Hoy alguien me ha preguntado cuál era mi secreto
para permanecer inmune a los ataques de mis enemigos. Tras pensarlo unos
segundos, mi respuesta ha sido tan clara como concisa: “No tenerlos”. La cara
de incredulidad de mi interlocutor reflejaba el mensaje de “eso es imposible”,
ante lo cuál, me he apresurado a desarrollar mi razonamiento, lo que, nuevamente,
me dispongo a hacer ahora.
Para mí, las personas se clasifican en dos grandes
categorías básicas:
- Aquellas quienes forman parte integrante de mi vida, a las que quiero y me
importan y, en segundo lugar,
-
Aquellas otras cuya existencia es, total y absolutamente, ajena a la mía,
resultándome, por tanto así, indiferentes.
Es, este segundo grupo, sin el menor género de
dudas, el más amplio y en él se aglutinan aquellos seres cuyas vidas discurren
en un perfecto paralelismo respecto de la mía, de modo que jamás llegarán a
converger, interseccionándose o superponiéndose, en punto alguno. Esa indiferencia absoluta, ya
sea en su vertiente positiva o en la negativa, es lo que me provoca la total
desafección respecto de acciones y omisiones que, o bien me pasan inadvertidas
o bien, contemplo como una mera espectadora accidental a modo de entretenido divertimento personal cuando no tengo otra actividad en la que emplear mi tiempo, algo que rara vez ocurre.
De manera que, según esta efectiva táctica, de cualquier ataque personal que se
me pueda dirigir, habré de salir, necesariamente, indemne. Dada la
insignificancia que para mí presentan los propietarios de esas existencias
ajenas, no me afectan jamás ni sus palabras ni, por supuesto y aún menos, sus
actuaciones.
Un enemigo – así continuaba yo -, para ser
considerado como tal, debe representar una amenaza, real, objetiva y cierta,
para nuestra integridad y no ser, únicamente, alguien por quien no se sienta la
menor simpatía, de manera que, y según mi personal concepción, carezco de
enemigos, pues.
No viene lo anterior, no obstante, así lo aclaré y
lo aclaro ahora, a significar que no goce de detractores que, vanamente,
intenten hacerme daño, o que yo no tenga mis propias fobias, pues de ambos
tengo, sin carencias en este orden, si bien y dentro de la total indiferencia
que les dispenso, existen ciertos y determinados grados, siendo el más leve
aquél que me suscita el sentimiento de asco o el de pena, pero sin llegar a
suponer, en ninguno de los casos, un condicionante en mi vida que, insisto,
discurre plena y felizmente, al margen de ellos.
Personalmente, y con ello concluyo, siempre me
inspirará una mayor consideración, aquél que me provoca asco y
violenta repulsión, al que sólo me inspira pena. Portando una coraza
invisible de acero, ligera en cuanto a su liviano peso pero resistente a las asechanzas de
quienes mi destino ha decidido, sabia y acertadamente, defenestrar a esa “tierra
de nadie” de la que, tan lejana, ni siquiera, puede llegarme el eco de los pasos de
quienes por ella transitan.
"Hay que tener cuidado al elegir a los enemigos
porque uno termina, siempre, pareciéndose a ellos".
(Jorge Luis Borges)
Mi respuesta es: "Mejor que elegir, IGNORAR, supone un menor esfuerzo".
Comparto tu opinion totalmente pero me falta tu decision para llevarla a cabo. Envidio , pero con envidia sana, tu forma de afrontar la vida y solo puedo decirte lo que ya te han dicho tantas veces, !Nena tu vales mucho!. Me ha gustado mucho como siempre.
ResponderEliminarMe ha encantado este articulo tuyo, en especial sobre todo: ¨ Mejor que elegir, IGNORAR ¨
ResponderEliminarEn todos aprendo ideas nuevas, me proporcionan algo positivo y alentador.
Este en particular lo llevare a la practica.
Muchas gracias.