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jueves, 18 de junio de 2015

Tiempos de ira y de cólera.


Con frecuencia, las declaraciones realizadas, públicamente y sin ningún pudor, por parte de nuestros representantes políticos nos provocan, junto con el consiguiente y lógico rubor, la más profunda irritación, al sentirnos zaheridos en nuestra condición de seres humanos y por ende, racionales. Así, escuchar como alguien, aspirante a gobernar los designios de los españoles, llama “sinvergüenzas” a las víctimas de la barbarie etarra que ha golpeado durante décadas a nuestra nación hace que, junto con la irreprimible y acerba basca que asciende desde la boca del estómago ante tal inmundicia, nos aflore la legítima tentación de proferirle algún calificativo con el que, sin duda, menospreciaríamos a las profesionales del oficio más antiguo del mundo. Leer mensajes de un Concejal de Cultura, bromeando con el holocausto o riéndose de niñas asesinadas y violadas es, simplemente, lamentable, como lo es también, qué duda puede caber, reabrir viejas heridas, hoy restañadas al grito de “¡arderéis como en el 36!”, haciendo un llamamiento, si bien, según se defiende ahora, en clave jocosa, a la “quema de Bancos” o al “asesinato” y/o “empalamiento” de políticos democráticos… En pleno siglo XXI deberían ser inconcebibles episodios como éstos que nos devuelven a una época atávica en la que no era posible hablar de estulticia, sino de simple incultura. A aquellos tiempos nos trasladan estos seres que no suponen sino una mancilla para el resto de la raza humana… Tiempos de ira y de cólera promovidos por radicales, excretados, todos, por un Estado democrático y del Bienestar que garantiza, consagrándolo como derecho, la impunidad de conductas moral y éticamente reprobables.

Hay quien, recientemente, me ha tildado de verbalmente agresiva por mis declaraciones en las redes sociales, siempre en respuesta a otras, tan hirientes como corrosivas, vertidas con motivo del escarnio impunemente infligido a los más desprotegidos, esos desamparados, humillados y olvidados del Estado de Derecho que han sufrido junto con la dolorosa e imperdonable pérdida de sus seres queridos, la más absoluta indiferencia por parte de aquél por cuya defensa fueron mártires. Sí, mártires. Mártires por una democracia y una legalidad que ahora, gran traición, les vuelve la espalda desterrándolos al frío mar del olvido.

Vengo de una familia de larga y honrosa – para mí – tradición militar. De entre los valores que me fueron transmitidos y que hoy, me enorgullezco de decir, componen mi mayor riqueza, ocupa un lugar preferente la obligación y deber moral de proteger, siempre, al desvalido, al indefenso… Razón por la cual, ante el abuso e incontinencia verbal de ciertas alimañas despreciables, la primera reacción – iracunda y he de reconocerlo – es la de responder con el insulto fácil que, depende de en qué situación no puede considerarse tal, al tratarse únicamente del más fiel y absoluto reconocimiento de una verdad objetiva: pues hay que ser muy hijo de la grandísima puta para insultarlos a ellos: las grandes víctimas olvidadas, promoviendo y apoyando además, el ascenso al poder de quienes fueran sus verdugos, erigidos hoy, democráticamente, en el más vívido recuerdo de lo que un día fueron: viles y vulgares asesinos. Y he de decir que, aún cuando mis expresiones me han supuesto la irreparable pérdida de seguidores o, incluso, “amigos”, no me siento en la obligación de disculparme ante nadie y aún menos ante personas que, no obstante, no se sienten injuriadas ante tales dislates pero que, incomprensiblemente, sí se toman, al parecer, mis comentarios como algo personal y dirigidos, maliciosamente, a ellos…

Esto es, ha de ser, o se ha conseguido que sea, una democracia, un sistema que ampara, el insulto, la ofensa y la mayor y más profunda de todas las imbecilidades y desvaríos humanos, mientras se haga en “clave de humor”, siendo ésta, precisamente, la razón por la que humorísticamente yo, de manera democrática y haciendo uso de mi libertad, expreso mi opinión que no es, insisto en ello nuevamente, la de que hay que ser un verdadero y auténtico hijo de las mil putas.

Lamentando mucho que haya quien pueda darse por aludido por ello pero que, curiosa y contradictoriamente, no experimenta la menor reacción a la impúdica justificación del dolor ajeno, regodeándose en el mismo, no sé si es por falta de empatía, de formación o de inteligencia pero… cuando se dicen o amparan disparates, se ha de estar igualmente dispuesto a recibir la lógica respuesta que puedan provocar los mismos.

Podría seguir ahora reflexionando en relación a otras “perlas” relativas a las atrocidades cometidas durante ese nefasto episodio nacional que tuvo lugar durante el 36 al 39 en el que, curiosamente, quienes antes decidieron olvidarlo fueron los mal llamados “vencedores” puesto que, tengo el convencimiento, de aquél luctuoso enfrentamiento no salió otra cosa que grandes perdedores, al estar todos ellos lacerados por la crueldad de una lucha fratricida y que estos nuevos “visionarios” están empeñados en reabrir, supongo que a modo de vendetta.

Allá cada canalla con sus canalladas… no obstante yo ahora ya declino hacer ninguna otra referencia más para no alentar estos tiempos convulsos: tiempos de ira y de cólera.

“Omnia sunt communia… omnia sunt communia”


Me pregunto si realmente lo creen, pues cuando, aupados por la turba, abrazan el poder no hay manera de que lo suelten y eso que postulaban que “el perdón en política sólo se conjuga dimitiendo”, aunque a la vista de que su “programa electoral era sólo un conjunto de sugerencias”… seguiremos a la espera de que se les ocurra alguna otra igual de brillante como las de hasta ahora, si bien, habrán de permitirme que, mientras tanto, no permanezca impasible haciendo uso del, también mío, derecho de libertad de expresión.

miércoles, 3 de junio de 2015

El repugnante engendro canino y su grotesca propietaria.


Ha de respetarse que no a todo el mundo le gusten los animales en general o los perros, en particular. Especialmente si se trata de canes apestosos y sucios cuyos propietarios no han invertido, tampoco, ni un solo minuto de su tiempo en educarlos. A mí no me gustan los perros sucios – sus amos menos -, de hecho, me resultan desagradables, casi tanto como sus propios dueños quienes, obligada e indefectiblemente, deben gozar de precarios hábitos higiénicos a nivel personal cuando se muestran tan indiferentes hacia la suciedad de su mascota, lo que en modo alguno viene a significar que yo, personalmente, no disfrute de los perros. Siempre he tenido y lo que sí puedo garantizar es que jamás he permitido que el mío molestara o provocara repulsa en nadie…

Son apenas las nueve de la mañana cuando salgo de casa, bajo presurosa las escaleras y justo en el estrecho pasillo del portal me cruzo con la típica vecina indeseable, simplona e inexpresiva, que habita uno de los inmuebles del edificio. Un ser insustancial y soez pero carente de cualquier civismo como lo evidencia la ausencia de un cortés saludo y su clara afición a la crítica, nunca a la cara, o, y esto me resulta aún más sangrante, su morosa pasividad a la hora de contribuir a las cargas comunitarias. Viene acompañada, como es su costumbre, de ese ejemplar mestizo, poco agraciado a la vista y aún menos al oído, puesto que los aullidos y ladridos del esperpéntico animal se convierten, con frecuencia, en la banda sonora del inmueble durante sus, sin duda, largas horas de soledad. El perro, sucio y desmadejado, camina cojeando ligeramente, excedido de peso, jadeante y pestilente, me saluda el hedor que desprende y aunque intento hacerme a un lado, es inevitable el contacto con su pelaje casposo y deslucido que suele desprendérsele en las zonas comunes de los condueños, soltando sus babas en el ascensor, donde queda la diaria huella de su hocico, impresa, en la puerta metálica. Miro el pantalón blanco y con repugnancia intento sacudir los pelos que se han quedado adheridos al tejido “¡Qué asco…!” mascullo contrariada mientras intento componer el estado impoluto con el que, apenas dos minutos antes, he salido.

La estólida propietaria, airada, exclama “¡Más asco dan otras cosas…!” me clava la mirada desafiante que, por una vez, le resta comicidad a un rostro bobalicón, de risita nerviosa e insípida mirada, no puedo entonces reprimir el impulso y termino estallando:

-“Pues… sin duda a ti te lo debe producir pagar la Comunidad… porque con la deuda que mantienes, se comprende que sea porque te produzca cierta aversión contribuir a los gastos comunitarios, entre los que, me permito recordarte, están los de limpieza de la mierda que va soltando tu perro…”

Y es que ocurre, con más frecuencia de lo aconsejable, que estos seres incívicos y egoístas, presentan el evidente convencimiento de que se merecen todo y, por extensión, también los animalitos con quienes cohabitan y, aunque no es cuestionable que cada quien observe en su casa los hábitos, salubres o insalubres, que estime oportunos, se muestre, en mayor o menor grado, tolerante con la suciedad y el mal olor, no es aceptable imponer esos condicionantes a quienes, por suerte, gozamos de cierta afición al aseo. Que un inocente perrito, por feo y odioso que resulte, deposite su micción en el suelo del domicilio de su propietario quien, al parecer, y a juzgar por el aroma que impregna el rellano no lo recoge, me parece bien, pues el sufridor no deja de ser él, igual ocurre con las deposiciones excretas o con los molestos y antihigiénicos pelos, pero… que una persona, con un hábito sanitario medio, se caiga en el portal como consecuencia de resbalar sobre un gran charco de orín canino o se encuentre con una verdadera plasta perruna, viscosa y pestífera, a la salida de su casa, no puede admitirse y menos aún cuando la explicación que se recibe es que el bendito animal “está enfermo”… Pues mire Vd., si ese adefesio de perro que posee está malo, tendrá que llevarlo al veterinario o, cuanto menos, evitar que orine o defeque en espacios comunes y si, aún así, ello resulta ineludible, tenga Vd. el civismo, decencia y educación de recogerlo. Tenga presente que ese hediondo engendro ladrador es suyo, no del resto de los vecinos que no han tenido la libertad de elección ante la, siempre pestilente, compañía impuesta de ese ser, pero voy aún más allá, encontrándose Vd., es evidente, en el más bajo estadio del respeto y la buena vecindad, si el bicho asqueroso que pasea aquejado de no sé qué desventura estomacal va soltando “regalitos” que Vd. ni evita ni recoge luego, tenga, al menos, la dignidad de no retrasarse en los pagos a la Comunidad, puesto que es, con ese dinero, con el que se paga, entre otros servicios, a la "Sra. de la Limpieza" que se ve obligada a fregar la mierda que suelta su perrito.

Y así es, lectores amigos, como nos las gastamos en este pequeño reflejo de la realidad social que constituye la Comunidad donde resido, en la que no nos falta un solo espécimen de cuantas taras e incorrecciones humanas quepa esperar, donde las faltas de consideración son la cotidiana tónica dominante, dando inicio con los portazos y taconazos que acompañan a las primeras luces del día y continuando con el depósito de pelos y otros restos, prefiero pensar que de origen animal, en los sitios más insospechados. Ha sido, el de hoy, otro nuevo episodio de lo que, yo ya me barrunto, va a terminar convirtiéndose en toda una saga...

“Los que uno jamás ve de cerca son los vecinos ideales”

(Aldous Huxley)