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jueves, 26 de septiembre de 2013

La Toga del Abogado: ¿una Patente de Corso?.




Lo he dicho con anterioridad en alguna ocasión e, incluso, le dediqué una Reflexión al significado de mi Profesión, a los valores inherentes a ella que debemos fomentar quienes nos dedicamos, por vocación y devoción a este Arte, “el Arte de lo Bueno y de lo Justo” que dijera Ulpiano. Ocurre, con frecuencia, que hay quien no vive de la Abogacía, sino del “negocio de la abogacía” y eso desvirtúa el Código de Honor de un ABOGADO, lo hace despreciable y mezquino, suele pasar, también, que ese rasgo distintivo del ser lo cataloga también como profesional, de donde se extrae la máxima de que “quien es mala persona no puede, por lógica, ser buen profesional”.
El Abogado, debe, ante todo, velar por los intereses de su Cliente con pleno sometimiento a la legalidad, dispensarle, como no podría ser de otro modo, el mayor de los respetos, siempre, pero jamás, a costa de denostar a quien es su Compañero y guía en toda  travesía judicial: el Procurador.
Cuando el Abogado cae en el error – y desfachatez por ende – de faltarle el respeto al Compañero, deja de serlo para convertirse en un MAJADERO al que la Toga le viene muy grande.

Hoy he pasado un mal rato y lo digo desde la sinceridad más absoluta, con frecuencia ocurre que los límites de una relación profesional terminan diluyéndose al transgredir los que dibujan una relación personal. Suele pasarme con cada uno de los Procuradores con quienes trabajo, de modo que llega un punto en el que si he depositado en ellos la confianza suficiente para encomendarles mi labor profesional en beneficio de mi Cliente, no puedo por menos que alcanzar tal grado de confianza y camaradería que termina convirtiéndose en amistad.

Es así de simple: mi Cliente me elige a mí, y soy yo quien elige al Procurador – representante legal del primero en el Juzgado -. La regla básica es, por supuesto, exigirle el respeto debido al Cliente para con su Representante, respeto que no germina si no goza, primero, del mío. Algunos abogados  - y permítanme que no use la A mayúscula como es mi costumbre, dado que no es posible encuadrarlos en tan elevada categoría – tienen el vano convencimiento de que se encuentran en un estado superior al del Procurador, desconozco si el motivo radica en la diferencia cuantitativa de Honorarios devengados en cada procedimiento, si es, en el hecho de que nuestro trabajo implique mayor participación oral en la Sala de Vistas o, simplemente, porque presentan rasgos tan acuciados de imbecilidad profunda que les impide ver que la formación es la misma: Licenciatura en Derecho, pero que es la especialidad lo que, únicamente, varía: dirigir el pleito desde el Despacho, o mantenerlo vivo en el Juzgado. Sea como fuere, esta estúpida actitud, es algo más extendido de lo que sería aconsejable al bien común.

Estaba trabajando cuando ha aparecido, en el Despacho, una Procurador con la que colaboro asiduamente. Al inicio de nuestra colaboración era sólo una “Compañera”, hoy puedo decir que es una “Amiga” y si bien es cierto que ninguna tacha, en justicia, puede ponerse a su profesionalidad, no lo es menos que su valía personal y calidad humana la supera. Venía a recoger un escrito – sana costumbre ésta, la de los Procuradores de la Vieja Escuela que casi se ha perdido, trocándose por ese desagradable uso de los buzones en el Colegio de Procuradores, para mi gusto, pues atenta contra las bases el trato directo humano y debería desterrarse, pero eso será, sin duda, motivo de otra Reflexión –, al entrar, la perenne sonrisa que siempre alegra cada uno de nuestros encuentros, se ha quedado congelada en su rostro y, en un gesto de confianza, me ha contado un abyecto episodio protagonizado por alguien a quien, insisto, la Toga le viene muy grande.

Como era natural he permitido que se desahogara, es algo humano que con el ritmo de trabajo que llevamos, la presión de los plazos y los señalamientos y la, casi omnipresente, falta de tiempo, andemos siempre más vulnerables y es lo que me sorprende: no es suficiente con los malos ratos que nos vienen a diario, ya sea por el exceso de trabajo, una Sentencia desfavorable, un tropiezo con tal o cuál Cliente, sino que, además, no desaprovechamos la ocasión de vituperarnos entre nosotros. Otro indicio evidente de inteligencia en este colectivo, según lo veo yo.

Cuando se ha ido, me he dirigido a la estantería que denomino “Mis Incunables”, en la que descansan los Tomos que deben constituir la Ley Sagrada de todo Abogado. He cogido uno que suelo releer con frecuencia, encuadernado en fina piel color crema en la que se alternan los colores rojo y azul, en grandes letras doradas reza ESTATUTO Y CÓDIGO DEONTOLÓGICO DEL ABOGADO (“Esta es la Biblia que debe regir el ejercicio de la profesión que ahora comienzas” – fueron las palabras de quien me lo regaló tras mi Jura hace ya algunos años, a veces, más de los que puedo recordar – “Ámalo, respétalo y síguelo. Sólo así podrás llamarte ABOGADO”), lo he abierto:

“1. DE LOS PRINCIPIOS FUNDAMENTALES

1.2- Dignidad.-  El Abogado debe siempre actuar, conforme a las normas de HONOR y de DIGNIDAD de la profesión, absteniéndose de todo comportamiento que suponga infracción o descrédito.

1.3- Integridad.- El Abogado debe ser honesto, leal, veraz y diligente en el desempeño de su función y en la relación con sus clientes, COLEGAS y Tribunales; observará la mayor deferencia, evitando con los mismos posiciones de conflicto”.

Y me he quedado meditando…

Alguien dijo una vez, y fue por ello muy denostado, que el problema en nuestra profesión es que “la Abogacía se había proletarizado” yo, sinceramente, creo que simplemente se ha infectado, está plagada de personas que no viven del ejercicio lícito de este Arte, que se mueven, únicamente, por un marcado interés económico y un acentuado egolatrismo que relega a un segundo plano valores más importantes – dignidad, honor, dignidad, integridad -, son… majaderos a quienes la Toga, ya lo he dicho, les viene muy grande.

La Toga, no es, no puede serlo una “Patente de Corso” que nos habilite a actuar como piratas bajo su amparo, la Toga es sólo el símbolo externo de una condición, de una raza que ha de moverse bajo su propia Ley Sagrada: la DEONTOLOGÍA DEL ABOGADO

Porque… ¿qué sería de un Cirujano, por brillante que pudiera ser, sin un Anestesista que le mantuviera con vida al paciente durante la intervención quirúrgica?, es algo similar, salvando las distancias claro está, a lo que nos ocurre a los Abogados: no podríamos trabajar, por excelentes Letrados que pretendamos ser, si nuestro Compañero Procurador no mantiene “vivo” el pleito en sede Judicial.

Y hoy, esta Reflexión, la dedico a quien corresponda.


“La VANIDAD es la ciega propensión a considerarse como individuo (único), no siéndolo”.
(Friedrich Nietzsche).

lunes, 23 de septiembre de 2013

Una pequeña GRAN Victoria.





Supongo que los niños tienen el don de enternecernos el corazón, todos, en general y los nuestros, en particular. No hay ninguna otra noticia que me afecte tanto como la relacionada con ellos, ni crimen más atroz y cobarde que aquél que se comete contra la infancia, me parece a mí.
Tengo, en realidad, tenía hasta hoy, cinco sobrinos, ya son seis, por fin ha llegado Victoria, la pequeña GRAN Victoria, jamás un nombre resultó tan idóneo para quien lo lleva como éste que, dejando aparte, la arraigada tradición familiar, es el mejor, sin duda, que podría ostentar este nuevo pequeño ser, rubio y sonrosado que hoy ha pasado a engrosar mi familia.
Victoria es la primera hija de mi hermana pequeña, también Victoria, así que ya la llamamos “Victoria2” o “Victoria chiquitita”, cuando en realidad representa el mayor de todos los triunfos ante las contrariedades, la fortaleza, la constancia ,la valentía,  la esperanza y… el AMOR.
Si de algo me siento orgullosa es de mi familia, sé que no hay mérito alguno en ello, porque, a diferencia de nuestros amigos, no la elegimos nosotros, aunque cuando pienso en ello, es decir, en el hecho de poder elegir, jamás habría elegido ni otros padres, ni otras hermanas, ni por supuesto otros sobrinos distintos a los que tengo.
Mis niños, mis “duendes locos”, todos distintos y cada uno especial… A todos los quiero por igual, con alguno tengo mayor afinidad o comparto algo más, aunque los quiero muchísimo a cada uno de ellos. Si bien,  mi pequeña Victoria es especial, no quiero decir con esto que la quiera más que a cualquiera de sus cinco primos, porque en modo alguno es así, es simplemente que hoy no sólo la VIDA, sino la más ANSIADA VICTORIA ha llamado a la puerta…

Me revuelvo inquieta en la cama. Ha sido un día largo de trabajo, intenso y como siempre, cargado de complicaciones. Pero no es eso lo que me impide conciliar el sueño esta noche, vuelvo a echar un vistazo en la oscuridad al teléfono por si hay algún indicio de aviso. Sé que es algo absurdo, lo he mirado hace apenas unos minutos y la pantalla no mostraba nada más allá de la foto de THE QUEEN’S WALK de Londres que tengo como fondo.

… (…) …

Respiro hondo, tras dejar el teléfono a mi lado, intentando relajarme… Me maravilla saber que tiene lugar ese milagro de la vida que no consiste sino en la capacidad del ser humano para perpetuarse, desde el inicio de los tiempos y así deberá seguir siendo hasta el final. No deja de asombrarme cómo nos ha sido concedido el regalo de otorgar nueva vida y cómo es algo inherente a nuestro instinto de supervivencia. Pienso en mis duendes locos, sin duda a estas horas aún deben estar durmiendo, también ellos parecen excitados por la llegada de la primita nueva, de “Victoria chiquitita”, que está a punto de nacer. Es un tema recurrente en sus conversaciones infantiles últimamente e, incluso, se disputan cuál de ellos va a cuidarla y a jugar con ella. Sonrío, es inevitable no hacerlo cuando me imagino a esas personitas esperando inquietos para conocer a Victoria…

Me levanto, nerviosa y agitada, el teléfono no suena, lo que significa que no hay novedad alguna… Quedan aún un par de horas para que amanezca, pero no puedo estar en la cama. Me levanto, me ducho, desayuno y me siento a escribir, supongo que ya es lo único que puede aplacar mis nervios.

… (…) …

Son las cuatro y media de la tarde del viernes, 20 de septiembre de 2.013, parecía que iba a ser un poco más rápido, pero la tensión acumulada desde esta mañana empieza a hacer mella en todos nosotros. Intentamos pasar el tiempo en la sala de espera, llenando las horas de conversaciones banales, mis padres, mis otras dos hermanas y los suegros de Victoria.

Pienso en mi hermana. Es mi hermana pequeña la que está dentro, aguardando la llegada de su primera hija. Y pese a saber bien que es una mujer adulta, tenaz, fuerte y luchadora, no consigo apartar de mi memoria aquél día de primeros de mayo de hace treinta y dos años. Cuando una niña de ocho años, acompañada por su padre y por sus otras dos hermanas menores, cruzaba el umbral de una habitación en una Clínica para conocer a la más pequeña que acababa de nacer: Victoria. Si hago un esfuerzo puedo recordar incluso el olor suave que desprendía aquél bebé sonrosado y regordete que mi madre depositó en mis brazos con sumo cuidado.
Sentí el calor de su cuerpecito, próximo al mío y entonces, sólo entonces, fui consciente de mi deber: proteger a aquella niña pequeñita el resto de mi vida… Yo me sentía tan mayor a su lado y la veía tan pequeña e indefensa… Ahora es ella, la que tras un embarazo de los denominados “de alto riesgo”, por otras complicaciones ajenas a la gestación y mucho sufrimiento y dolor, se encontraba dando a luz…

Una oleada de angustia me invadió, cuando ví salir a Gabriel, mi cuñado, inquieto. Se derrumbó en una silla y rompió a llorar. Algo iba mal, ¿por qué estaba él allí cuando se suponía que iba a asistir al parto?. La explicación fue breve y más que simple: “No saben si finalmente tendrán que practicar una cesárea por el riesgo que supone...”, dejé de oír. Miraba a Gabriel que hablaba o, al menos, movía los labios pero yo no era capaz de entender nada de lo que estaba diciendo. No recuerdo si me dejé caer sobre una silla o fue con posterioridad a sentarme, cuando todo a mi alrededor comenzó a girar. Noté el calor de las lágrimas resbalando por mis mejillas, la tensión había terminado saliendo. Me invadió la incertidumbre, la ansiedad por el desconocimiento de lo que ocurría detrás de aquella puerta, el miedo… Sí, me invadió un miedo amargo y desgarrador, atenazando mi cuerpo y aguijoneando mi mente con negros temores. La impotencia, el sufrimiento de mi hermana… Yo me juré protegerla de todo daño hace tanto tiempo y ahora yo no podía evitarle aquello. Pero sentía que su dolor, era, debía ser, mi dolor y que mi fuerza era, debía ser, su fuerza. Me concentré en eso: tenía que darle toda la fuerza de que fuera capaz, ya estábamos al final de la senda, no podía rendirse ahora. Yo no se lo iba a permitir.

Cuatro horas después, mi cuñado volvió a entrar cuando una enfermera lo llamó, al pasar pudimos oír con absoluta claridad: “Enhorabuena, una niña preciosa, grande y rubia. Las dos están bien”. Después, todos fuimos entrando para saludar al nuevo miembro de nuestra familia, la pequeña Victoria, que ya se encontraba tranquila durmiendo sobre el pecho de su madre. No pude evitar nuevamente las lágrimas, pero éstas ya de emoción y de alegría, mi Victoria pequeñita se había hecho grande, para dar paso a una nueva Victoria que pasaba así a ser la menor. Cuando la cogí en brazos, un antiguo sentimiento volvió a asaltarme: mi obligación de proteger a ese pequeño ser que sostenía, durante el resto de mi vida. Aspiré ese aroma, el mismo que mantenía en mi memoria olfativa y, por un momento, nada había cambiado: yo tenía ocho años y abrazaba, emocionada, el cuerpecito cálido de un bebé recién nacido. Abrazaba a Victoria...




“Me pregunto cómo es posible querer a alguien a quien acabas de ver por primera vez,
 pero por quien ya estarías dispuesta, sin dudarlo,  a dar la propia  vida…”
(Yo misma cuando cogí a Victoria en brazos).

jueves, 5 de septiembre de 2013

Un diálogo de Besugos.




Para cualquier Abogado, tradicionalmente, los meses de julio y septiembre son los peores de todo curso judicial. Julio porque, junto con el cansancio acumulado de todo el año, arrecian las llamadas telefónicas de los Clientes, algo lógico por otro lado, que ante su marcha de vacaciones se interesan por el estado de sus asuntos y se quejan, usualmente, de las demoras experimentadas en la Administración de Justicia y… Septiembre, porque a la vuelta de las vacaciones, esos mismos Clientes quieren conocer los avances, algo ya un tanto menos lógico puesto que como bien es sabido “en Agosto no funciona nada en España". En fin, que si toda incorporación tras el descanso estival es traumática para cualquier ciudadano, para el Abogado, permítanme decirlo, lo es más, especialmente la primera semana en la que el aluvión de notificaciones, junto con el volumen habitual de señalamientos, viene acompañado de continuas llamadas… Y todo a un ritmo frenético.
Lo que recreo a continuación es un episodio real que tuvo lugar el tercer día de trabajo de septiembre, vía telefónica. Esa mañana estaba preparando la vista oral de un juicio contra una Comunidad de Propietarios en reclamación de cantidad, a la que tenía que defender, llamé al teléfono de contacto que me habían facilitado: el del Presidente, pero fue la "Sra. Presidenta - consorte" quien me atendió:

… (…) …

-          "Que no, mire Vd., que no voy a ir al juicio que, además, el Presidente es mi marido y está trabajando... Y  tampoco va a ir él, no insista..."

-          " (¿¿¿¿¿¿¿INSISTENCIA???????) Mire Sra., (de entrada ya, no sé que *** pinta Vd. opinando y dirigiendo el “cotarro”, ni *** la falta que hace que vaya Vd. ese día, pero por salud mental de quienes estemos en la Sala de Vistas, principalmente) si yo me hago cargo, perfectamente, de que comparecer en un Juzgado no es nada agradable y me parece muy bien que no quieran ir, pero que su esposo, como Presidente (y no Vd. como consorte que no pinta nada aquí, pedazo de “dominante” - resoplido interno -), tendrá que ir a apoderar antes a la Procuradora al menos, si es que no le apetece, no quiere o no puede ir el día del juicio, pero alguien tiene que ir en representación y apoderado por la Comunidad..."

-          "Pero vamos a ver, ¿la aboga'a no es Vd?. ¡Pues vaya Vd. al juicio, joer!".

-          "No lo dude (obvio Sra., es Vd. más tonta que Abundio), con la siempre honrosa presencia de su esposo o sin ella, yo VOY A TENER QUE IR SÍ O SÍ. El problema es que si no hay poder de representación procesal, no podemos actuar en su nombre... (¿Lo vamos captando ahora?) Que a quien le reclaman esa cantidad es a la Comunidad y no a mí... Y que, como Vd. comprenderá, es la Comunidad la que la va a pagar y no yo. ¿Lo entiende Vd., Señora? (*¡¿@**·#)".

-          "¿Aaaaah… osea que si no vamos, hay que pagarlo encima, aunque no se haga el juicio...?"

-          "Señora, veo que Vd. las coge al vuelo (¡por Dios, a ver si entra ya en razón de una vez!... Miro el reloj y luego la agenda con un montón de anotaciones pendientes, mientras empiezo a sentir una irrefrenable propensión homicida), sí, esa podría decirse que es la versión breve, otra, un poco más larga, se completaría diciendo que, además, van a tener que pagar las costas: del Abogado y del Procurador contrario..."

-          "Errrrrm …  ¿¿¿¿Cómo, cómo, cómo…? ¿¿¿¿Pero… pero … Eso como va a ser así...????, ¡si no vamos pues no se podrá darle la razón a los otros sin escucharnos si quiera!, ¡digo yo!, porque vamos eso no debería ser así... ¡¡¡¡¡Nos van a obligar a pagar un dinero sin que nosotros contemos nuestra versión hooooombre!!!!!… ¡Hasta ahí podríamos llegar!.. Si por…"

-          "Sra.: las quejas al Poder Legislativo de este país. Ahora por favor, dígame si van a ir a darle poder a la Procuradora o si ese día puedo dedicar mi (valioso) tiempo a otros menesteres (más productivos)..."
(Breve lapso de tiempo en silencio que se ve repentinamente alterado).

-          "¡Pues sí!, claro, iremos, tal y como me lo está Vd. poniendo habrá que ir... ¡Cómo si quedara otra, vamos!.. Porque vamos esto, esto, esto es...".

-          "Muy bien, muchas gracias. Que tenga Vd. buenos días..." CLICK. (Largo suspiro de alivio, si no la interrumpo es capaz, ahora, de ponerse a disertar sobre la dolorosa injusticia que se ve obligada a soportar la Humanidad por el capricho de comerse una manzana que tuvo Eva).

Me pregunto con cierta frecuencia, y a pesar de todo ello no acabo de acostumbrarme, cómo la gente puede llegar a ser tan obtusa... Veamos señora, que no me hacen ningún favor a mí, que si no comparecen, ni personalmente ni debidamente representados por un Procurador, y les cae una condena en rebeldía... ¡La pagan Vds., no yo! y que si me evitan tener que ir a hacer un juicio, yo, sinceramente, se lo agradezco, pues tengo mucho trabajo que seguir atendiendo en el Despacho… 

¡Y encima con quejas y enmiendas a la Ley Procesal!... ¡¡¿Y A MÍ QUE ME CUENTA?!!... Pensé tras colgar el teléfono y volver al estudio de otro asunto…

“Nada en el mundo es más peligroso que
la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”.
(Martin Luther King).

miércoles, 4 de septiembre de 2013

Londoners (Looking back to my past just in front the eyes).





Salí de la Estación de Tower Hill con la reconfortante sensación de estar llegando a casa. El día era apacible sin llegar a ser caluroso y la vida seguía su devenir normal de prisas y trasiego en la City a esas horas de la mañana. Aspiré, como intentando aprehenderlo, el aroma propio de esa parte de la ciudad, a caballo entre el olor del Támesis y la comida basura preparada en los abundantes puestos callejeros que tanto habían proliferado en aquellos últimos años en la zona. Para mi sorpresa, seguía habituada a ese olor característico que aún permanecía intacto en algún lugar de mi memoria olfativa.

Me dirigí, con paso lento, hacia The Minories, deleitándome en la cotidianeidad de la ciudad. Absorbiendo su vida: sus sonidos, su gente, su color y sus altos edificios, cuyas soberbias siluetas recortándose contra ese familiar cielo plomizo,  permanecían indelebles en mi retina. Quería demorar un poco más la vuelta a mi antiguo apartamento, así que decidí tomar una pinta de Stella en aquél viejo Pub, el olor a madera y moqueta se mantenía intacto, según pude comprobar al atravesar la puerta.

Tras la barra, cuán aguerrido capitán de nao, no sé por qué me sorprendió tanto, continuaba Danny, el legendario y barbudo camarero de aspecto fiero – debido a la gran cantidad de piercings y tatuajes que adornaban su cuerpo -, pero de corazón  y sentimientos tan nobles que, al poco de conocerle ya se había ganado, por derecho propio, el título de “una de las mejores personas que he conocido nunca”. No se había percatado aún de mi presencia, afanado, como estaba, en secar los vasos que acaba de extraer del lavavajillas, mientras tarareaba la canción de The Monkees “I’m a Believer” que sonaba en aquél momento y tuve que llamar su atención con un impostado “Hi there!. You’re rite, mate, yeah?”, levantó la mirada que, en apenas unos instantes, se iluminó con la amplia sonrisa que se dibujó en su cara tan pronto como terminé la frase y de un salto, casi acrobático, se colocó a mi lado. Un abrazo efusivo y un par de exclamaciones de asombro después, nos encontrábamos sentados en una de las mesas en compañía de sendas cervezas. Aún era temprano y el local estaba vacío. Nos pusimos al día de lo que habían sido nuestras vidas durante los últimos años y tras un rato que se me antojó, en realidad, más fugaz, tuve que prescindir de su siempre agradable presencia. Tan pronto como el reloj anunció que era ya más de mediodía. En breve empezarían a acudir los empleados de las oficinas cercanas en busca de su receso para el almuerzo, lo que significaba que, para Danny, ya había concluido el suyo.

Terminé la bebida y cogiendo la pequeña maleta de mano me encaminé hacia Goodman’s Yard, despidiéndome de aquél pintoresco y viejo amigo, con la promesa de una pronta visita. Cuando abandoné el local, empecé a experimentar un leve hormigueo de impaciencia por reencontrarme con el que había sido mi hogar durante una de las épocas más felices y enriquecedoras de mi vida en aquella Babel. Noté como había acelerado el paso inconscientemente y me obligué a ir más despacio, sólo me llevaría un par de minutos acceder a aquella calle tranquila donde se ubicaba, en la primera planta de un moderno edificio, el apartamento.

Alex, el solícito conserje de color, me mostró con su saludo una hilera de dientes blancos y perfectos, antes de ayudarme, diligentemente, con el equipaje y acompañarme hasta la puerta, momento éste, en el que ofreciéndose amablemente para lo que pudiera precisar, volvió a su puesto escaleras abajo. Agradecí el gesto, pues necesitaba estar sola cuando, tras marcar mi código de seguridad, la puerta se abriera y me diera de bruces con mi pasado. Respiré hondo un par de veces, intentando hacer acopio de todo el valor para recibir, de nuevo, a mi antigua vida. Marqué los cuatro dígitos, se encendió una lucecita verde y el picaporte cedió para dejarme entrar en el alma de mi hogar en Londres.

Me tomé unos segundos más, sólo para echarle un vistazo desde la entrada. Todo permanecía igual. Sonreí. Aquella estructura diáfana de apenas cuarenta acogedores metros cuadrados seguía manteniendo el mismo aspecto que cuando la dejé, si no fuera porque el trabajo concienzudo de la asistenta, el día anterior, había dejado sin una mota de polvo el mobiliario que se encontraba dispuesto en el mismo orden, casi maniático y obsesivo, con el que lo abandoné a mi marcha. Dejé la maleta sobre la cama y me dirigí hacia el ventanal para subir el estor y permitir que la luz del día inundara la estancia. Sonreí, de nuevo, mirando el río que, con reflejos irisados, proyectaba la tenue luz solar que, a intervalos, se filtraba entre las nubes. Abrí el cajón del escritorio, y saqué aquella libreta, de ajadas cubiertas en piel marrón, que durante mi vida allí, había sido testigo de todos mis pensamientos y cavilaciones. La ojeé, despreocupada, recorriendo los renglones de tinta negra que la poblaban y que recogían episodios pasados: una noche de fiesta en Camden, las divertidas aventuras que habían tenido lugar en Notting Hill durante un Carnaval ya olvidado, los ociosos paseos por el corazón de la ciudad antigua, mis relatos cortos susurrados al oído por la brisa de primavera en Saint James Park… Aquél concierto de Sinead O'Connor… Volví a dejarla en su sitio y cerraba ya el cajón cuando el timbrazo estridente del teléfono me sobresaltó, desterrándome, inopinadamente, del nebuloso reino de mis ensoñaciones. Descolgué y la cantarina voz de Obs me daba la bienvenida a la ciudad, sin dejar opción a una negativa, me anunciaba que en veinte minutos pasaría a recogerme, estaba en camino y lo evidenciaba el estruendoso sonido de claxons que se oía de fondo.
Habíamos quedado en The Plough, según me indicaba, nuestros amigos habían pedido permiso en el trabajo, unos, o se habían organizado en sus quehaceres, otros, y estaban deseando encontrarse conmigo. En ese momento fue cuando la tarjeta del móvil inglés, que había insertado unos minutos antes en la BlackBerry, comenzó a avisar de múltiples mensajes de WhatsApp: Kate, Ciaram, Rob, Anna me comunicaban que, en apenas media hora, estarían esperándome en The Plough… “just as old times was”…

Volví a sonreír una vez más. Fui consciente de mi felicidad. Una vez me fui de Londres, pero todo seguía igual allí. Nada parecía haber cambiado. Como cualquier otro día iba a disfrutar de mis amigos, los que habían estado ahí siempre, esperándome.

Cuando salí del coche, Obs galantemente se había adelantado a abrirme la puerta ya, no tenía la sensación de que hubiera transcurrido más que un par de días desde la última vez. Sonó la señal de activación de alarma del cierre del vehículo y bajo el brazo protector de mi amigo – siempre me he sentido muy segura a su lado, el casi 1’95 de su estatura me reconforta hasta otorgar a su presencia un evidente sentimiento de seguridad – caminé hacia la puerta del local. Me sujetó la puerta sonriente guiñándome un ojo mientras con un ademán me invitó a entrar, cediéndome el paso. Instintivamente miré hacia la mesa del fondo: la nuestra, la que ocupábamos siempre y… allí estaban todos.

Entonces supe que, a pesar del tiempo, nada había cambiado en Londres, en ese preciso instante tuve, también, el convencimiento de que, una vez más, había regresado a mi pasado y me reencontraba con él. 

Se dice que las almas de los melancólicos terminan vagando eternamente por sus calles, obligados a caminar por ellas como un soplo de brisa...

“This melancholy London.
I sometimes imagine that the souls of the lost
are compelled to walk through its streets perpetually.
One feels them passing like a whiff of air”.
(William Butler Yeats)