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miércoles, 29 de mayo de 2013

¡No lo eches... No lo eches...!




Ha sido hoy, durante la sobremesa de una agradable comida familiar imprevista, cuando he recordado aquél tragicómico episodio, no sé por qué motivo me ha venido a la cabeza precisamente hoy, pero cuando se lo he relatado a mi madre no hemos podido dejar de reír durante un buen rato: yo rememorando la escena, ella, probablemente, imaginándosela.

Tengo dos primas de edad similar a la mía, de hecho, somos de años consecutivos, por lo que son las primeras personas con quienes tengo consciencia de haber compartido juegos, meriendas, aventuras y diabluras infantiles. Vivíamos al lado e íbamos al mismo Colegio, por lo que era más que habitual que mis días transcurrieran en su compañía, ya fuera en mi casa o bien en la suya.

Hoy, Anabel se dedica a su gran pasión: el arte, impartiendo clases de dibujo y ocupando su tiempo libre en la pintura y en la escultura, Victoria – para nosotros siempre ha sido Vivi – optó por la música, decantándose por el piano y es la feliz mamá de cinco vástagos, la mayor de ellos ya toda una joven de dieciocho añazos, y yo… bueno ya sabéis todos lo que es de mi vida, más o menos. Pero lo que voy a narrar ahora hace muchísimos años que ocurrió, Anabel tenía diez años, Vivi nueve y yo ocho y aunque no recuerdo la razón, un sábado por la mañana mis padres me dejaron en su casa al cuidado de su abuela Ana, desconozco el motivo por el que ni mis tíos, ni tampoco su hermano pequeño, mi primo Javier, estaban, sólo recuerdo que era un día de principios de verano, hacía calor y la mañana había discurrido con relativa tranquilidad entre juegos, dando paso a la comida y luego a una tarde de divertimento…


Estábamos desperdigadas por los sofás, terminando la merienda: un vaso de leche – que siempre se me antojaba interminable y con un insufrible “sabor a vaca” - y un sándwich de Nocilla. Recuerdo que veíamos una sesión continua de “Los Barbapapás”, aún hoy sigo agradeciendo al ingenio de sus autores Annette Tison y Talus Taylor quienes dieron vida, originariamente, a los pintorescos y llamativos personajes que transmitían un claro mensaje contra el racismo y a favor de la diversidad, materializado en las diferentes formas que podían adoptar y los múltiples colores que, cada uno de los siete hijos de Barbapapá y Barbamamá, presentaban. Me encantaban y supongo que a mis primas también, pues apenas si parpadeábamos, absortas, ante la sucesión colorista del televisor, debían ser alrededor de las seis y media de la tarde o así, cuando entró Ana, la abuela:

-          “Venga niñas, arreglaros que nos vamos a misa…”

Un relámpago de contrariedad nos sacudió al unísono, al tiempo que exclamábamos un “¡Jooooooooooooooooooooo…!” que se quedó inmediatamente en suspenso ante la mirada severa de la abuela. De nada sirvieron nuestras protestas y reticencias, veinte minutos después, medio bote de colonia Nenuco encima y algún pescozón preventivo de posibles sublevaciones internas, nos disponíamos a salir a la calle. Las caras nos relucían después de restregárnoslas a conciencia y las coletas las llevábamos tan tirantes que a las tres nos costaba gesticular. Resignadas y con algún mal disimulado resoplido nos encaminamos a la Iglesia, la abuela Ana sostuvo la pesada puerta de madera mientras entrábamos en fila india y nos apercibía del silencio que debíamos guardar. La inmediata sensación de frescor fue sólo un alivio momentáneo, en el interior del templo, la atmósfera estaba cargada de un intenso olor a pachuli y laca, a cera y a incienso que pronto se hizo irrespirable para mí, con ligeros arrecios de intensidad arrastrados por la brisa que generaba el uso de los abanicos de las briosas señoras que los empuñaban, comenzaron a escocerme los ojos y recuerdo que tras confesarnos, bajo la vigilante mirada de la abuela, nos sentamos en uno de los primeros bancos guardando un silencio sepulcral.

La liturgia transcurrió sin contratiempos, al menos, no más allá de alguna risita contenida o alguna mueca que nos intercambiábamos hasta que Ana nos miraba de reojo y todo volvía repentinamente a la más absoluta normalidad. Fue a la hora de ir a comulgar, la abuela, sentada en un extremo del banco, se levantó y permaneció en pie esperando a que nos incorporáramos a la fila de fieles, una tras otra las tres pasamos: Anabel, Vivi y finalmente yo. Al principio no me percaté, Vivi tomó su comunión y se giró para volver a su sitio, al pasar junto a mí de vuelta, noté cierto mohín que ya me adelantó lo que apenas unos segundos después comprobé, la oblea de la Sagrada Forma no era como las que estábamos acostumbradas –blanca impoluta y finita- sino otra, un poco más gruesa y de color algo más oscuro, supongo ahora que sería de trigo integral, cuyo paladar provocó en mi prima primero un gesto raro que dio paso después a una imponente arcada, luego vinieron algunas más… Y todo eso durante el trayecto de vuelta al banco – Diooooos, qué vergüenza, todo el mundo mirando y aguantándose, como podía, la inoportuna risita que este tipo de episodios suele producir en el espectador -, aunque lo peor estaba por llegar. Vivi se detuvo súbitamente, creo que la pobre lo estaba pasando tan mal que no sabía que hacer, ya se nos venía instruyendo durante la catequesis de años anteriores que no se podía escupir la forma, el ayuno previo y todo lo demás, hacía verdaderos esfuerzos por omitir unas arcadas que cada vez se hacían más violentas, en un intento desesperado se tapó la boca con ambas manos, yo estaba paralizada tras ella y Anabel nos miraba con cara de guasa desde el reclinatorio del banco… Por fin reaccionó la abuela, Ana se apresuró a la nieta poniendo las manos bajo su boca mientras le decía en voz baja:

-          “Vivi, por favor, no lo eches… ¡No lo eches…!”

A cada espasmo, la pobre criatura cambiaba de posición y la abuela que se movía, manos en ristre, de acá para allá… Una con las arcadas y la otra con las súplicas. Anabel riéndose ya abiertamente y yo, que debí contagiarme de ella, solté la carcajada. El efecto fue inmediato, toda la iglesia estaba más pendiente de lo que estaba ocurriéndole a mi prima que del sacerdote. Vivi se debatía, haciendo ímprobos esfuerzos, los ojos le lloraban y estaba tan roja como una amapola, creí que le iba a dar algo o que, finalmente vomitaría… Pero por suerte, poco a poco, entre unas contorsiones y guiños horribles, terminó por tragar lo que al principio no podía, tosió y muy digna volvió a su sitio. El resto de la celebración fue un verdadero suplicio, Anabel y yo no sabíamos que hacer para reprimir, entre codazos mutuos, la risa, Vivi nos miraba molesta de hito en hito…

Cuando volvimos a casa no dejamos de reírnos ni de tomarle el pelo a la sufrida víctima. No sé si ellas lo recordarán, creo que tendré que preguntárselo la próxima vez que nos veamos…

“La infancia tienes sus propias maneras de ver,
pensar y sentir;
nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”.
(J.J. Rousseau)


La Chica de la Librería.






Hoy es tan buen día como otro, se me antoja, para escribir sobre una breve, pero ya dilatada, historia de constancia, de esfuerzo y de triunfo porque a eso es a lo que se reduce la trayectoria empresarial de GRX WORKSHOP.

Conocí a Patricia Brañas, cabeza visible de la empresa, hace años, muchos, tantos que a veces me da vértigo advertir la velocidad a la que pasa el tiempo cuando hablamos. Hoy, veinte años después, una “memorable” operación de apendicitis en medio que culminó con un furtivo par de bollos suizos en la habitación del hospital al amanecer, algunos disgustos, pero sobre todo: risas, muchas risas, aventuras compartidas y una fructífera asociación laboral, aquella “Chica de la Librería” ha conseguido, con su tesón y férrea voluntad, dirigir una empresa de proyección internacional especializada en la Organización de Eventos y Congresos como Spin-Off de la Universidad de Granada y este es su Quinto Año de toda una serie de éxitos concatenados, promete ser larga, que avalan su trayectoria profesional.

Hoy es tan buen día como otro, me parece a mí, para descubrir en esa avezada empresaria a la “Chica de la Librería” que fue ayer. Y a quien ahora, es inevitable una sonrisa evocadora al hacerlo, vuelvo a descubrir entre montones de clásicos de nuestra Literatura, solícita siempre a las demandas, de su experto consejo, por parte de la clientela de entonces. Paciente, comprensiva, olvidadiza – en ocasiones -, valiente, decidida, prudente, leal y divertida.

Es una tarde fría y gris de invierno, llueve de manera tórrida. De esa manera, tan violenta como molesta, con la que suele llover en Jaén y que provoca con más frecuencia de la deseable la pérdida masiva de paraguas en los parroquianos – ya sea por deterioro de los mismos al volverse por la fuerza del viento o por salir, directamente y sin permiso alguno de su propietario, volando entre los remolinos de hojas secas que en imposibles espirales invaden la calle, cegando e impactando contra el sufrido transeunte -. He decidido ausentarme de las dos últimas horas de clase en la Facultad, experimento una profunda repulsión por el Derecho Penal y, no lo voy a negar, también por ese tedioso profesor que nos amarga las somnolientas tardes con una ininteligible disertación monocadencial y mal modulada, algunos lo achacan a su afición por los Gin Tonics de la ruidosa cafetería del Campus, que convierte en una verdadera tortura nuestra aproximación al Código Penal. Cierro el paraguas y me sacudo el agua que resbala por mi chaqueta, tengo los pies empapados y empiezo a notar un ligero hormigueo en los dedos. Me molesta esta lluvia, me molesta hasta el extremo de irritarme, y lo peor de todo es que por más que me rebele seguirá lloviendo, con toda probabilidad, durante toda esa noche y lo hará, también, todo el día de mañana.

Abro la puerta dejando suspendido, a mi paso, el leve tintineo de las campanitas que advierten de la entrada de un cliente y dejo el paraguas en el paragüero de latón, donde reposan dos más. Tras el reverente y resignado paso por la alfombra a fin de secar las suelas, me adentro dispuesta, en lo que para mí fue siempre un remanso de tranquilidad en la mejor de todas las compañías posibles: los silenciosos y versátiles tomos. Ávida de conquistar y vivir cada una de las historias que encierran.

Al final de la estancia, en una mesa camilla, bajo una atestada estantería y absorta, plácidamente, en la lectura de algún ejemplar que no consigo distinguir desde mi posición, está la chica rubia que suele atenderme. Levanta la mirada un momento y me sonríe:

-          “Hola, ¿vienes a hacer tu visita semanal?”.
-          “Hola. Sí, pero me parece que no he elegido el mejor de los días” – le contesto -. “¿Hay alguna novedad interesante?”. Se levanta mientras esboza un gesto que parece indicarme que no, que no hay nada nuevo que pueda llamar mi atención, ella ya conoce mis gustos.

-          “No, pero ya ha llegado el que me pediste de Pérez – Reverte, “El Maestro de Esgrima”… “

Bueno, no todo iba a ser malo una tarde de invierno lluviosa…

Frecuenté durante mucho tiempo aquella vieja librería que olía a útiles escolares y a tinta. Con cada una de mis habituales visitas se iba afianzando la amistad: un café, alguna cerveza, horas de piscina, ratos de estudio o charla… Y aquella “Chica de la Librería” cambió de ciudad, ahora sé que se hizo preciso, así descubrió el horizonte profesional idóneo para su preparación universitaria. A fuerza de disciplina y constancia, de una ingente capacidad de trabajo y a su gran pragmatismo, decidió cambiar los libros por la Organización de Eventos, aunque sigo manteniendo la sospecha de que no del todo…



A Patricia Brañas,
Por sus sabios consejos, por su infinita paciencia,
Por sus elocuentes silencios y precisas palabras,
Por su abrumador sentido común y demoledora practicidad,
Por seguir siendo, para mí al menos y hoy más que nunca, “la Chica de la Librería”.

martes, 14 de mayo de 2013

La niña que escribió sobre un viaje a las estrellas.









Ya os he hablado, en anteriores ocasiones, de Marta. Marta es la mayor de mis sobrinos, una personita de casi doce años ya, inquieta y de imaginación despierta, a quien siempre he considerado mi más legítima heredera. Le encanta escribir y creo, sinceramente, que lo hace francamente bien, como lo demuestran las múltiples menciones y premios literarios que ha venido obteniendo desde que se despertara esa afición suya de la que, en cierto modo, me siento orgullosamente responsable.

Cuando me dio a leer su último relato “Un Viaje a las Estrellas” tuve el convencimiento de que no cualquier persona de once años es capaz de escribir algo así, no sólo por la redacción en la que está construida sino por la historia que en ella se desarrolla.

Hoy, satisfecha como me siento al descubrir en mi sobrina el reflejo de la niña que un día fui, me ha apetecido publicar su historia, la historia de Canon, la niña que viajó a las estrellas, con el íntimo deseo de que Marta, un día no muy lejano, logre realizar ese viaje a la galaxia que constituye sus sueños y anhelos, que, al parecer, son los relatos… Y allí la estaré esperando entonces.

"Un Viaje a las Estrellas"

Por Marta Beltrán Millán

Todo empezó un día, los Nube Oscura pudieron derribar la gran barrera que protegía la estelar Ciudad del Firmamento, y, dispuestos a raptar a la futura reina recién nacida, se encaminaron hacia el castillo, arrasándolo todo a su paso. Los habitantes de aquella maravillosa ciudad corrían despavoridos, pues pensaban que había llegado el fin de su hogar. Finalmente, todos se escondieron en el refugio del Palacio Real esperando respuestas. Los reyes no sabían qué hacer. La reina estaba muy preocupada por su hija y el rey decidió que la debían poner a salvo en el Mundo Inferior, porque nunca se les ocurriría mirar allí. A la reina le costó bastante, pero comprendió que era la mejor solución.  De noche, cuando los Nube Oscura se habían ido para regresar al día siguiente al no haber podido tirar las grandes puertas del castillo, fueron sigilosamente al Portal que conectaba con el Mundo Inferior y allí la dejaron, en una cesta blanca. Se despidieron de la niña y, con mucha pena, se fueron. Entonces, el portal la envió a un lugar cubierto de nieve llamado Valle Blanco.
Fssssssssssssssssssssh…
-¡Quién anda ahí!- dijo un guardia del castillo de la ciudad. De repente oyó un ruido que parecía un llanto.
-Parece… ¡sí, es un bebé! Y aquí pone su nombre…Canon… es un nombre muy bonito. ¡Hay que avisar a la reina! ¡Guardias, que venga la reina!
Después de un rato apareció la reina Isabela y, cuando vio a Canon se puso muy feliz, pues los reyes no tenían ninguna hija. La niña creció muy rápido y, al final cumplió los dieciséis años.
Era el cumpleaños de Canon. Sus padres, el rey Marco y la reina Isabela, le prepararon una fiesta. Canon desde hacía poco soñaba con las estrellas, con que le llamaban. En sus sueños veía a un hombre y a una mujer que le llamaban por su nombre y le decían que subiera a las estrellas. Ella sabía que ocurría algo. Para despejarse, subió a la azotea del castillo. Subiendo las escaleras, se fundió una bombilla del techo. Miró hacia arriba y vio una especie de trampilla. Se subió a un taburete y la abrió cuidadosamente. De ella salieron unas escaleras. Canon cogió un candelabro y subió; todo estaba oscuro y sucio y no se vería nada si no fuera por aquel candelabro. De repente oyó un ruido, se asustó y se le cayó el candelabro y se apagó. A tientas, abrió la larga cortina y pudo ver todo lo que había: unas cuantas telas dobladas junto a un telar y un baúl. Abrió el baúl y sacó todo lo que había en él. Al fondo había una caja dorada con unas joyas muy raras incrustadas que brillaban muchísimo. Abrió la caja y escrita en papel dorado con una letra preciosa había una carta que decía:
Saludos, habitantes del Mundo Inferior:
Somos los reyes de la Ciudad del Firmamento; yo soy la reina Iluminada. Vosotros habéis criado a nuestra hija como si fuera vuestra y os lo agradecemos, cuando sea mayor y esté nuestro reino a salvo, nos gustaría que volviese a nuestro lado.
Nuestros mejores deseos, Los reyes de la Ciudad del Firmamento.
Canon no entendía nada y quería saber lo que ocurría. Bajó y se fue a su fiesta. Al día siguiente quedó con su amiga Serena y le enseñó la carta. Le dijo que había soñado con dos personas y creía que eran sus padres por la carta que encontró en el desván. Estaban confusas, y ya era muy tarde, así que se fueron a su casa. Esa noche soñó otra vez con aquellas personas y le explicaron lo que ocurría; que ellos eran sus verdaderos padres y que tuvieron que dejarla allí por su seguridad. Al día siguiente, se lo contó a Serena y, mientras hablaban llegó Klaus, un amigo suyo. También le contaron lo que pasaba y él les dijo que había oído por ahí que hay unas escaleras mágicas que suben al cielo. Entonces decidieron hacer un viaje para que Canon regresase a su casa. Se lo dijeron a los reyes del valle y lo comprendieron. Al día siguiente estaba todo preparado: ropa, armas, escudos y por supuesto, provisiones. Por la tarde se fueron. Recorrieron un largo camino hablando, riendo, cantando… Hasta que, al quinto día de viaje, llegaron a una gran cascada que les cerraba el paso. Estuvieron un rato pensando qué hacer y a Serena se le ocurrió una idea. Derribar un árbol del otro lado con su arco y una flecha y que se cayese al agua para poder pasar por encima. A todos les pareció bien y lo hicieron. Así siguieron su camino. Pasaron por un pueblo llamado Gimelwin  en el que había muchos niños que les saludaban al pasar. Oyeron de la gente del pueblo que había una cabaña a las afueras de la ciudad en la que vivía un sabio. Decidieron visitarle para ver si sabía algo sobre las escaleras mágicas. Salieron discretamente del pueblo y al poco rato llegaron a una cabaña pequeña, entraron y se asombraron muchísimo. La cabaña parecía pequeña por fuera pero no era ni un cuarto de lo que era por dentro: enorme. Estaba oscura, pero no tanto como para no ver lo grande que era. De repente oyeron un ruido, como un silbido, y apareció un fénix sobrevolando sus de sus cabezas. Entonces, de una puerta apareció un anciano con una barba larga y gris. Nada más apareció el anciano y la habitación entera se iluminó.
-¿Quiénes sois, si se puede saber?-dijo el anciano, acariciando al fénix posado en su hombro.
-Soy Canon y ellos son Klaus y Serena y hemos venido porque queremos averiguar más sobre las escaleras mágicas que suben al cielo de las que hemos oído- contestó Canon.
-Valiente eres por haber llegado tan lejos, pequeña, yo soy el guarda de las Escaleras Celestes. Sé que eres la princesa perdida de la Ciudad del Firmamento, pues soy sabio. Seguidme.
Canon, Serena y Klaus avanzaron detrás del sabio hasta llegar a una puerta dorada. El sabio la abrió con una llave también dorada. El interior de la puerta era una estancia iluminada con las escaleras en el centro. Subieron y al final de las escaleras había una puerta. La abrieron y había una ciudad desolada y gris. Corrieron hasta el castillo que había en el fondo y llamaron. Les abrieron dos guardias que chillaron de la emoción. Después aparecieron el rey y la reina que corrieron a abrazar a su hija y la llenaron de besos y abrazos. Estaban tan felices que la barrera rota se restauró aún más fuerte y segura, y la ciudad estuvo de fiesta durante todo el mes. Todo se arregló y los amigos de Canon se quedaron con ella para siempre con sus familias y el rey y la reina del Valle Blanco iban a visitarla. Todo el mundo fue feliz después.
TRIBUS DE NUBES
Los Nube Oscura son una tribu de nubes oscurecidas por el mal. Los Nube Clara son una tribu de nubes buenas. Los Nube Oscura se crearon cuando los Nube Clara se convirtieron al mal. Afortunadamente, no todos los Nube Clara se convirtieron así. Los Nube Oscura querían secuestrar a Canon para apoderarse del Firmamento con sus reyes arrodillados ante ellos. Hubo una gran guerra entre las dos tribus y ganaron los Nube Clara, por eso la otra tribu casi se extinguió, pero crearon una máquina para oscurecer a las nubes y recuperarse".




Solamente dos legados duraderos podemos aspirar a dejar a nuestros hijos: uno, raíces;
el otro, alas”.
(Hodding Carter)











sábado, 11 de mayo de 2013

Atardecer sobre las especias.




Cae el sol sobre la Koutoubia de Marrakech. Desconozco la explicación física que pueda tener, pero los atardeceres aquí, en África, son de un naranja tan intenso como no es posible encontrar en ninguna otra parte del mundo. Este enclave privilegiado que se sitúa entre el tórrido desierto del Sáhara y la formación rocosa del Atlas y el anti Atlas le confiere, sin duda, el exótico sabor imperial que la reviste, destilando sus colores y sus aromas, a cada bostezo, antes de sumirse en el sueño reparador. La ciudad sucumbe, cansada ya, al sopor, en este preciso instante se encuentra envuelta por el halo lechoso de una calima que abraza el caluroso fin del día.

Arrastrado, desde la concurrida Plaza Jemma el Fna, por la brisa de poniente, me llega un intenso aroma a especias, a jazmín, a azahar en flor y a piel curtida. Puedo oír como vocean los comerciantes que, en hábiles regateos, intentan dar salida a las últimas mercancías traídas desde el lejano Oriente o a la más moderna tecnología de Occidente, en sus bazares… 

El almuecín llama a los fieles a la oración. Es el último encuentro de la tediosa jornada, de cara a la Meca, un rezo postrero a Al – láh que se adorna con los colores del azafrán. El olor del azahar, del jazmín. Y los sabores, intensos, de la pimienta y del vapor del té, impregnado de hierbabuena, que me transportan a un mundo regido por la supremacía de los sentidos... El olfato, el gusto, la vista, el oído y el tacto son cumplimentados más allá de unos, hasta entonces, insospechados límites, superando lo corpóreo... Perfumando el alma del visitante. Esculpiéndose en su memoria. Conquistando su voluntad para siempre.

Imagino entonces las Mil y Una Noches, en las que Sherezade tenía que contar una historia al cruel sultán Shahriar y mantener así su atención despierta… Cada día, a la caída del sol árabe, como un ritual litúrgico, daba inicio la ceremonia de un nuevo relato que se prolongaba hasta el alba. Y, dicen, que así transcurrieron mil y una noches tras los mil y un días que las precedieron. Cuentan que jamás nadie, desde entonces, ha podido contar tanta belleza, deteniendo el tiempo, tatuado de henna y aromatizado con canela y miel, en cada una de las palabras de los relatos que inventaba, dejándolo eternamente suspendido en ellos.

¿Seré yo como Sherezade?, ¿seguiré teniendo aún, mil y una historias más que contar…?. Abandono la Koutubia con un paso lento. Cansino. Me resisto a hacerlo. No quiero dejar atrás ese remanso de paz y de belleza. No puedo reprimirme y me doy la vuelta para disfrutar, una vez más, con la visión imponente de su majestuosidad recortándose ya sobre el horizonte inflamado en llamas. 

A mi lado camina un niño de apenas seis o siete años. Es moreno, de grandes ojos color aceituna, se dirije a mí en una lengua que no puedo comprender pero que me resulta muy musical. Clava la expresividad de su mirada en la mía y me sonríe mostrando una hilera perfecta de pequeños dientes blancos. Se saca entonces del bolsillo de la chilaba algo que no consigo distinguir hasta que abre, totalmente, el puño: son dátiles. Sospecho el contenido de su, hasta ese momento, ininteligible discurso y los cojo para depositar un par de monedas, a continuación, sobre la diminuta palma que las recibe. Me sonríe. Le sonrío y me alejo con el dulce sabor del dátil diluyéndose en mi paladar. Parpadeo ante el poniente, en un intento de aliviar el escozor que me producen sus rayos clavándose dolorosamente en mis iris, parece querer eludir su obligación de desaparecer, también enamorado del color con el que se difuminan las postrimerías de la vida al atardecer, un atardecer árabe. Es el atardecer sobre las especias...

"En el tiempo en que Sherezade dormía para crear sus ilusiones, había un hombre
llamado Abel Hasim que pretendió conocer a tan fantástica y espectacular mujer encargada de
entretener, con sus Mil y Una historias, cada noche al Califa.
Abel Hasim encontró la melancolía en un atardecer,
recordando uno de los famosos cuentos en posesión del Sultán. Se durmió entonces en un sueño profundo, tan profundo que consiguió llegar, a través de esa senda, al paraíso oculto que ella
tenía en el reino de la fantasía. Y allí la encontró... a la puesta del sol".
(De la Leyenda de Sherezade)





domingo, 5 de mayo de 2013

Despertar de un domingo de primavera.






Una lucidez asombrosa hace que tome consciencia de que ya llevo un rato despierta. El sol atraviesa la puerta de cristal que da acceso al patio, derramándose en rayos oblicuos que alcanzan ya, casi, la mitad del entarimado oscuro de mi habitación. Me llega el olor, intenso, a café recién hecho y a pan tostado que entra por la ventana abierta. Desconozco la hora que puede ser, una inusualmente tardía para que aún permanezca en la cama. Me desperezo lentamente. Es una agradable mañana de primavera. Miro la Carta de Navegación de la Costa más oriental de Nueva Zelanda que ocupa casi toda la pared opuesta e intento imaginarme a quienes la usaron hace ya casi dos siglos. Me pierdo en ensoñaciones sobre aborígenes, danzas tribales, mares de color turquesa y amuletos realizados en huesos de animales…
Sobre el suelo, junto a los cojines, sigue el libro cuya lectura abandoné bien entrada la madrugada, “El Tango de la Guardia Vieja”. Al otro lado de la cama, el antiguo aguamanil de mi abuelo. Sobre él, los candelabros turcos de alabastro naranja y un jarrón de cristal con azucenas blancas. Su aroma, suave y dulzón, impregna toda la estancia. Es una atmósfera agradable, serena y luminosa, que en nada invita a abandonar el apacible reposo en el que me encuentro. Oigo el cantarín gorjeo de los pájaros fuera, los imagino bajo el sol, revoloteando en círculos, bajo un cielo azul intenso. De repente ese gorjeo se ve ahogado por el tañir de campanas de la cercana Basílica Menor de San Ildefonso que cesa poco después, devolviéndome al más absoluto silencio. Un silencio blanco, me imagino, como de algodón de azúcar. Blanco, dulce y suave. Un silencio envolvente iluminado sólo por la luz solar en la que se motean unas diminutas partículas en suspensión.
El silencio de las mañanas de domingo.
Me levanto y voy a la cocina. Es agradable el tacto rugoso de la madera bajo los pies descalzos. Pongo un C.D. de Rob Steward mientras preparo un desayuno “de domingo”: zumo de naranja, café con leche y tostadas de aceite y tomate. Cuando dejo la bandeja sobre la mesa del patio, es cuando confirmo mi sospecha: una radiante mañana de primavera me saluda sonriente. Empiezo a notar los estimulantes efectos de la cafeína en mi cerebro. Huele a limpio a mi alrededor, ese característico olor a primavera que despierta el florecimiento de las plantas: la pasionaria trepadora ha crecido sin que haya sido capaz de notar esa evolución, las azaleas están flamantes de flores, igual que las begoñas, las pilistras presentan un brillante verde intenso… No cabe duda. Es primavera. El despertar de un domingo de primavera...
 
“Una pareja de jóvenes apuestos, acuciados por pasiones urgentes como la vida, se mira a los ojos al bailar un tango aún no escrito, en el salón silencioso y desierto de un transatlántico que navega en la noche.
Trazando sin saberlo, al moverse abrazados, la rúbrica de un mundo irreal cuyas luces fatigadas empiezan a apagarse para siempre”.
(“El Tango de la Guardia Vieja” de Arturo Pérez – Reverte)