Hoy he recibido un
“curioso” regalo. Una preciosa maceta de albahaca. Cuando he llegado al
Despacho estaba sobre mi mesa, envuelta, primorosamente, en un celofán
transparente y un enorme lazo. En ella había, también, una tarjeta de color
naranja. Era un regalo de mi amiga Lola. Ya os he hablado de Lola antes. Lola
está empeñada en que tengo que encontrar en las plantas los remedios a todos
mis males – sean del cuerpo o bien del alma - y hoy me ha enviado una maceta de
albahaca cuyo destino será, me parece a mí, una sabrosa salsa de pesto: el
mejor remedio para la sensación de estómago vacío. El olor que inundaba la
estancia me ha transportado, una vez más, a mi infancia. A las tardes en
el patio de la casa de la
Abuela de Lola: Doña María Luisa – como se la conocía
respetuosamente en su vecindario - . La Abuela Bicha, así era como la llamábamos, había
vuelto a España después de la aventura “indiana” de sus padres que, allende los
mares, encontraron su personal “dorado” y volvieron a la Madre Patria con una
más que saneada economía que le había reportado la posibilidad de casar a sus
hijos “como Dios manda”, e, incluso, mejor. Tenía seis años, Doña María Luisa, cuando llegó para
quedarse y seguía viviendo en la misma casa familiar que el patriarca había
comprado. Un antiguo palacete en el casco histórico de la ciudad. Había un gran
patio central, enorme, con vegetación entre la que abundaba la albahaca y una
fuente en la que, con frecuencia, soltábamos peces de colores o tortugas. Allí
solíamos pasar muchas tardes, jugando, después del Colegio. Hoy, no sé por qué,
me he acordado. Y me he acordado también del desván de la Abuela Bicha.
Cuando aquella tarde, al salir del Colegio, Lola me
sugirió que la acompañara a merendar a casa de su abuela no me pude negar. Las
meriendas allí eran estupendas: chocolate y bizcotelas, las que quisieras
comer, no tenías a tu madre diciéndote que no abusaras del chocolate que “te iba a
dar acetona”, sólo a la asistenta que, con una absoluta y hastiada
indiferencia, volvía a reponer la bandeja y la taza tan pronto como las
vaciábamos. Tras aquellos copiosos atracones, recuerdo que salíamos al
patio a jugar o nos adentrábamos, cautelosas, en los misterios de la
última planta de la casa. Desafiando la prohibición, expresamente impuesta por la Abuela Bicha, de no
trastear habíamos llegado, incluso, a asomarnos al desván por algunos segundos
en alguna que otra ocasión. Los suficientes como para mitificar aquella
habitación, haciéndola objeto de nuestros sueños y fantasías infantiles.
Cuando salimos de la cocina, relamiéndonos aún con
fruición, los bigotes de chocolate de nuestros labios superiores, nos topamos
con el primo de Lola en el zaguán: Lucas. Lucas era un niño pelirrojo,
enfermizo y asustadizo, era uno o dos años más pequeño que nosotras y usaba unas
enormes gafas de pasta – de “listillo” – que nos otorgaban el
derecho, o eso creíamos entonces, a reírnos de él. Nos gustaba su compañía,
únicamente, por la cruel razón de someterlo a una continua y deliciosa tortura,
ya fuera haciéndole comer tierra del arriate de jazmines, una de las pruebas
que debía pasar para ser del “Club Secreto” que Lola y yo
habíamos constituido, o, atormentándolo con supuestas visiones de fantasmas y monstruos que
siempre terminaban con el llanto desesperado e histérico de Lucas y la consiguiente
reprimenda de la abuela Bicha que aguantábamos con gran estoicismo, plenamente
conscientes de la fechoría cometida. Hoy, Lucas tiene dos hijos y trabaja como
ingeniero aeronáutico en Barcelona, mantenemos un cierto contacto a través de
Facebook por el que intercambiamos información y fotografías. Pero,
desgraciadamente para él, aquella tarde, como otras muchas antes, era sólo la
víctima de nuestras perversas maquinaciones.
Esperamos pacientemente a que terminara su
merienda, observándolo con malicia ante su desconcierto y recelo, para plantearle un
reto, único medio que se nos ocurrió para mitigar nuestro aburrimiento. El "reto" final, pues afirmamos, que supondría “la prueba de fuego” definitiva para
integrarse en nuestra “Sociedad Secreta”, como uno más, con plenos derechos y
obligaciones. “A partir de hoy, si lo haces – le dijo Lola con gran
solemnidad y boato – te dejaremos ser el jefe, por lo menos, un día a la semana. Jamás volveremos a decirte
que tienes gafas de listillo ni enano y podrás jugar todos los días con nosotras”. Lucas,
haciendo acopio del valor que, hasta entonces, nunca había tenido y henchido de
la posibilidad de dejar de ser el blanco de nuestras continuas mofas, sacó
pecho y dijo: “¿Qué tengo que hacer?”. Tras intercambiar una aviesa mirada,
Lola y yo impusimos, por un riguroso turno de intervención tácitamente
acordado, la misión y las normas que el pobre Lucas debía afrontar para
conseguir su anhelado estatus:
- “Deberás subir al desván y
quedarte allí, como mínimo, diez minutos” – dictaminó Lola -.
- “Y
cuando bajes, sin poder encender la luz de las escaleras en ningún momento,
deberás traernos un tesoro. Eso sí, no puedes llorar ni gritar ¿eh?” –
Le apercibí, puesto que los continuos episodios de llanto del infeliz nos
habían acarreado más de un capón por parte de la Abuela Bicha que
perdía la paciencia ante las nerviosas lágrimas del enclenque aquél.
- “¿…Yo…
solo….?” – pareció titubear Lucas tragando saliva -.
- “Elige,
Piojo: o lo haces o prepárate para ser nuestro esclavo hasta que cumplas, por
lo menos doce o... catorce años… Y lo haremos, ¿eh?, tendrás que hacer todo lo
que te ordenemos y sin rechistar”. – Amenacé al chiquillo, que ya empezaba
a hacer pucheros y nos miraba de hito en hito bajo sus enormes lentes. Tras
dudar unos instantes y sopesar, sin duda, los nocivos efectos que tendría sobre
su miserable existencia aquél acto de cobardía, afirmó con tanta resolución,
por su parte como asombro por la nuestra:
- “¡Iré!”
– entonces sacó del bolsillo, con la ceremoniosa parsimonia de un pistolero de
western, del pantalón gris del uniforme colegial su inhalador de asmático, tras
dispensarse sendas dosis en cada una de sus fosas nasales. Dar un sonoro
sorbetón y expeler los restos de mucosidad de su garganta. Simplemente dijo “adiós”
a modo de despedida. Y se encaminó escaleras arriba ante nuestro estupor y
mutismo.
Oimos el quejido de los goznes de la puerta que
daba acceso al desván, tanto cuando Lucas la abrió, como cuando la cerró tras de
sí y se adentró en aquella polvorienta y oscura estancia ante nuestra
incredulidad. En unos minutos, según íbamos subiendo las escaleras en dirección
al desván empezamos a oír las toses y estornudos del infeliz enano que,
alérgico y asmático, empezaba a sufrir los efectos del polvo allí acumulado.
Transcurrió un espacio de tiempo que se nos hizo
eterno y que sólo rompió el reloj de pared del salón abajo: las seis,
anunciaron los seis campanazos. Aún resonaba el eco del último cuando
inopinadamente la puerta, sobre la que habíamos aplicado los oídos, se abrió.
Tras el susto vimos a Lucas, su silueta se recortó contra el trasluz de una
ventana, cubierta parcialmente con una gruesa cortina oscura. Nos miraba
sonriente.
- “Han pasado los diez minutos...” -
declaró, sonriendo ufano. Lola y yo no íbamos a permitir que aquél mequetrefe
consiguiera lo que habíamos considerado imposible para él.
- “No, aún no y... además ¿la segunda parte?.
Tenías que haber descubierto un tesoro…”
- “Y lo he hecho. Pasad y lo veréis”. –
Lucas mantenía una sospechosa actitud, poco usual en su timorato comportamiento, que nos
hacía recelar. Dudamos. Siempre habíamos experimentado cierto temor hacia
aquella habitación que permanecía cerrada y cuya entrada a la misma teníamos
expresamente prohibida por orden de la propietaria del caserón. Tras intercambiarnos
una mirada, nos decidimos, por fin, a entrar, no sin cierto reparo, el que confiere
el conocimiento de estar transgrediendo los límites de lo prohibido.
Aquella enorme estancia estaba en penumbra, sólo a
medias, en la que se aglutinaba una infinidad de formas indefinidas cubiertas
con sábanas que le daban una atmósfera fantasmagórica. Ascendía, desde la
calle, el ruido amortiguado de voces ininteligibles y sobre nuestras cabezas,
entre las vigas, podía percibirse el arrullo de palomos, o eso suponíamos. Daba
miedo, mucho, pero no podíamos permitir que el ego de Lucas siguiera inflamándose o
perderíamos la posibilidad de seguir divirtiéndonos a costa de las pesadas
bromas con las que lo atosigábamos a diario.
Había un sin fin de trastos acumulados allí a lo
largo de los años, inservibles, cubiertos por una espesa capa de polvo, tan
absortas nos encontrábamos curioseando que el portazo nos sobresaltó provocando
un histérico grito que no pudimos reprimir. Entonces lo vimos, una figura
proyectaba su demoníaca sombra e iniciaba su marcha hacia nosotras,
cerré los ojos imaginándome que un horrible final me aguardaba, oía el
arrastrar de pasos que se aproximaban, abrí un ojo y vi una forma blanca
dirigiéndose hacia mí. Se había situado sólo a un palmo, el terror me había
paralizado cuando un repentino ataque de tos, proveniente de la sombra, disipó
cualquier rastro de miedo. Me levanté de un salto y tiré fuertemente de la sábana que
cubría la forma que tosía: los ojos irritados de Lucas aparecieron bajo aquella
cubierta polvorienta.
- “¡¡¡¡Eres
un imbécil, Lucas!!!!” - le di un empujón que le hizo tambalearse entre una tos convulsa y violenta.
La tos, irregular y desgarradora, se confundía con
la risa del mocoso por cuyo rostro, congestionado, empezaban a resbalar las
lágrimas.
-
“Lucas
eres idiota...” -
la cabeza de Lola se asomó, aliviada, por detrás de mi hombro -.
Cuando cesó la tos. Lucas se dirigió hacia la
puerta, desde la que se volvió para invitarnos a salir con él en dirección a la
planta de abajo. Una vez en el patio Lucas seguía sonriendo y mirando con una
extraña superioridad que nunca antes habíamos visto en él.
- “Deja ya de sonreír como un imbécil. No has
superado la prueba, era necesario que trajeras un tesoro”.
- “Lo tengo” - Entornó los ojos con
cierto misterio, sin dejar esa petulante actitud que sorprendentemente tenía.
- “Pues enséñanoslo” - apremió Lola
que también empezaba a estar harta de la chulesca actitud de aquél pigmeo -.
- “Bien,
cerrad los ojos un momento, os avisaré cuando podáis abrirlos. No vale hacer
trampas ¿eh?”.
Cerramos los ojos y esperamos, ansiosas, la señal
para su apertura. Fue entonces cuando escuchamos a Lucas con una extraña
modulación, como la que se tiene cuando una intenta hablar con la boca llena de
comida:
- “¡Abridddddlod
daa, daa bodeid!”
Lucas nos sonreía mostrándonos unos dientes
excesivamente grandes para un niño de su edad a quien, además, le faltaban un
par de ellos que se le acababan de caer. Era una dentadura postiza que se
extrajo para mostrarla, orgulloso, en la palma e su mano.
- “¡¡¡¡¡¡Qué assssssssssco...!!!!! -
no pude reprimir la arcada.
- “¿Por
qué?, son unos dientes mágicos, me los ha dado Braulio... Dice que así dejaréis
de meteros conmigo”.
Estábamos sentados en el suelo, junto a la fuente
del patio, mirando con cierta aprensión la dentadura cuando entró la Abuela Bicha,
procedente de su misa diaria.
- “¿Qué
hacéis aquí diablillos?, ¿habéis merendado?... Pero, ¿de dónde has sacado eso,
Lucas?, déjame ver... ¡Anda!, si es la dentadura de vuestro tatarabuelo
Braulio... Hace años que la guardamos en el desván… ¿Dónde la has
encontrado?... Ay, Señor estos duendes locos que andan enredando por ahí todo
el día…” – Salió meneando la cabeza en dirección al salón, tras
devolverle la dentadura a Lucas y palmearle la cabeza cariñosamente -.
Lola y yo palidecimos al mirarnos.
Cómo llegó Lucas a encontrar esa dentadura postiza
y cómo conocía la existencia del antepasado, Braulio, siempre ha sido un
misterio, lo cierto es que desde aquél día. La "Sociedad Secreta",
pasó a denominarse "el Club Secreto del Desván de la Abuela Bicha"
y estuvo integrada por tres miembros que, con una paciente e indiscutida
alternancia, iban asumiendo la jefatura por turnos semanales. Jamás volvimos a
martirizar a Lucas que, a partir de entonces, empezó a gozar de todo nuestro
respeto.
Se lo había ganado. Nos había "enseñado los dientes" por fin.