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lunes, 30 de junio de 2014

Ni más bagatelas, ni tantas fruslerías… ¡Otro Gin Tonic!, yo invito.




Todos tenemos algún escritor que, por una u otra razón, consigue atraparnos, haciendo que sus obras ocupen un lugar preferente en nuestra biblioteca. Yo tengo varios, pero sin duda, una de mis predilectas ha sido, es y será siempre, Ana María Matute, doña Ana María Matute, la Gran Dama de las letras en español.
Comencé a leerla a una edad muy temprana, supongo que mi padre me recomendó la lectura por la visión infantil con la que se encontraba redactada pero, con el tiempo, descubrí que esa apariencia inocua e inocente encerraba grandes metáforas de la realidad social española… Con “Los Abel”, su primera novela, dio inicio mi periplo, más tarde llegarían “Paulina, el mundo y las estrellas”, “Los niños tontos”, “Los hijos muertos", “El Polizón del Ulises”, “Algunos muchachos y otros cuentos”, “El aprendiz” o ese maravilloso “Olvidado rey Gudú”… y enumero ahora, sólo algunos de sus libros, pues no creo que haya dejado de leer ni uno sólo.
La Gran Dama nos ha dejado y lo ha hecho cuando se le ha antojado, pues jamás habría permitido, y así me consta, que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Mi relato de hoy es, tan sólo, mi humilde homenaje póstumo a la Señora del cabello nevado que se marchó tras el olvidado rey Gudú…



Tras calcular el tiempo que, a la mañana siguiente, me llevaría llegar desde mi hotel al Juzgado, para asistir a la vista, decidí callejear un poco por aquella desconocida ciudad. Aunque era un día de primeros de primavera, el calor apretaba a aquella hora de la tarde o, al menos, la sensación térmica era asfixiante, sin duda, por la humedad del mar a la que yo no estaba acostumbrada. Llegué casualmente a la puerta del Jardín Botánico, ya desde allí se percibía una temperatura más fresca y entré buscando el alivio a la sombra de aquellos enormes árboles. Estuve paseando un rato, maravillándome ante aquellas especies tan diversas, cuando descubrí una cafetería acristalada, sin duda se trataba de un antiguo invernadero reconvertido, a cuya entrada se diseminaban algunas mesas y sillas en forja blanca, sólo había dos ocupadas. Me senté y esperé a que un solícito camarero con chaleco y manguitos, perfectamente peinado a raya con abundante gomina y un bigotito de época, se acercara a recibir mi comanda. Me llamó la atención la amplia carta de ginebras que ofrecían en aquel curioso lugar, ambientado como un cafetín de finales del siglo XIX. Aguardé a que me sirvieran la Brockman con tónica por la que, finalmente, me había decantado, mientras sacaba mi cuaderno verde para tomar algunas notas, aquél sería el escenario de un nuevo relato, decidí. No sé el tiempo que transcurrió, cuando reparé en la señora de melena blanca sentada en la mesa de al lado. La anciana me escudriñaba sin ninguna expresión, fijaba sus ojos en mí y sonreía. Le devolví la sonrisa, algo incómoda, y retorné a las líneas que, aquella tarde, se resistían a ocupar, en renglones regulares, las impolutas páginas de aquél cuaderno que siempre llevaba en el bolso. La sorprendí un par de veces más, con la vista clavada en mí, entonces desistí. Cerré el cuaderno, dejando la pluma sobre él.

-          “Es una pluma preciosa, joven. Yo también utilizo pluma, es una lástima que la tecnología la haya relegado, convirtiéndola en un utensilio difícil de encontrar en uso ya. La suya, sin duda, es un precioso ejemplar”.
-          “Sí, gracias” – contesté algo azorada -.
-          “¿Me permite verla?” – preguntó la octogenaria haciendo ademán de levantarse -.
-         “Por favor…” – me puse en pie rápidamente para evitar que hiciera lo que se me antojó debía parecerle, un ímprobo esfuerzo. En dos zancadas me aproximé tendiéndole la pluma que tomó con gran delicadeza de mi mano y se acercó a los ojos. Detecté entonces unos dedos maltratados por la artrosis, deformados y retorcidos, pero que habían sido, sin el menor género de dudas, elegantes en su día. Finos y largos aún retenían parte de la nívea belleza que un día hubieron de detentar.
-          “Sí, es desde luego, una auténtica belleza… ¿usa tinta negra?”.
-     "Sí, siempre he utilizado la tinta negra para escribir. La primera pluma, una Parker me la regalaron mis padres cuando empecé el Bachillerato y…desde entonces no he usado bolígrafo, supongo que ya no sabría escribir con él…”.
-          “He visto que anotaba algo en esa libreta Moleskine… ¿qué era?...” – inquirió con avidez -.

 Noté que me ruborizaba ligeramente y tardé unos segundos en contestar aquella pregunta directa que, a pesar de todo, no resultaba impertinente, el tono era educado aunque firme y denotaba un interés sincero.

-          “Bueno, verá… me gusta escribir y suelo tomar notas que luego desarrollo en relatos”.
-          “Interesante, me gustaría leerlo. ¿Puedo?”.
-          “Lo siento – me excusé con nuevo azoro – pero no suelo permitir que nadie lea mi cuaderno. Tengo un Blog y sólo cuando lo publico es cuando…”
-          “Me parece bien, joven. Esos apuntes forman parte de su intimidad, Vd. decide cuando o no pueden leerse. A mí me pasa igual, no me gusta que nadie husmee en mis cosas y menos aún en mis escritos. Si Vd. me hubiera permitido su lectura me habría defraudado, es más, aún cuando estuviera leyendo un manuscrito de Goytisolo me habría parecido una soberana estupidez…” – Sonrió, señalándome con un gesto la silla vacía junto a ella – “Siéntese, he visto que también toma gin tonic, tómese otro conmigo, por favor, yo invito”.

Dudé aún cuando su tono no dejaba lugar a ningún titubeo. Le pedí que me diera un segundo para recoger mis enseres de la mesa en la que había estado sentada, mientras intentaba procesar toda la información, oral y visual, que había recibido durante aquellos minutos: pelo blanco, bolsas muy marcadas bajo los ojos, anciana octogenaria, la referencia a Juan de Goytisolo, la pluma, ella escribía… ¡Dios!, ¡era ANA MARÍA MATUTE!. Cuando dejé el bolso junto a las dos botellas, ya vacías, de tónica dispuestas en hilera junto a su copa, aún experimentaba un ligero temblor.

-          “Antes ha pedido una Brockman… tiene un buen gusto para la ginebra, creo que yo tomaré otra”.
-          “Bueno… a lo mejor ya va a ser ya demasiado…” - miré inconscientemente los restos de tónica en los botellines y la copa de balón con el hielo ya derretido.
-          “Joven… Vd. no tiene la apariencia de permitir que nadie le diga lo que puede o no hacer: yo tampoco lo permito. Llevo, desde que tengo quince años, tomando gin tonics cada día, es más, me dan la lucidez suficiente para seguir escribiendo o… ¿acaso cree que cumplir años nos aparta de los pequeños placeres de la vida? – el tono severo quedó atenuado por una dulce sonrisa -. Y no cometa Vd. ahora la ordinariez de decirme que <<en su época…>> - impostó ligeramente la voz -, mi época, amiga mía, es exactamente ésta: la misma que la suya, Vd. con toda probabilidad no pase de los cuarenta, yo, seguramente, le doblo la edad, pero es mi época, tanto como suya. Y ahora déjemos ya de más bagatelas y tantas fruslerías… - buscó al camarero con la mirada - ¡Otro gin tonic!, yo invito a la señorita… Por cierto, llámeme Vd. Ana María…”

Clavó en mí una mirada cálida, inteligente y llena de vida y dio inicio a una larga conversación sobre la Literatura, vista por esta Gran Dama para la que las letras no fueron sino “el sentido mágico de la vida”.

“Ay, querida niña- dijo el Trasgo-, ¿qué son unos cuantos años más o menos para quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada.
 Y bebió con fruición, no exenta de temblores, un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones. Pues el temor que le inspiraba la Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid”.
(“El olvidado rey Gudú” – Ana María Matute)


jueves, 19 de junio de 2014

El día de junio que cambió la Historia de España.




A pesar de los descalabros sufridos a lo largo de la Historia, ya sea ésta la pasada o la más reciente, me siento orgullosa de ser española, quiero a mi país y,  aún a riesgo de recibir la calificación de “facha” que, por otro lado, poco o nada me importa, debo decir que amo profundamente los colores de mi patria, aquellos que el propio Carlos III instaurara como enseña distintiva de nuestros buques y naves. Ayer, la bandera rojigualda ondeaba en mi balcón, jugaba mi Selección y perdió. Hoy, 19 de junio de 2014, continúa en él, orgullosa y altiva, como siempre debió ser. Nuestra Historia ha dado un giro inesperado, que gozará de mayores o menores aprobaciones, pero que atañe a mi país, a mi realidad, y quiera o no, formo y formaré parte, siempre, de esta nación de antiguos y memorables logros, valientes conquistas y luctuosas pérdidas y equivocaciones, pero es y será  España, la mía, siempre.


No soy monárquica, no lo he sido nunca y no creo, sinceramente, que termine por serlo algún día, aunque reconozco que Felipe despierta mi simpatía. No sólo porque comparta el nombre con aquél otro insigne bajo cuyo reinado “jamás llegaba a ponerse el sol”, ni tampoco – aunque así pueda pensarse dada mi especial predilección por lo castrense – porque en tan memorable día luzca el fajín rojo, distintivo de Capitán General o las Grandes Cruces al Mérito Militar, Naval y Aeronáutico. Verlo de uniforme, con tan regio porte, luciendo la banda de la Orden de Carlos III y asegurando, tras jurar la Constitución, que no escatimará esfuerzo alguno al servicio de esta Gran Nación que un día fue España, la España Imperial que jamás debió dejar de serlo, le ha hecho acreedor, cuanto menos y sin la menor duda, de mi profunda estima.

Hoy, a ese joven de sonrisa fácil y envidiable formación que podríamos, sin temor a equivocarnos, calificar de impecable y actual, pues no es sólo jurista, sino que tiene unos amplios conocimientos económicos, domina varias lenguas y parece ser un tipo sencillo y de gran sentido común, le han cedido una corona y un cetro que, ya me barrunto yo, deben pesar más de lo que parece. Hoy a Felipe, le han nombrado Rey, desconozco, no obstante, si por la gracia de Dios.

Si intento ponerme en su lugar, una sensación de vértigo me invade, pues la responsabilidad que ha asumido es ingente, no ya sólo porque los escrutadores ojos de la Historia se hayan posado en él, los mismos que antes lo hicieran sobre su regia estirpe, con sus claroscuros, que si por algo se han caracterizado los Trastámara, después los Austrias y, finalmente, los Borbones ha sido por ser, sobre cualquier otra cosa, humanos y no me refiero a esa cualidad de empática comprensión tan encomiable en toda persona de bien, sino a ser, precisamente, falibles y tener, todos ellos al igual que nosotros, miserias y deshonras más o menos expuestas pero que a la condición humana resultan inherentes. Si bien, en pleno siglo XXI éstas, sin duda – aunque obedezcan, siempre, a los mismos instintos – tendrán una mayor proyección… Sino, y sobre todo, porque a él y solo a él compete mantener la UNIDAD de este Reino “al revés” que ha heredado, pues en esta época convulsa en la que los más recalcitrantes republicanos de guillotina tricolor, sorprendidos por un resultado electoral que, indudablemente, no volverán a detentar, pregonan y postulan modelos educativos y sociales similares a los de los países nórdicos – monárquicos y capitalistas paradójicamente- o los nacionalistas más reaccionarios que pretenden tener una identidad propia y soberana fuera del seno materno pero sin dejar de chupar de la teta de España, todo ello, además, ante la indolente mirada de un pueblo lacerado por una crisis que parece no tener fin, enmarca un panorama en el que se ha instaurado la corrupción más impune que alcanza, incluso, a la propia institución real… Dichosa y bendita herencia ésta que yo para mí no quisiera.

Difícil lo tendrá, Majestad, que aquí si de algo estamos sobrados es de mala leche, no obstante, le diré que no encontrará en mí a su peor detractora, conformándome y exigiendo, también, no sólo el cumplimiento de sus obligaciones con lealtad, honor y ejemplaridad pues Vd., Ilustrísimo Señor, representa a mi noble país, del que pese a todo, me sigo sintiendo orgullosa, sino que deberá, además, demostrar que se preocupa por su Pueblo, ese que hoy ha salido a la calle con banderas nacionales a aclamarle como Monarca vitoreando su nombre, sea así, por tanto, cercano, protéjalo y empatice con él, en las alegrías y en los sufrimientos, que no son pocos. Pues no merecen menos al ser hijos de esta gran Nación a cuya cabeza se acaba de situar Vd. mismo.

Y así fue como, en un día de junio, dio inicio un nuevo capítulo de la Historia, mientras el Rey Felipe VI de Borbón y Grecia, salía a saludar a los españoles desde el balcón del Palacio de Oriente nuestras valientes y aguerridas huestes, en pantalón corto y botas de tacos, recibieron, tras una breve conquista de la supremacía futbolística, las cruentas venganzas de los rencorosos espíritus de Justino de Nassau y de Lautaro, cuyas sendas humillaciones, quedaran inmortalizadas, la primera, en ese cuadro de Velázquez que, si ya antes admiraba, ahora bien sabe Dios que idolatro: La rendición de Breda y la segunda, gracias a Alonso de Ercilla, en esa épica obra de La Araucana, con los brutales y despiadados mazazos de cinco y dos goles, respectivamente, que nos dejaron con la boca abierta y las nalgas al aire… pero ondeando, siempre, nuestra bandera.

Esperemos, Majestad, que no sea éste vaticinio alguno del reinado que ahora, tan ilusionado, emprende, pero si lo fuera, sepa Vd. que siempre quedará el orgullo patrio sosteniendo nuestra grandeza roja y amarillo gualdado, mientras viva un solo español, que de casta le viene al galgo.

¡Viva España, Viva el Rey!... ¡Santiago y cierra España!.


“Con la patria se está con razón o sin razón;
 como se está con el padre y con la madre”.

(Antonio Cánovas del Castillo)

jueves, 12 de junio de 2014

El Lenguaje Secreto de las Musarañas.



A todos, en alguna ocasión, se nos ha interpelado, intentado así inopinadamente captar nuestra atención, con el aforismo “¡Qué estás pensando en las musarañas!”, locución, ésta que, personalmente, considero errónea, puesto que, de conformidad con mi parecer, el sujeto en cuestión, en ese preciso instante en el que es sorprendido, no se encuentra “pensando en” sino “hablando con” las musarañas, inmerso en ese diálogo que tiene lugar en un lenguaje que resulta incomprensible para el molesto espectador. He aquí mi particular teoría:

Hace años, muchos, tantos que, en ocasiones, no soy capaz de datar el momento con precisión, descubrí un lenguaje que suelo practicar de manera, cada vez más, habitual y cotidiana. Siendo frecuentemente el momento propicio para ello aquél que se produce cuando la realidad que me rodea carece del más mínimo interés para mí, me resulta tediosa o… simplemente, empieza a germinar en mi interior una clara y repentina inapetencia a introducirme, tomando parte activa, en una conversación insustancial cualquiera, lo que, por otro lado, detecto que se produce con una recurrente, que no preocupante, frecuencia.

Es así como da inicio, entonces, mi especial diálogo con las musarañas que, irremisiblemente, me resultan siempre mejores conversadoras que la gran generalidad, siendo ésta una charla amena y distendida y llevada a cabo con una grandísima discreción… o así lo espero, sin que llegue, no obstante, a preocuparme lo contrario.

Reconozco que la gente, en general, me aburre y que, determinadas personas además, en particular, me cargan. No lo puedo – ni quiero – evitar. En estas cuatro décadas ya he trabado cuantas amistades precisaba y eran recomendables y durante todos estos años, las mismas, han llegado a conocerme perfectamente. Motivos ambos, por los que ni tengo ningún interés en engrosar mi lista de amigos, ni pierdo, tampoco, mi tiempo hablando, cuando lo que realmente importa son, siempre, los hechos.

Creo que no soy de hablar mucho, es más, prefiero escribir. Siempre lo he preferido. Jamás doy explicaciones, siendo la principal razón por la que, tampoco yo, las pido nunca. En definitiva, me dedico a estudiar y a practicar, cada día con mayor ahínco, si cabe, ese precioso idioma comprensible tan sólo para las musarañas, las mías. En realidad, son las únicas conversaciones que no terminan saturándome y ellas, mis musarañas, las singulares oradoras a quienes no considero un pestiño. Sí, lo reconozco: me encanta “estar” – aún cuando en mi personal concepción sea “conversar” – en las musarañas.

¿A quién no se le “ha pegado alguna vez un chicle en el zapato”? y con ello no aludo ahora al viscoso pisotón que adhiere la suela a la acera, sino al martirio sufrido cuando alguna persona “plomo” que, con gran insistencia por su parte y a costa de tu paciente educación, intenta “meterse a rosca” en tu vida, absorbiendo tu tiempo, libre o no que eso al coñazo de turno le resulta indiferente, y acaparando una atención que, desde luego, a ti no te suscita, al resultarte, desde todo punto, un ser insustancial o soez y, hasta el desafortunado momento en que entró en tu vida, total y absolutamente invisible. Bien, pues para mí, ese es el típico episodio en el que prefiero un largo coloquio con las musarañas, frente una realidad que se me antoja cargante en extremo, dado el hastío producido por la persona en cuestión.

Otro supuesto se da cuando, por razones totalmente involuntarias, te ves obligado a soportar, con gran estoicismo, un discurso que no tiene, para ti, el menor interés, ya sea por cuestiones laborales – un Cliente que te da todo tipo de explicaciones, para las que se remonta a la época de los visigodos, por respuesta a la pregunta, simple y precisa, de “¿cuándo firmó Vd. el contrato del que me habla?” – o bien, sociales: pienso ahora en una de esas reuniones convencionales, en las que, agotada ya la siempre acertada, por típica y esperada, posibilidad de conversar sobre la climatología, da inicio, primero tímidamente y luego ya de un modo locuaz, de irritante incontinencia verbal, una retahíla de batallitas sobre las monerías de los hijos ajenos o chismes intrascendentes, por resultarte indiferente la persona sobre la que los mismos versan y que, nuevamente a mí, me abocan a esa solazada charla con las musarañas.

Y, por supuesto, no puede faltar este diálogo interior cuando, en plena sala de vistas, el Compañero que toma la palabra para dar trámite a su Informe de Conclusiones, se excede en su celo, reproduciendo, literalmente, todos y cada uno de los términos empleados – signos ortográficos incluidos - en su demanda, o bien, en su contestación, durante unos largos, tediosos e insufribles quince minutos de intensa agonía... Empieza entonces un hormigueo en la base de la nuca que se va extendiendo lentamente hacia arriba, reconozco en él la llamada de atención, inequívoca y ansiada, de las musarañas que, inmediatamente, captan mi atención, pues el diálogo con ellas es más agradable e, infinitamente, más interesante.

En definitiva, según mi personal experiencia, creo que cumplir años, al menos es así en mi caso, se reduce a un incremento, cada vez mayor, de mis usuales conversaciones con las musarañas. La realidad que nos rodea y los seres que, a mi pesar, la integran, aún cuando intente mantenerlos fuera de mi vida, ya sea por petulantes, aburridos, nocivos o estólidos, cada vez se dibuja menos interesante, encontrando, de este modo, todo el encanto en ese mundo interior en el que sólo mis amadas musarañas poseen un lugar preferente, junto con mi familia y amigos, bajo un cielo azul en el que se mecen las nubes de algodón al soplo de un vientecillo tibio que me trae esa paz del espíritu.

“¿Qué hace falta para ser feliz?: un poco de cielo azul sobre la cabeza,
un vientecillo tibio y… la paz del espíritu”.

(Andrè Maurois – Novelista y ensayista francés).

lunes, 9 de junio de 2014

La piel de la serpiente.



Desde que el Gran Duque de Ahumada, allá por el año 1.844, fundara la Guardia Civil, siempre ha habido presencia de mi familia en este Instituto, siendo, además, la misma por ambas ramas. Ocurre o así debe ocurrir, que este hecho, conlleva, supongo que imbuido en el propio ADN, el orgullo y el honor de nuestra vinculación con la Benemérita, lo que se ha ido transmitiendo y tengo el pleno convencimiento, genéticamente, junto con los rasgos físicos distintivos de mi familia. Así, tengo el recuerdo, ayer, de mis abuelos y de mis tíos, hoy, de mis primos y con toda probabilidad, mañana, de sus hijos; de amar, respetar y honrar, siempre, a la Guardia Civil.

La valentía, la dedicación, el sacrificio y el honor con el que todos y cada uno de sus miembros se entregan a la defensa de la Patria, pues optaron porque fuera éste su deber, ha provocado que sean los más castigados con una de las peores lacras que ha sufrido jamás nuestro país: el terrorismo cruento de ETA. Han asesinado, cobardemente, por la espalda y sin piedad, de un tiro en la nuca, a padres de familia que hicieron de la vocación de servicio, su medio de vida y el sustento de sus familias, culpables, sólo, de ser españoles y de estar dispuestos a dar su vida por España; han matado, también, a niños inocentes que dormían en las Casas Cuarteles y lo han hecho a traición: amparados por la oscuridad de la noche y con una bomba accionada con un detonador a distancia, que les garantizara una huída indemne. Cobardes, desalmados… Eso es lo que ha hecho y haría, si se lo permitieran, siempre ETA.

Después de oír las declaraciones de ese tal Pablo Iglesias sólo pude concluir diciendo que únicamente una alimaña puede justificar y amparar el comportamiento de otra alimaña. Es el despreciable sabor de la resaca, tras la borrachera de un inesperado éxito electoral, en una boca pastosa por la toxicidad de su propia bilis pútrida…

Desde mi privilegiada posición, ya de mera espectadora de nuestro panorama político, pues hace tiempo que me desvinculé de la participación activa, intentaba analizar los últimos resultados electorales, desde mi humilde perspectiva y no puedo por menos que compartir ahora mi análisis, al eclosionar la ponzoña de un vendedor de humo, salido de la cloaca de la indignación más injustificada, por vandálica y haragana, de una situación económica que, es cierto, nos ha mordido hasta lacerarnos el tuétano, no puede amparar comportamientos tan denigrantes ni desnaturalizados, como los que se vienen produciendo.

Así, reconozco que me alegro por ese voto de castigo dado, entre el que ha de contarse el mío propio, al bipartidismo corrupto, basado, hasta el momento, en el “como todo está justificado por el ‘anda que tú’ o el ‘tú más’, ahora me toca a mí que después ya volverás tú”, no puedo más que congratularme ante semejante varapalo que no evidencia sino cierta madurez democrática en nuestra población al ponderar su voto desde el intelecto que no desde el corazón. Es un gran paso o, al menos a mí, así me lo parece.

Pero cierto es, también, que me sorprende, nefastamente, que politólogos – o así se hacen llamar - oportunistas, mercaderes del vil estraperlo de la desesperación, consecuencia de la carestía generada por esta cruenta crisis en la que, paradójicamente, proliferan amparados por la turba, inculta y hambrienta de trasnochados ideales románticos, presa fácil de su manipulación, se muestren cuál Mesías, desgranando sin ningún pudor absurdas teorías que asemejan “la política con el boxeo” para pasar, a continuación, a consagrarse en los Anales de la más profunda Imbecilidad con la siguiente frase lapidaria: “Lo que se pierde en un campo de batalla, no se recupera en un Parlamento” y eso, en referencia al “problema vasco”. En ese momento, tras el estupor que semejante dislate me produjo, me pregunté qué tipo de ser execrable era capaz de modular aquél discurso, pues sólo tiene una posible lectura: la justificación del asesinato, dado que según sus palabras no se trata sino de una “guerra, librada en un campo de batalla”. La única respuesta que se me ocurrió fue precisamente que “sólo una alimaña, puede justificar el comportamiento de las alimañas”… ¿Qué ocurriría, entonces, si tales manifestaciones fueran tomadas como una declaración formal de guerra por parte del otro bando?, ¿acaso no se convertiría él, en otro enemigo a abatir?, pero claro, esto es un Estado de Derecho, se permite todo y su “enemigo”: las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, no asesina, no mata… Se somete a la Justicia que no ha sido, nunca,  muy generosa con ellos: las únicas víctimas. Me pregunto si repetiría esa estólida teoría suya del boxeo mirando a los ojos a las viudas y huérfanos de la Guardia Civil, si tendría los arrestos para decirlo ante cualquier español de bien, los que hemos llorado y sufrido cada una de esas muertes con rabia e impotencia.

Seguí reflexionando sobre quien no puede ser considerado sino como un mero y simple anormal, con el agravante de que a éste se le presume, lo que no implica que lo posea, cierta formación y nivel cultural, pero claro, eso de ser un “progre” desaliñado, con románticos ideales utópicos, sólo es posible en un Estado (Capitalista) del Bienestar, donde los parásitos invocan una infinidad de derechos sociales sin tener, o intuir si quiera, más obligación que la de mantenerse en el propio parasitismo en el que se han instalado… Claro, ser un comunista en Rusia, Cuba o Venezuela significa comerse las uñas, porque allí no hay otra cosa que echarse al coleto, ni tan siquiera las revueltas, porque cuando se producen, llueven los palos – me pregunto si no serán los que aquí, visto lo visto, tanto escasean-. Este politólogo cuando habla de República, habla de guillotina, de actos vandálicos, de violencia y de una bandera tricolor con evidentes connotaciones ideológicas tendentes a la izquierda, sin plantearse la posibilidad de que esa misma República pueda estar presidida por un partido de derechas. Yo no soy monárquica, no lo soy, pero reconozco que sólo la Corona otorga hoy la UNIDAD a este maltrecho país, cuestionándome, a fin de cuentas, si el gasto destinado, por ejemplo, a UGT o CCOO está o no tan justificado como pueda estarlo el de la representación institucional de una Nación, con sus más y sus menos, que últimamente la monarquía anda que lo tira… Pero me llama poderosamente la atención que este más que previsible futuro Premio Nobel critique el derecho hereditario cuando se refiere a la monarquía y no se pronuncie cuando ese mismo derecho hereditario se aplica a una dictadura como la Cubana.

Cuando concluyó la entrevista que sin duda lo ha cubierto de toda la gloria que es posible detentar, viéndole ese aspecto descuidado de joven apasionado y crítico, pensé que era un pobre botarate, otro más, producto de la crispación del momento. Probablemente, dentro de unos años, cuando sea un Catedrático “de despacho”, plácidamente sentado en su cómodo y elegante sillón de Departamento, recordará ese tiempo de “batallitas” como algo propio del arrojo de la edad, los “descalabros de la juventud”, lo dará en llamar, con esa verborrea calmosa y nociva, y tras dar sus magistrales clases en alguna Universidad privada, subirá a su cochazo en dirección a La Moraleja, dejando, olvidada, sobre la percha esa vieja camisa: la piel, seca, de la serpiente que un día fue y que seguirá siendo, pues el reptil no deja de serlo por más veces que la mude.

Tras el asedio de nueve largos meses, al Santuario de la Virgen de la Cabeza en Sierra Morena, bajo las órdenes del Capitán Cortés, valientes Guardias Civiles y sus familias defendieron con ahínco sus vidas y su honor.
Finalizó el 1 de mayo de 1.937, el mismo día en que el Capitán Cortés es herido de muerte, y con tan sólo 14 hombres en disposición de luchar.
El Capitán, previamente, había hecho colgar un cartel con la leyenda “la Guardia Civil muere pero no se rinde”.

Yo me pregunto… ¿qué defiende y con qué decencia el patán que justifica los asesinatos de héroes cómo éstos?.