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lunes, 5 de agosto de 2013

El vals de medianoche en el Jardín de Transilvania.



Desde hace algunos años, en realidad, desde que me mudé a mi actual apartamento, suelo ir a hacer la compra semanal al mismo supermercado. La habitualidad con la que me atiende, siempre, la misma Cajera, es lo que me ha hecho imaginarme el episodio que narro a continuación, no quiero con ello decir que sea real o que se base en esta persona en concreto, pues ni existe Celestino Ríos Navidad, ni conozco, tampoco y en modo alguno, la vida de la dicharachera Cajera, careciendo de interés en ello, por otro lado. Simplemente me he limitado a imaginar cómo sería la tediosa vida de una persona en las circunstancias que he inventado o puede que, de forma inconsciente, haya creado una “oda a una Choni cualquiera”. En todo caso, y como decía Don Ramón María del Valle – Inclán en sus Luces de Bohemia “el sentido trágico de la vida española, sólo puede ofrecerse con una estética sistemáticamente deformada”, que es donde encuentra razón de ser el esperpento, no tanto como objeto de burla sino como el reflejo de la patética realidad cotidiana.

Tina que, en realidad, se llamaba Celestino Ríos Navidad, frisaba la cincuentena y era cajera de un supermercado de barrio. De proporciones ingentes, caminaba muy erguida – como consecuencia de los continuos reprendimientos y violentos mojicones maternos, sufridos en su adolescencia –, con los hombros ligeramente encogidos hacia arriba, lo que le confería el efecto óptico de carecer de cuello al habérsele insertado la cabeza a presión directamente sobre el tronco.
Su andar, patoso y desgarbado, obedecía a unas piernas excesivamente largas que se unían demasiado desde su inicio hasta las rodillas, punto a partir del cuál se proyectaban en diagonal hacia afuera.
Vestía con un estridente mal gusto que le otorgaba una esperpéntica apariencia, dejando de manifiesto la evidente confusión de géneros que había dado lugar a determinados sobrenombres, más que ajustados a su aspecto y así habrá de reconocerse.
Sufría de continuos tics faciales que le acompañaban desde su infancia, provocando el rítmico levantamiento del labio superior que dejaba al descubierto dos grandes dientes conejiles, al tiempo que dilataba, con cíclicos espasmos, las aletas nasales y abría exageradamente su ojo derecho, castigado con los aguijonazos constantes de un flequillo color panocha que se le clavaba, había adquirido, por ello, la costumbre de soplar hacia arriba como efectivo y cómodo medio de retirarse el molesto pelo de los ojos.
Su tendencia a engordar la mantenía sumida en una dieta perpetua que había motivado, tras la progresiva pérdida de grasa, que la cara y el cuello se le descolgaran, presentando así el abúlico rostro de un pavo en vísperas de Nochebuena. Sí, recordaba, en efecto, la patética imagen de un enorme pavo de papada colgante a punto de ser inmolado.
Hacía años que había adoptado una hembra de cerdo vietnamita, sólo para poder hablar “de su hija” en las estólidas conversaciones que, cada día, intentaba entablar con sus clientas mientras iba pasando, mecánica y pausadamente por la registradora, los productos adquiridos, éstas con educada indiferencia y sofocando algún resoplido de impaciencia aguantaban, estoicamente, las novedades de lo que, creían, era tan sólo una “adolescente problemática y rebelde por encontrarse en la edad, es normal”. Tenía también un loro, desplumado y escuálido, “este no me da ningún problema, es muy estudioso y va para arquitecto, ingeniero o médico, ya podía aprender de él su hermana que cualquier día me mata de un disgusto”, decía henchida de orgullo maternal,  - piii…una caja de galletas, piiii…un cartón de huevos, piii….una botella de agua mineral, piii…-, “¿has visto que está de oferta el solomillo, guapa?, piiii… “te veo muy bien hoy con ese malva”… piii “¿quieres bolsa?”… “Me han dicho que tu hijo ha sacado las oposiciones… Enhorabuena, ¡me alegro tanto!, ahora ya a ganar pasta…”. El afán de congraciarse y caer simpática era lo que le dispensaba el calificativo de “pesada insufrible” entre las clientas del supermercado que, lejos de sentirse halagadas por tal servilismo, experimentaban la mayor repulsión hacia aquella “mujer-hombre” amorfa y parlanchina, ahogadiza y espesa.
Cada día se levantaba muy temprano, más de lo necesario para estar puntual en su línea de caja a la hora de apertura del establecimiento, dedicaba cuarenta minutos a probarse ceremoniosamente diferentes conjuntos que se quitaba y volvía a ponerse de manera recurrente, como quien exhibe ante el distinguido público parisino una colección de alta costura, para finalmente, terminar vistiéndose con lo mismo que había llevado el día anterior y que volvería a ponerse al siguiente: aquél poco favorecedor uniforme de empleada de supermercado. Se plantaba a continuación ante el espejo para maquillarse con las muestras que las dependientas de una droguería cercana le regalaban y terminaba perfumándose con alguna de esas colonias, tan penetrantes como baratas, que su amiga Paqui representaba y vendía, a domicilio, a las aburridas amas de casa.
Al final de la jornada volvía a su casa, comía con sus “hijos” a los que “el cretino de su padre, un funcionario mediocre, desequilibrado y celoso, - decía – no les pasa ni un duro desde el momento en que firmamos los papeles del divorcio y, claro, yo sola tengo que sacarlos adelante” – insistía para justificar el motivo de su ocupación laboral, puesto que, según contaba, “venía de buena familia, gente de posibles… y ya ves tú…” -. Durante la comida, realizaba continuas correcciones al ejemplar de cerdo vietnamita sobre las formas y maneras que “una señorita debía presentar en la mesa”, “cierra la boca, no apoyes los codos en la mesa…” , “no comas tanto, tienes que cuidar tu línea…” y poniendo siempre como ejemplo al loro desplumado quien, de manera taciturna y resignada, observaba la repetición diaria del mismo espectáculo desde un extremo de la mesa de la cocina hundiendo, a intervalos, el pico en el cuenco de semillas dispuesto ante él y emitiendo algún sonido, al escupir las cáscaras de las pipas, que Tina entendía como de agradecimiento por la exquisita comida, “de nada, corazón, me alegro de que te guste, anoche estuve cocinando hasta tarde…” y volvía a reponer el cuenco con el paquete de “comida para loros” que había cogido del estante de “mascotas” en el supermercado antes de irse. Los continuos gruñidos y ruidos, naturales y propios, por otro lado, del cerdo vietnamita que ella tomaba como insolentes protestas, terminaban sacándola de quicio y con un sonoro “¡a tu habitación ahora mismo y no salgas hasta que te lo diga!” daba por concluida la placentera velada familiar, momento en el que el orondo animal daba media vuelta y se introducía, sumisamente, en la terraza-lavadero donde había, junto a la lavadora, un colchón y un bebedero de agua, de plástico, color morado y con topos verde chillón.
Y así transcurría la miserable vida de Tina que, en realidad, se llamaba Celestino Ríos Navidad y que no tenía hijos, sino un cerdo vietnamita y un loro desplumado y bobalicón. Pero cada noche, cuando los “niños” dormían, era su momento. El anhelado momento diario de glamour y merecido esparcimiento… Vestida con una elegante bata acrílica de 9 euros, de la exclusiva marca “Made in China” anudada a su prominente cintura de forma graciosa y coqueta,  descorchaba una botella de sidra “El Gaitero” que mantenía fresca llenando el fregadero de agua en la que previamente había vaciado dos bandejas de hielo, servía una copa – la única que le quedaba del juego de seis comprado en IKEA – y tras retirar la mesa de la cocina a un lado, haber encendido dos velas anti-tabaco con aroma a canela y recolocado con mimo las polvorientas rosas de plástico que reposaban en un desportillado jarrón de loza, sobre el frigorífico, danzaba girando en torno a sí misma, disfrutando íntimamente de la envidiable vida que llevaba, e imaginando como sus amigas - Paqui, la alcohólica distribuidora a domicilio de cosméticos y Mari Trini, aquella engreída, menopáusica y neurótica, que trabajaba como ordenanza en un Banco y con las que, con frecuencia, iba a caminar en chándal por la vía verde evitando siempre ser la ausente, pues la que faltaba se convertía, irremisiblemente, en el blanco de las más ácidas y descarnadas críticas de las otras dos arpías - se pondrían de la envidia, cuando al día siguiente, durante el café matutino, les contara que a medianoche, “había tomado champagne y que, a la luz de las velas, teniendo como únicos testigos una docena de rosas rojas cuyo cautivador aroma impregnaba la estancia, había bailado un vals…”. El vals de medianoche en el jardín de Transilvania.

“Si, en las personas, no aparece el lado ridículo, es…
que no lo hemos buscado bien”.
(François de la Rochefoucauld)