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lunes, 26 de marzo de 2018

Un café frío, una tarde de perros y los posos de la tiranía tecnológica.





Sentada en la mesa del fondo de una cafetería, e-book en mano y un café enfriándose, levanto la vista cada vez que el movimiento de un cuerpo se interpone entre la luz y mi lectura, espero a mi amiga. Estoy diez minutos antes de la hora marcada, simple manía. Llueve a intervalos rabiosos y, de vez en cuando, tras la violenta descarga de cada uno de esos torrentes expelidos sin piedad por unas nubes grises arreciadas por el viento, asoman tímidamente unos segundos de sol. Hay menos gente en el establecimiento de lo que el estridente ruido de ambiente parece indicar. En la mesa de al lado una familia, padre, madre y niña de unos cinco años. Él, corpulento y con el rostro congestionado, probablemente la copa de coñac que bebe a sonoros sorbos no sea ni la tercera ni, tampoco, la cuarta de ese día, está pegado al móvil por el que habla a voces como queriendo participarnos, al resto, la interesante conversación que mantiene con su amigo Lolín; la madre, entrada en carnes y con cierta carencia de un retoque en el tinte desvaído, parte con las manos grandes trozos de un croissant que se desmiga y que mete, casi a presión, en la boca de la niña a quien le afloran lágrimas, supongo que por la sofocación, apenas si le da tiempo a masticar aunque deglute a la misma velocidad que la madre destripa el bollo. La niña tiene la vista fija en otro teléfono móvil que reproduce alguna serie de animación a todo volumen. Las conversaciones, telefónicas en su mayoría, se entremezclan en ruidosa pugna por prevalecer sobre las demás, una irritante atmósfera cargada de la sonora lucha de egos por imponer la soberanía del timbre de voz más rotundo que me va alterando el sistema nervioso. Mi amiga no llega, normal, aún no es la hora. Vaya tarde de perros y yo que buscaba un refugio tranquilo donde guarecerme de esta inclemente lluvia en buena conversación… Es imposible concentrar la atención en las líneas de la pantalla con tanto ruido. Desisto. De modo distraído voy posando la mirada en las mesas ocupadas y detecto que, en la mayoría de los casos, la gente no mira a los ojos de sus interlocutores, tiene los propios clavados en el teléfono. El teléfono móvil, ese demoníaco aparato que nos ha terminado esclavizando hasta el punto de omitir toda comunicación si no es a través de su tecnológica anatomía, nada escapa a su férrea y opresiva dictadura. El ruido sigue en aumento, fuera llueve como si estuviese próximo el fin de los tiempos, el café se ha quedado frío y mi amiga no viene. Intento llamar la atención del camarero que, con cara de tedio, se encuentra apoyado en la barra, ajeno a las necesidades de la atronadora clientela y absorto en la conversación que, sin duda, tiene lugar en su WhatsApp. Aguardo, esperanzada, a que aun cuando sea de modo involuntario o por un simple acto reflejo levante la mirada presta a hacerle señas para que me dé la cuenta. No aguanto más. Es la oportuna carcajada que ha provocado alguna ocurrencia del tal Lolín en mi vecino de mesa lo que le hace reaccionar, levanta la cabeza, aprovecho y le hago el gesto. Se acerca con desgana y con el móvil en la mano escribiendo un mensaje, apenas me mira cuando me dice el importe. Saco un par de monedas y las dejo sobre la mesa, junto al café frío. Me sobresalta el aviso de la recepción de un mensaje, se enciende la pequeña luz led que me anuncia la causa del retraso, ahora ya sí, de mi amiga a nuestra cita: “He tenido que volver a por el móvil, se me había olvidado. Ya voy ;oP”. Resoplo contrariada mientras pienso en que las relaciones humanas en nuestros días se han terminado limitando a no escuchar al de enfrente sino a embutir, a toda velocidad, palabras tecleadas y absurdos iconos en sofisticadas maquinitas que, cada vez, nos aíslan más de la realidad mermando nuestras habilidades sociales y convirtiéndonos en desconsiderados prisioneros de una ficticia comunicación virtual. ¡Bendita tecnología!.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 26/03/2018.

lunes, 19 de marzo de 2018

Clamor de justicia.



Aspiro profundamente el aroma que desprende su pelo rubio y, escudriño en mi memoria olfativa, es el mismo desde que naciera hace ya seis años. Gonzalo se ha quedado dormido y su naricilla respingona exhala un vaho agradable que me cosquillea en el cuello a intervalos acompasados. Respira tranquilo, reposa sobre tu tía desde la confianza, plácida y serena, de una sensación de protección. Lo abrazo fuerte intentando aprehender esa fragancia balsámica a inocencia, a dulzura… a amor. Sí, huele a puro amor. Pienso entonces en el “Pescaito”, ese pequeño de ocho años a quien un desvarío desalmado le ha arrebatado la vida. Y pienso, cómo no hacerlo, en sus padres. En un enorme vacío ocupado ahora por la nada; una nada fría, gris, lúgubre que espero y deseo no los acabe engullendo. Es duro, muy duro. El ser humano no está, no puede estarlo, preparado para asumir la pérdida de un hijo y menos en condiciones tan execrables. No quiero ni imaginar el dolor de esa madre a quien le han desgarrado las mismas entrañas que una vez le dieran la vida a su niño muerto, no puedo pensar en la sensación de culpabilidad del padre quien, de modo totalmente involuntario, puso en el camino del hijo al monstruo que lo terminaría convirtiendo, por unos días, en el hijo de todos los españoles que hemos seguido, con angustia y desazón, esos doce días de horror hasta el fatal desenlace. No puedo omitir, tampoco, mi admiración y respeto hacia los “cazadores de brujas” que, sin cejar en su empeño, cumplieron con la palabra empeñada de encontrar a Gabriel; lo hicieron aunque ese siniestro hallazgo les provocara el llanto, por tantos días contenido. Lágrimas de dolor, un dolor tan fino como el que causa el cristal al resbalar por la piel mojada. El “Pescaito” yacía en un maletero. Ocho cortos años de vida dormían un sueño eterno, cubiertos de barro y arropados por una sucia manta. Un niño, otro más, inerte. Su asesina a quien le niego el derecho de haber actuado empujada por un delirio celotípico -los psicópatas carecen de sentimientos, viven anclados en un desierto en el que la empatía es sólo un espejismo- que pudiera atenuar la gravedad de su condena, deberá cumplir, ahora, su deuda con la sociedad asumiendo la pena que se le imponga pero jamás podrá saldar la moral: la pérdida irreparable de una vida humana destrozando, también, las de toda una familia. Veremos si se le aplica, además, esa ley no escrita de la cárcel, la verdadera condena que dudo pueda resistir, y que vendrá impartida por la propia población reclusa: las presas ya han dictado Sentencia haciendo suyo el hijo muerto. Y aunque no creo que la solución para proteger el bien común sea instaurar la pena de muerte pues la sociedad se deshumanizaría al presentar un comportamiento similar al que precisamente pretende punir creo, firmemente, que el único medio efectivo para salvaguardar el orden social y preservar, de este modo, a los más vulnerables es desterrar a quien no está preparado para habitar entre sus congéneres sin atentar contra ellos. No es sed de venganza sino un profundo clamor de justicia. ¿Imaginan cómo nos sentiríamos si, por uno de esos desatinados avatares del destino, se cruzara algún día en nuestras vidas una “Ana Julia”, un “Chicle” o un “Bretón” cualquiera?, ¿acaso no impetraríamos un castigo proporcional a la gravedad del daño sufrido?, ¿de verdad pensamos que nuestro actual sistema penitenciario tiene un fin tendente a la reinserción social del delincuente?, ¿alguien cree que un ser que no tiene escrúpulo alguno en privar de vida o violar a otro puede modificar su conducta?... Perdónenme, amigos lectores, pero no estoy segura de, llegado el caso, poder ser una Patricia Ramírez, un Juan Carlos Quer, un Juan José Cortés o un Antonio del Castillo más aceptando, desde la serena entereza, semejante dolor. No. Prefiero prevenir a tener que llorar… Gonzalo abre los ojos y me sonríe, es cuando le prometo que siempre haré lo que esté en mi mano por protegerlo incluso exigir la prisión permanente revisable. Es mi deber, ¿no lo consideran también el suyo?.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 19/03/2018.

lunes, 12 de marzo de 2018

Llamadme Ismael...


“Llamadme Ismael…” pocos comienzos hay tan famosos en la historia de la Literatura. Con esa frase y no otra inicia, el narrador de Moby Dick, el épico relato de la caza de la gran ballena blanca. Lo que se gestaba en la mente de Melville al relatar, magistralmente, la travesía del ballenero ‘Pequod’ nadie podrá saberlo a ciencia cierta, una obra es tanto mejor cuanto mayor es el número de significados que de ella se desprendan y, es inevitable, cada lector la interpretará de forma subjetiva variando en función de la época, las circunstancias o, incluso, de la personal visión que del mundo tenga quien se sumerja en sus páginas. Aunque parezca obvio que la novela trata sobre la venganza, no puede negarse el paralelismo entre el demente proceder del Capitán Ahab y la moralizante obsesión puritana de los fundadores de las “Trece Colonias”. Para mí es, simplemente, una de las más bellas alegorías de la política humana atemporal, aquella que queda reducida a la pérdida de la dignidad o, incluso, la vida tras los pasos de un líder que hace tiempo sucumbió a la sinrazón llevando al desastre del hundimiento a la nave y a su tripulación. Pienso que la novela, que traspira una gran riqueza descriptiva arrastrando al lector hacia una apasionante navegación por experiencias metafísicas, culminó para su autor con el nacimiento de una criatura monstruosa que lo terminaría engullendo, como a Jonás, mientras a través de sus líneas nos enseña a esperar igual que esperaron atónitos, en medio de tempestades y atardeceres en calma, los arponeros del barco, siempre sometidos a la totalitaria y enfermiza voluntad del Capitán. Apago, hastiada, el televisor y resuena en mi mente, con un eco casi metálico, ese “Llamadme Ismael”… La proyección mediática de lo que han venido en denominar “paro histórico” ha copado la actualidad informativa hasta el hartazgo, postulada como una movilización apolítica en favor de la mujer se invocaba a la unidad frente a no sé bien qué. Han salido así, a la calle, miles de mujeres – no emplearé, deliberadamente, el término “feminista” para no desnaturalizarlo, yo lo soy y nunca permitiría que nadie pusiera voz a mis palabras, no toleraría un trato desigual por mi condición y, por supuesto, no me considero inferior ni superior a ningún hombre como tampoco a ninguna mujer- y han ejercido, quienes lo han considerado oportuno, su derecho a huelga; no haciéndolo aquellas otras que, a su libre criterio, han optado por lo contrario. Yo, el pasado 8 de marzo, desde el profundo reconocimiento y sincera admiración hacia quienes nos precedieron y contribuyeron, con su esfuerzo, a levantar la sociedad actual, lo dediqué a cumplir con mi obligación y no porque me muestre a favor de la discriminación de ningún ser humano, por la causa que sea, sino porque creo que el lugar que cada uno quiere ocupar lo gana con trabajo y con sacrificio. La educación que recibí de mis padres fundamenta una mentalidad crítica hacia todo aquello que pueda venir impuesto y si jamás aceptaría tener un portavoz, no sé por qué extraña razón iba a consentir que lo fuera una “portavoza”. Ya lo ven, no creo en el politizado “apesebramiento” de protestas reivindicativas y cuando, alguna vez, me he sentido víctima de un acto machista y créanme que han sido frecuentes en mi profesión, tradicionalmente masculina hasta hace bien poco, me he defendido, sin perder jamás las formas, poniendo en su sitio al mentecato autor de semejante osadía. Siempre he preferido ser yo quien inicie la solitaria persecución de mi personal gran ballena blanca sin arrastrar a nadie más, especialmente si se torna obsesiva, razón por la que no permito que me incluyan en guerras colectivas con las que no puedo ni debo identificarme. No veo la necesidad de exigir un derecho que ya se encuentra consagrado, ni la de defender de modo colectivo una vulneración individual del mismo. Cada quien, hombre o mujer, habrá de narrar, en primera persona, la historia de su propia lucha pues sólo así se habrá ganado el derecho a ser llamado Ismael…


Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, el 12/03/2018.

lunes, 5 de marzo de 2018

Las cigüeñas burguesas: crónica de dos realidades paralelas.





Es curioso que no haya, en Badajoz, una sola chimenea o campanario que no estén coronados por un nido de cigüeña. Estoy trabajando en la habitación de la última planta del hotel cuando reparo en la existencia de dos aves de regio porte, entorno los ojos intentando agudizar la vista. Hieráticas, sobre sus esbeltas patas, observan desde la altura y, en un alarde de simpleza vital, parecen conformarse con asistir, impertérritas, al discurrir de la vida que tiene lugar ahí abajo. Apenas se mueven, sólo leves giros de cabeza. Me pregunto qué pensarán, si es que piensan, de esos insignificantes bípedos, incapaces de desplazarse por el aire, ajenos a la majestuosidad del vuelo y el planeo. Sí; estoy convencida de que nos consideran inferiores. Vuelvo al café que, poco antes, me ha traído la camarera de planta pero no puedo desprender los ojos de las cigüeñas. Las cigüeñas… esos extraños seres, otrora, migratorios. Es asombroso el paralelismo que encuentro entre ellas, las cigüeñas, y nuestra clase política, también extraña y migratoria. Antes, cuando la temperatura se hacía menos benévola, alzaban el vuelo en busca de climas más benignos: los pájaros hacia África, los humanos hacia la orilla que mayor indulgencia pudiera proporcionar a la bandada. Me sorprende que hayan modificado, dentro de la cadena trófica, sus hábitos alimentarios abandonando el natural instinto de la caza de saltamontes y otros pequeños insectos, peces o anfibios por la placidez del cómodo abastecimiento en basureros urbanos, lugares, éstos, donde con menor esfuerzo se nutren de la inmundicia que les permite dar continuidad a su ciclo vital. Exactamente igual que nuestros políticos que, lejos de batirse en los honorables combates dialécticos de antaño, desde la solemnidad de un hemiciclo considerado el templo de la sagrada representación institucional de todos los españoles, han descendido paulatinamente, auspiciados en su caída por rastas y vaqueros rotos, a la ciénaga del ataque personal, la corrupción y el enriquecimiento propio a costa de los exangües ciudadanos a quienes nos consideran, sin duda, insignificantes bípedos incapaces de desplazarnos por el aire, ajenos a la majestuosidad de su vuelo y planeo en ese cielo de las altas esferas. Sí; nuestros políticos son cigüeñas. Así, el polluelo de la orgullosa cigüeña naranja cuando rompió el cascarón crotoró con fuerza reivindicando su condición para ir variando luego, su plumaje, hacia un tono entre el azul o el rojo, según le conviniera, iniciando una predecible oscilación a fin de saciar la gula acumulada durante su proceso de gestación. En cambio, la conocida como cigüeña de plumaje azul conserva, como principal característica, un severo estatismo pues, a modo de alarde de simpleza vital, se conforma con asistir, impertérrita, al discurrir de la vida que tiene lugar bajo sus esbeltas patas; sin prisas, sin tiempos. La de cola roja, por su parte, presenta mayor similitud con el comportamiento de las avestruces, con frecuencia ni está ni se la espera más allá de mantener la cabeza bajo tierra y sacarla del agujero sólo cuando el hambre aprieta, por contraposición a la más agresiva de la especie, producto de un accidente de la democrática Madre Naturaleza: la morada; ave a la que, hace tiempo, se incluye dentro de las carroñeras por alimentarse de la biomasa en descomposición aunque, dicen los entendidos, se encuentra en vías de extinción dado que, con frecuencia y pese al instinto de supervivencia, los especímenes que presentan algún defecto o tara en su morfología acaban siendo fagocitados por otros. Su fin es inevitable… Elucubro acerca de esos movimientos migratorios y en ambos casos, el animal y el humano, concluyo que el motor de esos ciclos de migración, más que en la temperatura, se explica en el sustento: ¿por qué conseguir con esfuerzo lo que se obtiene sin él aunque sea en un vertedero?. El café se ha quedado frío. El cursor parpadea en la pantalla a la espera de que abandone mis pensamientos y me centre en mi tarea. Las cigüeñas siguen arriba, en su nido, ajenas al discurrir de la vida y nuestros políticos, hieráticos, en el suyo, también ajenos. Es… mi crónica de dos realidades paralelas.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 05/03/2018.