Hace unos días, mi amiga Isabel me sugería, al otro lado de la línea telefónica, que publicara algún relato corto. A pesar de ser consciente de que rompe la estructura del Blog, no pude negarme entonces y no puedo, por menos, que dedicárselo ahora, con el íntimo deseo de que disfrute de su lectura tanto como yo lo hice mientras le daba forma a la historia.
Por expresa petición.
Dedicado a mi Compañera y, sin embargo, Amiga, Isabel F.,
a quien no me cansaré, jamás, de recordar que “en la SIMPLEZA reside la mayor
belleza…”
“When the lilacs last in
the dooryard bloom’d…”
(Walt Whitman)
El sol aún no estaba alto en el cielo cuando por fin
despertó con sus caricias, aunque ya refulgía con esplendor. Es lo que más le
había sorprendido de París: la luminosidad de sus días. Había desembarcado en
aquél vapor, un año atrás, con el único equipaje de unos pinceles, algunos
lienzos y pigmentos. Y con tan sólo unos peniques en el bolsillo de su abrigo, los que le habían sobrado tras comprar el pasaje de ida, sin retorno.
Charles no había cedido a las amenazas paternas de
retirarle su estipendio mensual si no terminaba sus estudios de Medicina en
aquella prestigiosa Universidad de su Inglaterra natal, “antes de adentrarte en esa
locura de malvivir de tu pintura”, le había recriminado, pesadumbroso,
su padre con severidad. Tras una violenta discusión, que
terminó alcanzando un tono demasiado elevado, en el abigarrado gabinete de la
mansión familiar en la que se había criado, decidió unirse a la comunidad
bohemia que empezaba a germinar en aquella ciudad francesa. Y con un frío: “Hasta
la vista”, había dejado atrás todo lo que para él había significado,
hasta entonces, una vida llena de comodidades y escasas preocupaciones.
Se desperezó en la cama, la cabeza le seguía dando vueltas
y se notaba la boca pastosa. Pensó en que la fortuna había estado de su lado
desde el principio, cuando al poco de llegar, pudo vender dos cuadros que le
procuraron los ingresos suficientes como para vivir con dignidad, alquiló el
estudio, un ático no muy grande pero bien iluminado, con unas vistas
espectaculares de París, situado en pleno Montmartre. Y todo gracias a aquel
hombrecillo… (Sonrió). Se incorporó frotándose los ojos, aún somnolientos,
bostezó un par de veces antes de, aún cegado por la claridad pero acostumbrando sus
ojos a ella, echar un vistazo a su alrededor.
Los caballetes, situados en los lugares mejor iluminados,
sujetaban algunos lienzos, unos acabados y otros aún por finalizar. La estancia
olía a aceite de linaza y resina, a tabaco y a madera. De la mesita del fondo, junto a la
cristalera que daba acceso a la amplia terraza, llegaba el aroma, ligeramente
acre, de unas rosas marchitas que languidecían en el agua, ya turbia, de un
jarrón. Aquél desorden, en el que encontraban acomodo, entre múltiples y
diversos útiles de trabajo, su chaqueta, los zapatos y el sombrero, esparcidos
por el suelo junto a una infinidad de bocetos y estudios anatómicos, dispersos,
sin más orden que una casual ubicación aleatoria, le hacía sentirse bien. Por primera vez
en su vida, tenía la sensación de poseer su destino, tras aquel acerbo
enfrentamiento, tan lejano para él ahora, que había hecho añicos los planes de
futuro que su familia había diseñado para él desde su nacimiento, se había
erigido en dueño y señor de su devenir, rigiendo así la vida que había elegido
vivir. Se levantó en busca de algo que llevarse al estómago que empezaba a
rugir por la falta de alimento desde las primeras horas de la noche anterior. Esa
noche había terminado en algún tugurio, ahogada, con las primeras luces del amanecer, por abundantes dosis de alcohol y opio.
Se dio cuenta de que había dormido vestido, la camisa,
arrugada y desabrochada, aún conservaba los restos de su correría nocturna:
unas manchas de carmín, aunque no recordaba el rostro de la dama que, a modo de
impronta, se las debió regalar a cambio de algunas monedas sin duda, en algún
momento de exaltación de la dolce vita parisina, la tizna de
ceniza y el olor fuerte de alguna bebida alcohólica que tampoco supo identificar
en aquél momento, le levantó una arcada que a duras penas si pudo sofocar.
Se dirigió a la pequeña alacena donde, con dificultad,
podía encontrar ocasionalmente algo de pan y de queso enmohecido. Al pasar
junto a la puerta, se percató. Reposando sobre el suelo de madera había un
sobre lacrado, era de color azul pastel y en una primorosa letra aparecía su
nombre escrito. Sonrió mientras se agachaba a recogerlo. Era la característica
correspondencia que le remitía regularmente, como único medio de comunicación ante la
imposibilidad de hacer coincidir sus antagónicos horarios, Monsieur Babineux.
El encuentro casual en plena calle, a su llegada a la
ciudad, con Monsieur Babineux le había deparado más de un golpe de suerte.
Aquél hombrecillo de enormes mostachos y astuta mirada, se dedicaba – junto con
otros negocios menos lícitos pero igual de rentables – a comerciar con obras de
arte. Hacía un mes ya que le había prometido una exposición de su obra que, sin
duda, supondría – o eso le aseguró entonces - el
espaldarazo definitivo para convertirse en el artista fetiche dentro del
cerrado círculo de los amantes del arte de la exclusiva alta sociedad parisina. De
hecho, se había concluido gracias a la sagaz mediación del marchante
francés, la venta de dos de sus lienzos a un precio, que entonces, se le antojó
más que razonable, excesivo. Se guardó el sobre en el bolsillo del pantalón, lo
abriría tras el desayuno. El descubrimiento de aquel sobre, deslizado bajo la
puerta, le había infundido un repentino estado de humor inmejorable, veía cada
vez más cerca su triunfo, un triunfo profesional que le llevaría al
sentimental.
Se descubrió pensando, otra vez, en Xiaomei… Su princesa
asiática. Aquella belleza oriental le había cautivado desde que, por primera vez,
acudiera a la lavandería en la que la chica trabajaba.
Xiaomei era pequeña y delgada, de rasgada y dulce mirada,
que siempre mantenía baja en señal de respeto y humildad, como ordenaba su milenaria
tradición, así había sido educada. Callada y hacendosa, trabajaba en el negocio
familiar, desde los nueve años, al mando de un padre déspota y extremadamente
desconfiado – pensaba Charles – por la forma en que se mantenía atento a
cualquier movimiento que tuviera lugar en el local, especialmente si éste tenía
relación con su hija.
Sospechas, todas éstas, que le había confirmado Mathieu,
el simpático pillastre que trabajaba, ocasionalmente, acarreando las sacas de
ropa sucia hasta el local desde algunas pensiones cercanas y que hacía, más
tarde, las entregas a cambio un puñado de francos, dispensados con una más que
prudente avaricia por el asiático regente, pero que él estiraba para
dispensarse una vida casi decente.
Comió con fruición los restos de queso que encontró junto
a una naranja podrida, deleitándose en el pensamiento de poder ofrecer al padre de
Xiaomei un futuro prometedor para su hija, si accedía a darle su mano. Andaba
perdido en esas fantasías cuando se acordó de la nota. Se limpió las manos y la
boca con uno de los trapos que usaba para secar los pinceles y que, por algún
descuido involuntario, había dejado olvidado sobre la mesa de la cocina. Sacó el sobre del
bolsillo y, pausadamente, comenzó a desplegar el papel, doblado en dos
elegantes trazos verticales. La sonrisa ensoñadora se le congeló en el rostro,
tan pronto como hubo pasado la vista por las dos líneas manuscritas en una
elegante letra en tinta color azul noche:
“Querido Charles, te pido un poco más de paciencia, aún
no me ha sido posible cerrar el asunto de tu exposición. Espero poder decirte
algo antes de un mes.
Tu buen amigo,
P.
Babienaux”.
Contrariado, arrugó violentamente el papel, arrojando con
furia la bola celeste hacia el rincón más alejado de la estancia mientras
mascullaba mil y una maldiciones, aquél condenado francés le había hecho trabajar
a marchas forzadas para tener lista la obra y una vez concluida, lo único que
obtenía de él era otra nueva excusa que demoraba su tan ansiado éxito. Alejándolo se su
futuro, de su felicidad. Apoyó la frente contra la mesa y estuvo en esa posición
durante un buen rato. Luego decidió ir, de todos modos, a la lavandería.
Solía ensuciar de manera intencionada, con frecuencia,
las camisas con restos de pintura o linaza, sólo para tener la excusa de
encontrarse con la chica, pero en esta ocasión, decidió que la visita se hacía
obligada. La pechera de la camisa lucía en un estado lamentable y aquella era,
sin duda, la mejor que tenía, debía tenerla a punto, por si Monsieur Babinaux,
le requería, inopinadamente y con premura, para la exposición.
Con renovada decisión, procedió a llenar un barreño de
agua y se aseó. Sumergió la cabeza en el agua fría un par de veces, lo que
propició la desaparición inmediata de los efluvios etílicos de la noche
anterior. Se lavó cuidadosamente y a continuación se vistió. El pelo castaño,
algo más largo de lo que solía llevarlo en su vida anterior, aún dejaba
resbalar algunas gotas cuando se cruzó por las escaleras con Madame Marie – su
casera -, a quien le dio los buenos días saltando alegremente los peldaños de
dos en dos, sin apenas detenerse, tenía prisa por dejar el hatillo que llevaba
bajo el brazo en las manos, bien definidas y ágiles, de su Princesa oriental. A
grandes zancadas cruzó la calle y tan sólo unos instantes después, la
campanilla sobre la puerta del establecimiento, anunciaba al avaro lavandero la
entrada de un nuevo Cliente.
-
“Buenos días – saludó Charles, buscando ávidamente con la mirada a Xiaomei -. Quisiera, por favor, dejar esto: dos
camisas y un pantalón de caballero”. - ¿Dónde está…?, ¿dónde está…?, se
preguntaba mientras escrutaba rápidamente el local -.
-
“¿Nombre, Monsieur?” – preguntó, por toda contestación al saludo, el chino,
entornando los ojos, lo que le confirió un carácter aún más siniestro a su, ya
de por sí, desconfiada mirada -.
-
“Worthing, Charles Worthing”.
- “Puede pasar mañana por la tarde a recogerlo, Monsieur Worthing” – el propietario del negocio
le extendía un recibo garabateado a su nombre, mientras se apresuraba a coger el bulto de
ropa que Charles había dejado sobre el mostrador -. “Adiós, que tenga un buen día”
– dijo con una casi imperceptible reverencia, desapareciendo entre la cortina de vapor que emanaba de la parte trasera y dando
así por concluido el encuentro -.
Paralizado por la frustración de haber sido atendido por quien no esperaba, el joven artista giró sobre sus talones, obteniendo la despedida metálica de la campanilla que nuevamente volvió a sonar a su paso. Se apostó en el banco que había justo al otro lado de la calle, frente a la entrada del local y sacó su cuaderno de bocetos, lo abrió distraídamente mientras, con la otra mano, hurgaba en el interior del bolsillo de la chaqueta en busca de un trozo de carboncillo. Simulaba estar copiando los trazos arquitectónicos de la construcción bajo la que se desarrollaba la actividad comercial, cuando en realidad lo que hacía, era dibujar un bello rostro de exóticos rasgos, de memoria, pues conocía en profundidad la perfecta orografía de aquella cara. Tan absorto se encontraba en su trabajo que no oyó llegar, entre resoplidos y quejas, por el enorme peso que arrastraba, a Mathieu quien, al situarse a la altura del banco, se dejó caer sobre él con gran estruendo.
- “Hola” – dijo mientras se secaba con la manga el sudor de la frente y aprovechaba
para echar una rápida ojeada al cuaderno de Charles -.
-
“Hola Mathieu. ¿Estás trabajando hoy en la lavandería?”.
-
“Sí,
ese maldito cabrón va a conseguir que termine rompiéndome el espinazo”.
– Se quejó el muchacho mientras se frotaba la dolorida espalda -. “Para
evitar que tenga que pagarme más viajes, exige que todo vaya en estas sacas tan
grandes… ¡Me encantaría matarlo… si pudiera!” – Exclamó mientras
lanzaba un imaginario puñetazo al afilado mentón del patrón -.
-
“Vamos… No digas, eso… ¿Por cierto sabes si está …?”.
El pequeño bribón no le
permitió acabar la pregunta, adelantándose a la conclusión de la misma, pero
manteniendo a su interlocutor en una intencionada y dolorosa espera que le debió
parecer interminable, empezó a responder, masticando, casi, las palabras:
- “No, Xiaomei no está hoy” – chasqueó la lengua un par de veces, antes de sonreír
maliciosamente, tomándose algunos segundos más para continuar consciente de la crueldad que cometía -. “Su madre está enferma y se ha quedado en
casa para atenderla. Por cierto, Charly – se permitía la licencia de
llamarlo así, pues en alguna ocasión y con ello habían surgido los lazos de una
incipiente amistad, Charles le había invitado a unos tragos, camaradería ésta que
jamás había alcanzado, por el momento, el punto de compartir confidencias
amorosas, no obstante, el muchacho, instruido en las calles, era de
inteligencia despierta y de naturaleza observadora – olvídate de la chica, está comprometida
desde los doce años con el hijo de Hong-li, el viejo de la tienda de especias,
aunque la he descubierto en varias ocasiones viéndose a hurtadillas con otro,
cerca del puente al anochecer. Xiaomei se casará la semana próxima”. - Sentenció.
“Xiaomei se casará la semana próxima”… esas palabras se le clavaron
en el corazón, provocando una puñalada de angustia que le nubló la mente. Una
vorágine de pensamientos se agolpó en su cerebro, causándole un vértigo que le
llevó próximo a la desesperación… “una semana”, “siete días”, “casarse”,
“otro”, “exposición”, “Monsieur Babineaux”… “¡Monsieur Babineaux!”. Sin
llegar a ser consciente del todo, se puso en pie y sin despedirse, siquiera,
del chico que acababa de propiciarle una sonora bofetada anímica, se encaminó
calle arriba como una exhalación. Cegado por los celos más corrosivos no se
percató de que había dejado olvidado su cuaderno de dibujo sobre el banco.
Mathieu lo cogió y tras
echarle un vistazo a las figuras que representaban la misma cara con
diferentes expresiones, de modo recurrente, en cada una de las hojas, lo arqueó para poder introducirlo en
el bolsillo interior de su chaqueta, se encogió de hombros y se dispuso a
continuar con su pesada tarea.
Aquél día lo pasó Charles
buscando, durante toda la tarde, a quien había sido su Mecenas desde que
llegara a la ciudad, sin ningún éxito, hasta que abatido decidió volver a su
casa. Desolado y con el cansancio de la caminata atenazándole las piernas, se
tumbó en la cama y cerró los ojos, notó la repentina calidez de las lágrimas
que brotaban y que pronto empaparían la almohada…
Cuando se despertó reinaba una
profunda oscuridad a su alrededor, atravesada tan sólo por el tañir de campanas
procedente de Notre Dame. Intentó poner en orden sus pensamientos. Lo primero
que debía hacer era impedir esa boda, se dijo, y para ello se hacía preciso
llevar a cabo la exposición cuanto antes, vender sus obras a buen precio,
convertirse en el artista amado y codiciado por la clase alta de la ciudad y
poner ese éxito a los pies de su amada Xiaomei, antes de convertirla en su
esposa y todo en una semana. Era difícil pero no imposible, aunque no
conseguiría nada permaneciendo allí, tumbado en estado de aletargamiento, regodeándose en su
desgracia, si podía hacer algo.
Volvió a salir a la calle dispuesto y
reanudó la ávida búsqueda de Monsieur Babineaux, tampoco obtuvo ningún
resultado.
Resignado, encaminó sus pasos
hacia aquél tugurio en el que había pasado tantas otras noches desde su llegada
a París y bebió hasta perder la consciencia sobre la barra. Cuando despertó de
aquél sopor, el tabernero comenzaba a limpiar los vestigios de la pasada noche, invitando a su marcha a los beodos parroquianos que, en un profundo estado de embriaguez, aún permanecían en el local, dormitando entre las mesas. El sol comenzaba
a desplegar, tímidamente, sus primeros rayos cuando abandonó el lugar decidido a ir a
la lavandería.
Sería el día en el que le declararía, abiertamente, a la joven, su amor incondicional, hablaría con el padre a quien le participaría sus proyectos y la pediría en matrimonio. Tan pronto como tuviera lugar la exposición fijarían la fecha de la boda, antes, claro ya habría encontrado una bonita casa donde vivir, aunque mantendría el estudio como lugar de trabajo. Todo eso se dijo mientras se alejaba en dirección a donde, a estas horas, debía estar ya Xiaomei.
Sería el día en el que le declararía, abiertamente, a la joven, su amor incondicional, hablaría con el padre a quien le participaría sus proyectos y la pediría en matrimonio. Tan pronto como tuviera lugar la exposición fijarían la fecha de la boda, antes, claro ya habría encontrado una bonita casa donde vivir, aunque mantendría el estudio como lugar de trabajo. Todo eso se dijo mientras se alejaba en dirección a donde, a estas horas, debía estar ya Xiaomei.
Admitió que las condiciones en
las que iba no eran las más propicias, así que, a su paso por la Plaza Clichy, se acercó a la
fuente y se echó agua en la cara, intentó recomponerse el pelo lo mejor que pudo
y se abotonó la camisa, remetiéndose los faldones dentro del pantalón. Iba a girar la esquina, cuando lo oyó. Eran unos gritos
desgarradores. La vio en ese momento: una mujer gritaba en un idioma
incomprensible para él, llorando presa de un violento ataque de nervios, era
quien profería los alaridos que lo habían alertado, segundos antes. Se
encontraba en la puerta de la lavandería y aunque más mayor, le recordó por sus rasgos a
Xiaomei, imaginó que sería su madre. Empezó a correr en aquella
dirección y al abrir, con desesperado ímpetu, la puerta, el sonido de la campanilla se quedó
suspendido en el aire por unos segundos, los que precisó para vislumbrar entre la etérea atmósfera que desprendía la sala de trabajo, tras el mostrador, el cuerpo inerte
de Xiaomei, colgando desde una viga de madera… Víctima del aturdimiento y de un
insoportable zumbido de oídos, se dejó caer de rodillas sobre el suelo. El
temblor que convulsionaba sus extremidades le impedía ponerse en pie
nuevamente, a pesar de sus denodados esfuerzos por conseguirlo. No podía
soportar aquella visión. Ella, su Princesa asiática, balanceándose exánime… Notó
que el aire no llegaba a sus pulmones, pudo percibir una mano atenazadora oprimiendo su
garganta y unos latidos desbocados le golpeaban con fuerza las sienes. Ya no
recordaba nada más.
Entró en tromba en su
apartamento, sin ver el sobre azul, lacrado, sobre el suelo que habían vuelto a
deslizar por debajo de la puerta la noche anterior, incluso lo pisó, sin
reparar en él. Se desabrochó la camisa con violencia para aliviar la presión que
sentía sobre la tráquea y paseó la mirada por los diferentes cuadros,
diseminados por la estancia que ahora enturbiaba su llanto. En un irreprimible
ataque de furia cogió el jarrón de rosas marchitas y lo arrojó contra la pared,
saltaron trozos de cristal entre las flores muertas.
Tras el estrepitoso golpe se
hizo el silencio. Un silencio doloroso y asfixiante. Aquellas flores mustias
las había comprado para su Princesa, un día, en el Mercado de las Flores, pero
le había faltado luego el valor para llevárselas. Había estado paseando, con su mejor traje, a lo largo de
la calle durante horas, sosteniéndolas en la mano, sin hacer acopio del arrojo
necesario. Aquellas flores, sin vida ya, no tendrían más destino que el de su
Princesa desaparecida. Descubrió el destello de una botella de licor, olvidada,
en el rincón junto a la bola de papel celeste arrugado y se apresuró a cogerla,
se entregó al beso cautivador y narcótico de la bebida. Un beso que pronto le haría
olvidar…
Cuando aquella tarde, dos días
después, Monsier Pierre Babienaux requirió, con relativa inquietud, a la casera para que le permitiera
la entrada al ático del artista, ella, que también había notado la ausencia de
las habituales entradas y salidas del joven y que jamás le pasaban
desapercibidas, por la amplia sonrisa que le dedicaba junto al presuroso
saludo, se aprestó solícita a buscar la llave. Mientras ascendía por la
escalera tras los ágiles pasos de la mujer, Monsier Babienaux intuía ya lo que
poco después dejaría de manifiesto el grito ahogado de Madame Marie, tras
empujar suavemente la puerta de la luminosa estancia y volver a salir
horrorizada, tapándose la boca con ambas manos. Charles yacía sobre la cama,
tenía los ojos abiertos, con la mirada azul perdida en algún punto del infinito, la
tez lívida indicaba que se había marchado, probablemente tras la senda de su
amada. Los únicos testigos que velaban el cuerpo inerte del joven artista eran
una botella vacía a la que continuaba aferrado y el dibujo de una muchacha
china, arrugado contra su pecho. Cuando se disponía a entrar, Pierre Babienaux,
escuchó cómo algo arrastraba bajo la suela de su zapato, miró hacia abajo y
descubrió la nota que le dejara a Charles sólo dos días antes. Se agachó a
recoger el sobre, aún sin abrir y lo guardó en el bolsillo de su chaleco,
mientras se aproximaba a la cama donde poco después, le cerró los ojos a su
protegido, para a continuación, sorprendiéndose a sí mismo, dejar escapar unas
lágrimas amargas, como la hiel que, en breve, empaparían la misma almohada que recogiera las de Charles antes.
En el fondo, reconoció, aquél
chico supuso algo más que una fuente de ingresos, tenía un gran talento, sí, pero durante algunos meses, los que pasó con él, concibió, orgulloso, la fantasía de
haber encontrado al hijo que nunca tuvo.
El entierro de Charles Worthing
tuvo lugar a la mañana siguiente en el Cementerio del Norte, próximo a la Plaza de Clichy, en la que
solía encontrar la inspiración a las horas en las que el ocaso apagaba la
ciudad y los comerciantes de la zona se apresuraban a cerrar sus establecimientos para dirigirse al encuentro con su merecido descanso. Monsieur Babienaux se había encargado de todo e, incluso, hizo tallar
en la lápida, bajo el nombre, una única frase, a modo de epitafio: “ARTISTA EN LA
CIUDAD DE LA LUZ”.
No mandó noticia a la familia, pues desconocía la dirección, en Inglaterra, a la que, su honestidad le decía, debía enviar las pertenencias del joven, así que optó por quedárselas, junto con la gran suma de dinero que le reportaría, días después, la exposición póstuma de Charles. Una verdadera fortuna, a la que, en los últimos días de vejez, decidió dar un destino caritativo: una ingente donación anónima que las monjas del orfanato de Saint-Denis recibieron como un milagro en forma de sobre azul, dejado en el torno.
Parte de la misma, había ido con anterioridad a parar a Mathieu. Se había casado años atrás e intentaba sacar adelante una horda de ruidosos chiquillos de cara sucia, a fuerza de trabajar de sol a sol, en la carpintería que, no sin esfuerzo, había conseguido abrir. Mathieu terminó de completar el involuntario regalo de quien una vez, hacía años, había empezado a considerar su amigo, con la venta de un cuaderno de bocetos, olvidado en un banco, de aquél pintor cuya obra se revalorizó tras su inesperado fallecimiento, catapultándolo así a cada uno de los salones que se preciaban de pertenecer a la elegante burguesía parisina, presidiendo chimeneas y mesas de comedor. Un cuaderno que jamás le pudo devolver a su propietario y que se guardó, como recuerdo, con la expresa autorización de Monsieur Pierre Babienaux y con cuya venta consiguió, más tarde, comprar el viejo local, vacío y abandonado, que se convirtió en el primer túmulo que albergara el cadáver de Xiaomei.
No mandó noticia a la familia, pues desconocía la dirección, en Inglaterra, a la que, su honestidad le decía, debía enviar las pertenencias del joven, así que optó por quedárselas, junto con la gran suma de dinero que le reportaría, días después, la exposición póstuma de Charles. Una verdadera fortuna, a la que, en los últimos días de vejez, decidió dar un destino caritativo: una ingente donación anónima que las monjas del orfanato de Saint-Denis recibieron como un milagro en forma de sobre azul, dejado en el torno.
Parte de la misma, había ido con anterioridad a parar a Mathieu. Se había casado años atrás e intentaba sacar adelante una horda de ruidosos chiquillos de cara sucia, a fuerza de trabajar de sol a sol, en la carpintería que, no sin esfuerzo, había conseguido abrir. Mathieu terminó de completar el involuntario regalo de quien una vez, hacía años, había empezado a considerar su amigo, con la venta de un cuaderno de bocetos, olvidado en un banco, de aquél pintor cuya obra se revalorizó tras su inesperado fallecimiento, catapultándolo así a cada uno de los salones que se preciaban de pertenecer a la elegante burguesía parisina, presidiendo chimeneas y mesas de comedor. Un cuaderno que jamás le pudo devolver a su propietario y que se guardó, como recuerdo, con la expresa autorización de Monsieur Pierre Babienaux y con cuya venta consiguió, más tarde, comprar el viejo local, vacío y abandonado, que se convirtió en el primer túmulo que albergara el cadáver de Xiaomei.
Cuando falleció Monsieur
Babienaux, encontraron en un cajón, entre sus escasas pertenencias, un pequeño sobre azul, sin abrir,
deslucido por el transcurso de los años, en el que figuraba el nombre de un famoso
artista fallecido: Charles Worthing. Cuando alguien, para satisfacer su
curiosidad, decidió rasgar el lacre, leyó:
“Querido Charles, nuestra
paciencia ha tenido, por fin, su recompensa. La exposición tendrá lugar en dos
días, pero todos tus cuadros ya han sido vendidos. Muchacho, tendrás que volver
a trabajar, en breve vas a ser el pintor más famoso de París. Podrás conquistar
un Imperio y con él, a su Emperatriz.
Tu buen amigo,
Pierre Babienaux”.
Hoy dos siglos después, al
caer el día sobre París, los turistas y visitantes se apresuran a abandonar el bello Cementerio
del Montmartre, pues hay quien dice que, con inusual frecuencia, puede
verse, en las noches claras de luna llena, sobre una tumba de piedra en la que se
intuye, en letras desgastadas, la siguiente leyenda: “ARTISTA EN LA
CIUDAD DE LA LUZ”, el espectro de un joven en mangas
de camisa que se afana en cautivar la belleza de algo que
se escapa a la visión de quien presencia la escena.
Dicen que es… el Fantasma
de la Ciudad
de la Luz.
Gracias mil por haber publicado el cuento solicitado. Pienso que escribes muy, muy bien y me gusta leer tus artículos. Pero esto... Esto es infinitamente mejor! He disfrutado de lo lindo, me he metido de lleno en el relato y me has llevado a París! De verdad me ha gustado, Amiga. Sé que un blog no es para esto, pero creo que deberías deleitarnos con una historia de vez en cuando para el disfrute de los amantes de los cuentos. O, tal vez, crear otro espacio, otro soporte... Yo sé que tú sabes. Gracias.
ResponderEliminarNo las merece. Bien, pues tendré que empezar a plantearme esa posibilidad, me refiero a la de publicar, de vez en cuando, algún relato corto o cuento. Me alegro de que hayas disfrutado.
ResponderEliminarGracias :oP
"When the lilacs last in the dooryard bloom'd..."
A mi tambien me parece una buena iniciativa que de vez en cuando publiques un cuento. Este es precioso y me ha encantado pero seguro que los demas tambien lo seran.
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