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viernes, 24 de enero de 2014

La miserable existencia de Paton Cox.



Cuando aquél verano decidí volver a Nueva York para disfrutar de mis vacaciones, esperaba escapar a la canícula estival de la zona mediterránea, pero nada más lejos de mis expectativas, los habitantes de la Gran Manzana afirmaban que aquél era el agosto más caluroso de los últimos treinta años, desconozco como fueron los anteriores, de lo que sí puedo dar fe es de que, durante ese mes,  el asfalto parecía derretirse bajo las suelas, ascendiendo de él un vapor con intenso olor a alquitrán que se adhería a la piel, ya húmeda y en continua transpiración desde primeras horas del día.

Decidí abandonar Central Park y tomarme un refrescante respiro en cualquiera de las cafeterías que pueblan la 5ª Avenida. No tardé en encontrar un precioso café, situado en la esquina con la 87. El local, con grandes cristaleras invitaba a su visita, siendo el principal efecto persuasor la pegatina colocada en la puerta de entrada: “AIR CONDITIONING INSIDE”. Al entrar, recibí la repentina y agradable caricia de una climatización fresca y seca. Me acomodé en una mesa del fondo, la única que había libre, junto a dos venerables ancianas. Pedí una Diet Coke, “big size” y, aunque no pretendía escuchar la conversación de la mesa vecina, resultó inevitable. Cuando media hora después, las dos ancianas se levantaron, dejaron tras de sí el cambio que el diligente camarero les había devuelto, un dólar veinte, dos tazas con restos de té, un trozo de tarta de manzana sin terminar de comer sobre el plato y una historia que debía ser contada: la de la miserable existencia de Paton Cox.

La madre de Paton recibió la noticia de ese nuevo embarazo con gran frustración y desencanto al principio que momentos después se tornó en un agrio rechazo hacia lo que crecía en su interior y que ya intuía pernicioso. Ese día comenzó a propinarse violentos golpes en el vientre que aquél embrión, llamado luego Paton en honor al simpático perro tuerto que su padre tuvo como mascota durante su niñez en un barrio del extrarradio de la ciudad, recibió estoicamente, sin tan siquiera, intentar eludirlos,  recibiéndolos con cierta delectación, al provocarle, cada uno de los que les fueron asestados, un indescriptible placer. Ya entonces decidió que el único fin que perseguiría a lo largo de su vida sería devolver todos esos golpes de la peor forma que pudiera. A sangre fría, sin arrepentimiento y sin piedad.

A veces, durante sus primeros años de vida, se preguntaba si aquella brutal paliza recibida en el útero materno, no le había dejado como secuela, la cara de patata que presentaba el conjunto de sus rasgos físicos y aquél pequeño cuerpo ligeramente estevado, tampoco le importaba demasiado, era simple curiosidad, en especial, cuando se comparaba con sus hermanos con quienes no guardaba similitud alguna.

La familia Cox procedía de las más bajas esferas sociales, pero tras la Gran Depresión del 29, había sabido sacar provecho a la imperante necesidad ajena para medrar, especulando incluso, con el hambre de sus vecinos, lo que había propiciado al Sr. Cox su acceso a la clase “pudiente”, como flamante propietario de un próspero negocio de compraventa y reparación de automóviles que esperaba, en un futuro, convertir en un gran imperio pero que daba lo suficiente, mientras tanto, como para permitirle a la familia, adoptar el estilo de vida burgués propio de aquél barrio céntrico en el que se habían terminado por instalar y en el que, a pesar de sus denodados esfuerzos, seguían desentonando, al no poder esconder su procedencia, origen y costumbres tras la pretendida apariencia, basaba en la imitación del estilo de vida propio del vecindario, pues con frecuencia, afloraban claros indicios que delataban sus orígenes ciertos y su pasado algo turbio.

Paton nació una fría tarde de invierno y su primera venganza se vio frustrada, en el último minuto, sólo por la pericia de aquél Doctor, de altísimos emolumentos, que su padre había contratado para asistir a la madre durante el parto. Casi mata a su madre el mismo día en que él vino a la vida, tal y como se había propuesto. Aún sin conseguirlo, no se rindió.

Su niñez pasó de Colegio en Colegio, éstos, por caros y exclusivos que fueran, siempre terminaban el curso para él con una prematura expulsión, tras la que se le consideraba persona non grata debido al cruel comportamiento que presentaba, junto con la explícita invitación de no volver a solicitar su inclusión como discípulo en el Centro, lo que motivó que jamás llegara a obtener ningún título. No es que tuviera una inteligencia brillante pero tampoco puede decirse que fuera completamente lerdo, simplemente, era un ser insoportable para cuantos le rodeaban. Zafio y malvado, sin mayor aspiración que causar el dolor en sus semejantes.

Todos pensaban que se trataba de una rebeldía propia de la edad, pero lo cierto es que fue su obcecada negativa a acudir a la consulta del Psiquiatra lo que motivó que su esquizofrenia jamás le fuera diagnosticada.

Con dieciocho años, los padres de Paton, lo enviaron a una Escuela de Negocios. El Sr. Cox, había depositado en él, las escasas esperanzas que aún mantenía de que, algún día, se hiciera cargo del negocio y lo expandiera, dado que el resto de sus vástagos habían optado por otros caminos profesionales ajenos a su actividad comercial y, aunque sin gran convicción, accedió a mandar a Paton a aquella Escuela, en la que sólo permaneció el tiempo preciso para formalizar su matrícula. Las clases llevaban impartiéndose casi dos meses aquel fatídico día en que se presentó en el aula por primera vez, únicamente, para insultar a condiscípulos y profesores, a quienes acusaba de su deplorable vida marginal. Nuevamente, tras el preceptivo Consejo, fue expulsado con todo deshonor de tan reputado Centro Académico.

Ante el nuevo y estrepitoso fracaso, el Sr. Cox lo “contrató”, o eso dijo, como empleado, a cambio de un ridículo estipendio semanal, si bien guardaba las apariencias, diciendo que “en atención a las cualidades que ya mostraba, le estaba enseñando los secretos del negocio al heredero para que tomara pronto las riendas”, cuando en realidad, Paton sólo se encargaba de hacer algunos recados, tan insignificantes como superfluos, con habituales paradas en el bar. Así nació su alcoholismo. Cuando alcanzó los veinte años, no había un solo día en el que no se encontrara en un profundo estado beodo, presentándose a trabajar puntualmente, bien es cierto, pero transcurriendo la jornada inmerso en sus personales ocupaciones que no coincidían, ni de lejos, con las laborales. Comenzó a frecuentar lo que su madre llamó “malas compañías” y que, en modo alguno, podrían haber presentado una moral más reprochable que la de su propio hijo. Alentado por éstas, se sumió en el apasionante mundo de los negocios: se calzó elegantes zapatos ingleses y se vistió con carísimos trajes italianos, hechos a medida dada su extraña complexión, para emprender sus nuevos proyectos que, irremisiblemente, fracasaban incluso antes del inicio, dejando a Paton sumido en cuantiosas deudas de las que se tenía que hacer cargo, luego, su padre y con un buen puñado de dólares en las cuentas de aquellos que se habían lucrado a costa de “aquél loco, idiota y borracho, con delirios de grandeza”, utilizado como el tonto útil en las frustradas aventuras empresariales. Fue así como Paton tuvo consciencia de su inferioridad y lejos de admitirla, se creció, desafiando al mundo y a toda la Humanidad, entró en una espiral de destrucción que empezaba por su propio ser. Era pendenciero, provocador en la forma de conducirse, rencoroso y maligno en el trato con sus iguales. No desaprovechaba ninguna ocasión para hacer el mal gratuitamente, sin importarle quien fuera el objeto de sus perversas acciones, encontrando en ellas un placer inmenso que le alentaba a seguir respirando, único estímulo que era capaz de encontrar para permanecer, día tras día, sobre la faz de la Tierra.

Jamás tuvo amigos, pues nunca supo cómo mantenerlos, dada su inadaptación social y radical ausencia de empatía. Mentiroso compulsivo, llegaba a creerse las mentiras que inventaba solo para ganarse el respeto de los demás, que nunca se materializó, quedando como un simple “zoquete con pretensiones”. Aquél ser de escasa estatura, poco agraciado y de inteligencia limitada, llegó a dispensar tanta crueldad y fiereza como asco recibió, en justa contraprestación, a lo largo de toda su despreciable vida.

Cuando su padre falleció le fue legado el viejo taller de repuestos. Se propuso entonces destruirlo como, último y envenenado, homenaje póstumo a su predecesor. A pesar de su intolerable trato hacia los Clientes y de su absoluta desidia en cuanto a las obligaciones que le eran propias, el negocio, mal que bien, seguía funcionando para colérica frustración de Paton.

Una noche no pudo más, de un salto se levantó de la cama y poseído por un odio cegador se dirigió al taller, se había detenido antes a comprar varios litros de gasolina, a nadie le extrañó que aquél ser deforme, con fama de loco, se bajara en pijama de su coche en la Gasolinera y pidiera cinco latas de combustible que acomodó en el maletero antes de irse a toda velocidad. La vertió en cada rincón de aquél inmueble que representaba todo lo que para él había simbolizado el poder opresor de un padre ante la propia insignificancia de su miserable existencia. Encendió una cerilla que arrojó momentos después, disfrutando impasible ante el espectáculo que tenía lugar: una enorme bola de fuego, propagándose a una vertiginosa velocidad, engullía todo lo que encontraba a su paso, incluso, aquellos nefastos recuerdos de cuando era, tan sólo, un pequeño embrión de varias semanas desarrollándose en el seno de una madre que había intentado impedir su nacimiento, al sentir como un ser indeseado ocupaba su útero, creciendo lentamente en su interior, nutriéndose de una vitalidad que le iba restando a ella paulatinamente, y justo entonces se percató de que aquella venganza no sería completa si no acababa, también, con todo ese dolor que él mismo llevaba experimentando, incluso, desde antes de venir al mundo. Tenía que ponerle fin, acabar con él definitivamente, y no sólo con los recuerdos. Extinguir ese dolor para siempre, hacerlo desaparecer.

No lo dudó un segundo: se arrojó de cabeza.

Los bomberos acudieron alertados por los vecinos. Cuentan que, cuando llegaron, el fuego había consumido gran parte de la estructura y sólo pudieron apreciar, entre aquellas ruinas carbonizadas, lo que parecía un ser humano envuelto en llamas quien, entre sonoras y grotescas carcajadas, les impidió que se le acercaran a sofocarlas, amenazándoles con arrojar el resto de combustible sobre ellos.

Fue el fin. Así acabó la miserable existencia de Paton Cox y, con ella, la maldad que germinó aquél día en el que una mujer embarazaba se golpeaba el vientre para impedir el desarrollo del ser diabólico que, tenía el convencimiento, estaba gestando.

“Es extraña la ligereza con la que los malvados creen que todo les saldrá bien”.
(Víctor Hugo).

jueves, 23 de enero de 2014

El Silogismo de Palmer.



Conocí a Palmer hace muchos años en una Universidad de Escocia. De aquella época guardo buenos amigos y, por supuesto, un conocimiento que aún hoy valoro y me es de gran utilidad. A Palmer, en concreto, lo conocí por casualidad y a pesar de que es una persona con ciertos rasgos sociópatas y de pocas palabras sigo manteniendo con él un contacto habitual. Creo que, en el fondo, siempre me atrajo su forma de ser, fue una especie de enamoramiento platónico hacia él, que, he de admitir, aún perdura. Palmer es matemático, hoy en día es Titular de una importante Cátedra en una prestigiosa Universidad del Reino Unido y, sinceramente, no me sorprendería que algún día le concedieran el Premio Nobel. Creo que nació para los números aunque él siempre ha dicho que los eligió como profesión porque le encanta estar entre ellos: “son los únicos que no mienten, guardan un silencio absoluto y al final, por más quebraderos de cabeza que den, todo queda como debe estar. Sólo tienes que tener la paciencia de encontrar su funcionamiento”. Es de un gran pragmatismo, tanto en su faceta profesional como en la personal; su razonamiento lógico es apabullante, tanto por acertado como por simplista. Podría decirse que él ha instaurado un especial estilo de vida que yo califico como aquél “basado en el silogismo de Palmer” que, creo, todos deberíamos seguir.

Aquella mañana me había dormido y llegué a la biblioteca más tarde de lo habitual, eran ya escasos los sitios libres que quedaban, algo normal, estábamos en plenos exámenes y disfrutar de un lugar en aquél remanso de silencio se había convertido en todo un lujo susceptible de ser ganado en dura pugna. Al fondo, entre dos largas hileras de estanterías, estaba la mesa del “chico raro” como todos la llamaban. No me quedaba otra opción, así que me dirigí hacia allí.

El “chico raro” en cuestión era Palmer, estudiaba un Post-Grado de Matemáticas. Palmer es delgado y alto, sin llegar a ser desgarbado, con enormes ojos pardos, de un color indefinido entre el gris y el verde, tiene el pelo rubio tirando a rojizo. De tez muy pálida y cara agradable, aunque casi nunca sonríe. De los cuatro puestos de estudio disponibles, ocupaba una silla y casi toda la superficie de la mesa sobre la que, sin ningún orden aparente, se diseminaban multitud de folios plagados de fórmulas y notas en distintas direcciones, superponiéndose incluso las ecuaciones, logaritmos y límites que había plasmados. Utilizaba marcadores fluorescentes de diversos colores. Me acerqué y en un susurro le dije: “Perdona… me gustaría sentarme…”. No reaccionó, absorto en un tomo del que extraía notas apresuradas en una hoja de papel en la que casi no quedaba espacio en blanco. No pareció haberse apercibido de mi presencia, le di un toquecito en el hombro, se sobresaltó quitándose un tapón de gomaespuma del oído derecho: "¿Qué?...” “Que me gustaría sentarme, no hay más sitios libres. Perdona". – susurré -, “Ah, claro, disculpa”. De un rápido movimiento con el brazo, barrió las hojas y las depositó a un lado del amplio tablero que pareció ganar tamaño tan pronto como quedó expedito, tras lo cuál, volvió a sumergirse, tranquilamente, en su libro. Ajeno a mí y ajeno al resto del mundo. No levantó la cabeza ni una sola vez y cuando cuatro horas después, di por concluida mi sesión de estudio, él continuaba allí, bebiéndose aquél grueso tomo y realizando algún apunte aleatorio. No creo ni que se percatara de que me fui, tras una despedida cuyo eco pareció rebotar en el silencioso vacío más absoluto.

Ese fue mi primer contacto con Palmer, al que sucedieron muchos más, con independencia de que hubiera o no sitios disponibles en aquella enorme sala de estudio, tomé la costumbre de sentarme en la misma mesa: la del “chico raro”. Paulatinamente se fue creando un vínculo de camaradería, primero, entre nosotros que nos llevó, más tarde, a una profunda amistad que aún hoy permanece, si bien ya, desde la distancia.

Otro día, a finales de Curso, cuando nos tomábamos una pinta en un pub del Campus, aprovechando un receso en nuestras tareas, que se prolongó más de lo que teníamos previsto, me contó su especial idilio con las Matemáticas. Me explicó que desde que era pequeño, había intentado racionalizar cuanto acontecía a su alrededor, reduciendo cada suceso o acción a un silogismo: dos premisas y su conclusión lógica. “A eso – dijo – se reduce no sólo la Ciencia Matemática sino la vida en general. Todo ocurre por alguna razón previsible y todo, por tanto, se reduce a una explicación lógica”. Comprendí en ese momento su especial forma de ser, su carácter pragmático – de gran simplicidad – aunque, al principio, no fui capaz de entender lo que, supuse, se trataba de una fobia a los parásitos, ejemplo recurrente en todas nuestras conversaciones, cuando daba su opinión ante cualquier asunto, por intrascendente que éste pudiera ser. De este modo, tras cada razonamiento que desarrollaba a lo largo de nuestras dilatadas y cada vez más habituales charlas, terminaba sentenciando, con independencia del tema que tratáramos, de modo irremisible: “pues los parásitos son dañinos”.

Al principio me pregunté si no tendría alguna especie de trauma con esos pequeños organismos biológicos, si en su infancia no habría sufrido algún desagradable episodio en el que se pudiera encontrar explicación a lo que yo consideraba una especie de obsesión irracional que me llamaba aún más la atención tratándose de Palmer. Cuando le pregunté, me negó que hubiera sufrido ninguna experiencia concreta con alguna garrapata, piojo, lombriz, gusano o chinche, pero que cuando empezó a tener noción de sus relaciones sociales, pudo encontrar un gran paralelismo entre el funcionamiento de aquéllos entes con el comportamiento humano. Decía que siempre se los había imaginado como diminutos seres, con cabezas excesivamente grandes en proporción al resto del cuerpo, de aviesos ojillos negros que rezumaban maldad y que para seguir subsistiendo se veían obligados a nutrirse de otro ser – ahí fue cuando no tuve más remedio que reconocer que Palmer, como siempre, volvía a estar en lo cierto, encontrando, de la misma manera, una razón lógica a su conducta generalmente asocial -. 

Hasta ese día, jamás había sentido tanta afinidad con nadie, creo que fue en ese momento y no en otro, cuando descubrí en Palmer a mi alma gemela.

“Las picaduras duelen,
los parásitos pican…
luego los parásitos son dañinos”.
(“El silogismo de Palmer” – por mi Amigo Palmer W.)

lunes, 20 de enero de 2014

El imperturbable estado de las cosas (Paracetamol, manta y caldo de pollo).



Si algo bueno puede tener atravesar un proceso gripal es, sin duda, que puedes omitir el recurso al despertador, tirarte en el sofá a leer o, simplemente, a dejar pasar el tiempo de convalecencia en ese trance de duermevela tan placentero. Interrumpido a ratos, es inevitable, por los dolorosos síntomas del enfriamiento o por algún inoportuno estornudo, sin olvidar claro está, el irritativo ataque de tos que termina produciendo agujetas en el estómago y unas insufribles náuseas. Es el momento del paracetamol, la manta y el caldo de pollo que nos administraban, con mimo, nuestras madres cuando nos quedábamos en casa por sufrir el providencial contratiempo que nos mantenía sin poder asistir a clase para envidia de nuestros hermanos y solazado deleite del enfermo.

Me despertó el aguijonazo en el pecho, obligado anuncio, que precede a esa virulenta tos, metálica y seca, cuyo eco se expande hasta restallar en el interior de la cabeza dolorosamente, mientras afloran las lágrimas y el escozor en la garganta se vuelve insoportable. Me incorporé en la cama, lo que provocó la repentina y transitoria descongestión de las fosas nasales. La tarde anterior ya había experimentado un malestar generalizado que hizo que volviera a casa antes de lo habitual. El paracetamol, antes de dormir y la larga ducha de agua caliente, casi hirviendo, no habían desplegado, al parecer, el esperado efecto represivo en el enemigo que acechaba, implacable, para abatirme… “Es gripe”, pensé resignada echándole un rápido vistazo al reloj: “¡Uf!… demasiado temprano para comenzar el día aún y demasiado tarde, ya, para intentar conciliar nuevamente el sueño…”, empecé a lamentarme. “Aunque tarde – razoné – si tuviera que dar inicio a mi jornada habitual, pero tengo gripe - ¡JA! -, suficiente justificación para quedarme en casa, sin atisbo alguno de remordimiento, la mañana de un viernes en el que no hay señalamientos fijados en mi agenda”. Sonreí mientras me recostaba plácidamente y me tapaba con el edredón. La antigua sensación, de remotos tiempos infantiles, volvió a embargarme. Ante mí se presentó, diáfano, el recuerdo de las caras, frustradas, de mis hermanas cuando, mochila en ristre y en ordenada fila india, desfilaban mirándome con más envidia que conmiseración, a su salida hacia el Colegio, mientras yo, que sostenía un vaso de zumo de naranja en una mano, las despedía con la otra moviéndola ligeramente, no por debilidad sino para evitar que, con el movimiento, se cayera el termómetro que mi madre acababa de acomodar para tomarme la temperatura; las miraba entonces con una expresión triunfal que apenas duraba el instante preciso de paladearla brevemente, antes de tornarla hacia una más piadosa y de resignado sufrimiento. Pues bien sabido es que las madres tienen ojos hasta en la nuca y la mía, lejos de ser una excepción es aún, a día de hoy, un verdadero portento de la observación, no escapándose a su percepción el menor detalle, lo que en mi niñez me valió más de un pellizco y reprimenda, cuando aprovechando lo que yo creía una distracción por su parte, hacía alguna de las mías. Sonreí en la oscuridad recordando aquellos momentos de infinito placer mientras me abandonaba, nuevamente, al sueño envuelta por la calidez de las sábanas.

Estaba bien entrada ya la mañana cuando volví a despertarme. La luz plomiza de un día lluvioso se filtraba a través de la cortina. Me desperecé lentamente, mientras intentaba desentumecer mis extremidades doloridas. Tras ducharme y sustituir el pijama por otro limpio, me encaminé a la cocina, luchando por mantener el equilibrio ante la atenazadora y vertiginosa sensación de mareo que se incrementaba a cada paso con una preocupante debilidad en las piernas que parecían a punto de ceder en cualquier momento.

Un zumo y un paracetamol antes de aterrizar, literalmente, sobre el sofá. Me cubrí con la manta mientras suspiraba complacida: el horizonte de todo un día de holganza por delante me saludaba como justa recompensa a mi padecimiento. Esperé, pacientemente, a que el fármaco hiciera su efecto, en esa especie de agradable sopor en el que aquella mañana, por título de convalecencia, tenía legítimo derecho a sumergirme. Dejé de ser consciente de mi cuerpo, tal era la placentera sensación que me imbuía, embriagada por esa poco usual inactividad matutina y reconfortada por el analgésico. Durmiendo a ratos, leyendo otros, adentrándome en el conocimiento de los numerosos e inservibles artículos ofertados en TeleTienda o bien, en las noticias de la actualidad rosa, comidilla en los mentideros de nuestro panorama social. Arrullada por los familiares aromas del Vick’s Vaporub y el caldo de pollo… Un día de agradable convalecencia solazada en el confortable reposo doméstico.

Y así transcurrió aquél viernes, en el que no salí por no convidar a nadie - a virus gripal, se entiende -, recibiendo las atentas llamadas de mis hermanas que, como en otro tiempo, me decían: “¡Qué suertuda…!” tras ofrecerse para suplir cualquier necesidad que pudiera tener y desearme una pronta mejoría. Un viernes de paracetamol, manta y caldo de pollo.

Pues, sin duda, es éste otro índice más del imperturbable estado de las cosas.


Mi Romancero Griposo:
Tú, y  sólo tú, me has hecho temblar de arriba abajo,
provocando que el sudor invadiera mi cuerpo y sintiendo un calor inusitado
me arrastraste a la cama apoderándote de todo mi ser, rendida por completo a ti,
tú y sólo tú, amada gripe mía.

jueves, 16 de enero de 2014

El paseíllo de los autómatas.



He de admitir que, con el paso de los años y a la vista del devenir de los acontecimientos, se incrementa mi desconfianza en el “sistema”. Han sido múltiples, últimamente, mis llamamientos y reivindicaciones ácratas, mi profunda convicción antimonárquica - que no republicana -, mi absoluta falta de fe en la Justicia y mi odio visceral hacia ese Leviatán que se perfila como un despiadado y cruento Saturno devorando a sus hijos.

Me parece una obscena incongruencia que la rueda judicial se accione, ante el impago de una hipoteca por un padre de familia, desempleado y carente de recursos, e, implacable, el engranaje dentado siga su curso, haciéndolo desaparecer en el interior del mecanismo, pulverizando su vida, al dejarlo magullado, inerme y en la castiza “puta calle” y sin, embargo, se articule todo un sistema institucional de férrea defensa a favor de una Infanta que, presuntamente, tiene las patitas manchadas con el estiércol de la corrupción, la estafa a niños deficientes – pues no puede recibir distinto calificativo el hecho de “aprovecharse” de una minusvalía para lucrarse a costa del débil que presta su piadosa imagen para llenar el saco del “listo”- y el fraude fiscal a los españoles de bien que venimos soportando, a trompicones, la pesada carga tributaria que estos tarados, ineptos de la soga y la tijera, han depositado sobre nuestros ya quebrados hombros.

Y lo que, sin la menor duda, me resulta más incomprensible de todo es que esos fariseos, sepulcros blanqueados con la falsa pulcritud de una dignidad otorgada por la nívea honestidad de un cargo que les viene grande, se rasguen las vestiduras, mostrándose escandalizados por el oprobio que se va a infligir a tan distinguido y alto miembro de la Corona Española, consistente, el tal ultraje, en que tenga que entrar “a pie”, como el resto de los mortales, soportando la vergüenza – que no sabemos si el  previsible insulto y abucheo plebeyo - de acudir ante un Juez que va a exigirle explicaciones por un comportamiento “poco ejemplar”, según calificación del coronado progenitor de la justiciable.

Y en esas andamos… Republicanos frotándose las manos y cargando las tintas contra lo que, según su concepción, es un decadente símbolo del parasitismo; Jueces denostados por el diligente cumplimiento de su obligación; Fiscales asumiendo el papel de Abogados defensores y defensores montando un Circo televisivo; una Hacienda Pública Española que se desdice de lo que, en su día, dijo; y … sufridos españoles pasándolas “putas y canutas” para atender, mal que bien, los pagos y las letras, mientras las altas esferas de este Estado putrefacto se las ingenian para que aquí, la Infantita, que lejos de renunciar a sus derechos dinásticos parece más digna que nunca ante semejante ludibrio, se vaya de rositas… que es Grande de España e Ilustrísima por origen y nacimiento.

Si es que “Spain is different” y este sainete también forma parte, o debiera, de la #marcaEspaña. Total, si nuestra literatura está plagada: pícaros y bandoleros, guitarra, vino, siesta y peineta.

Pues aquí no pasa nada, porque por mucho que pase, siempre termina ocurriendo un dislate mayor que eclipsa al anterior y así vamos: camino a la perdición. A paso ligero, una zancada tras otra, que si esto es un disparate, más grande será el siguiente. “De oca a oca y robo porque me toca… “.

Se me ha venido a la mente, ante tan desolador panorama, el Reloj Astronómico situado en la fachada sur del Ayuntamiento de Praga, que al marcar las doce en punto abre su portezuela dejando paso a unos autómatas que hacen su eterno recorrido mecánico: es el paseo de los Doce Apóstoles. Curioso de ver este Orloj checo y visionario, creo yo, del espectáculo al que, con grandísima similitud, asistimos los españoles, al provocarnos este tétrico desfile, semejantes reacciones que a los turistas sugiere la dicha visión: en unos, estupor; en otros, risa, en algunos pánico y en todos, asombro. Pues como en una caricaturesca cabalgata de ninots, la esperpéntica comitiva se abre paso entre una muchedumbre hastiada, apaleada y famélica que no por ello, resignada, que o bien escupe su furia – justificada a todas luces – o bien se calla, deseando el escarnio del canalla con la íntima esperanza de ver como, aún cuando no haya quien guarde al guardián, es de Ley Natural, que no haya “prima inter pares” que ésta nos ha salido más tonta que prima y que para todos, primos o tontos, por legal y sagrado imperativo tenemos, o debiéramos, que aplicar similar rasero.

“El poder y la política son los artes de buscar problemas,
encontrarlos, emitir un diagnóstico falso y
aplicar, más tarde, soluciones equivocadas”.
(Groucho Marx)

jueves, 9 de enero de 2014

El Secreto de las Hadas.



A veces, a la caída del sol, cuando el jardín se acomoda al abrigo de las sombras, es cuando, dicen, unas criaturas fantásticas despiertan y toman posesión de ese reino, si prestamos atención, incluso, se pueden oír sus risas, arrastradas por la brisa nocturna, enredarse entre las ramas del rododendro y del manzano, sus chapoteos en el agua del estanque e, incluso, sus canciones, en un idioma para nosotros desconocido…
Son las Hadas del jardín las que portando sus lamparitas iluminan la vegetación dormida, velando nuestro descanso y susurrándonos al oído nuestros sueños bajo el rumor plateado de una luna, redonda y blanca que observa divertida sus juegos y travesuras.


Era una noche de verano calurosa. La niña llevaba un buen rato dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, mirando a través de la ventana abierta una luna grande, blanca y redonda en la que quería ver, nítidamente, los rasgos físicos de una cara sonriente. Las livianas cortinas apenas si se movían, el aire parecía estancado aquella noche, dotando al ambiente de una pesadez asfixiante.

La casa permanecía en silencio y casi en una completa penumbra, tan sólo rasgada por el haz oblicuo de la lamparita del pasillo que, sus padres, solían dejar encendida por el temor a la oscuridad que aún experimentaban sus hermanas pequeñas. Intentó contar ovejas: una ovejita, dos ovejitas… cuarenta ovejitas. Resopló exasperada dándose por vencida. No sabía por qué aquella noche no podía dormir. Sus pensamientos volaban de los libros de piratas a las historias que su abuelo, con frecuencia, solía contarle sobre caballeros con armadura brillante y dragones durante la hora de la merienda bajo el enorme manzano del que colgaban las resplandecientes frutas. En la cama contigua oía la respiración tranquila de su hermana, que dormía plácidamente, desdibujada apenas como un pequeño montículo claro sobre la oscuridad de la habitación. Fuera sólo los grillos parecían estar despiertos. Se levantó con sigilo, notando la rugosidad del suelo de madera bajo sus pequeños pies desnudos y se dirigió hacia la ventana teniendo cuidado de no pisar el tablón más próximo a la misma para evitar el crujido, sabía que esa tabla estaba suelta y no quería despertar a los demás.

Apoyó los codos sobre el petril blanco y miró hacia el jardín, envuelto en la noche plateada. Todo permanecía inmóvil, en un silencio tan sólo interrumpido por los grillos y el molesto sonido de algún insecto volando cerca de ella. El estanque reflejaba el resplandor lunar. Algo captó su atención, un sutil movimiento, casi imperceptible, entre las ramas del rododendro, seguido del titileo de una tenue lucecita blanca, parpadeó un par de veces para asegurarse de que era una visión real. Lo era, la luz permanecía entre las ramas del árbol, moviéndose en círculos. Miró hacia el banco de hierro sin saber muy bien el motivo y fue cuando se percató de que justo allí había otra luz moviéndose con mayor rapidez aún que la primera. Se preguntó si serían luciérnagas, otros puntitos brillantes comenzaron a encenderse y a apagarse, diseminados por el extenso y silencioso jardín. Aguzó el oído y percibió, ahora sí con total nitidez, una melodía sutil, casi inaudible, pero con toda seguridad eran unas vocecillas cantando.

Su abuelo le había explicado que aquellos insectos luminiscentes, eran, en realidad escarabajos que poseen unos órganos bajo el abdomen, cuando absorben el oxígeno, éste se combina con una sustancia llamada “luciferina” reaccionado y produciendo así la luz intermitente que en ocasiones, podían apreciar a la caída del sol, pero no recordaba que jamás le hubiera hablado de que pudieran cantar o emitir cualquier otro sonido más allá del zumbido… Se quedó pensativa no sabía de dónde, entonces, podría provenir aquél canto. De repente recordó el libro de cuentos de su hermana, se dirigió a la estantería donde, en un perfecto orden, se alineaban los volúmenes y tomó uno de ellos, pequeño, de brillantes guardas sobre las que había un dibujo que siempre la había fascinado, representaba un pequeño ser alado, luminiscente – como las luciérnagas – que sonreía sentada sobre unas letras escritas en un llamativo rosa chicle: CUENTOS DEL LEJANO REINO DE LAS HADAS…
“Claro” – se dijo, golpeándose ligeramente la frente con la mano – “son las Hadas del Jardín”. Buscó el final del libro, recordaba haber leído, en la última página, cuál era el secreto de las Hadas… Allí estaba “… y bien es sabido por todos los niños que aquél que es capaz de ver un Hada, gozará del favor de que le sean concedidos todos sus deseos. FIN”. Dejó el libro en su sitio y cogió el cazamariposas que había fabricado a principios de verano, procurando no hacer ningún ruido, se encaramó al alféizar de la ventana, buscando puntos de apoyo para sus pies y sus manos en la enredadera por la que solía bajar al jardín cuando realizaba sus “expediciones secretas”, le llevó tan sólo unos segundos descender hasta una altura desde la que pudo saltar sin riesgo sobre la hierba que, a pesar del calor, se mantenía fresca. Se acomodó luego tras el arbusto de azaleas para observar discretamente desde allí, sabía que si las Hadas fuesen conscientes de su presencia desaparecerían y jamás le concederían sus deseos, la ausencia de brisa aquella noche, junto con la ansiedad producida por su expectación la hizo sudar, notaba el camisón, blanco de algodón, adherido a su piel, especialmente a sus pantorillas y a la espalda. Podía notar su corazón al galope, golpeándole el pecho, y el martilleo continuo de la sangre bombeando contra sus sienes. El mango del cazamariposas empezaba a resbalarse de sus húmedas palmas mientras permanecía al acecho, deseando que el ruido de su corazón desbocado no alertara a aquellas fantásticas criaturas. Tan ocupada estaba en intentar silenciar los latidos que no reparó en un puntito de luz que se acercaba precisamente hacia el lugar en el que se había apostado a la espera de decidir cuál sería el momento idóneo para lanzarse sobre su presa. Primero lentamente y luego más rápido, aquél circulito de luz brillante se fue aproximando hasta detenerse sobre una de las flores, a escasos dos centímetros de su nariz. Observó atónita como la lucecita encerraba una pequeña silueta… ¡alada!, estaba tan sorprendida que no puedo evitar el estornudo que le provocó el rápido batir de las alitas de la silueta, pero en un acto reflejo, junto con el estornudo, dejó caer la red sobre el puntito luminoso. Abrió rápidamente los ojos, ¡estaba allí!, el Hada estaba allí, sonrió:
“Te tengo… te he visto… y te tengo aquí, tienes que concederme mis deseos y te dejaré libre”, dijo en voz tan bajita que casi se extrañó al oírse, pero temiendo, no obstante, haberlo hecho en un tono lo suficientemente alto como para despertar al resto de su familia que seguía durmiendo, o eso deseó.

Una vocecilla cantarina le respondió: “Sí, no sólo me has visto, sino que me tienes prisionera. Tengo que concederte tus deseos pero si sigo atrapada no puedo desplegar la magia que los hace realidad”. La niña frunció el ceño, preguntándose si no se trataría de una treta del Hada para que la liberara yéndose después sin cumplir su promesa, “Si lo hago… ¿Desaparecerás?...”. Preguntó resuelta. “Aunque lo hiciera, ya me has visto. Tengo que cumplir tus deseos o me desterrarían del Reino Secreto de las Hadas”.



Sin soltar la red, que mantenía firmemente sujeta con la mano, reflexionó sobre lo que le decía el Hada, “En verdad yo ya la he visto, a ella y a todas las demás – miró a su alrededor donde una infinidad de minúsculas luces seguían desplazándose de un lugar a otro, de forma aleatoria – así que tendría que concederme lo que le pidiera, pero si la suelto… y se va sin hacerlo…”. El Hada miró a la niña que parecía indecisa y le propuso: “Mira, hagamos una cosa, pide algo que sea fácil antes de soltarme, te lo concederé y así sabrás que, todos los demás deseos también te serán concedidos y podrás liberarme. Además, las Hadas no podemos pasar mucho tiempo en cautiverio, se nos agota la energía que se renueva con nuestro continuo movimiento…”. “Vale”, resolvió la pequeña captora… “Hace mucho calor esta noche y me gustaría que lloviera un poco, notar la frescura del agua sobre mi piel…”.

De repente, una brisa fresca inflamó el camisón blanco de la niña como la vela de un barco y alborotó su largo cabello rubio, le resultó una agradable caricia, cerró los ojos con alivio al notar que la piel se le erizaba como reacción a la temperatura, que cedía así, aflojando la sensación de soporífera opresión que hasta unos momentos antes la venía atenazando, levantó la cara sin abrir los ojos para recibir esa frescura, cuando comenzaron a caer suaves gotas, dejó que le besaran los párpados y fueran empapando su cuerpo, mientras abría la mano y descomprimía la red dejando en libertad al pequeño circulito de luz que, tras detenerse sobre el hombro de la niña unos instantes para desaparecer seguidamente entre la vegetación, le dijo: “Ahora ya conoces el secreto de las Hadas”…

Le sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, se encendió el farolillo que alumbraba la entrada de la casa y vio aparecer a su madre:

“¿Qué haces ahí?, te vas a empapar, entra enseguida…”. Se apresuró a obedecer a su madre, cuando llegó al zaguán le sonrió excusándose: “Mamá hacía calor, he salido un rato sólo, pensaba volver a la cama enseguida…”, “Ya… - su madre sonrió y señaló el cazamariposas -, pero por lo que veo no ha ido muy bien la caza de luciérnagas esta noche, ¿eh?, cámbiate enseguida y métete en la cama, quiero verte dormida cuando suba”. La niña se puso de puntillas, ruborizada e intentando, ya en vano, esconder tras su espalda el cazamariposas, para depositar un breve beso en la mejilla que ya le tendía su madre. No…la verdad es que no... esta noche no…” balbuceó, mientras se apresuró a subir las escaleras en dirección a su cuarto.

Años más tarde, una mujer de cuarenta años, se encontraba sentada bajo el manzano cuajado de apetecibles frutas olorosas, sintiendo el frescor del césped en la planta desnuda de sus pies. Un ajado libro infantil de brillantes guardas dormitaba abierto sobre su regazo mientras contemplaba aquella puesta de sol de un día de finales de primavera. El rododendro exhalaba, a cada bostezo, el dulce aroma de sus flores y la brisa del ocaso, inusualmente fresca, evocaba el olor de la tierra mojada, lo inspiró profundamente, intentando recordar la ubicación exacta de ese familiar aroma en algún episodio de su niñez. Los ojos, que mantenía cerrados, recibieron la inopinada caricia de unas gotas de lluvia, levantó el rostro permitiendo que las gotas resbalaran, dejando a su paso una agradable sensación de frescura. La sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, miró y vio a su madre que desde allí y con una cariñosa sonrisa la comenzó a reprender: “¿Qué haces ahí?, te vas a empapar, entra enseguida…”. Sonrió poniéndose en pie, apresurándose a recoger el libro infantil y ponerse a cubierto bajo él. Cuando llegó a donde estaba su madre, sin saber bien la razón que la empujó a ello, le dijo: “Creo que esta noche será excelente para cazar luciérnagas…”, le besó la mejilla y se dirigió a la cocina guiada por el olor del café recién hecho, mientras por primera vez a lo largo de toda su existencia, reparaba en que todo lo que había deseado en su vida se había terminado convirtiendo en realidad. Sonrió una vez más, mientras el reconfortante sabor del café y el cristal cubierto de diminutas gotas, la sumergían en una gratificante sensación de felicidad. Hace años, un día conoció el secreto de las Hadas, incluso dicen que llegó a atrapar a una...



A mis seis duendes:
Marta, Álvaro, Laura, Irene, Gonzalo y Victoria,
para que algún día se atrevan a descubrir el secreto de las Hadas.



martes, 7 de enero de 2014

Tres retratos costumbristas.


Todos nos vemos obligados a convivir con personas cuyas existencias, por ridículas, excéntricas o patéticas que nos puedan llegar a parecer, constituyen el imbricado mapa de relaciones humanas que conforma nuestra cotidiana realidad social, sea ésta más o menos próxima y mejor o peor tolerada por sus abnegados sufridores.

Hoy, decido emular a Don Ramón María del Valle – Inclán, a quien imagino sentado en una mesa de la madrileña Chocolatería de San Ginés, encontrando la inspiración en sus prójimos para cincelar, a golpe de afilada pluma y observación, sus “Luces de Bohemia”, tejiendo magistralmente los hilos de la realidad más descarnada con retazos de su imaginación, llegando así a parir, finalmente, el esperpento. Fiel reflejo costumbrista de la esencia humana: retrato veraz de una realidad que se pretende distorsionada al ser mirada a través de un calidoscopio que no es, en verdad, sino el sentido común y el profundo conocimiento de la vil naturaleza del hombre.

Así que, paladeando el espeso chocolate caliente con aromáticas reminiscencias de anís, estilográfica en mano y mente despierta, me entrego a esa labor, escuchando los mordaces siseos de ese particular Zaratustra en mi oído que, con sarcástico humor, me va narrando cada una de las tres escenas que he decidido que tengan hoy lugar ante mis ojos. Apercibo a mis lectores, que he tomado prestado, únicamente, los nombres de algunos de los personajes de la referida obra e, incluso, rasgos puntuales de sus caracteres, sin que guarden similitud con los originales, nacidos de la brillante mente de su autor, ni se encuentre relación, tampoco, con el argumento que inspirara la trama.

Todo ello mientras valoro seriamente la posibilidad de realizar una completa serie de lo que he dado en llamar “Retratos Costumbristas” la cuál, sin duda, sería extensa y prolija en personajes.

“Así habló Zaratustra” – que diría el denostado Nietzsche -:

I.                    Del “Cornudismo lustrado”.- “Nada más efectivo para ocultar algo que ponerlo a la vista evidente del involuntario espectador, pues nada resulta tan imperceptible que lo que se muestra a plena luz”, debió pensar nuestra personal Madame Collet. De modo que, para ocultar tras el vergonzante barniz de su indiferencia la traición de la que estaba siendo víctima, decidió aparentar que nada ocurría, que todo era tal y como debía ser y así sonreía a los parroquianos altiva, con un rictus de amargura, mientras la bilis, negra y pegajosa, se iba extendiendo, lenta pero implacablemente, por sus vísceras, infestando de pus todos y cada uno de sus órganos, hasta llegar al paroxismo de un fallo múltiple que la acechaba, indolente y ansioso, en cada una de las atalayas desde las que, con absoluta expectación, era observada por miles de ojos burlones. Con la cerviz doblada, hasta el extremo de parecer a punto de partirse las cervicales, no tanto por la vergüenza que experimentaba como por el peso de su astado tocado, hacía su diario recorrido intentando cubrirse con el velo de una falsa dignidad que en realidad no era tal, sino ebullición de rabia e impotencia contenidas. Haciendo responsable de su propia infelicidad a todos y cada uno de cuantos la rodeaban, dejando siempre al margen al verdadero culpable, por ser objeto de veneración y necesidad en su desgraciada existencia mancillada.

Y es, a su provocativo paso lanzando suspicaces miradas preguntándose, a un paso de la locura, quién será esta vez quien le otorgue una nueva punta a la cornamenta, cuando me dice Zaratustra dejando escapar, de modo escurridizo, su corrosivo razonamiento entre las dos serpientes que parecen conformar su boca: “Y así resulta, querida amiga, que los cuernos son como los dientes: pues duelen al salir, pero luego te acostumbras a su presencia y llegas, incluso, a cuidarlos con esmero, lustrándolos y dándoles esplendor, como única pero inefectiva defensa ante el escarnio del malvado espectador”… Sonríe, cínicamente, ante el contoneo, arropado con la altanería de una aparente dignidad, que adorna primorosamente el caminar cantarín de Madame Collet que ya se apresura a desaparecer de nuestra vista, sintiendo, sin duda, incrustados en su nuca, los incendiarios ojos de tan erudito narrador como dos clavos ardientes traspasándole las mientes.

II.                  Del osado atrevimiento del ignorante patán.- Mitigada la ahogadiza risa que mi ocurrente amigo ha provocado, veo venir ahora a una joven que, inmediatamente capta mi atención, dirijo una mirada interrogante a Zaratustra, demandando información. Él sonríe, nuevamente malicioso y socarrón, para tomarse su tiempo – mientras apura la humeante taza – antes de contestar: “Es Enriqueta “La Pisa Bien””, posa en ella una mirada cargada de desprecio y burla e intentando hacerme cómplice de su maldad, le lanza el más fiero de sus saetazos dialécticos, una puya inteligente pero nociva hasta corroer el tuétano, sin que la respuesta, esperada por previsible, se demore en su materialización, tan burda como zafia por soez e, incluso, ordinaria.

Vuelve su rostro – distorsionado en una macabra y grotesca mueca provocada por la irreprimible carcajada – hacia mí y concluye: “El máximo exponente de la profunda mentecatez, se encuentra cuando un carácter impulsivo y trastornado marida con la cortedad de entendederas y la falta de instrucción, pues este siniestro matrimonio, aboca a su ignorante propietario, con frecuencia, a no dominar sus reacciones encontrando así, por única respuesta, el ridículo en el que queda, al no poder rebatir las puyas sino con airados rebuznos y rabiosos ladridos producto de una soberbia que estalla al ser consciente de su  manifiesta inferioridad, que no encuentra otras armas con las que atacar”.

La última imagen que percibo, antes de ver desaparecer definitivamente a “La Pisa Bien” tras la esquina, en dirección a la Calle Arenal, es un guiñapo grotesco escupiendo sobre el suelo y lanzando furibundas miradas de odio hacia donde nos encontramos.

III.                Del enaltecimiento de la sublime necedad.- Continúo mi recorrido por los espectros que, en lento caminar, pasan ante mis ojos por este angosto callejón adoquinado. Es, al aparecer una nueva silueta que poco a poco va tomando forma, cuando capto el significado de lo que el propio Zaratustra me ha comentado momentos antes: “Cada quien, tiene la cara que le corresponde” – “o que se merece”, he apostillado para mis adentros pero sin contradecirlo, pues se encuentra en solazado soliloquio y prefiero no interrumpirlo a fin de no cercenar la fluidez verbal con la que nutre hoy las páginas de mi cuaderno -. Se aproxima con un andar desgarbado y torpe quien, luego, es identificado como “Pica Lagartos”, el apelativo me hace gracia e intento buscar una explicación lógica al tal apodo, mientras escucho la breve explicación que, mi Cicerone particular en los vericuetos de este mapa de la orografía humana, me ofrece diligentemente: “Pues bien sabido es que si el rostro es el espejo del alma, “Pica Lagartos” carece totalmente de ella, al no contar, tampoco, con ningún seso”. Al escudriñar los rasgos físicos, porcinos e insulsos, del personaje, reparo en lo que me quiere decir, pues bien representa lo que, con gran generosidad por nuestra parte, podría otorgarle la posibilidad de ser catalogado, con mucho, como idiota, presenta el semblante risueño y bobalicón, que con frecuencia induce a considerar a estos estólidos seres como inofensivos, consecuencia lógica de ser portadores de lo que, comúnmente, se conoce como “cara de tonto”, sin prestarles más atención que la precisa, para hacer el chascarrillo de turno, a las idioteces que sueltan, ornadas casi siempre, con la baba que dejan chorrear por las comisuras de una boca que, en realidad, escupe un despojo punzante, no porque el idiota en cuestión pueda permitirse el lujo de la maldad, al carecer de la inteligencia precisa para manejarla, sino porque en su mente, exigua y despoblada, distorsiona la realidad desde el convencimiento de que, para conseguir sus propósitos, nada distinto ocurre cuando mantiene, como servil y adulador argumento para captar la simpatía y favor de uno, que es blanco y desdecirse luego de lo que afirmó, perjurando que era, en realidad, negro cuando es otro su interlocutor, haciendo así suyo el aforismo de “Donde dije DIGO, digo DIEGO…” e insistiendo, una y mil veces en su inestable parecer, para intentar quedar bien con todo el mundo, cuando sólo los lerdos que precisan de una cohorte de enanos mentales y ridículos tarados psíquicos a su alrededor con los que alimentar su endiosado ego, les permiten su presencia, aún cuando confiesen, a sus espaldas, que se tragan las arcadas que les provoca semejante idiota bobalicón pero a quien utilizan – como a simple bufón -.

Y como siempre, es el sabio Zaratustra quien sentencia, poniendo el incuestionable punto final: “Este ejemplar no encarna, amiga mía, sino el más perfecto  de los enaltecimientos de la sublime necedad”, sonríe mientras clava sus satíricos ojos en “Pica Lagartos” que se aleja, representando la felicidad propia del anormal en su rostro despreocupado, mientras mira de reojo y sin perder detalle hacia nuestra mesa. “Enaltecimiento de la sublime necedad”, repito mentalmente mientras desgrano la belleza de semejante oxímoron, maravillándome, una vez más, en la idoneidad de tan acertada descripción. 

Delego ahora en mi versado amigo, para concluir la productiva tarde antes de despedirnos, la tarea de otorgarle título a esta Reflexión, él, recibe gustoso mi oferta y sin pensarlo apenas, determina categórico: 

"Trilogía de Marías: la inmundicia, la bascosidad y la más absoluta de todas las porquerías, según Zaratustra. Oda a Valle Inclán". 

Recoge de la mesa su sombrero y mientras sacude con esmero unas invisibles motas de polvo que yo me barrunto imaginarias, me mira de esa manera pícara en que sólo sabe hacerlo Zaratustra, con una amplia sonrisa que pretende ser inocente al acompañarla con un ligero movimiento ascendente de hombros, susurra un sugestivo: "Hasta más ver...", antes de girar sobre sus talones, calándose el sobrero que inclina ligeramente hacia un lado y perderse, silbando alegremente, entre los traseúntes que invaden la calle. 

Hasta más ver, Zaratustra...