaciones -fe inmune a soflamas desde hace ya dos mil años y me barrunto yo que así continuará por otros dos mil más-, los creyentes seguimos fieles a nuestra tradición, ya sea festejando la Natividad o la Epifanía o bien conmemorando la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Quienes, además, pertenecemos a alguna Cofradía anhelamos la salida de nuestras imágenes para procesionar por las calles, viviendo con devoción nuestra estación de penitencia al acompañar, como es mi caso, a la Divina Madre en su Santa Soledad con la oración. Lejos de ñoñerías y mojigaterías doy inicio a mi recorrido encomendándome a la Santísima Virgen, repitiendo jaculatorias y dejando aparte, durante el trayecto, la realidad de mi alrededor. Estos dos últimos años se ha unido una de mis sobrinas a la que le inculco ese sentimiento y admito que ha sido reconfortante concluir en el Templo con la satisfacción de estar transmitiendo el legado que, previamente, me fuera trasladado por mis mayores. No obstante, he de reconocer, también, que es cada vez más difícil guardar el mutismo exigible ante los continuos martirios que, los Hermanos de Luz, nos vemos obligados a sufrir durante nuestro itinerario y que se han convertido en la verdadera penitencia. Desconozco el origen de esa absurda moda, tan extendida entre la chiquillería de un tiempo para acá, de ir con un palito que sujeta una bola de papel de plata que van formando con la cera multicolor de los cirios que piden a los nazarenos quienes vemos, de este modo, continuamente alterado nuestro recogimiento por el reguero de insufribles chinches que, al acecho, aprovechan cualquier parada para arremolinarse a la ensordecedora caza y captura de tan preciado material. No fueron dos o tres, pude llegar a contar más de setenta, desde que salí de la Iglesia y hasta que regresé, si bien con ciertos momentos de alivio cuando alguna providencial racha de viento apagaba la llama. Junto a ello, que bien podría equipararse al insoportable roce de un enorme cilicio rasgando la piel, hay que añadir la flagelación que suponen los comedores de pipas compulsivos que esputan la cáscara sobre la calzada, rociando al de al lado si es menester, sin importarles que, por ella, transiten luego los pasos y quienes les acompañamos, siendo que, con frecuencia, al habitual dolor de pies y calambres en los dedos tras horas de lento caminar, se unen los dolorosos pinchazos en las plantas descalzas de quienes realizan su itinerario desprovistos de zapatos. Pero, sin duda, el culmen del martirio infligido viene de la mano de los ocupantes de las tribunas de primera fila -deben estar desfallecidos por el ímprobo esfuerzo realizado al permanecer cómodamente en sus sillas a la estática espera de los tronos- porque hay que sortear los brazos que dejan colgar hacia fuera y con los que impactamos a nuestro paso, agradecidos, al menos, de que no todos sostengan un cigarrillo que pueda prendernos la capa o el moquero. De modo que, oigan, la verdadera penitencia de los cofrades que salimos en las procesiones viene dada por la imposibilidad de abstraernos durante nuestro recorrido que es alterado, irremisiblemente, por la banda sonora que nos acompaña desde su inicio: el ‘clac-clac’ de las pipas antes de ser lanzadas a modo de tachuelas que nos taladran los pies desnudos; la algarabía de hordas de pequeños seres ruidosos pidiendo cera con la que realizar una bola cuya utilidad sigo sin conocer; los continuos empujones de quienes, sin el menor reparo, atraviesan entre la comitiva y, finalmente, los recurrentes choques con las extremidades superiores de los exhaustos ocupantes de las sillas de primera fila en la Carrera. Intenten, por favor, dar ejemplo a sus hijos omitiendo tales conductas, háganles ver que están ante una estación de penitencia y no asistiendo al desfile de carrozas de los Reyes Magos -no es una Semana de Fiesta sino de Pasión- ya hay quienes intentamos dárselo a los nuestros, imponiendo un decoro y un silencio que, antes o después, se terminará quebrando con un “¡Nenes ya!... con las peloticas”. Si no quieren unirse a nuestra oración tengan el recato para que nosotros podamos hacerlo.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, Diario VIVA JAÉN 17/04/2017.

lunes, 10 de abril de 2017

La "pureta", el shaolín y la venganza del karma.


El día amaneció despejado y los rayos del primer sol de una mañana primaveral se nos clavaron en la retina durante el trayecto. Mi sobrino estaba excitado, lo evidenciaba una inusual locuacidad y el hecho de no ir con los cascos puestos aislándose de la realidad. Llegamos a la Feria de Muestras en cuyo acceso se acumulaba un torbellino multicolor de adolescentes patilargos a los que rebasamos gracias a mi previsión de haber adquirido por internet las entradas. Aunque simulara cierta indiferencia era inevitable fijarme en los estilismos de aquellos adictos a los videojuegos y al manga. Nos pusimos a la cola, más corta que la de la compra de tickets, aguardando pacientemente nuestro turno para acceder al recinto. Detrás de nosotros un grupo de pokemons, Harry Potters y SuperMarios conversaba ruidosamente, de entre todos destacaba una especie de híbrido entre monje shaolín y escuálida bestia de carga, aspecto conferido por la descomunal argolla que perforaba la nariz de aquél deslavazado de cabeza rapada y enormes orejas cuyos lóbulos se deformaban hasta alcanzar el diámetro de los círculos que lucía embutidos en ellos. Con una voz plagada de cacofónicos falsetes contestó a una princesa manga que transpiraba copiosamente bajo la larga cabellera fucsia: “El Johny está fumándose un ‘peta’, tía, ahora viene si tenemos delante a … -estiró el delgado cuello, cuya nuez parecía a punto de salirse, a fin de contar las personas, quince exactamente, que precedíamos a tan esperpéntica comparsa extendiendo un sable de madera con el que nos apuntaba -, ¡no sé cuánta peña es, tía! –¡vaya!, el monje no sabía contar- lo que sí sé es que vamos detrás de esta ‘pureta’ pija” y, para disipar cualquier duda de que era a mí a quien se refería, me señaló con un prominente mentón barbilampiño del que colgaban unos desagradables pelillos largos a modo de amago de barbita de chivo, no me pasó desapercibido el gesto que detecté con el rabillo del ojo y me volví quitándome las gafas de sol mientras incrustaba mis ojos en los suyos, pequeños y con cierta tendencia al estrabismo, estaban rotulados con un mal trazado perfil negro que, lejos de conferirle la pretendida apariencia oriental, empezaba a desdibujarse por efecto del sudor, derramé sobre él la cáustica oleada de irritación que me invadió recorriendo de arriba abajo la indumentaria que cubría su mórbida y blanquecina anatomía larguirucha. Lejos de amilanarse me sonrió desafiante mientras movía el sable a escasos centímetros de mi rostro bisbiseando, entre picudos dientes de escualo, la onomatopeya de una afilada hoja rasgando el aire: ¡fiss-fiss!. Mi sobrino que lo había presenciado atónito intentaba esconderse dentro de la sudadera, ruborizado hasta las orejas, por el comportamiento de aquél imbécil unos años mayor que él. Terminé de fulminar al monje con la mirada, al tiempo que le daba despectivamente la espalda, volviendo al lento y continuo avance de la fila. Detrás de mí se sucedían las risotadas ante los malabares del impostado sable del shaolín que seguía rebuznando todo tipo de estupideces para divertimento de su camarilla con la que volvimos a coincidir en diversos puestos a lo largo de la mañana pero fue al salir cuando asistimos a la inexorable venganza del karma: el raquítico shaolín se encontraba realizando nuevos juegos malabáricos con su espada, arrojándola hacia arriba y cogiéndola por el mango durante su caída detrás de la espalda, en uno de esos lanzamientos calculó mal y el puño, de madera robusta, impactó sobre su cabeza provocando la irreprimible carcajada general. Seguí mi camino dirigiéndole una mirada de sarcástica conmiseración, en aquél cráneo, hueco y rasurado, empezaba a dibujarse la geografía purpúrea y abultada de la empuñadura. Abandoné la concentración de frikis sin poder sofocar la risa y con el íntimo deseo de que los videojuegos y el anime se conviertan pronto en una profesión demandada, en caso contrario me pregunto quién pagará las pensiones de los “puretas”. ¿Los monjes shaolín quizás?.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 10/04/2017.

lunes, 3 de abril de 2017

La maleta.



Todos alcanzaremos la edad octogenaria algún día. Esa etapa, en las postrimerías de la vida, debiera ser tan plácida y apacible como en la película de Mark Rydell, “El estanque dorado” que, lejos de centrarse en los naturales conflictos generacionales, nos pinta, en sutil clave de humor, el pequeño drama que supone ese viaje hacia la esencia de la madurez, tomando consciencia de las limitaciones de la senectud y de la ineludible proximidad de la muerte a la que nos acostumbramos a mirar de lejos pensando en vano que podremos burlarla eternamente. No debería ser un período triste ni estar, tampoco, unido a palabras como “soledad” o “abandono” sino algo más parecido al “descanso del guerrero”, el de ese veterano gladiador que, tras toda una vida de esfuerzo y abnegada entrega, ve finalmente recompensados sus días con el regalo más preciado: un tiempo reconfortante, calmo y sosegado, sin mayor obligación que la de disfrutarlo paladeando el cariño de todos aquellos por los que, durante años, ha estado velando. Pero tendemos, con más frecuencia de la deseable, a perder la paciencia incluso a evitar el trato cotidiano con personas mayores de quienes, si bien de modo inconsciente no por ello menos peyorativo, afirmamos con ironía que se les ha ido la cabeza, que repiten continuamente lo mismo y que vaya “coñazo” dan; y lo pensamos o lo decimos sin reparar en que han estado dedicándonos una vida que nosotros no siempre sabemos merecer. Observo, con un nudo en la garganta, la entrañable silueta de Carmela, se aleja arrastrando lentamente la última de las maletas que, durante los días precedentes, ha ido transportando desde el piso que ha sido siempre su casa hasta su nuevo hogar en una residencia de ancianos. Ha declinado mi ofrecimiento de acompañarla y ayudarle con el equipaje, la va a recoger un sobrino. Ella, puntual, está lista casi cuarenta minutos antes de la hora acordada: “No me gusta hacer esperar a nadie, a mí es que no me gusta molestar” me ha dicho sonriendo como siempre, jamás la he visto seria desde que instalé mi despacho en el bajo del edificio. Cada día ha venido a saludar, a traer, junto con su buen humor y simpatía, durante las largas tardes estivales de intenso trabajo algún refresco y en Navidad no se ha olvidado nunca de los bombones. Siempre pendiente: “No te vayas a ir muy tarde, hija mía, que se hace de noche pronto y están las calles muy oscuras”, “Si algún día tienes mucho trabajo no te quedes sin comer, sube a mi casa que pronto te apaño yo un filete con patatas fritas y huevos” o esa tímida llamada a la puerta, cuando no hemos coincidido en varios días, “¿Estás bien, no?, es que llevo mucho sin verte ¿no estás mala, verdad?”, la amplia sonrisa acentúa las arrugas y motas que los años han ido dejando impresas en la piel de su rostro, “Estoy bien, Carmela, es que he estado de viaje por trabajo, pero estoy bien, ¿qué tal tú?”, “¡Pues joía! –se ríe de manera pícara-…  muy joía, con tantos años ¿cómo voy a estar?” y se iniciaba así una breve charla entre risas y chascarrillos que se ha venido repitiendo durante los tres últimos años. Sigo con la mirada su marcha, pausada pero firme, hasta que casi ha llegado a la esquina, no puedo reprimir el impulso entonces y corro detrás de ella, “¡Carmela!... – se vuelve- oye… que la semana que viene, cuando ya estés instalada, me acerco a verte. Y otra cosa: pórtate bien y no seas gamberra, que no te tengan que regañar las monjas ¿eh?”, bromeo forzando una sonrisa aunque, en realidad, tengo ganas de llorar: voy a echarla de menos. La abrazo de nuevo, fuerte muy fuerte, y poco después continúa su camino tirando de la pesada maleta, en ella se lleva su humor, mi cariño y… toda una vida.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN, 03/04/2017