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viernes, 30 de enero de 2015

El Abogado indigno o la mala conciencia.


Ya he hablado en anteriores ocasiones de lo que conlleva esta profesión mía, narrando experiencias positivas y negativas, que de todas ha habido, a lo largo de estos años de carrera. Ayer, precisamente ayer, obtuve lo que no puede calificarse sino como de una “apabullante e incontestable victoria moral”, el triunfo de la decencia y la dignidad sobre la aplastante vileza de aquél que se llama Abogado, cuando no deja de ser un simple sicario, pues no merece calificativo distinto, el estúpido que se opone a la lícita reclamación de Honorarios de un Compañero. Un sayón, deslucido y cínico, que se vende por unas monedas, prestándose al deleznable juego del “todo vale”, considerándose por encima del bien, del mal y del resto de la Humanidad. Hoy, a pesar de esa victoria, un nuevo nombre engrosa la lista de “persona non grata” a las que, lejos de atacar, veré, no obstante algún día, arrastrarse entre el lodo, pues así ha venido siendo hasta el momento, sin sentir pena alguna, más allá del asco provocado por la basca que ascienda, entonces, desde la boca del estómago, motivada por el hedor que desprende el despojo humano que, como Judas, vendió su decencia por un puñado de monedas, olvidándose de la máxima “los Clientes, pasan… los Compañeros, quedan…”.

No soporto la prepotencia, la falta de formas ni, mucho menos aún, las exigencias, no lo he hecho nunca. Así que, tras el colgar el teléfono, me cuestioné – como suele ser habitual en mí – si realmente merecía la pena asumir la defensa de los intereses de un cretino integral que era tal y como habían definido sus propias palabras al “Sr.” J.S.M., la decisión apenas me llevó un par de segundos, los justos para dejar el teléfono en el soporte. Calculé los honorarios devengados hasta la fecha y le dirigí una comunicación instándolo a la recogida de la documentación que me había hecho entrega a la encomienda del asunto, así como a la preceptiva liquidación de lo que me adeudaba. Un absoluto mutismo se extendió durante más de un mes, reserva que sólo podía tener una única lectura, así que, como de lo que se trataba era de una cuestión de dignificar el trabajo realizado y el tiempo perdido con semejante patán, redacté la reclamación judicial, adjuntando, obviamente, la documentación original “en prueba de mi efectiva intervención profesional”, por unos honorarios devengados y no satisfechos.

Unos días después se me notificó su admisión a trámite, había resultado turnada a un Juzgado en el que, afortunadamente, su titular se caracteriza no sólo por un apabullante sentido común, rasgo evidente de certera inteligencia, sino además, por su gran practicidad. Sería cuestión de tiempo, pero tuve la certeza de que no sólo cobraría mi trabajo, sino que se dignificaría mi labor profesional. Para mi estupor, a la semana siguiente, recibí la llamada de quien, se dice, aún hoy, cínicamente entiendo, Compañero, intentando condescendientemente “llegar a un acuerdo aunque tenía instrucciones de oponerse a la reclamación”, “claro que es posible el acuerdo, estimado Compañero – solté una bocanada de humo del cigarrillo a modo de pausa - pagando íntegramente lo que se me debe”“Bueno pues lo consulto con mi Cliente y te llamo de nuevo con lo que sea…”. He de reconocer que esa llamada no tuvo lugar jamás, por el contrario, un escrito oponiéndose a la reclamación fue lo que recibí, tras haber visto como ese “compañero abogado” se escondía de mí, ridículamente, cuando nos cruzábamos por la calle. Sonreí en mi fuero interno, pues si bien es cierto que, estatutariamente, no puede retenérsele la documentación a nadie como medio de presión para forzar el pago, yo había tenido la prevención de adjuntar, a la reclamación, la totalidad de la que se me había facilitado. Si el moroso tenía prisa por interponer el procedimiento que yo había declinado asumir, iba, necesariamente, a pagar su deuda, pues mezquino y ridículo como ya quedaba acreditado que era, no iba a desembolsar ni un solo euro en solicitar la expedición, respecto de Notarías y Colegios Técnicos, de documentos originales que, en prueba de la realización de mi trabajo, estaban ya en el Juzgado. Paladeé una vez más la venganza pasiva, que es la más eficaz, al no precisar de acto alguno por mi parte, dejándome un gusto dulce en el paladar y una profunda tranquilidad en la conciencia, mientras apuntaba en mi agenda el señalamiento para celebrar el juicio oral, a más de cinco meses vista. Sería una lenta y tediosa agonía el castigo impuesto a aquél miserable – me barruntaba yo -, un juego de desgaste psicológico en el que vencería quien no desistiera: yo quería cobrar mi trabajo, la otra parte, quería su documentación, ¿quién cedería primero?, estaba claro que yo no.

El día anterior a la cita judicial, un Compañero y sin embargo gran amigo mío, vino a mi Despacho pues sería él quien defendiera mis intereses (mi DIGNIDAD PROFESIONAL) en el estrado, ya se sabe que “el Abogado que se tiene a sí mismo por Cliente, tiene un tonto por Cliente”, de manera que renuncié, en aras de la objetividad, a mi defensa, encomendándosela a él. Le vaticiné, aquella tarde, lo que probablemente ocurriría…

Y se cumplió.

Al día siguiente, mi amigo, entre risas, al otro lado del teléfono, me reproducía el episodio mientras, una vez más, yo, por mi parte, me regodeaba en el triunfo. Los acontecimientos se desarrollaron exacta y fielmente a cómo yo los había previsto: el reclamado no se presentó, pero sí su flamante abogado (el sicario) y haciendo gala de su más falsa y artera simpatía propuso a mi amigo llegar a un acuerdo “Quítame aunque sea 20 euros y me allano”, la respuesta fue la que, en prevención de ello, ya le había indicado al bueno de este compañero: “No es una cuestión de dinero, sino de dignificar el trabajo de Carmen, así que, llegados a este punto, será la Juez quien determine si se debe o no y cuánto es lo que se debe por tu Cliente”, me contó que apenas había terminado de hablar, cuando la respuesta fue “¿Sabes lo que te digo?, ¡que me allano de todos modos!. Que sí, que debe la cantidad que se reclama y que la va a pagar, pero por favor… No te opongas a que nos entreguen, ahora mismo, la documentación para poder poner el otro procedimiento cuanto antes…”

A ver sicario: si reconoces que estoy reclamando el importe de mi trabajo, ¿por qué te opusiste en su momento alegando que no era así?. Continúo, sayón: ¿alguien que se niega a pagar a su abogado anterior, crees que va a pagarte a ti?, pero voy más allá, necio: ¿qué clase de ética tienes para hacer un juicio frente a un Compañero que reclama el fruto de su labor que ya no sólo consiste en el estudio del asunto sino en el, incuantificable, esfuerzo de soportar a semejante besugo?... Eres un estúpido: te vendes por las migajas que yo, previamente y dada la catadura moral del cliente, he desechado, pues sigo teniendo la absoluta facultad de elegir los asuntos y los clientes, me pregunto si la ostentas tú. Al parecer, NO.

Me contó, finalmente, mi amigo que cuando entraron a la sala de vistas, únicamente con el objeto de poner en conocimiento del Juzgado que se había llegado al “acuerdo” del allanamiento del moroso; el sicario, ruborizado y tartamudeando, intentaba explicarle a la Juez – “excusatio non petita accusatio manifesta” - que “Bueno… fíjese Vd. Señoría, ¿yo qué le voy a cobrar al Cliente por oponerme a esto?, pero… claro, como me ha encomendado el otro asunto también… pues…” PUES TIENES QUE QUEDAR COMO LO QUE ERES, concluyo yo ahora su absurdo discurso, tú, carroñero, como un mal compañero y peor persona, yo, simplemente, como alguien que tras hacer su labor, exige el pago de lo que le es debido. A tu “cliente” le urgía la documentación, yo, en cambio, lo que menos tenía era prisa en que se me reconociera mi gestión, pues sé lo que hago, cómo y por qué, así que a mayor tiempo transcurrido, mayor victoria conseguida. ¿Qué has conseguido tú?.

Hoy, con un gin tonic delante, escribo esta Reflexión, brindando por la mezquindad de un cliente que hizo aún más ruin a su abogado el sicario, aquél, el de la mala conciencia…

“Grave es el peso de la propia conciencia…”

(Marco Tulio Cicerón)

viernes, 23 de enero de 2015

La Hija de la Hidra.



Hay personas desequilibradas, ya sea, este desequilibrio, provocado por causas exógenas a ellas o bien, endógenas, al tener su origen en alguna patología mental, si bien suelen ser, las últimas, algo menos frecuentes. Ese desorden lo transmiten, genéticamente o por simple mimetismo, a sus vástagos, quienes terminan convirtiéndose, así, en fieles aprendices que superan, un día, al maestro. Presentando, al alcanzar su desarrollo adulto, un grado mucho más profundo de las taras y manías con las que se encuentra aquejado el propio progenitor. Al menos es como yo lo vengo observando en la mayoría de los casos que conozco. De manera que de un ser despreciable sólo puede provenir otro, aún más, despreciable. Truman Capote en sus Cuentos, todos ellos deliciosos aunque desgarradores, culmina, en mi opinión, el elevado arte de encontrar belleza donde sólo hay hediondez, diseccionando psicológicamente a los personajes más viles a los que reviste con la atractiva belleza de su narrativa, me vienen ahora a la mente, algunos pasajes de “Las paredes están frías”, “Miriam” o “El Halcón Decapitado”, haciendo convivir, en sus páginas, lo más deleznable del ser humano con la plasticidad de un lenguaje que podría llegar a hacer parecer, a ese mismo ser, sublime, pese a las miserias que lo ornan. Hoy me atrevo, humildemente, a emularlo. Os presento, así, a “La Hija de la Hidra”…

A modo de cruel venganza hacia la despiadada Humanidad, con quien la enfrentaba, ya desde su nacimiento, una guerra abierta de complejos y suspicacias, la Hidra decidió castigar a sus semejantes con aquella hija del odio y la mentira que trajo al mundo hace años. Un pequeño ser, blanquecino – casi verdoso –, enfermizo y huesudo que dejó de ser una niña flacucha, caprichosa y consentida, para convertirse en una adolescente rebelde y rencorosa. Hoy es tan sólo un engendro de mujer, “muy chic”, apenas con la inteligencia suficiente como para someter a la Hidra, quien adolece completamente de ella, pero no como para ser nociva, pese a sus frustrados intentos, fermentados en una ira compulsiva y el recalcitrante temor lentamente inoculado a lo largo de muchos años. Engreída y envidiosa. Falsa y desconfiada. Impertinente. Execrable. Plena y funcionalmente inútil. Abyecta.

Hace poco me la encontré, por casualidad, contoneando su divina existencia en una cafetería del centro, me fulminó con la mirada, a la que respondí con una amplia sonrisa, no muy sincera, habré de reconocer, pues lo que se escondía tras ella era la carcajada que, finalmente, quedó atascada en mi garganta, mientras le sostenía, indiferente, los afilados cuchillos que clavaba en mis ojos. Se giró, luego, enérgicamente, dándome la espalda en un amago de desprecio que, a mí, más me resultó un alivio pues su mera visión me resultaba repugnante y aunque el aire viniera cargado de puntiagudas tachuelas, se me antojó que una cálida brisa atravesaba la estancia.

Retorné, entonces, a la interesante lectura de aquél artículo sobre los huertos urbanos al que había dado inicio a mi llegada, aunque entonces no me percatara de la presencia del ser, enfrascándome en la revista con un intenso sabor a moka en el paladar, ajena al mundo, ajena a la tétrica descendiente de la despiadada Hidra. No puedo precisar el tiempo que transcurrió hasta que el estruendo, motivado por una taza de porcelana al estrellarse, jalonando el impoluto suelo brillante de añicos que nadaban entre restos de café con leche y el grito, aquél grito desgarrador y agudo, que sucedió al estallido, emitido por la garganta inhumana de la envidia y la soberbia más oscuras, me sacaron de las técnicas de optimización del espacio de cultivo. Levanté los ojos hacia la esquina donde un rato antes, la hija de la Hidra me había ofrecido su curvada espalda: los globos oculares, inyectados en sangre, parecían a punto de salírsele de las cuencas, las manos terminaban en afiladas uñas rojas que se asemejaban a los crueles garfios de la de Lerna, se crispaban, de manera espasmódica, a escasos centímetros de la cara de su joven acompañante que, aterrorizado, asistía a tan esperpéntico espectáculo, víctima del horror y la más sonrojada vergüenza ante tan desproporcionado comportamiento. Natural, siempre, en este tipo de bestias.

Aparté la mirada, ruborizada, dirigiéndola entonces hacia la calle, muy transitada a aquellas horas y, escudriñando en los laberintos olvidados de mi memoria, descubrí episodios similares enclavados en un pasado lejano. Sonreí, no pude evitar hacerlo. Pues tuve el convencimiento de que aquél ser vanidoso, inestable y neurótico, era digno sucesor de su madre, la Hidra. Poco después salió del local, caminando firmemente sobre dos pétreas columnas salomónicas, demasiado gruesas, quizás, para el tronco desgarbado sobre el que flotaba un pelo teñido y tocado con un ridículo sombrerito que pretendía ser, no obstante, fashion-hipster. La cara, demasiado ovalada, recordaba ligeramente a un inmaculado huevo, sobre el que destacaban unos labios rojos, muy rojos, apretados en un rictus de ira sofocada y las cejas excesivamente depiladas que le conferían una extraña expresión facial, completaban el esperpéntico conjunto anatómico que acababa de abandonar aquella plácida cafetería, dejando tras de sí tanto estupor como vergüenza ajena en los rostros de los incrédulos espectadores que, paulatinamente, fueron retornando a las bondades de sus consumiciones mientras cruzaban, entre sí, azoradas miradas de asombro.

Cuando lo recuerdo ahora se sucede una serie, imaginaria, de instantáneas que recogen, con el encuadre perfecto, cada segundo. En la última de ellas: la hija de la Hidra, de espaldas, en plena calle, paseando sus altaneras miserias como antes, también, lo hiciera su predecesora. “De tal palo, tal astilla” – pensé – y continué mi lectura justo donde la había dejado “por lo que es indiscutible que la ventaja que presenta el cultivo en vertical es maximizar el espacio del que se dispone, posibilitando de este modo la siembra de un mayor número de variedades”… Aunque para mí, he de reconocer, sólo se distinguen dos en la especie humana, si bien con diferente nomenclatura: las buenas y las malas personas. El ser o el parecer… la Hidra y su hija o el resto.

“One doesn’t stop seeing. One doesn’t stop framing.
It doesn’t turn off and turn on.
It’s on all the time”.

(Annie Leibovitz)

miércoles, 21 de enero de 2015

El final de los días inciertos.




Fue un día de finales de agosto, hace ya algunos años, cuando recibí una llamada de teléfono que me hizo cambiar mi perspectiva, dinamitando la estructura que la había venido sustentando y convirtiéndola en cenizas de las que emergió otra, mucho más fiable y segura, infinitamente más poderosa. Me encontraba en un anticuario de la zona de Tribunal, curioseando entre los miles de artículos que allí se encontraban expuestos para su venta a los impenitentes amantes de lo antiguo, sin terminar de decidirme cuál sería el que finalmente llevara conmigo, pues todos presentaban un valor único y exclusivo, pese a verme en la ineludible necesidad de tomar una decisión, cuando el móvil empezó a vibrar en el interior de mi bolso. Una conversación breve, de apenas unos minutos, no más de tres, un monólogo al otro lado de la línea, que culminó, para mí, con una indescriptible sensación de alivio extremo, la determinación, tan pletórica como férrea, de dar inicio a una etapa nueva y unas cañas, poco después y a modo de festivo colofón, en un garito en la Plaza Vázquez de Mella, prolegómeno de una continua y renovada celebración vital que se ha dilatado, felizmente, hasta hoy. Pues fue, en las postrimerías de aquél verano, cuando llegó el final de los días inciertos…

Me encanta Madrid, suelo realizar viajes con frecuencia y cierta periodicidad, no sólo para asistir a la ópera o al teatro, sino para perderme en largos paseos que, irremisiblemente, me llevan a visitar anticuarios, otra de mis grandes pasiones.

Hace algunos años, a finales de verano, me encontraba precisamente allí. Fue el término del viaje que hice durante mis vacaciones, tres o cuatro días en esa ciudad a mi vuelta, para disfrutar de los últimos de descanso, antes de retornar a la actividad laboral, con fuerzas renovadas. Me costaba decidir, no sabía si comprar aquél elegante bureau inglés del siglo XIX con infinidad de cajones secretos y un fino escritorio en piel verde integrado en el delicado tablero o, bien, la silla austríaca de macizos reposabrazos en madera de caoba. Un zumbido oscilante en el interior de mi bolso, irremediable preludio del aviso de llamada entrante, me sacó de mis cavilaciones sobre los condicionantes, positivos y negativos, de los dos artículos que, desde hacía diez minutos habían captado, poderosamente, toda  mi atención. Difícil elección. Fue un rápido vistazo a la pantalla lo que me hizo excusarme ante el solícito dependiente que, con paciencia, iba narrando las excelsas cualidades de ambos artículos y salir a la calle en busca de intimidad. Descolgué, se sucedió entonces un rápido intercambio de frases, por pura y mera cortesía, más que por sincero interés y un par de minutos, luego, escuchando las palabras que se vertían desde el auricular, como una refrescante lluvia de verano, empapándome de un profundo sentimiento de alivio que me fue embargando paulatinamente hasta posarse en lo más recóndito de mi ser desde el que empezó a desplegarse invadiendo cada pequeño rincón. Recuerdo que antes de colgar, sólo dije: “Venga, perfecto. Hasta luego” y volví, tranquilamente, a entrar en el establecimiento, dejando suspendido en el aire, a mi paso, el alegre tintineo de la campanita de cobre colocada en el dintel de la puerta que volvió a darme la bienvenida ya no sólo a aquél espacioso ambiente, sino a lo que sería un nuevo tiempo vital.

… (…) …

Aquella tarde terminó, con la entrañable compañía de amigos, en un tugurio de vermouth casero en la Plaza Vázquez de Mella, me embargaba un solazado sentimiento de incontenible alegría, de libertad desbocada, de tranquilidad absoluta que aún, hoy, perdura. Supongo que los acontecimientos sólo pueden producirse en el preciso instante en el que los mismos tienen lugar y me pregunto por qué determinadas decisiones no pueden ser tomadas mucho tiempo antes, por qué no seremos capaces de ver la realidad cuando una venda nos cubre los ojos del alma. Obligándonos a permanecer a la inquieta espera de ese, ansiado, final que vaticinamos desde hace tiempo… He vuelto después, una infinidad de veces, a ese mismo anticuario y siempre recuerdo aquél momento como uno de los mejores de mi vida, el establecimiento se convirtió, aquél afortunado día, en el bastión de una renovada existencia, equilibrada, positiva y tranquila. Y no renuncio, no sería justo, a mantenerlo entre uno de mis predilectos, sin duda por el significado que, desde aquél pasado mes de agosto, encierra para mí.

Supongo que la vida consiste en un camino que, irremisiblemente, ha de consumirse por etapas, cada una de ellas representa un grado de nuestra evolución que nos regala experiencia y sabiduría exigiendo a cambio, únicamente, el fin completo de la anterior como vestíbulo a la que le sucede. He aprendido que el inicio y el fin de cada tramo no depende, en la mayoría de las ocasiones, de nuestra voluntad a la que sólo se le puede pedir no retroceder al estadio previo.

Hoy, sentada en una silla austriaca de caoba, plasmo estas reflexiones sobre el fino escritorio en piel verde de un elegante bureau inglés, ambos, recuerdo vívivo del final de los días inciertos que me hace tener presente que no debemos, jamás, basar nuestras decisiones en los consejos de personas que no tendrán que lidiar con sus resultados y es inevitable que éstos siempre se produzcan, consecuencia insoslayable de la acción que los motiva.

“La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada”.

(Gabriel García Márquez)

lunes, 5 de enero de 2015

Noche de Reyes o cuando la sombra del camello es alargada.








Recuerdo cómo a la vuelta de la Cabalgata, mis hermanas y yo nos afanábamos con el Kanfort y la esponja autobrillo, para dejar nuestros zapatos, relucientes, bajo el árbol de Navidad. Solíamos cenar a toda prisa e irnos a la cama mucho antes de lo habitual, con el ansioso deseo de que la noche transcurriera rápido, a la espera de saltar de la cama por la mañana y dar inicio a una ruidosa carrera en dirección al salón donde, indefectiblemente, se amontonaban las cajas y golosinas que Sus Majestades habían dejado durante algún momento de la noche con la – obligada – nota que solía encontrar en un sobre a mi nombre, junto a dos trozos de carbón dulce, apercibiéndome de que el año próximo no iban a ser tan benévolos ni generosos si continuaba el rosario de trastadas que había jalonado el año anterior y que yo, por mi parte, como ya se había convertido en costumbre, enseñaba a mis hermanas con una sonrisa triunfal “¿Lo véis?, ¿eh, lo véis?... no pasa nada, al final siempre me dejan los regalos… Por más que me avisen, siempre me los dejan”, ellas miraban atónitas aquél papel firmado con tres coronas y me decían que no siempre iban a ser tan buenos… que cualquier año sólo iban a dejarme carbón y que entonces me iba a arrepentir de no esforzarme durante los 365 días precedentes como ellas, diligentemente, siempre hacían.

Terminé de pasar la gamuza por el zapato Gorila y lo dejé, junto al otro, en el lugar que, bajo el abeto primorosamente adornado, me había asignado mi madre. Allí estaban ya los de mis padres y los de mis tres hermanas, en perfecto orden y deslumbrando tanto como las bolas rojas y doradas que colgaban de las ramas.
Oía a mis hermanas, nerviosas en el baño, cepillándose los dientes, se preparaban para irse a dormir. Habíamos ido a ver la cabalgata y volvimos a casa con los bolsillos repletos de caramelos y el pelo de confeti, la ilusión desbocada y un sospechoso afán de incontenible curiosidad que nos llevaba a conversaciones clandestinas en la oscuridad, bajo las mantas, que eran inopinadamente sofocadas con el carraspeo de mi padre desde el pasillo.

Estaba guardando en el zapatero el kanfort y la esponja cuando mi padre, que, en aquél momento, salía de la cocina, me dijo:

- “Deberías irte a la cama… y asegúrate, antes, de que dejas el cubo con agua para los camellos. Tus hermanas ya han puesto el roscón y tres copas para Sus Majestades. Venga no te entretengas, ya sabes que si te pillan levantada…”

-  “Sí, sí, sí… pasarán de largo sin dejarme nada, ¿no?...” – terminé con sorna la frase, pues a pesar de los continuos apercibimientos anteriores, los Reyes siempre accedían a mis peticiones. No obstante, en el Colegio había oído ciertos rumores cuya certeza o no, había tomado la determinación, iba a comprobar aquella misma noche… Me hice la remolona, fingiendo que me aseguraba de que aquellos pobres camellos, cansados como estarían, sin duda, tras una jornada tan atareada, encontrarían agua suficiente con la que aplacar su sed. Tranquilamente me dirigí a mi habitación, pero tal y como tenía previsto, me pasé antes por la habitación de mis padres, del cajón extraje la cámara polaroid de mi padre y la escondí bajo la almohada, tras sacar el pijama. Fingí, con aparente normalidad, que me iba a la cama, por lo que tras lavarme los dientes, desear las buenas noches y apagar la luz de la mesilla, me acosté.

El tiempo parecía pasar muy despacio, aún oía a mis padres hablar en la sala de estar, intenté serenar mi ánimo imaginando cómo sería llegar al Colegio con una foto de los Reyes Magos dejando los regalos… era arriesgado, lo sabía, siempre habían dicho que si te veían despierta no te dejaban nada, pero a mí no me verían, tenía preparado un estupendo escondite: fue durante el tiempo en que me había quedado sola, terminando de sacarle brillo a mis zapatos, que ya refulgían, algo para lo que conscientemente había empleado más tiempo del necesario, salí despavorida hacia el otro extremo del salón, moví el sillón aproximándolo al mueble estantería de modo que quedaba un hueco en el que me resultaría fácil camuflarme sobre los cojines que ya había dispuesto para mi mayor comodidad junto con una gran parte de las chucherías que había recolectado en la cabalgata aquella tarde, pues la noche, me barruntaba, iba a ser larga.

Paulatinamente los sonidos de la casa fueron enmudeciendo, hasta quedar sumida en el más absoluto silencio. Me levanté sigilosamente y abrí la puerta, de puntillas me acerqué a la habitación de mis padres, apliqué el oído a la madera, a través de la cuál pude percibir la respiración sosegada y, casi casi, acompasada de los dos. Me dí  la vuelta y entré de nuevo para coger la cámara de fotos y la linterna que guardaba en el cajón de los calcetines para las ocasiones en las que mi madre apagaba la luz y yo seguía leyendo bajo el mullido y cálido edredón.

Unos minutos después me encontraba, cómodamente, en el hueco que había preparado, dispuesta a capturar la instantánea que me haría laureada merecedora, sin duda, de las envidias – sanas y malsanas – de todas las niñas de la clase de 2º A. Había llegado el momento cumbre de mi existencia: probar que podía verse a los Reyes Magos y que, aún así, te dejaban tus juguetes siempre que ellos no te vieran a tí, claro, eso era evidente. Tendría que ser más lista que ellos…

… (…) …

Las voces cantarinas de mis hermanas y sus risas nerviosas, al rasgar el papel en el que venían envueltos los regalos, me despertaron… Abrí un ojo y luego el otro, parpadeé varias veces y fui consciente, entonces, de que me había quedado dormida esperando la visita nocturna. Tenía las piernas entumecidas y la cámara sobre el regazo, en algún momento debí apretar el disparador porque había algunas polaroids a las que ni presté atención en aquél instante. Salí y me dirigí hacia donde mis hermanas continuaban abriendo paquetes con gran alboroto, bajo la atenta mirada de mi madre que sostenía en brazos, sonriente, a la más pequeña, aún un bebé, y mi padre inmortalizaba para nuestros anales de la historia familiar tan festivo episodio.

Para mi sorpresa y estupor constaté que no había nada junto a mis zapatos Gorilas, pulcramente abrillantados, más allá de dos grandes trozos de carbón, ninguna carta o nota explicativa… Nada más que dos tristes trozos de carbón. Atónita miré a mi madre.

-          “¿Qué pasa?... ¿no te han dejado nada…?. Vaya, debe ser porque, sin duda, debieron verte anoche, ahí escondida cuando debías estar en la cama…”
-          “Pero… pero… mamá… Todos los años me dejan el carbón y además mis juguetes…”
-          “Pero todos los años te han venido avisando – intervino mi padre sin dejar de mirar  por el objetivo de la cámara Super8 – y creo que éste has debido sobrepasar ya todos los límites… ¿a quién se le ocurre esconderse para intentar fotografiar a los Reyes mientras hacen su trabajo…?.

Lo que más me fastidió fueron las caras de suficiencia de mis hermanas, parecían mirarme con cierta conmiseración, es cierto, pero podía oir el toniquete de “si es que...ya te lo había dicho yo…” mientras sostenían en sus brazos la rebosante materialización de sus respectivas cartas. Suspiré resignada pensando que había desperdiciado la oportunidad de tener, al fín, el tan ansiado Halcón Milenario, mientras intentaba calcular los meses que aún faltaban hasta mi cumpleaños, la voz de mi padre interrumpió mis pensamientos:

-          “Anda, ve a ponerte las zapatillas… te vas a enfriar…”.

Miré mis pies, cubiertos sólo con los calcetines de Spiderman que usaba para dormir, había decidido prescindir de todo elemento que pudiera emitir el menor sonido delator cuando la noche anterior había dado inicio, a hurtadillas, tan infructuosa aventura. Me dirigí a mi cuarto, más por sufrida inercia que por un repentino impulso de obediencia, cuando abrí la puerta me quedé petrificada bajo el dintel… A los pies de mi cama, se amontonaban múltiples cajas envueltas en papel de colores y sobre todas ellas, refulgiendo desde su privilegiada posición, estaba la soñada y anhelada nave espacial, junto a las reproducciones de Han Solo y del peludo Chewbacca. Tras ese primer momento de desconcierto me embargó una profunda euforia que me hizo bailar, frenéticamente, al ritmo de una inaudible samba.

He visto muchas veces, después, aquella vieja filmación y siempre consigue sacarme la mayor de las sonrisas al verme a mí misma, con siete años bailando en pijama y calcetines de Spiderman alrededor de una cama atestada de cajas mientras el Halcón Milenario sobrevolaba pilotado por Han Solo. Conservo, también, dos recuerdos más de aquella Noche de Reyes: una misiva que, junto con las advertencias habituales sobre el comportamiento que debía observar en lo sucesivo, terminaba con un sabio consejo: “No olvides nunca que la curiosidad mató al gato… SSMM Los Reyes Magos de Oriente” y algunas instantáneas veladas, en una de ellas aparecen unas extrañas formas que, no sin cierta dosis de imaginación,  podrían recordar las siluetas de unos camellos, si bien distorsionadas y algo más alargadas…

Y ahora, amigos lectores, aunque es cierto que me gustaría seguir compartiendo estos recuerdos infantiles con vosotros, tengo una ineludible tarea pendiente que no puedo desatender: bajo mi árbol hay un sitio, aguardando a un par de zapatos relucientes que habré de dejar antes de irme a la cama, pues hace tiempo que desistí de aquella idea de sorprender a los Magos de Oriente durante la Noche de Reyes…

¡Feliz Noche de Reyes! y... no olvidéis que "la curiosidad mató al gato..."