No me atrevo a
tocarlo por temor a que termine rompiéndose. Lo miro acariciándolo, lentamente, con los ojos,
deleitándome en su contorno hasta paladearlo, disfrutando cada uno de sus trazos. Una y otra vez. Me pregunto cuantas plumas, antes que la mía, se
habrán nutrido de su contenido. También desconozco si alguien en la familia,
antes que yo, escribía por afición. Mi madre no ha sabido contestarme a eso.
El tintero de
alabastro, recubierto por una fina capa de plata labrada ha estado en mi
familia desde tiempos inmemoriales. No sé si puedo recordarlo sobre la mesa de
escritorio de mi bisabuelo, quien lo obtuvo como herencia de un usuario
anterior, es más, no llegué a conocerlo. No, más allá de unos rasgos sepia en
una foto, antigua y deslucida, donde descubro una penetrante mirada – característica
y propia, familiar: la nuestra – sobre un mostacho de puntas engomadas hacia arriba. Un
hombre de gesto adusto. En uniforme. Sólo sé de él que era estricto con la educación de sus hijos, hasta el punto de dispensarles el único beso, bien al tomar el uniforme, unos; los hábitos, otros o cuando contraían matrimonio. El bisabuelo, mi bisabuelo, propietario,
durante gran parte de su vida, del tintero de alabastro.
Observo las
pequeñas imperfecciones que ha ido dejando, como cicatrices indelebles, el paso
del tiempo, en su uso a lo largo de varias generaciones. Una profunda muesca en
la tapa, el ribete plateado ligeramente deformado en uno de sus extremos. Creo
que tiene alma el tintero de alabastro. Debe tenerla, no podría ser de otro
modo y es su alma lo que me susurra al oído, no estoy segura si también a otros
antes que a mí, esos pensamientos que luego escribo sobre el papel virgen, que
recibe la tinta, abriendo surcos en la forma decidida por el plumín que se desliza sobre ese crujiente rasgado de la celulosa con la que baila un vals. Lento, ritual, precioso. Las palabras se van
plasmando en ceremoniosa sucesión con la sangre, intensa y brillante, del tintero. Cobran vida
propia. Nacen de su interior donde, hasta hace unos momentos, continuaban durmiendo
una irreal existencia, pero son suyas. Del tintero.
¿Cuántos
pensamientos debe contener aún?, ¿a quien corresponderá el cometido de
firmarlos?... ¿Será a mí?. ¿Acaso habrá otro, después de mí, que lo haga cuando yo no
esté?. ¿Quién será su depositario cuando me llegue el día de legarlo?. Eso
también lo desconozco. Pero sí. Tengo el convencimiento de que es el alma del
tintero de alabastro quien elige a la persona que transmite, materializándose así,
los pensamientos que aún moran en su interior, en una nebulosa blanquecina y
lechosa de la que, de repente, deciden salir para dar inicio a ese baile, su especial baile, con el papel.
Ahora sí, cada
vez menos temerosa, poso las puntas de mis dedos de manera delicada en su
superficie fría, sé que tiene algo que decirme y es la única forma de
escucharlo, a través del tacto. Comienza un leve hormigueo en los dedos. Puedo
percibirlo. Es el tintero de alabastro. Me está hablando justo ahora…
“ Y era ella:
La
Musa que disponía mi alma
para las armonías puras. Podía oirla pero no tocarla”.
(Ludwig van Beethoven)
Una preciosidad. Tanto el tintero como tu relato. Cuantas cosas podrían decirnos los útiles de nuestros abuelos, si tuviéramos, como tu, la paciencia de observarlos y escucharlos... Enhorabuena, amiga mía.
ResponderEliminarGracias, Amparo... A veces, la mejor observación es la que se hace a través de los ojos del alma.
EliminarPrecioso, me encanta tu capacidad de admirar y de darle vida a lo inerte.
ResponderEliminarMuchas gracias. En este caso la vida no se la he dado yo... sino el alma del tintero de alabastro...
Eliminar