Cuando pienso en los diversos acontecimientos que
integran la imaginaria línea del tiempo sobre la que discurre mi vida, me
imagino uno de esos caleidoscopios infantiles en los que, al girarlos, se
forman de manera aleatoria mil figuras multicolor a su caprichoso antojo.
En mi caso, esa línea del tiempo se encuentra conformada
por múltiples instantáneas cotidianas que recogen cada uno de los recuerdos
visuales que, curiosamente, van acompañados de algún aroma o sabor específico.
Así, el más destacado de todos ellos, por la ternura que
me inspira, lo simboliza una ficticia fotografía donde se aprecia, nítidamente, a una
joven madre en gafas de sol con un bebé en brazos, sonríe orgullosa al objetivo imaginario
como exhibiendo a la niña, una niña rubia de grandes ojos que mira a su padre,
convertido en fotógrafo casual. Es una tarde de domingo de una primavera
pasada. Esa dulce estampa, me trae el suave aroma del jabón infantil, la cálida
sensación del abrazo materno y un profundo sentimiento de seguridad y
protección… El gorjeo, lejano, de algún gorrión bajo el sol de la tarde también.
Si continúo, en sentido contrario al de esa regresión,
puedo apreciar otras muchas estampas con absoluta claridad y gran viveza en los
colores: un viaje a la playa con los abuelos en el que recogía conchas que iba
depositando en un cubito verde, mientras una mano adulta se esforzaba por protegerme del sol con aquél gorrito blanco de marinero; los paseos en bicicleta o aquellas tardes de
verano, en las que tras una tormenta pasajera, buscaba caracoles en el campo,
chapoteando con mis botas rojas de agua sobre los charcos diseminados a lo
largo del carril; los juegos vespertinos en el columpio del patio trasero con
mis hermanas pequeñas… Todos ellos saben a chicle Bang Bang y huelen a hierba mojada, a los colores del arco iris...
Supongo que el complejo funcionamiento de la mente humana
hace que nuestro inconsciente opere a modo de tamiz, reteniendo aquello que nos
provoca la felicidad con una cristalina claridad y desechando lo que nos
produce desasosiego, de ahí que algunas de esas reproducciones se hayan diluido
en los tiempos de mi memoria, como polaroids veladas… Momentos desahuciados,
desterrados, negros… de los que no conservo, ni quiero, la más borrosa imagen.
No consigo, por mayor empeño que pueda poner ahora,
recordar episodios, no muy lejanos que, de un modo u otro, me han resultado
desagradables, pero curiosamente reproduzco mentalmente, con gran detalle,
episodios pertenecientes a una vida muy anterior. Una vida plácida y feliz.
Así, recuerdo mi parvulario – un aula grande y soleada,
plagada de juegos, de los que ahora llaman “educativos”, integrados por piezas
desmontables de mil colores, las diminutas mesas redondas y la pequeña sillita,
de color verde intenso, que era el sitio que tenía asignado, los dibujos que
colgábamos con nuestros nombres garabateados por una mano torpe aún, al
concluir cada uno de los trimestres, alusivos a la época en la que nos
encontrábamos -, el baby de cuadros con enormes bolsillos que solía llevar repletos
de mis clicks de Famobil y el intenso olor a tiza, a ceras para
colorear y a plastilina -, recuerdo con pasmosa claridad, también, a mi profesora:
Doña
Lola.
Doña Lola era una señora mayor, grande, oronda y saludable, con el
cabello completamente blanco y unas diminutas gafas de concha, para la “vista cansada”, que solía
sujetar con un cordel que pasaba alrededor de su grueso cuello. Tomaba, cada
tarde, su sal de frutas, mientras realizábamos nuestras tareas sin que ella nos
quitara ojo, intentando mantener un nivel aceptable de silencio para la edad y
el número de infantes que tutelaba. Aquella mujer, con aspecto de maestra de
pueblo, haciendo uso de una infinita paciencia y de, aún, mayores dosis de
cariño, me enseñó, con apenas tres años, que era los que contaba por entonces,
a “dibujar”
letras y números – uniendo los puntitos de la cuadrícula -, a distinguir las
estaciones del año y que vivíamos en la Península Ibérica:
“España
limita al Norte con el Mar Cantábrico y los Montes Pirineos que nos separan de
Francia…”, cantábamos a coro en clase, atendiendo a los rápidos
movimientos del puntero de Doña Lola sobre el mapa que cubría
la pizarra - o "encerado", como mi maestra lo llamaba -.
Doña Lola, con aquél pañuelo de puntillas que guardaba en la manga de
su rebeca azul marino, nos enjugaba las lágrimas cuando, por algún inevitable
accidente, nos magullábamos las rodillas en el patio durante el recreo, nos limpiaba la cara con
esmero antes de darnos un sonoro beso y entonar, con el entrañable tono, caracterísitico, de una abuela:
“Si
eso no es nada, sopla, sopla fuerte y verás como deja de escocer…” y entonces
una vez curado, el pequeño diablillo dolorido, sollozando e hipando aún, se
sentaba en la mesa de Doña Lola – algo que, por algún tácito acuerdo
generalizado, teníamos como la mayor distinción que se podía obtener en horario
lectivo -, a esperar pacientemente, entre sonoros sorbetones y exagerados soplidos, la vuelta de la rubicunda
Maestra con la ansiada compensación: un caramelo de fresa “sugus” que guardaba, para
tales ocasiones, en una caja metálica, bajo llave, en el armarito del fondo,
junto a la estufa.
Doña Lola olía a flores o eso me parecía a mí, aunque puede que sea
sólo una mera asociación de ideas, sobre su mesa de madera, pulcramente
ordenada, siempre había un jarrón de cristal con rosas que nos afanábamos,
solícitos, a llenar con agua cuando el nivel descendía.
Tengo otra imagen muy clara, más o menos de la misma
época, son retazos sueltos que pincelan una situación, sin distinguir ahora los lúcidos límites de
lo real y de lo imaginario: me encuentro en casa por una subida de anginas,
estoy en el sofá de cuero marrón –recuerdo el olor peculiar que desprendía -
tapada con una manta de rombos, supongo que inmersa en un estado febril pues
puedo sentir el ardor de las mejillas encendidas, un vaso de zumo de naranja,
aún sin terminar, y la puerta por la que repentinamente aparece, sonriente, mi padre con una
careta de Mazinger Z, recuerdo cómo me ardían los ojos y recuerdo
también, como dejé – o eso creí entonces –de encontrarme tan mal por un
segundo, el que tardó en ponerme la careta y elevarme en sus brazos al tiempo
que me decía: “¡¡¡¡¡¡¡¡Puuuuuuuuuuños fueraaaaaaa!!!!!!!!” mientras me hacía girar,
suspendida en el vacío, alrededor de la estancia, hasta que la sorpresiva
irrupción de un vómito puso fin a la aventura, con el correspondiente cambio de
pijama (mi favorito era uno azul plagado de abejitas Maya de distintos tamaños) pasando, previamente
por la ducha.
Con cierta frecuencia, aún hoy, si cierro los ojos en
busca de otra imagen de mi niñez aparece, sin más, la portada de un cuento: “Simbad
el Marino”. Lo recuerdo con especial cariño, era troquelado, recortando
la silueta de la figura: el turbante con la pluma y el chaleco negro de un simpático muñequito en babuchas, de brazos cruzados, guiñando un ojo. Fue al final de esa misma
tarde, tras la vomitera después del breve paseo surcando, en suspensión, el
cielo del salón y la consiguiente reprimenda de mi madre a mi padre al generar,
si bien involuntariamente, el estropicio gástrico, cuando vinieron a verme los
abuelos.
Mi abuela traía magdalenas, de esas grandes y esponjosas que se inflaban como un colchón al mojarlas en chocolate caliente – al estar enferma me permitían comer sólo lo que me apetecía y recuerdo que esa tarde me di un festín, de donde se induce claramente que debía ir mejorando -, mi abuelo me trajo el cuento primorosamente envuelto y fue en él donde aprendí a leer. Si hago un esfuerzo puedo visualizar, incluso, las letras, en esa tipografía grande y negra, propia de los cuentos infantiles: “Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y para ganarse la vida, se veía obligado a transportar enormes fardos…”. Hoy tengo el firme convencimiento de que es con ese relato con el que se despertó mi afición a la lectura.
Curiosamente es éste un recuerdo vinculado al olor a menta y eucalipto, a chocolate y a naranja, a colonia Nenuco, me sugiere también el remoto sabor dulzón de algún jarabe…
Mi abuela traía magdalenas, de esas grandes y esponjosas que se inflaban como un colchón al mojarlas en chocolate caliente – al estar enferma me permitían comer sólo lo que me apetecía y recuerdo que esa tarde me di un festín, de donde se induce claramente que debía ir mejorando -, mi abuelo me trajo el cuento primorosamente envuelto y fue en él donde aprendí a leer. Si hago un esfuerzo puedo visualizar, incluso, las letras, en esa tipografía grande y negra, propia de los cuentos infantiles: “Hace muchos, muchísimos años, en la ciudad de Bagdag vivía un joven llamado Simbad. Era muy pobre y para ganarse la vida, se veía obligado a transportar enormes fardos…”. Hoy tengo el firme convencimiento de que es con ese relato con el que se despertó mi afición a la lectura.
Curiosamente es éste un recuerdo vinculado al olor a menta y eucalipto, a chocolate y a naranja, a colonia Nenuco, me sugiere también el remoto sabor dulzón de algún jarabe…
Es muy tierna esta historia autobiográfica. Yo tambien recuerdo mi clase de parvulitos, mi profesor se llamaba D. Tomas aunque algunos de mis compañeros lo recordaran como Don TOMAD el sapo este no repartia besos ni caramelos soltaba collejas a diestro y siniestro pero creo que tu hubieras sido capaz de encontrar el lado poetico tambien en eso. Me ha gustado mucho este episodio y enhorabuena por las visitas que ya has tenido.
ResponderEliminarJajajaja, pues... Sinceramente, no estoy muy segura de ser capaz de encontrar el lado onírico del "pescozón". Supongo que me hablas de un Maestro de esos de la vieja escuela: "la letra, con sangre entra". Gracias por el comentario, me ha hecho soltar la carcajada, lo de Don "TOMAD" lo he entendido por el lado de "tomad la colleja" y me he imaginado la escena, el sobrenombre de "El Sapo" me ha traído a la mente, no sé por qué, la imagen de un señor gordo y calvo de ojos saltones. Me he reído mucho con la representación mental que me ha sugerido el comentario.
EliminarMe encantaria escribir como tu pero me contento con poder leerte, haces que los dias tengan un color distinto. Me parece que podrias dedicarte a esto de forma profesional creo que tendrias el mismo exito que el que seguro que tienes ya como abogada. Este me ha tocado el corazon, cuando lo he terminado de leer he recordado mi infancia y tienes razon en lo que dices una vez mas.
ResponderEliminarNuestra memoria felizmente es selectiva y nos permite deshacernos de episodios dolorosos del pasado.... O, al menos, difuminarlos tanto que olvidamos muchas heridas antiguas.
ResponderEliminar!Es un gran regalo para mantenernos optimistas y entusiastas!
Pensar en nuestra infancia (en mi caso también etapas posteriores) se convierte, casi al tiempo, en sonrisas y alegría que nos trasladan en el tiempo: aquellas gamberradillas en el patio del colegio, o escapandonos a fumar un cigarrillo compartido (!More mentolado! Que nos hacía parecer mayores y divinas), esas excursiones en bici al circuito de La Salle (que bautizamos de "bicicross") en las siestas de agosto cordobés, con un calor de justicia y una botella de gaseosa "Pijuan" envuelta en una toalla (que el recipiente era de vidrio!!!) caliente y asquerosa pero que aún hoy recuerdo me sabia a gloria..... Papás se quedarían felices cuando la trupe desaparecía!!! ....
Dejo, por ahora, este momento "revival" que, volviendo a mi realidad, !tengo que terminar un trabajo!!!!!!
Bye
Cierto, Marga, comparto esa opinión. En tu caso, por otro lado...estoy convencida de ese alivio de los papis, demasiado duende dando saltos alrededor.
EliminarEs curioso cómo somos capaces de mantener en nuestra memoria hasta el más mínimo detalle de épocas pasadas...
En fín, como bien decías un buen regalo para el optimismo y el entusiasmo tan necesarios, como poco frecuentes, en nuestras vidas últimamente.
Buen trabajo entonces, el de la Seño Maruja. Sí, estoy convencida de que nuestros momentos más tiernos, más felices y los que, con mayor claridad recordamos cuando somos adultos, son aquellos que vivimos durante nuestra infancia.
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