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lunes, 14 de diciembre de 2015

Confesiones de una asesina: "Yo maté al Gordo".



El aire, diáfano, gravitaba perfumado por el aroma de una lluvia que, a intervalos rabiosos, se había derramado durante toda esa tarde de un cielo encapotado y plomizo. El horizonte empezaba a emborronarse con el tono violeta oscuro de la caída de las tardes lluviosas de invierno y apenas si empezaban a encenderse las primeras farolas, arrojando lechosos haces que se reflejaban en los numerosos charcos diseminados a lo largo de la acera.

Los pasos resonaban sobre el pavimento mojado, emitiendo un sonido casi metálico: el de las pisadas presurosas del único viandante que se podía ver en la calle desierta y silenciosa a aquella hora. Aspiré con fuerza inundando  mis pulmones de una dolorosa y gélida sensación y me subí el cuello del abrigo en un intento de paliar el frío que penetraba la ropa clavándose en el tuétano de los huesos.

Miré el reloj, aún faltaban diez minutos y para aplacar el nerviosismo, me encendí un pitillo. Me embargaba esa sensación hormigueante que, en ocasiones, paraliza y en otras te obliga a emprender la huida sin conocer, con certeza, tu destino. Intenté serenarme, alentándome con la esperanza de que, en poco menos de un cuarto de hora, todo habría terminado, me convencí de que un acto individual de valentía pondría fin al silente sufrimiento de tantas otras personas que, quizás, no reunían el valor, pero anhelaban secretamente el final que le esperaba a aquél viejo despiadado y usurpador de costumbres ancestrales.

Introduje la mano derecha en el bolsillo y noté el frío tacto del metal, deslicé los dedos hacia las cachas de marfil y sujeté con fuerza el revólver. Según el chivatazo, el Gordo, aparecería poco después de las ocho de la tarde para introducirse en el bajo de aquella destartalada casa donde, se decía, tenía instalado el taller clandestino en el que trabajaba infatigablemente durante las noches, en la semipenumbra – me imaginaba – de un sótano pestilente y enmohecido por la herrumbrosa humedad de las paredes.

Me sobresaltó el triste maullido, quejumbroso y ronco, de un gato empapado, de pelaje deslucido y manchado de barro que clavaba sus ojos en mí como mendigando una caricia o quizás, algo de comida, elevó el lomo e intentó frotarse contra mi pierna, lo espanté de un puntapié y fijé mi atención en la esquina de la calle peatonal por donde, de ser cierta la información, aparecería en breve el Gordo, ajeno al fin que le aguardaba. El frío empezaba a calar el grueso abrigo, la humedad del ambiente entumecía mis brazos e, inconscientemente, empecé a alternar el peso de mi cuerpo sobre una y otra pierna. La sensación de tener un tremendo agujero en el estómago fue aumentando, ascendiendo de él una quemazón que atenazaba mi garganta. Arrojé el cigarrillo y me apresté a esperar la inminente llegada de aquél desgraciado. El tañido metálico de las campanas de algún reloj cercano, anunció, de ocho cansinos aldabonazos, el preludio del fin de mi espera. Elevé la vista hacia la mortecina farola que derramaba, entre un chisporroteo eléctrico, un tenue rayo de luz que, sin embargo, sería suficiente para dejar al descubierto mi identidad. Busqué con la mirada hasta encontrar una pequeña piedra, blanca y fuera de lugar en pleno acerado, me agaché para cogerla y la arrojé contra la bombilla que se hizo añicos, cayendo en fragmentos, a continuación, sobre el pavimento. El ruido, aunque ligero, me pareció un descomunal estallido en el silencio algodonoso de la calle solitaria. Me estreché contra la pared, mientras me aseguraba de que el cristal, al romperse, no hubiera alertado a ningún curioso. La confirmación no se hizo esperar: no hubo ruido de persianas ni de ventanas abriéndose. Todo permanecía en absoluto silencio y tranquilidad. Me encontraba al abrigo de indiscretas miradas que pudieran ser testigos de mi presencia, aquella tarde, junto al destartalo inmueble, cuya pintura desconchada, albergaba la causa de todos los males que nos asolaban desde hacía algunos años. Apreté los dientes y entorné los ojos. El Gordo acababa de aparecer tras la esquina, su presencia, imponente, destilaba cierta seguridad, un andar pausado pero majestuoso, bajo una gorra de cuadros escoceses, su nívea barba; se pertrechaba en una gabardina a punto de estallar en las costuras laterales, el cinturón se tensaba bajo su enorme barriga. Calzaba botas de suela de goma que emitían un desagradable chirrido al adherirse, a cada paso, sobre las baldosas y que delataban su llegada. Se fue aproximando sin ser consciente de que le aguardaba, ciertamente, su fin. Me pareció escucharle un alegre silbido que identifiqué con alguna melodía navideña típica de los países escandinavos. Comencé a caminar en su dirección mientras empuñaba el arma que inopinadamente saqué de mi bolsillo cuando me encontraba a escasos pasos de él: ¡¡BANG, BANG…!!... Dos detonaciones y la mirada glauca del Gordo clavándose en la mía, un rostro barbudo y congestionado se contraía en una mueca de sorpresa mientras llevaba sus manos al pecho, donde empezaba a extenderse una pastosa mancha de un brillante color rojo oscuro. Se oyó un golpe seco, el del cuerpo inerme al desplomarse y luego unos tacones alejándose del cadáver en plena calle peatonal. Los míos. Sólo al llegar a la Plaza me di cuenta de que había empezado a llover nuevamente, miré hacia atrás, donde ya sólo se percibía un bulto e imaginé que la sangre, diluida por la lluvia, se iba expandiendo alrededor de su colosal anatomía muerta, tiñendo las baldosas bajo aquél cuerpo sin vida.

Respiré profundamente un par de veces hasta serenar mis nervios. El temblor de mis manos fue cediendo paulatinamente, me apresuré en dirección a casa, cruzándome, en aquél laberíntico recorrido de callejas del casco antiguo, con algunas personas en cuyas miradas me pareció descubrir un atisbo de inmensa gratitud, como si supieran lo que acababa de acontecer y me lo agradecieran sinceramente. Introduje la llave en la cerradura y me envolvió, repentinamente, la calidez de la calefacción, me quité el abrigo que arrojé sobre el sofá y me desprendí de los zapatos, mientras con la espalda apoyada contra la pared fui dejándome caer sobre la madera del entarimado, sumiéndome en una placentera sensación de alivio infinito: había matado al Gordo. Sonreí, entonces, feliz.

Me encontraba inmersa en una duermevela inducida por la descarga de la tensión sufrida un rato antes, teniendo en la mente la única visión de un rostro tumefacto, cuyos ojos azules parecían salirse de las cuencas tras impactar contra su pecho el segundo de los proyectiles. La imagen se repetía cíclica e indefectiblemente, como a cámara lenta… Me sacó de aquél trance, cuya duración aún hoy no puedo precisar, el aviso del Smartphone, cuya luz led parpadeaba cuando, tras percatarme de la vibración en el bolsillo de atrás de los vaqueros, lo extraje para comprobar el mensaje recibido:

“ÚLTIMA HORA: Encuentran muerto a Santa Claus en la puerta de su taller de juguetes. Se sospecha que haya podido ser obra de alguna facción radical partidaria de Sus Altezas Reales los Reyes Magos de Oriente. Seguiremos informando”.

Sonreí, una vez más, satisfecha. La noticia ya había corrido como la pólvora y tenía el convencimiento de que miles de personas – adultos y niños – celebraban, en sus hogares, mi crimen como la más absoluta de las liberaciones de aquél yugo impuesto. Me levanté y entré en la cocina para prepararme un chocolate caliente. Unos minutos después, paladeando el espeso cacao, me dispuse a escribir una misiva:

“Queridos Reyes Magos:
Este año, sé que os consta, soy merecedora por derecho propio de vuestra mayor generosidad y gratitud. Así que, conocedora de que no os podréis negar, desearía la totalidad de los artículos que paso a detallaros en esta minuciosa lista:
… (...)...
Fdo. La Asesina del Gordo”.




martes, 1 de diciembre de 2015

El disputado voto del Sr. Cayo y otros nuevos viejos usos

Por Carmen Millán Cerceda
Miro las dos caras de la misma moneda: la de una generación perdida. Un joven querubín limpísimo, casi almidonado, y su contrapunto: la casposa, desmañada y diabólica imagen del ángel caído. Ambos blandiendo el estandarte de su propia “regeneración” con consignas que recuerdan más a la vieja y rancia política que a ese pretendido “descubrimiento de la pólvora” que ambos reivindican como logro propio. Uno, aturullándose en un discurso acelerado y carente de pausas, bien memorizado y estudiado, el otro, incendiando con soflamas jacobinas a una, cada vez más, dispersa marea indignada que se diluye a modo del vaticinio de un “batacazo electoral anunciado”.
Y están los cachorros de uno y otro bando, pues los mayores han declinado el enfrentamiento dialéctico a cuatro bandas, en fiera pugna, sintiéndose los delfines del casi extinto bipartidismo. Los escucho a los dos, uno, guiado por una tierna y cándida bisoñez, el otro, inflamado por la ira que dejó de corromper las entrañas de la sociedad española hace más de cincuenta años. Un soñador frente a un resentido. Ambos postulándose como único mesías de una salvación que, sabemos ya, no va a llegar. Inexpertos e incapaces, uno por ingenuo y otro por atávico, ninguno está preparado para asumir la responsabilidad del gobierno de este maltrecho estado nuestro.
Llevo un rato escuchando las diatribas que tienen lugar en el escenario de la Carlos III, una estructurada cadena de opiniones que, en un turno prestablecido y tácitamente acatado por ambos contendientes, provocan aplausos ante una y otra intervención. Decido que me aburren, me aburre el discurso, manido, de ambos, por más vanguardia que intenten imprimir a sus palabras, no dejan de ser sino los meritorios herederos de la añeja bipolaridad de siempre, la de toda la vida, agravada por la osadía del que carece de experiencia. No, no me convencen, uno por pluscuamperfecto, el otro por encontrarse ideológicamente en mis antípodas, tampoco éstos se harán merecedores de mi encomienda, son más de lo mismo y acabarán convirtiéndose, precisamente, en aquello que ambos – por razones muy distintas – denostan.
Y es cuando se me vienen a la memoria aquellas magistrales líneas de Delibes:
“La voz de Rafa se fue haciendo, progresivamente, más cálida, hasta alcanzar un tono mitinesco:
- Ahora es un problema de opciones, ¿me entiende?. Hay partidos para todos y usted debe votar la opción que más le convenza. Nosotros, por ejemplo. Nosotros aspiramos a redimir el proletariado, al campesino. Mis amigos son los candidatos de una opción, la opción del pueblo, la opción de los pobres, así de fácil. El señor Cayo le observaba con concentrada atención, como si asistiera a un espectáculo, con una chispita de perplejidad en la mirada. Dijo tímidamente:
-Pero yo no soy pobre”.
Y sintiéndome, hoy más que nunca, como aquél hombre, taciturno y tozudo, de un recóndito pueblo montañoso, digo que yo ya no estoy para más tonterías: ni de los de antes, ni de los que se presentan ahora como moderna opción al defenestrado arte de la altruista política y como florido precedente a desconectarme de la emisión online del debate que tiene lugar, les dirijo la misma tímida respuesta “Pero yo no soy pobre” y me refiero a esa pobreza intelectual que lo mismo aboca al “indigente” a la apatía política que a la radicalidad. Dejo a los “niños” jugar, mientras tengo la absoluta certeza de que sus “mayores” los miran desde una pretendida superioridad pero con la tranquilidad que les confiere saber que tienen ya dignos sucesores en este “Juego de Tronos”.
- “Pero, tal como se explica, señor Cayo, usted aquí ni pun. Así se hunda el mundo, usted ni se entera.
- ¡Too! Y ¿qué quiere que haga yo si el mundo se hunde?”.
(De El disputado voto del señor Cayo – Miguel Delibes).

Publicado en El Español 1/12/2015 http://www.elespanol.com/blog_del_suscriptor/20151130/83311671_7.html

lunes, 30 de noviembre de 2015

La curiosidad mató al gato que, en realidad, no quería saber.


Creo, sinceramente, que las redes sociales y esa creciente adicción que todos, sálvese el que pueda, presentamos a la hora de hacer partícipe a aquél que tenga el menor interés en nuestra existencia, o bien se vea abocado por el tedioso aburrimiento a hurgar en los perfiles ajenos, nos expone excesivamente. Ya sea porque el “exhibicionista” en cuestión quiera, en un momento de exaltación, compartir su felicidad, ya porque pretenda alardear de placeres y lujos vetados a la gran generalidad o porque, como digo, en ocasiones, los adictos pierden la consciencia del alcance de sus actos, lo cierto es que nos encontramos ante una absoluta pérdida de privacidad.
Yo no lo critico, entiendo que cada cuál es muy dueño de publicitar lo que le dé su realísima gana que para eso están las herramientas paliativas o el útil bloqueo a usuarios molestos, pero ocurre que, con frecuencia, ciertos seres presentan una acuciada y casi enfermiza tendencia a interesarse por las vidas ajenas que si, en su día, ya los hicieron insufribles y soporíferos, andado el tiempo, los terminan convirtiendo en la más empalagosa pesadilla, como ese inoportuno chicle que se adhiere a la suela del zapato provocando un fastidio momentáneo pese a la insignificancia de lo que, en esencia, constituye: un trozo desechado, descolorido e insípido, de goma de mascar esputado sobre el acerado…

Es increíble la pertinaz insistencia de seres que, una vez expulsados de tu vida, presentan un comportamiento histriónico y obstinadamente enfermizo a seguir formando parte de ella. Ocurre además, siendo algo característico y común a estos individuos, que su curiosidad les lleva a ocupar su miserable tiempo en indagar en las vidas ajenas, lo que indefectiblemente, les supone el inevitable bloqueo en redes sociales, pues no resulta apetecible y menos aún agradable, encontrarte la jeta  del interfecto/-a como “sugerencia de amigo/-a” o bien como “usuario que ha visualizado tu perfil”, provocándote una profunda basca la mera visión ya de un rostro estólido de bobalicona sonrisa que, en algún momento anterior, te ha saturado hasta la extenuación, acechando ahora tu privacidad, al intentar arañar algunos datos de tu vida que bien corroboren o refuten la que su retorcida y calenturienta mente ha inventado. A mí me ha ocurrido – supongo que como a la generalidad – y es cuando, sin alterar mi actitud de solazada pasividad absoluta, dedico sólo dos segundos, dos, a desintegrar al murmurador del espacio cibernético, desterrándolo a ese limbo de los bloqueados donde purga sus pecados de incontinencia verbal y curiosidad malsana que le otorgaran, en su día, el título de persona tóxica.

Por más que lo intento no termino de entender qué espuria intencionalidad puede mover a alguien a quien ignoras a mantener esa imperturbable tozudez por saber… Saber de tu vida, de tus asuntos, de si escribes o no escribes, arrogándose, en este último supuesto, una importancia de la que, es obvio, carece, al encontrarse reflejado en algunos de los relatos, o pensar, con tan gran susceptibilidad como petulancia por su parte, que le estás dedicando unas líneas en la publicación.

Me viene ahora a la cabeza el refrán de “La curiosidad mató al gato…”, supongo que, para este tipo de personas, la justificación viene dada por el complemento de una segunda parte “… pero al menos murió sabiendo”, deben pensar sin duda, y es cuando me pregunto si realmente quieren saber, porque puede ocurrir que descubran algo que no les gustaría conocer, pues interesadas, como demuestran estar en esas existencias ajenas, suelen desatender las propias, por funestas o monótonas, encontrándose de este modo, inopinadamente, con algún episodio – vergonzoso o vergonzante – que desconocían pero que les atañe muy directamente y que, hasta ese preciso instante, se les mantenía en la más absoluta ignorancia, ocupadas y preocupadas por las existencias foráneas, terminan con ello topándose, así, con la cara oculta de sus propias miserias, justa penalidad al culpable de fisgoneo al constituir, de manera natural, el más efectivo óbice para continuar fijando su atención y su lengua en el parroquiano que vive ajeno a esa vacía existencia, letárgica y triste, del indiscreto calumniador.

Y es de donde, tengo el convencimiento, se extrae la mayor moraleja: “Zapatero, a tus zapatos” cuya lectura no puede ser otra que la de “dedícate a lo tuyo que tú bastante tienes, no sea que por intentar espiar a través del ojo de la cerradura, vayas a presenciar lo que no quisieras conocer”.

Y así es, amigos lectores, como el tiempo, sabio y justo, termina poniendo las cosas en su exacto sitio, cribando y separando la mies y el grano, pues de justicia es ocupar el lugar que, legítimamente, a cada quien pertenece y, en eso, el tiempo tiene experiencia.



“Hasta la curiosidad y el espanto terminan por cansarse” (F. Nietzsche)

lunes, 23 de noviembre de 2015

El Llanto de las Quimeras.











Es una noche clara de otoño, las siluetas de la Torre Eiffel y del Sacre Coeur se recortan, imponentes, sobre el cielo despejado. El bullicio de la vida nocturna asciende en un rumor amortiguado que embellece, aún más, la ciudad iluminada. El olor de las brasseries invade las calles, especialmente animadas este viernes. Me pierdo en la visión de los alegres jóvenes arremolinados a las puertas de un restaurante de comida rápida, bromean y ríen despreocupados. Más allá, las mesas en la terraza de Le Carrillon, todas ocupadas, me detengo unos minutos, un matrimonio de edad mediana comparte lo que parece ser una amena cena, miran sonrientes el móvil, comentan las fotos de sus nietos que la hija acaba de enviarles por WhatsApp, felicitándoles por su aniversario de bodas. Reparo en la familia que ocupa la mesa de la esquina: turistas, el padre les traduce a los niños los suculentos platos del Menú causando la risa de los hermanos ante un impostado acento francés, la madre termina de limpiar las manos al más pequeño con una toallita infantil. Se respira tranquilidad. La tranquilidad de las noches parisinas, en el mismo corazón de la ciudad, vestida con los colores del otoño.

Al principio no me percato de las sombras negras que se mueven con sigilo pero con gran rapidez, es, sólo, al escuchar la primera detonación cuando se cierne el fantasma del miedo atenazando mi garganta. Intento gritar, no puedo. Se suceden las deflagraciones durante un intervalo que parece no tener fin. Se hace la más profunda oscuridad, el silencio y luego sólo unas pisadas resonando sobre un frío asfalto ensangrentado, cristales rotos, cuerpos maltrechos y lamentos. Vidas inocentes derramadas a los pies de los pasos presurosos que proclaman la grandeza a Allah mientras se alejan.

La atmósfera, antes fresca y diáfana, se estanca, el olor a pólvora se expande como una nube de muerte sobre París. Sirenas, llanto, miedo… Heridos deambulando sin rumbo en un intento desesperado de escapar al castigo traidor de quienes se dicen “guerreros de Dios”. No puedo moverme, tampoco gritar, fijo mi atención en el niño muerto sobre el charco de sangre en la que se mezcla la de su madre que yace al lado intentando inútilmente protegerlo… Una nueva estampida de personas huyendo hacia ninguna parte. Gritos, desconcierto, sangre y muerte. Terror en la noche parisina, en el mismo corazón de la ciudad, vestida, ahora, con los colores de la muerte.

Lentamente el cielo comienza a tornarse violáceo, sucediéndose entonces una gama de rosas y anaranjados, como en una acuarela atornasolada, mientras se emborrona el horizonte con las diferentes tonalidades que se diluyen sin distinguir límites cromáticos. Amanece sobre París. El día parece resistirse a arrojar luz sobre la ciudad que se despereza aún con el miedo en el rostro demudado. El aroma del café recién hecho hoy está ausente, huele a dolor y a muerte. Miro hacia lo que horas antes constituía un escenario dantesco de cuerpos inermes y ensangrentados convertido ya en un improvisado altar a su memoria. El alba, iluminada por las velas se imbuye del aroma de las flores que arropan la sangre derramada, intentando imponerse al miedo. París empieza a vestirse con los colores que, una vez, enarbolara Marianne, pequeños puntos de luz comienzan a titilar diseminados por toda la ciudad y es cuando la visión se vuelve borrosa por las lágrimas que pugnan por salir, dejando así escapar un sufrimiento contenido. Es el llanto de las Quimeras que se derrama sobre Notre Dame...


''Quiconque tuerait une personne non coupable d'un meurtre ou d'une corruption sur la terre, c'est comme s'il avait tué tous les hommes. Et quiconque lui fait don de la vie, c'est comme s'il faisait don de la vie à tous les hommes'' (Coran 5:32)

Publicado en el Blog de El Español, el 23 de noviembre de 2015  http://www.elespanol.com/blog_del_suscriptor/20151122/81311869_7.html

martes, 10 de noviembre de 2015

Los temporales de otoño.


Os dejo el enlace donde podéis leer el nuevo post publicado en El Blog de El Español, de Pedro J. Ramírez el día 10 de noviembre de 2015. Creo que muy a propósito de la realidad que recientemente vivimos en esta España nuestra.

http://www.elespanol.com/blog_del_suscriptor/20151106/77312279_7.html

martes, 3 de noviembre de 2015

Ácratas en la corte de Dios.

Buenos días, os dejo el link de mi colaboración en el Blog de El Español. Empezaré a alternar publicaciones en Reflexiones de Butaca, con los artículos que vaya publicando en este nuevo periódico digital capitaneado por Pedro J. Ramírez. 

http://www.elespanol.com/blog_del_suscriptor/20151102/76312371_7.html

miércoles, 28 de octubre de 2015

De Don Tancredo a Don Cipote, sobra trecho y falta capote.




A dos meses de las elecciones, ahí andamos entre los disfraces de la importada Halloween, los crisantemos para el cementerio y las compras, luego, navideñas. Y así nos va… algunos vaticinando el batacazo del progre trasnochado que obnubiló a los indignados con sus delirios de grandeza, otros, ansiando que el bienpeinado y lavado jovenzuelo ponga algo de cordura en este corrupto escenario que a su formación, de momento, no le ha salpicado y bien cree, el incauto, que se lo puede permitir, algunos, apoyando a un desgastado heredero de aquél mítico ZP hacedor de las grandes plagas de la era SOE que aún cargamos sobre nuestros maltrechos hombros y el resto, tapándose la nariz para engullir el amargo jarabe de dar su voto al PP que, al menos éstos, llevan a gala el título de “mejores gestores”.

Y, a dos meses de las elecciones, ahí ando yo: entre juicios y señalamientos, plazos y Cursos de formación continuada como Administradora Concursal. Espectadora, sufrida y abnegada, de los Don Tancredos de turno que si no es uno, es otro y si no, los dos, pues vienen a ser lo mismo. Un ejército de incompetentes en la gestión de la res publica. Me pregunto por qué si los profesionales estamos expuestos a reclamaciones de responsabilidad en nuestra actuación, no lo han de estar quienes manejan los designios de millones de españoles, quedando impune no ya su manifiesta ineptitud sino su más absoluta sinvergonzonería a la hora de afanar lo que es de todos, y así nos va, que no puede responder de su negligencia o dolo profesional quien no lo es, pues ésta, su distinguida profesión, queda exenta de responsabilidad: el indolente expolio de los carroñeros que hurgan entre los desechos costillares, magullados y lacerados, en el Cementerio de Elefantes que es lo que se ha terminado convirtiendo la España de siglo XXI. Pues, así habrá de reconocerse, España - la Grande entre las Grandes desde la época de los Trastámara - está condenada a su fenecimiento moral, tras el cual, sin duda, llegará el físico que ya lo dijo Don Ortega y Gasset y necio de aquél que no lo sepa escuchar cuando el hombre hablaba del “particularismo desintegrador”, pues a buen entendedor, ya se sabe que pocas palabras bastan, “una división en dos Españas diferentes, una compuesta por dos o tres regiones ariscas; otra, integrada por el resto, más dócil al poder Central” y seguía este visionario “pues tan pronto como existan un par regiones estatutarias, asistiremos en toda España a una pululación de demandas parejas, las cuales seguirán el tono de las ya concedidas que es más o menos, querámoslo o no, nacionalista, enfermo de particularidades”.

Y siguen los “profesionales de la vergüenza ajena” sacando pecho, en un prestablecido turno de reproches, tácitamente acatado, acusando al contendiente del pútrido pecado que oculta bajo su propia alfombra, que quien no es Don Tancredo ha de ser, irremisiblemente, Don Cipote y la distancia moral que los separa no es sino la de que falta trecho y sobra capote. Y ahí están los Don Tancredo de uno y otro signo, asistiendo impasibles a la desintegración axial paulatina, a modo de esa “Crónica de una muerte anunciada” que diría Don Gabriel, mientras los Don Cipote, se encuentran al acecho pues ya se sabe, como dijo una parlamentaria andaluza, que “los dineros públicos no son de nadie” y deben pensar éstos que mejor ir atribuyéndoles un dueño.

Y a dos meses de las elecciones, los españoles seguimos madrugando para trabajar largas jornadas, ya sea para contribuir al Erario Público de Don Montoro o ya para el pago del diezmo mensual a Don Banco pues, en el fondo, lo mismo nos da que quien desgobierne, sea Don Tancredo o sea Don Cipote, como ya se ha dicho pues, falta trecho y sobra capote.

“Juzgar los hechos amargos con sesgo optimista, equivale a no habernos enterado debidamente de ellos”.

(Ortega y Gasset).

Los rugidos lejanos del león ausente.







A veces la realidad supera a la ficción y ocurre que el absurdo, con frecuencia, no se inventa, simplemente sucede pues no es posible que tamaño dislate pueda tener un único autor intelectual. Estoy disfrutando de mi gin & tonic, tras una comida relajada de esas que, por suerte, aún podemos degustar durante los fines de semana. Es, en esa plácida sobremesa, cuando aprovecha la ocasión este joven, casposo y desmañado, para hacernos, al resto de los españoles, partícipes del especial universo paralelo en el que se ha instalado: “Yo seré Presidente de Gobierno y dentro de dos meses los periódicos de todo el mundo hablarán del Vicepresidente político más joven y brillante de la Europa Occidental” y en un alarde de osadía, dando así un paso más al frente o al abismo que depende de la perspectiva, nos vaticina que también contaremos con la versión patria de Stephen Hawking al postular a Echenique como flamante Ministro de Ciencia.

Sonrío para mis adentros, aquél fiero león antisistema, visionario Mesías prometido de los oprimidos por el malvado padre Estado Capitalista, enardecedor de masas indignadas es, apenas hoy, un pobre gato callejero, desmadejado y pendenciero, la otrora desafiante mirada de la bestia es huidiza, tímida… ausente, ahora. Las hordas que antaño auparon al Profeta se han convertido hoy, una vez más, pues nada nuevo hay bajo el sol, en las sombras que pueblan la cada vez menos concurrida Plaza de La Grève, mientras algunos románticos, habrá de concederles con generosidad, esperan la Coronación del más monstruoso y patético de los pretendientes heréticos a Sumo Papa de los Idiotas. Es el enaltecimiento del Elegido por tan dantesca comitiva.

Pienso en la realidad, en la de la mayoría, y es inevitable el paralelismo que establezco entre esa postura, a la vista está, cada más impostada de la utopía comunista –  amparando el atávico y descarnado radicalismo corrosivo, recalcitrante y supurante de un negro y amargo rencor – que, la Historia se ha encargado de declarar, está abocada al mayor y más estrepitoso de todos los fracasos y la que, por otro lado, mantenemos gran parte de los españoles, lacerados por esta cruenta crisis que nos ha dejado sin todo, menos sin el hambre de superarnos, de seguir en la lucha diaria, no de leones, sino de hormigas, de continuar con ese ritual que da inicio a una hora temprana, cuando el sonido del despertador taladra la oscuridad desgarrando así las entrañas de cada amanecer y nuevamente volvemos al trabajo, heroico y abnegado, por recomponer esta quebrantada y, paulatinamente, más invertebrada España nuestra. Defraudados pero esperanzados y postulando el esfuerzo, única renta universal, para el anhelado bienestar común.

Y es entonces cuando nuevamente percibimos, en la soledad del silencio de nuestra propia conciencia, los rugidos… Esos rugidos lejanos, los del león ausente.

“El vicio inherente al capitalismo es el desigual reparto de bienes.
 La virtud inherente al comunismo es el equitativo reparto de miseria”.

(W. Churchill)

martes, 8 de septiembre de 2015

Cantares Celtas.





Desconozco cuando comenzó mi personal idilio con Galicia. Supongo que fue en algún lejano momento durante aquellas cálidas y largas tardes de verano que mi abuelo dedicaba a hablarnos, durante el tedio que sucede a la comida, de nuestros orígenes, de la cuna de nuestro apellido, de frondosos bosques y de la lluvia ligera que les regala el peculiar color esmeralda intenso, de leyendas y construcciones de piedra… de Betanzos. Así, creo, es como me fui enamorando de Galicia, a través del recuerdo y de los ojos de Víctor.
Desde entonces, siempre se ha cernido sobre mí la sombra de las meigas, de los hórreos y de ese Camiño en pos de la estela del Santo que, en las noches despejadas, cruza el firmamento de este a oeste guiando los cansados pasos del peregrino.
A veces me sorprendo en ensoñaciones, permanezco en pie sobre un agreste acantilado que cae a un profundo mar plomizo, más allá del cuál no hay nada, es el punto en el que el sol se sumerge inflamando en llamas un horizonte al compás del llanto solitario de una gaita. Es… Finis Terrae…


        Empieza a atardecer. La atmósfera es diáfana y el ambiente fresco. Huele a tierra mojada. Estoy reclinada, meciéndome con el leve balanceo del columpio del porche mientras dejo que las últimas luces del día me arrastren por los laberintos de mi memoria hacia aquellas leyendas de meigas y bosques encantados de mi infancia. Hace tiempo que ha dado inicio una fina lluvia, casi imperceptible, que cae de un cielo encapotado, arrancando un crujiente repiqueteo a la frondosa vegetación del enorme jardín que se extiende hacia la orilla del río que, intuyo, fluye tranquilo y cristalino tras la arboleda y el enorme parterre de hortensias que configura sus límites.

            Me gusta ver atardecer. Es una sensación de placentera calma, observar cómo se adormece el día con el inicio de esa especial sinfonía de los sonidos nocturnos, el autillo acompaña, hoy, el canto del agua que discurre por el cauce del río hasta alcanzar el atlántico, en aquél punto que, la leyenda y las numerosas catástrofes de navegación, dieron en llamar A Costa da Morte…

         Imagino, no sé por qué me viene ahora a la mente, cómo serían las últimas horas de la tripulación del Serpent, aquella fatídica noche del 10 de noviembre de 1890, en fiera lucha contra un embravecido mar, la tormenta arreciando y una lluvia pertinaz mitigando, a violentas rachas, el miedo, exhalado junto con una respiración entrecortada, de los tripulantes del navío hasta que finalmente, un grito desgarrador partiera en dos la oscuridad de tan aciaga noche: “¡Sálvese quien pueda!”. Tras el ensordecedor estruendo originado por la fractura de la nave que zozobra inevitablemente.

             Oscuridad… sólo oscuridad y el agua gélida engullendo, con fiereza, a aquellos marinos que luego expulsa contra los arrecifes, cerca de Camariñas. Cuerpos rotos, marionetas inertes vapuleadas en un impasible mar de anhelos y recuerdos de aquellos a quienes ya no verán. Saciando así el hambre de muerte de aquella costa. Ojos vitriólicos, sin alma, vacíos, mirando, sin ver ya, la cercana ensenada que los acogerá por la eternidad en el, llamado, Cementerio de los Ingleses.

            Imagino, también, cómo sería el posterior amanecer, calmo, luminoso y nítido. Esperanzador, tras aquella terrible tempestad. Una superficie plateada por los destellos del alba, despejada, cristalina… Sosiego. De la destrucción termina naciendo, siempre, belleza y aquél mar enfurecido que se tragó a los hombres, devuelve ahora sus cuerpos sin vida a la playa, queda y silentemente, parece arrullarlos con ternura, hasta que los deposita, finalmente, sobre la arena, con mimo, como pidiéndoles perdón, y les regala, entonces, la más bella visión: la salida del sol, una fría mañana de noviembre sobre un mar que, al igual que quita, regala vida… en una costa bautizada De la Muerte…


        Vuelvo a la realidad. Al momento, exacto y cierto, en el que me encuentro. La lluvia continúa acariciando la vegetación, cimbreándola, pertinaz pero sutilmente, impregnando mi alrededor del refrescante aroma de las hortensias mojadas que pronto se funde con el de la madera. La luz, lechosa y blanquecina, del día se va extinguiendo y se dibuja, ante mí, la visión imaginaria de una antigua locomotora a vapor, expeliendo una densa fumata azulada que asciende, en volutas, hacia un cielo grisáceo y encapotado, que anuncia el crepúsculo del día. Atraviesa un alto puente de piedra, con su paso cansino, de traqueteo metálico, chirriando sobre los carriles, mientras un niño pequeño, rubio, fija sus grandes ojos en la máquina y saluda su paso, levantando una mano regordeta. Maravillado por aquél paisaje de altos castaños y robles sobre una tupida alfombra, verde intenso, de tojos y brezos, tan distinto al del sitio donde él nació, al sur, muy al sur, “en el otro extremo de España” como su padre, aquél militar de semblante serio y enorme mostacho, oriundo de Betanzos, definía la tierra a la que fue destinado para cumplir con su deber…
 
          Esa imagen me viene, con frecuencia, a la mente cuando pienso en Galicia, es una fotografía color sepia que, de modo recurrente, aparece. Siempre una antigua locomotora, siempre un puente de piedra, siempre un frondoso bosque de altos árboles y siempre, un niño de pelo claro cuyas facciones me resultan extrañamente familiares y cercanas.



          Me cubro con la manta que me envuelve mientras me entrego, con las últimas luces del día, a ese reconfortante encuentro con mis Cantares Celtas… Canción da miña terra galega...






“Mientras más existimos, más breves parecen
Las sucesivas etapas de nuestra vida;
En la infancia un día simula un año,
Y un año, el paso de los siglos... (…)…”
(“El Río de la Vida” – Thomas Campell)


miércoles, 29 de julio de 2015

Caretas de cartón: el ridículo ante la templanza del conocimiento y los diez negritos.




Una noche de finales de julio, como otra cualquiera, me encontraba disfrutando, en buena compañía, de las bondades de la temperatura al caer el día, cuando la vegetación y el agua se alían en una terraza bajo el cielo de verano. La visión, entonces, de dos personas algunas mesas más allá, me hizo reparar en que ya me encontraba en las postrimerías de un Curso Judicial largo, tedioso y especialmente duro por extenuante… lejos de contrariarme, aquél encuentro visual con estos dos seres, me transportó a las deliciosas líneas de esa obra, producto de la genialidad de Agatha Christie, Diez Negritos…
Uno a uno, fueron desapareciendo… uno tras otro…
Son extrañas las asociaciones de ideas que la mente humana puede establecer, una noche de verano, cuando la bóveda estrellada inspira la brisa que refresca la templanza del conocimiento…

La noticia me asaltó de manera inopinada y violenta, a modo de una intensa descarga eléctrica que diera inicio en la base del cráneo para recorrer en sentido descendente toda mi columna vertebral, alcanzar las plantas de los pies y, nuevamente, culebrear hormigueante por el estómago hasta la frente, donde se instauró una relativa presión. Aún así, soy consciente, no provocó en mí el menor movimiento corporal. Leí, con atención, las líneas de aquél documento en PDF que me devolvía la pantalla del ordenador, absorbiendo cada una de las palabras contenidas en él que decretaban una situación procesal, cuanto menos, inmerecida. Aparté distraídamente la vista hacia el cigarrillo que se consumía olvidado en el cenicero, elevando una perezosa columnilla de humo azulado que se enlazaba, en sinuosas volutas, con las notas de aquella vieja canción que también, por enésima vez, ondulaba en mi despacho. Me perdí, por unos momentos, en su estribillo, la peculiar voz de Sting arrullaba mis neuronas, en aquél momento, transmitiendo a mi cerebro la información para poder procesarla.

Cerré los ojos mientras me reclinaba en el sillón, a modo de acto reflejo, en un intento de poner en orden mis pensamientos y tras unos breves segundos – los que tardé en tomar la decisión -, los abrí, sólo para buscar el teléfono inalámbrico que, con frecuencia, se encuentra bajo una montaña de expedientes y papeles, fuera de su soporte. La conversación fue breve y clara. Yo ya había tomado mi decisión y tenía cinco buenas razones en las que sustentarla. Con la determinación y seguridad que otorgan la experiencia, no acepté por respuesta sino la más absoluta conformidad instantánea y, a continuación, realicé otra llamada más, ésta ya algo más conciliadora, si bien, mi instinto me alertó acerca del displicente tono nasal percibido al otro lado de la línea y el conocimiento, relativo y cercenado, de la oscura persona que, lejos de presentar una actitud receptiva, destilaba una profunda desconfianza, e incluso, me atreví a pensar que cierta tiranía, disfrazada tras una modulación pausada y casi amistosa, aunque impostada, de su poco coherente, por superficial, discurso.

Hoy, desde la perspectiva del tiempo y deleitándome en el gratificante resultado de una encarnizada lucha sin cuartel, puedo afirmar que la ignorancia es atrevida y el desconocimiento peligroso, concurriendo ambos factores junto con cierta dosis de engreimiento y soberbia, es obvio cual es el predecible final. Mi experiencia profesional me dice que no es aconsejable asumir asuntos sobre los que no se tiene un conocimiento profundo, suponiendo lo contrario, no ya sólo una temeridad manifiesta, sino un reprobable acto de irresponsabilidad profesional, cuando de forma inconsciente se omiten las consecuencias de la actuación que, tan alegremente, se acomete. Desde ese convencimiento y porque, además, lo que estaba en juego me importaba – y lo seguirá haciendo siempre - más que ninguna otra cosa en el mundo, ofrecí desinteresadamente mi ayuda, pues si algo hay claro es que debe temerse, siempre, al “mono que empuña un revólver”, siendo más que prudente, aconsejable, controlar o prever sus posibles acciones. Conocía, perfectamente, la situación tras haber analizado tanto la documentación como las circunstancias objetivas que motivaron la misma y conocía, también, la legislación y el procedimiento. Un arma de doble y afilado filo si no sabe usarse diestramente. Me puse a trabajar como si la vida, o cinco vidas más, me fueran en ello. Estudié, examiné, valoré todas y cada una de las posibilidades para alcanzar mi fin que no era otro que el de dejar a salvo la honestidad y honradez de una víctima de la avaricia, la envidia y la maldad en su estado más puro. Llegó a obsesionarme hasta el punto de dedicarle, incluso, mi tiempo libre: pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar... Los días se sucedían y la acreditada impericia e ignorancia clamorosa de quien debía otorgarle celeridad a la resolución favorable a mis pretensiones, ralentizaban el normal discurrir procedimental, convirtiéndolo en una angustiosa tortura a la que no le veía, no le intuía siquiera, el fin.

Fue de madrugada, durante una de esas noches de insomnio – pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar -, cuando el teléfono me avisó de la entrada de un correo electrónico, lo leí y el estupor que me causó al inicio, pronto dejó paso a una reacción iracunda de impotencia absoluta: la torpeza propia no puede, jamás, proyectarse hacia los demás, culpabilizándolos de errores personales y aún menos, recurriendo al embuste y a la zafia mentira. Creo que fue ese el detonante. Una oleada de cólera me nubló, brevemente, el pensamiento. Me puede la mentira, lo ha hecho siempre, y más cuando lo que se esconde tras ella es la ineptitud, evidente y notoria, de alguien que no tiene los alcances suficientes para asumir la responsabilidad de sus actos ni las consecuencias que éstos pueden tener frente a terceras personas inocentes, a quienes no puede, no debe, caerles el peso de la idiocia ajena. Vino a mi mente, entonces, un rostro pusilánime, más parecido a una máscara o careta de cartón, hierática, inexpresiva y desagradable a la vista, innegable espejo de la más limitada inteligencia y fue en ese momento, envuelta, nuevamente, por la música de Sting y el humo de tabaco, cuando tomé mi segunda decisión, sobresaltada por la verbalización de mis pensamientos, que resonaron como un eco en el salón: “Lo he intentado por las buenas, ofreciéndote mi ayuda. Me lo has pagado con una total y absoluta desconfianza y, lo que es aún peor, con la mentira con la que intentas ocultar la realidad: no tienes ni la más remota idea de cómo resolver este asunto. Un asunto que, a mí, me afecta y así te lo he hecho saber. Voy a convertirme en tu peor pesadilla”. Y me juré, hasta en cinco ocasiones lo hice, que conseguiría que se hiciera justicia por encima de cualquier otra cosa. Fue cuando tomé, a las bravas, las riendas del desenlace que se hacía esperar. Dí inicio a un implacable plan de actuación, un engranaje que, al accionarse, fue engullendo y pulverizando entre sus ruedas dentadas la causa de todas mis angustias. Reduciendo los huesos, el cartón, a polvo, sometiendo el desconocimiento al ridículo, un ridículo público, lacerante… corrosivo.

Nueve meses después obtuve lo que quería, lo que en justicia debía obtenerse… lo que estuve ofreciendo, reiterada y generosamente, ante el rechazo sistemático de quien bien pudo evitarse nueve meses de escarnio. La ignorancia es atrevida y el desconocimiento peligroso, pero lo es aún más, el profundo conocimiento cuando algo te importa, pues no hay  en el mundo un animal más fiero que el león, si en peligro están sus crías…

Y sabed, amigos lectores, que esta guerra aún no ha terminado, pero eso, claro, es ya otra historia, la de las batallas que aún me quedan por librar con mis personales negritos…


“Diez negritos se fueron a cenar,
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon,
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha,
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos pasearon por el zoológico
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo
Y se ahorcó y no quedó…
¡Ninguno!.”
(Poema Introductorio de la obra de Agatha Christie “Diez Negritos”)


jueves, 18 de junio de 2015

Tiempos de ira y de cólera.


Con frecuencia, las declaraciones realizadas, públicamente y sin ningún pudor, por parte de nuestros representantes políticos nos provocan, junto con el consiguiente y lógico rubor, la más profunda irritación, al sentirnos zaheridos en nuestra condición de seres humanos y por ende, racionales. Así, escuchar como alguien, aspirante a gobernar los designios de los españoles, llama “sinvergüenzas” a las víctimas de la barbarie etarra que ha golpeado durante décadas a nuestra nación hace que, junto con la irreprimible y acerba basca que asciende desde la boca del estómago ante tal inmundicia, nos aflore la legítima tentación de proferirle algún calificativo con el que, sin duda, menospreciaríamos a las profesionales del oficio más antiguo del mundo. Leer mensajes de un Concejal de Cultura, bromeando con el holocausto o riéndose de niñas asesinadas y violadas es, simplemente, lamentable, como lo es también, qué duda puede caber, reabrir viejas heridas, hoy restañadas al grito de “¡arderéis como en el 36!”, haciendo un llamamiento, si bien, según se defiende ahora, en clave jocosa, a la “quema de Bancos” o al “asesinato” y/o “empalamiento” de políticos democráticos… En pleno siglo XXI deberían ser inconcebibles episodios como éstos que nos devuelven a una época atávica en la que no era posible hablar de estulticia, sino de simple incultura. A aquellos tiempos nos trasladan estos seres que no suponen sino una mancilla para el resto de la raza humana… Tiempos de ira y de cólera promovidos por radicales, excretados, todos, por un Estado democrático y del Bienestar que garantiza, consagrándolo como derecho, la impunidad de conductas moral y éticamente reprobables.

Hay quien, recientemente, me ha tildado de verbalmente agresiva por mis declaraciones en las redes sociales, siempre en respuesta a otras, tan hirientes como corrosivas, vertidas con motivo del escarnio impunemente infligido a los más desprotegidos, esos desamparados, humillados y olvidados del Estado de Derecho que han sufrido junto con la dolorosa e imperdonable pérdida de sus seres queridos, la más absoluta indiferencia por parte de aquél por cuya defensa fueron mártires. Sí, mártires. Mártires por una democracia y una legalidad que ahora, gran traición, les vuelve la espalda desterrándolos al frío mar del olvido.

Vengo de una familia de larga y honrosa – para mí – tradición militar. De entre los valores que me fueron transmitidos y que hoy, me enorgullezco de decir, componen mi mayor riqueza, ocupa un lugar preferente la obligación y deber moral de proteger, siempre, al desvalido, al indefenso… Razón por la cual, ante el abuso e incontinencia verbal de ciertas alimañas despreciables, la primera reacción – iracunda y he de reconocerlo – es la de responder con el insulto fácil que, depende de en qué situación no puede considerarse tal, al tratarse únicamente del más fiel y absoluto reconocimiento de una verdad objetiva: pues hay que ser muy hijo de la grandísima puta para insultarlos a ellos: las grandes víctimas olvidadas, promoviendo y apoyando además, el ascenso al poder de quienes fueran sus verdugos, erigidos hoy, democráticamente, en el más vívido recuerdo de lo que un día fueron: viles y vulgares asesinos. Y he de decir que, aún cuando mis expresiones me han supuesto la irreparable pérdida de seguidores o, incluso, “amigos”, no me siento en la obligación de disculparme ante nadie y aún menos ante personas que, no obstante, no se sienten injuriadas ante tales dislates pero que, incomprensiblemente, sí se toman, al parecer, mis comentarios como algo personal y dirigidos, maliciosamente, a ellos…

Esto es, ha de ser, o se ha conseguido que sea, una democracia, un sistema que ampara, el insulto, la ofensa y la mayor y más profunda de todas las imbecilidades y desvaríos humanos, mientras se haga en “clave de humor”, siendo ésta, precisamente, la razón por la que humorísticamente yo, de manera democrática y haciendo uso de mi libertad, expreso mi opinión que no es, insisto en ello nuevamente, la de que hay que ser un verdadero y auténtico hijo de las mil putas.

Lamentando mucho que haya quien pueda darse por aludido por ello pero que, curiosa y contradictoriamente, no experimenta la menor reacción a la impúdica justificación del dolor ajeno, regodeándose en el mismo, no sé si es por falta de empatía, de formación o de inteligencia pero… cuando se dicen o amparan disparates, se ha de estar igualmente dispuesto a recibir la lógica respuesta que puedan provocar los mismos.

Podría seguir ahora reflexionando en relación a otras “perlas” relativas a las atrocidades cometidas durante ese nefasto episodio nacional que tuvo lugar durante el 36 al 39 en el que, curiosamente, quienes antes decidieron olvidarlo fueron los mal llamados “vencedores” puesto que, tengo el convencimiento, de aquél luctuoso enfrentamiento no salió otra cosa que grandes perdedores, al estar todos ellos lacerados por la crueldad de una lucha fratricida y que estos nuevos “visionarios” están empeñados en reabrir, supongo que a modo de vendetta.

Allá cada canalla con sus canalladas… no obstante yo ahora ya declino hacer ninguna otra referencia más para no alentar estos tiempos convulsos: tiempos de ira y de cólera.

“Omnia sunt communia… omnia sunt communia”


Me pregunto si realmente lo creen, pues cuando, aupados por la turba, abrazan el poder no hay manera de que lo suelten y eso que postulaban que “el perdón en política sólo se conjuga dimitiendo”, aunque a la vista de que su “programa electoral era sólo un conjunto de sugerencias”… seguiremos a la espera de que se les ocurra alguna otra igual de brillante como las de hasta ahora, si bien, habrán de permitirme que, mientras tanto, no permanezca impasible haciendo uso del, también mío, derecho de libertad de expresión.

miércoles, 3 de junio de 2015

El repugnante engendro canino y su grotesca propietaria.


Ha de respetarse que no a todo el mundo le gusten los animales en general o los perros, en particular. Especialmente si se trata de canes apestosos y sucios cuyos propietarios no han invertido, tampoco, ni un solo minuto de su tiempo en educarlos. A mí no me gustan los perros sucios – sus amos menos -, de hecho, me resultan desagradables, casi tanto como sus propios dueños quienes, obligada e indefectiblemente, deben gozar de precarios hábitos higiénicos a nivel personal cuando se muestran tan indiferentes hacia la suciedad de su mascota, lo que en modo alguno viene a significar que yo, personalmente, no disfrute de los perros. Siempre he tenido y lo que sí puedo garantizar es que jamás he permitido que el mío molestara o provocara repulsa en nadie…

Son apenas las nueve de la mañana cuando salgo de casa, bajo presurosa las escaleras y justo en el estrecho pasillo del portal me cruzo con la típica vecina indeseable, simplona e inexpresiva, que habita uno de los inmuebles del edificio. Un ser insustancial y soez pero carente de cualquier civismo como lo evidencia la ausencia de un cortés saludo y su clara afición a la crítica, nunca a la cara, o, y esto me resulta aún más sangrante, su morosa pasividad a la hora de contribuir a las cargas comunitarias. Viene acompañada, como es su costumbre, de ese ejemplar mestizo, poco agraciado a la vista y aún menos al oído, puesto que los aullidos y ladridos del esperpéntico animal se convierten, con frecuencia, en la banda sonora del inmueble durante sus, sin duda, largas horas de soledad. El perro, sucio y desmadejado, camina cojeando ligeramente, excedido de peso, jadeante y pestilente, me saluda el hedor que desprende y aunque intento hacerme a un lado, es inevitable el contacto con su pelaje casposo y deslucido que suele desprendérsele en las zonas comunes de los condueños, soltando sus babas en el ascensor, donde queda la diaria huella de su hocico, impresa, en la puerta metálica. Miro el pantalón blanco y con repugnancia intento sacudir los pelos que se han quedado adheridos al tejido “¡Qué asco…!” mascullo contrariada mientras intento componer el estado impoluto con el que, apenas dos minutos antes, he salido.

La estólida propietaria, airada, exclama “¡Más asco dan otras cosas…!” me clava la mirada desafiante que, por una vez, le resta comicidad a un rostro bobalicón, de risita nerviosa e insípida mirada, no puedo entonces reprimir el impulso y termino estallando:

-“Pues… sin duda a ti te lo debe producir pagar la Comunidad… porque con la deuda que mantienes, se comprende que sea porque te produzca cierta aversión contribuir a los gastos comunitarios, entre los que, me permito recordarte, están los de limpieza de la mierda que va soltando tu perro…”

Y es que ocurre, con más frecuencia de lo aconsejable, que estos seres incívicos y egoístas, presentan el evidente convencimiento de que se merecen todo y, por extensión, también los animalitos con quienes cohabitan y, aunque no es cuestionable que cada quien observe en su casa los hábitos, salubres o insalubres, que estime oportunos, se muestre, en mayor o menor grado, tolerante con la suciedad y el mal olor, no es aceptable imponer esos condicionantes a quienes, por suerte, gozamos de cierta afición al aseo. Que un inocente perrito, por feo y odioso que resulte, deposite su micción en el suelo del domicilio de su propietario quien, al parecer, y a juzgar por el aroma que impregna el rellano no lo recoge, me parece bien, pues el sufridor no deja de ser él, igual ocurre con las deposiciones excretas o con los molestos y antihigiénicos pelos, pero… que una persona, con un hábito sanitario medio, se caiga en el portal como consecuencia de resbalar sobre un gran charco de orín canino o se encuentre con una verdadera plasta perruna, viscosa y pestífera, a la salida de su casa, no puede admitirse y menos aún cuando la explicación que se recibe es que el bendito animal “está enfermo”… Pues mire Vd., si ese adefesio de perro que posee está malo, tendrá que llevarlo al veterinario o, cuanto menos, evitar que orine o defeque en espacios comunes y si, aún así, ello resulta ineludible, tenga Vd. el civismo, decencia y educación de recogerlo. Tenga presente que ese hediondo engendro ladrador es suyo, no del resto de los vecinos que no han tenido la libertad de elección ante la, siempre pestilente, compañía impuesta de ese ser, pero voy aún más allá, encontrándose Vd., es evidente, en el más bajo estadio del respeto y la buena vecindad, si el bicho asqueroso que pasea aquejado de no sé qué desventura estomacal va soltando “regalitos” que Vd. ni evita ni recoge luego, tenga, al menos, la dignidad de no retrasarse en los pagos a la Comunidad, puesto que es, con ese dinero, con el que se paga, entre otros servicios, a la "Sra. de la Limpieza" que se ve obligada a fregar la mierda que suelta su perrito.

Y así es, lectores amigos, como nos las gastamos en este pequeño reflejo de la realidad social que constituye la Comunidad donde resido, en la que no nos falta un solo espécimen de cuantas taras e incorrecciones humanas quepa esperar, donde las faltas de consideración son la cotidiana tónica dominante, dando inicio con los portazos y taconazos que acompañan a las primeras luces del día y continuando con el depósito de pelos y otros restos, prefiero pensar que de origen animal, en los sitios más insospechados. Ha sido, el de hoy, otro nuevo episodio de lo que, yo ya me barrunto, va a terminar convirtiéndose en toda una saga...

“Los que uno jamás ve de cerca son los vecinos ideales”

(Aldous Huxley)

jueves, 21 de mayo de 2015

Doy mi voto a la Candidatura presentada por…


Y a escasos días de la celebración de una nueva “ Gran Fiesta de la (Sacrosanta) Democracia”, otra más, ahí vamos: reflexionando y sopesando, conscientes de falsas promesas jamás cumplidas pero intentando justificar el signo de nuestro voto, en dura pugna entre la razón y el corazón, hastiados de corruptos de uno y otro bando – que aquí no se salva nadie, incluyendo en esta aciaga Lista de los Malditos a la cúpula de los ‘nuevos’ visionarios trasnochados que se postulan como los incastos salvadores de una sociedad quebrada y exprimida -.
Y ahí seguimos, a vueltas con el deber ciudadano de elegir a nuestros representantes que, empiezo a barruntarme, pesa más que la lícita reacción engendrada por la obscena inmundicia que nos rodea, de mandarlos a todos, sin excepción alguna, floridamente, pues las formas no han de perderse nunca, a la mismísima mierda.

Con el gesto pusilánime, de la más absoluta renuncia, extraigo del buzón los sobres de propaganda electoral, a duras penas reprimo el impulso de tirarlos a la papelera y los deposito en una esquina de la mesita del recibidor. Será más tarde cuando descubra, entre los nombres de los candidatos a ediles, a amigos y conocidos integrando el ‘elenco de la salvación’ de las diferentes opciones políticas, todas ellas erigidas ahora en paladines de la decencia y la honestidad en la gestión pública, claro, no podríamos esperar ya otra cosa: “los de antes, los de siempre – dicen – lo han hecho fatal, pero ahora nosotros venimos a arreglarlo”… Y es que no sé si son o muy idiotas o muy sinvergüenzas aunque ningún interés tengo ya en descubrirlo.

Sonrío, es inevitable no hacerlo, al repasar mentalmente no ya los eslóganes de campaña de cada formación, sino las palabras, vacías y absurdas, que he estado obligada a escuchar durante estas últimas semanas. Supongo que producto del desencanto, del más grande fiasco o del, simple y castizo, escarmiento, yo ya no me creo nada y me creo todo: no confío en las falsas promesas de honestidad porque los veo, a todos y sean del signo que sean, capaces de todo. “El poder corrompe”, dicen que dijo el bueno de Lord Acton, yo, por mi parte, soy de la llana opinión, por mi absoluto convencimiento de que el refranero popular es sabio, de que “jamás ha de pedirse a quien pidió, ni servir a quien sirvió” puesto que “si quieres saber quién es Periquillo… dale un carguillo”… aunque sea de Concejal, me veo en la necesidad de apostillar, que “por poco se empieza, si medrar quiere el trepa”.

Y ahí vamos… con las reservas y salvedades que cada uno quiera hacer, en el lícito ejercicio de su derecho, aunque creo que, probablemente, la solución pase por “profesionalizar” la res publica, pues, sin duda, habría en ello mayores beneficios que perjuicios, evitaríamos que el “mal” médico, “mal” abogado, “mal” maestro, “mal” economista, el inútil por vocación, en definitiva, que se ve abocado a vivir de algo ajeno a su profesión, se convierta así en ese “nefasto” político que hace de su propia ineptitud su medio de vida, castigando impunemente a quienes, en realidad, somos los auténticos y verdaderos soberanos: los ciudadanos que, sufrida y calladamente, venimos soportando una paulatina y progresiva subida de impuestos, hemos renunciado a esquiar en Baqueira Beret durante permisos carcelarios, así como a vivir en Palacetes situados en exclusivas zonas residenciales, no aspiramos a tener una prejubilación blindada en Consejos de Administración de grandes empresas, ni tampoco, aún menos, a una indemnización millonaria cuando pongamos fin a nuestra vida laboral para zambullirnos en el cálido estanque dorado de nuestro merecido descanso… No, nosotros, los verdaderos dueños y señores del poder, de ese poder de decisión, nos levantamos a las siete de la mañana, renunciamos a gastos que, siempre podremos convencernos, resultan absolutamente prescindibles con la finalidad de permitirnos, aún cuando sólo sea, una semana de vacaciones, pagamos religiosamente nuestros impuestos con el firme convencimiento de que su importe, lejos de acabar en alguna cuenta opaca, redundará en el bien común: hospitales, carreteras, educación, ayudas públicas… Y no es porque seamos tontos, sino porque, a la vista de lo que tenemos, ya nos lo hacemos.

Le echo, apática, un último vistazo a esas listas de nombres cuyos propietarios son caras familiares, en la mayoría de los casos, sintiendo por ellos más compasión que otra cosa, pues aunque reconozco que durante mi adolescencia hiciera “mis pinitos”, coqueteando con la política, por fortuna, rectifiqué a tiempo mi rumbo perdiendo, así, el romántico idealismo de la juventud, pero – y ahora lo sé - manteniendo a salvo mi conciencia. Aparto a un lado las papeletas necesariamente descartadas que habrán de cumplir, en un rato, su destino reposando en el fondo del cubo de basura, a modo de desdichada profecía respecto de quienes la sustentan. Me quedo con una mientras sopeso si, finalmente, seguirá o no el mismo camino… Pienso.

Y ahí voy… trabajando más de diez horas al día sólo para pagar impuestos, controlando gastos para poder atender mis deudas, deseando que llegue el mes de agosto para dar inicio a ese anhelado aunque exiguo descanso y ando también, cómo no, matándome con el Banco para que me suprima la cláusula suelo, a ver si, con suerte, consigo unos “ahorrillos” extra para mi retiro. Ahí voy… que yo no aspiro a dedicarme a la política, no señores, me veo muy capaz de seguir viviendo, dignamente, del ejercicio de mi profesión. Me veo muy capaz, sobre todo, de seguir durmiendo cada noche a “pierna suelta”, porque yo, señores, soy quien decide si quiere o no estar gobernada por una panda de cuatreros.

Y ahora, a seguir elucubrando… que el plazo se agota y toca decidir.

“El político se convierte en Estadista
cuando comienza a pensar en las próximas generaciones
y no en la próximas elecciones”.
(Sir Winston Churchill).


lunes, 4 de mayo de 2015

Crónicas de una Monster-Fiesta.


Cuando a finales del pasado año le pregunté a Laura cómo quería que fuera la celebración de su Primera Comunión, elevó la naricilla respingona hacia arriba enarcando una ceja y frunciendo los labios en un claro gesto pensativo que apenas duró unos segundos: “¡Quiero una Monster-Fiesta!”. La rotundidad de su respuesta no dejaba lugar a otras posibles alternativas, así que le contesté: “Pues será la mejor Monster-Fiesta que Draculaura podría imaginar”. Una sonrisa amplia se quedó grabada, a fuego, en mi memoria y fue cuando empecé a darle vueltas a mi creatividad. Desde entonces mil bocetos fueron tomando forma sobre el papel y así, con la valiosa ayuda de mis “pinches”, los dos hermanos mayores de Laura – Marta y Álvaro – a quienes otorgué el cargo de “Asistentes de Producción Ejecutiva”, dio inicio una cuidadosa preparación, basada en pequeños detalles y toneladas de cariño que culminó el pasado día 2 de mayo, cuando la homenajeada, al entrar en el salón del restaurante se topó con la fiesta que había pedido. Después de inmortalizar su cara de asombro e incontenible alegría en fotografías que no me canso de mirar por suponer la mejor recompensa a todo ese esfuerzo, realizado con frecuencia durante los fines de semana o durante noches que se alargaban hasta bien entrada la madrugada, vino a buscarme y me abrazó: “Yo sabía que la fiesta iba a ser perfecta, pero no TAAAAAAN perfecta. Gracias, tata. Eres la mejor montafiestas de la historia”, ahí queda eso… Y se dirigió a la mesa, donde la esperaba su sitio presidencial, dejándome el corazón rebosante de orgullosa alegría y el beso más dulce que jamás haya podido estamparse en ninguna mejilla.

Todo estaba preparado, perfectamente empaquetado en cajas de cartón que aguardaban, apiladas junto a la entrada de casa para ser cargadas en el maletero y dirigirnos hacia el restaurante donde al día siguiente tendría lugar la celebración de la esperada – con tanta ilusión por la familia – Primera Comunión de Laura. Laurita, nuestra Laurita, ya se hace mayor…
 
Eran las cinco y media de la tarde cuando comenzamos nuestra labor, cada uno conocía bien su cometido y cuál debía ser su actuación concreta, empezamos por decorar los paneles negros que limitarían el espacio de la zona infantil, donde irían colocados los carteles enmarcados con flores de globos fucsia y negro y guirnaldas de los mismos colores. Sacamos los materiales y nos pusimos a trabajar: chinchetas, tijeras, cintas, precinto, hilo, pegamento… Y una actividad desenfrenada, durante casi cinco horas, dio finalmente su fruto: todo estaba listo para que a la mañana siguiente una niña, mi Laurita, se convirtiera en la “Monster más feliz del mundo”.


Eché un último vistazo antes de apagar la luz y dejar que fuera la oscuridad la que provocara la apertura completa de los lilium blancos que había dispuesto en tres jarrones de cristal, en el lugar exacto que debían ocupar cuando los camareros montaran el servicio para los comensales. Cuando a la mañana siguiente, los invitados entraran en la estancia los recibiría, junto con el colorido atrezzo, el agradable y dulzón aroma de las flores que, había calculado, debían estar ya totalmente abiertas. Respiré hondo, estaba cansada, terriblemente cansada, pues no había sido fácil realizar todo el montaje sin algunos inconvenientes que tuvimos que salvar recurriendo al ingenio, aun así, todo había quedado más o menos como pretendía: perfecto. Laura me había pedido una Monster-Fiesta y yo le había prometido que sería la mejor, cuidando, incluso, las invitaciones cursadas a sus amigas, todas ellas recogiendo a una de las protagonistas: Draculaura, Cleo de Nile, Frankie, Clawdeen Wolf, Lagoona Blue… últimamente me encuentro tan familiarizada con esos personajes que conozco sus respectivas filiaciones, el nombre de sus mascotas y, por supuesto, las aventuras que comparten en ese “Monstruoso” Instituto donde estudian. Cerré la puerta y, cruzando los dedos, deseé que nada se moviera de su lugar por algún fallo de sujeción, todo debía encontrarse tal y como finalmente había quedado.


Aunque era tarde, aún nos quedaba otra tarea que hacer, de eso ya no se ocuparían los niños que estaban cansados y debían levantarse temprano al día siguiente, así que tras cenar en casa de mi hermana y darles las buenas noches, comenzó ya la última de las tareas, ensobrar las fotos de Laura en unos sobres en los que con letra primorosa y tinta dorada hube de escribir “Comunión de Laura 2 de mayo de 2015”, terminé por hacerlo de modo mecánico, como aquellos insufribles castigos escolares que consistían en escribir repetidamente la frase lapidaria que se quedaría indeleblemente impresa en la mente infantil a modo de fiel recordatorio para no incurrir en la misma falta. Tras lo cual, también tuvimos que meter en paquetitos las diferentes golosinas que cada niño recibiría por su asistencia a la celebración, dejando el espacio suficiente para que sobresaliera del envoltorio la calaverita ensartada en un tubito flexible.

Eran las dos de la mañana cuando, finalmente, me metí en la cama. Exhausta pero con la ilusión de que para Laura, mi pequeña Laurita, fuera un día inolvidable, creo que me dormí intentando imaginar la cara que pondría cuando viera lo que, con tanto cariño y amor, le habíamos preparado…


Con puntualidad británica me acomodé en uno de los bancos del templo, cercano al altar, mi hermana ya me había advertido de cuál sería el lugar que ocuparía Laura y estudié estratégicamente desde qué ángulo tendría la mejor visión de la niña. Me senté junto a otra de mis hermanas, justo detrás de mis padres, a mi lado, los hermanos pequeños de Laura: Irene y Gonzalo que en cuanto vio a mi hermana entrar con Victoria, su prima pequeña, salió disparado hacia ellas. La ceremonia fue entrañable y muy emotiva, los niños, después de los ensayos, no pudieron evitar algún momento de espontaneidad que nos arrancó más de una sonrisa y Laura, me devolvía con disimulo los guiños que yo le hacía desde mi sitio, sonriendo y en ocasiones, temí, a punto de soltar la carcajada. Leyó muy bien, vocalizando correctamente y con un tono de voz adecuado, siempre ha sido una niña despierta y muy piticlara y estuvo muy formal durante su intervención. Concluida la ceremonia, llegó el momento de las fotos. Impaciente, por comprobar que todo estaba como debía estar, antes de que llegara el resto de los invitados al restaurante, permanecí el tiempo justo para inmortalizar el acontecimiento en un par de instantáneas, antes de salir a toda prisa. 

Afortunadamente el papel de celo y los alfileres hicieron su trabajo: nada se había movido del sitio en el que había sido colocado la noche anterior. Aguardé la llegada de Laura – mi hermana Victoria había sido la encargada de “demorar” un poco su entrada para darme tiempo, en caso de tener que realizar algún pequeño “retoque” que, por suerte, no fue preciso.


Laura entró en el salón, ante la expectación de todos nosotros y con esos ojos vivaces que se agrandaron, aún más, en un claro gesto de sorpresa, empezó a mirar, sonriente, de un sitio a otro: la mesa, el rincón de “Pinta Monster” donde se encontraban las pinturas faciales, el lugar de las golosinas, los banderines, el photocall… y entonces, girando sobre sus talones, me buscó y vino corriendo hacia mí. Me abrazó, me incliné para recibir aquél beso, el más dulce y tierno que jamás nadie me ha dado nunca y escuchar, a continuación, unas palabras que me sonaron a música celestial: “Yo sabía que la fiesta iba a ser perfecta, pero no TAAAAAAN perfecta. Gracias, tata. Eres la mejor montafiestas de la historia” y mientras notaba la calidez de aquél pequeño cuerpo que me apretaba con fuerza, me vino a la memoria la noche de un 29 de mayo de hace casi diez años, cuando por primera vez la vi: una niña de carita redonda y expresivos ojos oscuros, sobre una naricilla respingona, que miraba a su alrededor sin ser consciente de que por fin había llegado al seno de aquella familia que con tanto amor la recibía. Tras Laura, llegarían luego dos hermanos más y por último, Victoria, la más pequeña que lo seguirá siendo hasta el próximo mes de noviembre que esperamos, impacientes ya, a un nuevo miembro.

Me pregunto cuántas fiestas infantiles más me quedarán, aún, por organizar… Y tras cada una de ellas, esperaré siempre, ansiosa, ese sincero beso que, sin duda, recibiré y que es y será siempre la más valiosa recompensa a la dedicación y al amor infinito que pueda poner en cada una de ellas.

“Las tías no somos otra cosa más que madres disfrazadas de amigas”.
(Anónimo)