Seguir este Blog

jueves, 7 de febrero de 2013

La Memoria de los Momentos Perdidos.




Cuando pienso en los diversos acontecimientos que integran la imaginaria línea del tiempo sobre la que discurre mi vida, me imagino uno de esos caleidoscopios infantiles en los que, al girarlos, se forman de manera aleatoria mil figuras multicolor a su caprichoso antojo.

En mi caso, esa línea del tiempo se encuentra conformada por múltiples instantáneas cotidianas que recogen cada uno de los recuerdos visuales que, curiosamente, van acompañados de algún aroma o sabor específico.

Así, el más destacado de todos ellos, por la ternura que me inspira, lo simboliza una ficticia fotografía donde se aprecia, nítidamente, a una joven madre en gafas de sol con un bebé en brazos, sonríe orgullosa al objetivo imaginario como exhibiendo a la niña, una niña rubia de grandes ojos que mira a su padre, convertido en fotógrafo casual. Es una tarde de domingo de una primavera pasada. Esa dulce estampa, me trae el suave aroma del jabón infantil, la cálida sensación del abrazo materno y un profundo sentimiento de seguridad y protección… El gorjeo, lejano, de algún gorrión bajo el sol de la tarde también.

Si continúo, en sentido contrario al de esa regresión, puedo apreciar otras muchas estampas con absoluta claridad y gran viveza en los colores: un viaje a la playa con los abuelos en el que recogía conchas que iba depositando en un cubito verde, mientras una mano adulta se esforzaba por protegerme del sol con aquél gorrito blanco de marinero; los paseos en bicicleta o aquellas tardes de verano, en las que tras una tormenta pasajera, buscaba caracoles en el campo, chapoteando con mis botas rojas de agua sobre los charcos diseminados a lo largo del carril; los juegos vespertinos en el columpio del patio trasero con mis hermanas pequeñas… Todos ellos saben a chicle Bang Bang y huelen a hierba mojada, a los colores del arco iris...

Supongo que el complejo funcionamiento de la mente humana hace que nuestro inconsciente opere a modo de tamiz, reteniendo aquello que nos provoca la felicidad con una cristalina claridad y desechando lo que nos produce desasosiego, de ahí que algunas de esas reproducciones se hayan diluido en los tiempos de mi memoria, como polaroids veladas… Momentos desahuciados, desterrados, negros… de los que no conservo, ni quiero, la más borrosa imagen.

No consigo, por mayor empeño que pueda poner ahora, recordar episodios, no muy lejanos que, de un modo u otro, me han resultado desagradables, pero curiosamente reproduzco mentalmente, con gran detalle, episodios pertenecientes a una vida muy anterior. Una vida plácida y feliz.

Así, recuerdo mi parvulario – un aula grande y soleada, plagada de juegos, de los que ahora llaman “educativos”, integrados por piezas desmontables de mil colores, las diminutas mesas redondas y la pequeña sillita, de color verde intenso, que era el sitio que tenía asignado, los dibujos que colgábamos con nuestros nombres garabateados por una mano torpe aún, al concluir cada uno de los trimestres, alusivos a la época en la que nos encontrábamos -, el baby de cuadros con enormes bolsillos que solía llevar repletos de mis clicks de Famobil y el intenso olor a tiza, a ceras para colorear y a plastilina -, recuerdo con pasmosa claridad, también, a mi profesora: Doña Lola.

Doña Lola era una señora mayor, grande, oronda y saludable, con el cabello completamente blanco y unas diminutas gafas de concha, para la “vista cansada”, que solía sujetar con un cordel que pasaba alrededor de su grueso cuello. Tomaba, cada tarde, su sal de frutas, mientras realizábamos nuestras tareas sin que ella nos quitara ojo, intentando mantener un nivel aceptable de silencio para la edad y el número de infantes que tutelaba. Aquella mujer, con aspecto de maestra de pueblo, haciendo uso de una infinita paciencia y de, aún, mayores dosis de cariño, me enseñó, con apenas tres años, que era los que contaba por entonces, a “dibujar” letras y números – uniendo los puntitos de la cuadrícula -, a distinguir las estaciones del año y que vivíamos en la Península Ibérica: “España limita al Norte con el Mar Cantábrico y los Montes Pirineos que nos separan de Francia…”, cantábamos a coro en clase, atendiendo a los rápidos movimientos del puntero de Doña Lola sobre el mapa que cubría la pizarra - o "encerado", como mi maestra lo llamaba -.

Doña Lola, con aquél pañuelo de puntillas que guardaba en la manga de su rebeca azul marino, nos enjugaba las lágrimas cuando, por algún inevitable accidente, nos magullábamos las rodillas en el patio durante el recreo, nos limpiaba la cara con esmero antes de darnos un sonoro beso y entonar, con el entrañable tono, caracterísitico, de una abuela: “Si eso no es nada, sopla, sopla fuerte y verás como deja de escocer…” y entonces una vez curado, el pequeño diablillo dolorido, sollozando e hipando aún, se sentaba en la mesa de Doña Lola – algo que, por algún tácito acuerdo generalizado, teníamos como la mayor distinción que se podía obtener en horario lectivo -, a esperar pacientemente, entre sonoros sorbetones y exagerados soplidos, la vuelta de la rubicunda Maestra con la ansiada compensación: un caramelo de fresa “sugus” que guardaba, para tales ocasiones, en una caja metálica, bajo llave, en el armarito del fondo, junto a la estufa.

Doña Lola olía a flores o eso me parecía a mí, aunque puede que sea sólo una mera asociación de ideas, sobre su mesa de madera, pulcramente ordenada, siempre había un jarrón de cristal con rosas que nos afanábamos, solícitos, a llenar con agua cuando el nivel descendía.

Tengo otra imagen muy clara, más o menos de la misma época, son retazos sueltos que pincelan una situación, sin distinguir ahora los lúcidos límites de lo real y de lo imaginario: me encuentro en casa por una subida de anginas, estoy en el sofá de cuero marrón –recuerdo el olor peculiar que desprendía - tapada con una manta de rombos, supongo que inmersa en un estado febril pues puedo sentir el ardor de las mejillas encendidas, un vaso de zumo de naranja, aún sin terminar, y la puerta por la que repentinamente aparece, sonriente, mi padre con una careta de Mazinger Z, recuerdo cómo me ardían los ojos y recuerdo también, como dejé – o eso creí entonces –de encontrarme tan mal por un segundo, el que tardó en ponerme la careta y elevarme en sus brazos al tiempo que me decía: “¡¡¡¡¡¡¡¡Puuuuuuuuuuños fueraaaaaaa!!!!!!!!” mientras me hacía girar, suspendida en el vacío, alrededor de la estancia, hasta que la sorpresiva irrupción de un vómito puso fin a la aventura, con el correspondiente cambio de pijama (mi favorito era uno azul plagado de abejitas Maya de distintos tamaños) pasando, previamente por la ducha.

Con cierta frecuencia, aún hoy, si cierro los ojos en busca de otra imagen de mi niñez aparece, sin más, la portada de un cuento: “Simbad el Marino”. Lo recuerdo con especial cariño, era troquelado, recortando la silueta de la figura: el turbante con la pluma y el chaleco negro de un simpático muñequito en babuchas, de brazos cruzados, guiñando un ojo. Fue al final de esa misma tarde, tras la vomitera después del breve paseo surcando, en suspensión, el cielo del salón y la consiguiente reprimenda de mi madre a mi padre al generar, si bien involuntariamente, el estropicio gástrico, cuando vinieron a verme los abuelos.

Mi abuela traía magdalenas, de esas grandes y esponjosas que se inflaban como un colchón al mojarlas en chocolate caliente – al estar enferma me permitían comer sólo lo que me apetecía y recuerdo que esa tarde me di un festín, de donde se induce claramente que debía ir mejorando -, mi abuelo me trajo el cuento primorosamente envuelto y fue en él donde aprendí a leer. Si hago un esfuerzo puedo visualizar, incluso, las letras, en esa tipografía grande y negra, propia de los cuentos infantiles: “Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y para ganarse la vida, se veía obligado a transportar enormes fardos…”. Hoy tengo el firme convencimiento de que es con ese relato con el que se despertó mi afición a la lectura. 

Curiosamente es éste un recuerdo vinculado al olor a menta y eucalipto, a chocolate y a naranja, a colonia Nenuco, me sugiere también el remoto sabor dulzón de algún jarabe…

Años después sigo pensando en un imaginario Álbum Fotográfico, donde reposan los recuerdos de toda una vida feliz. Esos que jamás fueron tomados por el objetivo de una cámara pero que, sin duda, tienen para nosotros mucho más valor que cualquier fotografía y que quedan enmarcados por nuestro carácter de manera indeleble, acompañándonos hasta el final de nuestros días. Esos que forman parte de lo que yo denomino la Memoria de los Momentos Perdidos…

6 comentarios:

  1. Es muy tierna esta historia autobiográfica. Yo tambien recuerdo mi clase de parvulitos, mi profesor se llamaba D. Tomas aunque algunos de mis compañeros lo recordaran como Don TOMAD el sapo este no repartia besos ni caramelos soltaba collejas a diestro y siniestro pero creo que tu hubieras sido capaz de encontrar el lado poetico tambien en eso. Me ha gustado mucho este episodio y enhorabuena por las visitas que ya has tenido.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Jajajaja, pues... Sinceramente, no estoy muy segura de ser capaz de encontrar el lado onírico del "pescozón". Supongo que me hablas de un Maestro de esos de la vieja escuela: "la letra, con sangre entra". Gracias por el comentario, me ha hecho soltar la carcajada, lo de Don "TOMAD" lo he entendido por el lado de "tomad la colleja" y me he imaginado la escena, el sobrenombre de "El Sapo" me ha traído a la mente, no sé por qué, la imagen de un señor gordo y calvo de ojos saltones. Me he reído mucho con la representación mental que me ha sugerido el comentario.

      Eliminar
  2. Me encantaria escribir como tu pero me contento con poder leerte, haces que los dias tengan un color distinto. Me parece que podrias dedicarte a esto de forma profesional creo que tendrias el mismo exito que el que seguro que tienes ya como abogada. Este me ha tocado el corazon, cuando lo he terminado de leer he recordado mi infancia y tienes razon en lo que dices una vez mas.

    ResponderEliminar
  3. Nuestra memoria felizmente es selectiva y nos permite deshacernos de episodios dolorosos del pasado.... O, al menos, difuminarlos tanto que olvidamos muchas heridas antiguas.
    !Es un gran regalo para mantenernos optimistas y entusiastas!
    Pensar en nuestra infancia (en mi caso también etapas posteriores) se convierte, casi al tiempo, en sonrisas y alegría que nos trasladan en el tiempo: aquellas gamberradillas en el patio del colegio, o escapandonos a fumar un cigarrillo compartido (!More mentolado! Que nos hacía parecer mayores y divinas), esas excursiones en bici al circuito de La Salle (que bautizamos de "bicicross") en las siestas de agosto cordobés, con un calor de justicia y una botella de gaseosa "Pijuan" envuelta en una toalla (que el recipiente era de vidrio!!!) caliente y asquerosa pero que aún hoy recuerdo me sabia a gloria..... Papás se quedarían felices cuando la trupe desaparecía!!! ....
    Dejo, por ahora, este momento "revival" que, volviendo a mi realidad, !tengo que terminar un trabajo!!!!!!
    Bye

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cierto, Marga, comparto esa opinión. En tu caso, por otro lado...estoy convencida de ese alivio de los papis, demasiado duende dando saltos alrededor.
      Es curioso cómo somos capaces de mantener en nuestra memoria hasta el más mínimo detalle de épocas pasadas...
      En fín, como bien decías un buen regalo para el optimismo y el entusiasmo tan necesarios, como poco frecuentes, en nuestras vidas últimamente.

      Eliminar
  4. Buen trabajo entonces, el de la Seño Maruja. Sí, estoy convencida de que nuestros momentos más tiernos, más felices y los que, con mayor claridad recordamos cuando somos adultos, son aquellos que vivimos durante nuestra infancia.

    ResponderEliminar

Gracias por tu participación en este Blog, recuerda que tu comentario será visible una vez sea validado.