Camino sin rumbo fijo por la playa, paseando la mirada de las suaves olas que mecen el atardecer naranja, a las siluetas difusas de las rocas que se recortan contra el cielo… Huele a salitre y a espuma de mar.
Pienso
en la inmensidad del océano, en su perpetua existencia, en la vida que
abriga en su interior… Y me pierdo en el azul… Un azul intenso, escamado
de reflejos argentas…
Un
niño rubio, en camiseta de rayas, juega en la orilla con un setter
inglés a unos pasos de mí, más allá dos jóvenes luchan por extraer los
trofeos arrebatados al mar, en dura pugna con sus cañas que se arquean y
cimbrean hasta el punto de querer partirse sin conseguirlo… Estoy aquí,
noto la caricia de la arena cálida en mis pies, el ligero escozor en la
piel que se ha dorado al sol a lo largo de ese día que ahora va
muriendo para volver a nacer mañana, el suave beso de una brisa que
arrastra el aroma inconfundible del mar, ese mar inmortal que estuvo
antes de todos los tiempos y que seguirá estando cuando ya no haya eras
que vivir. Indeleble. Inmemorial. Inhóspito. Azul.
Empiezan
a embarcar los pescadores y remisamente da comienzo ese baile de luces
titilantes que indican las posiciones de los barcos diseminados. Se
agitan las gaviotas alzando el vuelo en una ruidosa desbandada, entre
graznidos ensordecedores, surcando trayectorias aleatorias que rasgan el
crepúsculo y creando formas imposibles sobre mi cabeza.
Más
allá, el sol se va ocultando tras el horizonte, perezoso y ajeno al
movimiento de mi alrededor, permite el lento avance de la noche, una
noche que traerá consigo el manto de unas constelaciones brillantes inflamando el firmamento minutos después.
La
astral comitiva da comienzo a su marcha ya, precedida por Venus, cuyo
nacimiento es preludio de la portentosa visión de la bóveda celeste
encendida en toda su plenitud…
Escudriño
en los laberintos de mi memoria, es una introspección hacia los veranos
de mi infancia. Entonces el mayor placer, al final de cada día, era contemplar
el cielo estrellado de las noches estivales, anotando minuciosamente
mis observaciones sobre los movimientos celestes que se sucedían, en
aquél cuaderno de anillas...
- “¿Por
qué Venus es el primer astro que vemos al atardecer y el último en
desaparecer cuando se hace de día…?”. – Creo estar viéndome, ahora, sin
poder apartar los ojos del visor del telescopio. Aún recuerdo la
respuesta:
- “Venus
es un planeta, ya lo sabes, no es una estrella, así que has hecho bien
en llamarlo “astro”. Se debe al albedo alto, lo que significa que
refleja más la luz del sol, eso lo hace brillar de un modo más intenso
al ponerse el sol y de la misma manera al amanecer, conforme va
aumentando la claridad, dejan de brillar el resto de los cuerpos, siendo
la última en perderse de vista Venus por la misma razón, de ahí que
también se le llame “Lucero del Alba”. Es junto con
Mercurio, un planeta interior, porque están ubicados en una órbita entre
la Tierra y el Sol, por eso se les ve antes que al resto, al amanecer o
al atardecer”.
Es
inevitable la sonrisa al evocar, ahora, ese y otros episodios pasados
que tuvieron lugar durante aquellas, felices e inocentes aún, noches de
verano, cuando al mitigarse la canícula de los asfixiantes días de sol,
subía a mi observatorio. El diario ritual del encuentro con la inmensidad celeste. Mi ansiado momento mágico… La búsqueda de un sonriente rostro de ojos verdes, así me imaginaba que sería la visión de Venus y me esforzaba por descubrirlo, Venus, la deidad de la belleza... Venus, mi Venus. Hoy, más que nunca, tengo ese firme convencimiento: Venus tiene la mirada verde, cristalina... bella, cautivadora. Es la mirada de mi Venus.
Aquella
pequeña Hipatia, aprendiz de astrónoma, creció y por el camino, fue
perdiendo su curiosidad por adentrarse en el conocimiento de los astros,
las nebulosas, las constelaciones, las velocidades orbitales, las fases
y las magnitudes, pero no perdió jamás su
capacidad de maravillarse ante un firmamento inmenso, de descubrir
embelesada las constelaciones, dibujando mentalmente los trazos
imaginarios que establecen sus formas: el Cinturón del cazador Orión, Pegaso el caballo alado, Perseo, el libertador de Andrómeda aguardando pacientemente a mediados de agosto para regalarnos el diluvio de Las Perseidas – que llorara San Lorenzo durante su suplicio -, la cercana y orgullosa Casiopea, penando aún su pecado de vanidad ante la indolencia de Poseidón…
¿Cómo
será la vista de un atardecer en Venus…?, ¿cómo nos verá Venus desde
allí?, - esas preguntas infantiles siguen sin respuesta y vuelven ahora a
mi mente - ¿será, desde el Planeta Rojo, tan bella una puesta de sol
como la que nos regala cada día la Tierra…?. Venus, mi Venus… la primera
en brillar y la última en dejar de hacerlo, Venus… Mi Venus.
Entorno los ojos, puede que haciendo un esfuerzo sea capaz de percibir esa “Armonía de las Esferas” de la que hablaba Pitágoras…
Creo escuchar, ahora, una suave melodía que se confunde con el arrullo
de las olas al romper en la orilla, comienzo a abrir los ojos despacio,
el firmamento refulge majestuoso, parece orquestar esa música que, Aristóteles decía, se produce con el movimiento de los cuerpos celestes…
En este capitulo, mientras iba leyendo, sentía paz y tranquilidad.
ResponderEliminarBueno... también me he dado un paseo muy agradable. Me gusto mucho para variar.
Un paseo por la playa es lo que normalmente infunde: paz y tranquilidad. Tengo debilidad por los atardeceres en el mar, en constante búsqueda de esa mirada de Venus... Mi Venus.
EliminarNo, espero no perder jamás la capacidad de maravillarme, en realidad, lo que espero es que la misma evolucione hasta encontrar la grandiosidad en las cosas más ínfimas de la vida... Incluso en aquellas que, aparentemente, no resultan positivas pero que terminan siendo luego una forma de aprendizaje y como tal, una experiencia vital de gran utilidad para el futuro.
ResponderEliminarCreo que comparto totalmente tu opinión: el éxito de la felicidad - no como estado pasajero sino como forma de vida -, reside, según mi criterio, en saber disfrutar de cuanto nos rodea, la naturaleza, el arte - en cualquiera de sus manifestaciones -, ..., encontrar en cada uno de esos pequeños momentos cotidianos que conforman nuestra rutina la razón por la que la vida merece la pena ser vivida... Todo se reduce al encuentro diario con nuestra Venus, con independencia del color de su mirada que para cada quien será diferente, supongo.
Pero creo que tú eso ya lo sabes.