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miércoles, 27 de febrero de 2013

Las Amargas Lágrimas de la Indignación.








          Hoy, quiero publicar algo breve - y muy distinto a los registros que vengo empleando - a modo de  homenaje a quien siempre se preció de ser el mayor defensor de los derechos humanos y libertades inalienables, padre ideológico del movimiento de INDIGNADOS, con quienes se podrá simpatizar más o menos, pero cuya existencia y relevancia en la actual situación social y económica  no puede, no debe, pasar inadvertida en justo reconocimiento a este luchador, veterano de guerra y librepensador de innegable lucidez.

        Hoy, puede que el mejor Epitafio, lo constituya el extracto de su propia obra que se materializó como un deseo, el mejor de todos ellos, al resto de la raza humana.


Esta mañana nos hemos desayunado con la triste noticia del fallecimiento de Stephanè Hessel. El veterano activista de la Resistencia Francesa – siempre a las órdenes de De Gaulle – durante la ocupación nazi. No pudo o no quiso ya, a sus castigados 95 años, volver a burlar a la muerte como lo hiciera durante su juventud en el Campo de Concentración al que fue enviado, tras su detención y tortura por su oposición al régimen de Hitler, usurpando entonces la identidad de otro preso fallecido de tifus, escapó a una muerte segura y lo seguiría haciendo, durante sus continuas entradas y salidas de prisión hasta su definitiva huida de un "tren de la muerte" y su posterior unión al ejército norteamericano que libertara París. Su vida fue siempre una partida de póker con el destino. Iba de farol, le gustaba arriesgar. Y ganó.

Este librepensador, alemán de nacimiento y francés de corazón, decidió anoche que ya había cumplido con su misión, al materializarse el contenido de su manifiesto “Indignez vous!” en el germen de ese movimiento de indignados que recorre, convulsionando, toda Europa. Ideológicamente opuesto a mi pensamiento, salvo en lo concerniente, claro es, a la dignidad humana y los derechos inherentes a la misma, admirado y respetado, envidiado pero honrado, hoy toca rendirle un más que merecido homenaje por su incansable lucha en pro de los derechos humanos.

Si repaso ahora su labor, sólo puedo rendirme ante una lucidez mental extrema, propia de un revolucionario, un visionario, un líder de masas que, sin profundizar en la conceptualización, más allá de apelar a la propia dignidad personal, ha hecho de la indignación una forma de vida, con la que se podrá estar de acuerdo o no, asumir de forma moderada o en su vertiente más radical, pero lo cierto es que él ha conseguido movilizar a todo un continente, removiendo conciencias e, incluso, los cimientos de cada Nación.

Hessel, socialista convencido, reivindicativo por principio, amigo de judíos, negros y gitanos y defensor a ultranza de las libertades personales y la justicia social, ha dejado de ser hombre para convertirse, hoy, en mito. 

Hoy una mujer de derechas, llora, con las amargas lágrimas de la indignación, a un hombre bueno de izquierdas.

Allá donde esté… descanse Stephanè Hessel, siempre, en paz.

“Os deseo a todos, a cada uno de vosotros, que tengáis vuestro motivo de indignación. Es algo precioso. Cuando algo nos indigna, como a mí me indignó el nazismo, nos volvemos militantes, fuertes y comprometidos. Volvemos a encontrarnos con esta corriente de la historia, y la gran corriente de la historia debe perseguirse por cada uno. Y esta corriente nos conduce a más justicia y libertad; pero no a la libertad incontrolada de la zorra en el gallinero…”
(S. Hessel – “¡Indignaos!”

martes, 26 de febrero de 2013

La Sonrisa de Tru.






Vuelvo, absorta en su mirada azul cielo de la que aún permanezco suspendida y ajena a cuanto nos rodea, a beber un nuevo sorbo de ese café negro, fuerte y aromático que, un rato antes, ha servido en la taza de porcelana china al tiempo que me acercaba el azucarero delicadamente. No ha dejado de hablar desde el principio, con ese característico timbre de voz – a veces creo que lo imposta para volverla más aguda -. Está retirándose el flequillo hacia un lado, cruza las piernas y enciende otro cigarrillo. Todo en él es elegante, histriónico, magnético, encantador. El menor gesto que realiza, ya sea de forma consciente o no, adquiere un estilo "gótico, introspectivo". Personal. Muy Truman. Muy Capote.

Sigue narrando aquellos episodios de su infancia que dejaron una huella indeleble en el niño enfermizo que fue, como una impronta de su carácter. Empiezo a sospechar que se confunden los límites de la realidad y de la ficción en aquellos recuerdos, retazos de lo que fue y pudo ser y que él, ahora, rememora embutido en el batín de seda, verde esmeralda, que acentúa aún más su, ya extrema, palidez. Me sonríe, parece solicitar mi anuencia para continuar con el relato, asiento ligeramente y dejo que se vacíe de todas las imágenes infantiles que pueblan su memoria. No quiero interrumpirle, sé que la reacción sería desproporcionada en él. Siempre le han molestado las perturbaciones, por nimias que sean, “me hacen perder el hilo”, insiste en esto continuamente, le provocan una explosión de ira que, con escasa frecuencia, consigue dominar. Me gustaría hacerle algunas preguntas pero sé que sólo se las podré formular cuando él lo estime oportuno y no antes. Todo, en la vida de Tru, tiene su momento preciso: el que él, fastuosamente, determina.

-          “… de manera que, amiga mía – hace una pausa teatral, como intentando dotar de mayor solemnidad su discurso, con esa mueca tan suya -, cuando Dios te da un don, también te da un látigo y ese es, únicamente, para autoflagelarse”. Sonríe, entornando los ojos azules que enmarcan esas lentes de miope, para a continuación, exhibirme su perfil mientras expulsa, hacia arriba, con la mirada perdida en algún punto del infinito, el humo de su cigarrillo. Todo en él es ceremonioso, glamouroso, melodramático. Sonrío y aprovecho ese inciso de mutismo para hacerle una pregunta:

-          “Entonces, ese látigo para la autoflagelación del que hablas, ¿es la justa contraprestación al presente divino que nos ha sido concedido?. ¿Es lo que crees realmente, Truman?”.

-          “Si no lo creyera, no lo afirmaría. Es un regalo divino envenenado: te otorgan la dádiva de poseer una visión aguda de lo que nos rodea que a la gran mayoría de los demás les pasa desapercibida para, a continuación, lamentarte y martirizarte por la ceguera de quienes tienen limitada su capacidad de percibirla con la claridad con la que tú lo haces. Es frustrante. Hasta el punto de omitir cualquier explicación que jamás llegarían a comprender. Por eso nunca las doy”. Concluye sonriendo. Estoy totalmente de acuerdo con ese pensamiento suyo y es, entonces, cuando pienso si no sería esa, precisamente y no otra, la inspiración de su “Música para camaleones”, donde conviven las dos caras opuestas de la vida: el horror más descarnado y lo onírico, descrito con esa peculiar forma suya de delicioso equilibrio, inteligente y mordaz. Con frecuencia, cuando miro su sonrisa, me pregunto si no estaría hablando de algo que, para los demás, resultaba imperceptible. Pero así era, así es y así seguirá siendo ÉL: muy Truman, muy Capote...

"Soy alcohólico. Soy drogadicto.
Soy homosexual. Soy un genio".
(Truman Capote - "Música para camaleones") 

lunes, 25 de febrero de 2013

Una partida de canicas.







Siempre me he imaginado al Destino como un duendecillo travieso y bromista que juega con nosotros a su caprichoso antojo, imponiendo las reglas de su peculiar juego.
En realidad, tiendo a identificarlo con ese personaje propio de la mitología celta llamado “Trasgu” quien,
en función del humor con el que se levante cada día, nos regala pequeñas diabluras que nos terminan sacando de nuestras casillas o bien, se encarga de hacer esas labores que pueden resultar más tediosas, haciéndonoslas más livianas.

       Hace mucho tiempo ya, apenas si contaba, creo recordar, con seis o siete años, me encontraba en el patio de mi casa, era el final de una tarde de verano y acaba de salir de la piscina para sentarme en aquél columpio rojo donde solía merendar. Comencé el suave balanceo sobre la silla que se suspendía de dos cadenas, mientras daba buena cuenta del bocadillo que, junto a un vaso de leche, había dejado mi madre instantes antes sobre la mesa de hierro. Junto a la piscina, Rovira, una hembra de espagnol bretón que por aquél entonces era la mascota de la familia, dormitaba bajo los últimos rayos de sol. 

     Olía a jazmín y el cielo comenzaba a adquirir un color anaranjado. Los grillos daban inicio, tímidamente, una sinfonía estival.

     Detuve el columpio con la punta del pie descalzo cuando me pareció ver un diminuto rostro asomarse por la puerta de aquél cobertizo que hacía las veces de trastero. Al fijar en él la mirada desapareció repentinamente. No podía ser ninguna de mis hermanas pequeñas que estaban dentro – oía sus voces procedentes de la cocina, donde mi madre intentaba que terminaran de merendar, amenazándolas con no volver a bañarse si no lo hacían, entre las protestas inútiles de las dos inapetentes que se resistían a la macedonia de frutas -. Rovira se despertó sobresaltada y husmeando el aire se dirigió, sigilosa, hacia el cobertizo mientras emitía un leve gruñido. Me bajé del columpio y la seguí –ella también lo había visto -, entró en la oscura estancia para salir en estampida a continuación con un aullido ensordecedor, me detuve en seco para permitirle el paso de aquella huída en dirección opuesta, sin ser arrollada. Dudé unos instantes pero finalmente me decidí a entrar, mis ojos se fueron acostumbrando a aquella penumbra y paulatinamente las siluetas de las bicicletas, las jaulas vacías, herramientas y otros cachivaches que, con el orden establecido por mi padre, reposaban allí, fueron aclarándose.

-          “¿Hola?...” – conseguí decir, más por infundirme valor para no salir corriendo, al escuchar mi propia voz, que por resultar cortés -. “¿Hola?” – repetí mientras comenzaba a sentir el martilleo de la sangre en las sienes y me daba lentamente la vuelta hacia la puerta por la que había salido la perra huyendo.

-          “Hola” – me contestó una vocecilla desde un rincón -. “No te asustes, niña”.

      Paralizada no podía dar un paso, aunque mi intención hubiera sido la de desaparecer tras Rovira a idéntica velocidad o haber gritado un enorme “¡¡¡¡¡¡MAAAAAAAAAAAAAAAAAAMÁ…!!!!!!” que provocara la llegada inmediata de mi madre, si la voz me hubiera salido en lugar de quedarse anudada en la garganta. La silueta de un enanito se dibujó al contraluz de la puerta que permanecía abierta, donde se colocó de un salto, casi acrobático, sin que pudiera precisar yo su origen. Apenas si me llegaba a la cintura y me miraba sonriente con los ojillos entornados. Vestía de rojo y tenía unos zapatos picudos del mismo color.

-          “No te asustes” – Repitió acercándose -.

-          “No… No lo estoy” – mentí mientras me ponía de puntillas para aumentar la diferencia entre nuestras respectivas estaturas en un intento de demostrarle mi superioridad física -. “¿Quién eres?” – le pregunté por decir algo que mitigara mi temor, o al menos, lo distrajera-.

-          “Me llaman Destino, aunque tengo otros muchos nombres y si quieres podemos jugar un rato juntos” – sonó de nuevo la vocecilla estridente, de tono cantarín  -.

-       “¿Qué haces en mi casa?” – le volví a preguntar, esta vez ya con menos miedo y más curiosidad -.

-         “ Siempre he estado aquí, desde que naciste estoy contigo, lo que pasa es que a veces no me ves. Sólo puedes verme cuando quieres hacerlo. ¿Quieres o no jugar?”– el enano pareció impacientarse y la penumbra que reinaba a mi alrededor no me ayudaba a reunir las fuerzas necesarias como para contrariarlo -.

-          “Sí, pero ¿a qué?”. – Inquirí ya más tranquila. Entonces el duendecillo, o lo que quiera que fuese, fijó la mirada en una cesta de mimbre donde solía guardar mis canicas. Me encantaban y tenía muchas, de todos los colores.

-         “¡A las canicas!” – decidió mientras se dirigía a la cesta y la cogía resuelto -. “Sígueme” - me apremió dispuesto y se encaminó al otro extremo de la habitación -. “Vale, te explicaré cómo se juega: verás, cada vez que yo consiga golpear  una de tus canicas, tendrás que elegir con la que seguir el juego, dejándome a mí la otra y así sucesivamente hasta que ya no te quede ninguna”.

-          “Pero…” - protesté – “¿y yo no puedo quedarme con ninguna de las tuyas?”.

-          “No” – dijo rotundo -. “Este juego es así, tú eliges las que quieras para la partida y conforme yo vaya alcanzándolas, tendrás que decidir cuál me das y con cuáles sigues jugando. Así es como se juega y no de otra manera”.

-          “No me parece justo que…” - protesté sin poder terminar la frase -.

-          “Escucha mequetrefe” - ya entonces me pareció ridículo que un humanoide de apenas medio metro se refiriera a mí en esos términos, sofoqué la risa como pude, no quería contrariarlo, aunque ya no le temía – “me da igual lo que te parezca justo o no. Así es este juego, si quieres jugar lo haces y si no, vuelve al columpio y déjame tranquilo”. 

-          “Vale” – accedí,  al notar cómo la irascibilidad del enano se pintaba en el tono de su voz -.

        Desconozco el tiempo que estuve jugando con Destino, sólo sé que cada vez que golpeaba una de mis canicas, yo, según las reglas de ese particular juego que él había decidido inventar, tenía que entregarle una, cuando concluía la tradición, aparecía ante mis ojos una visión diferente que duraba apenas unos segundos y luego se volatilizaba en una nebulosa. Así, cuando le di la verde – apareció la figura de una chica mayor que se parecía a mí, llevaba una bata blanca y parecía estar muy ocupada -, cuando le tocó el turno a la roja volvió a ocurrir algo similar, la misma chica, no llevaba bata blanca en esta ocasión, sino que se encontraba ante una pizarra y parecía estar explicando algo que entonces no fui capaz de entender, poco a poco fui quedándome sin canicas porque Destino tenía buena puntería, jamás erraba su tiro. Le di la morada, la azul, la amarilla, luego la naranja y con cada entrega se sucedían las rápidas visiones que siempre eran diferentes. Ya sólo me quedaban dos – las que más me gustaban en realidad y que, hasta entonces, me había estado reservando, a la vana espera, claro es, de que el enano errara en el tiro o bien, diera por concluida la partida -: la dorada y la plateada.

-          “¿Podemos dejar ya de jugar?” – pregunté intentando eludir la obligación de elegir entre mis dos canicas favoritas -.

-         “¡Ni hablar!” – contestó el maldito enano, consciente sin duda de la dolorosa disyuntiva a la que me enfrentaría al tener que optar entre alguna de las dos -, “tenemos que terminar el juego”.

       Resignada me preparé para perder alguno de mis más preciados tesoros. El duende acertó de lleno en la dorada y exigió el correspondiente trofeo. Estuve dudando entre cuál entregarle, si me desprendía de la plateada y me quedaba con la dorada siempre echaría de menos a la primera y si lo hacía a la inversa, resultaría exactamente igual para la segunda. El duendecillo, entre resoplidos, parecía impacientarse en la espera de su premio y yo no conseguía decidir con cuál quedarme. Me miraba con los brazos cruzados y alternándose en el apoyo de su cuerpo en uno y otro pie, cuando de repente todo empezó a girar a mi alrededor a una velocidad vertiginosa, la cara del enano empezó a difuminarse ante mis ojos, todo seguía girando y dando vueltas, las imágenes de las canicas de colores, en suspensión a mi alrededor y del duende, se superponían, las escenas que había visto antes, también, de forma rápida y difusa. Comencé a marearme, los oídos me zumbaban, las imágenes se sucedían sin ningún orden ni concierto y volvían a desaparecer… Oía, cada vez más lejana, la vocecilla que me apremiaba a hacerle entrega de alguna de las dos bolitas que apretaba, fuertemente, en el interior de mi puño, mientras una espiral multicolor me engullía.

      La mano delicada de mi madre me acarició la mejilla. Abrí los ojos, estaba en el columpio, miré a la mesa de hierro: el bocadillo y el vaso de leche seguían sobre ella, intactos. Rovira dormitaba junto a la piscina. El sol se ponía entre el aroma a jazmín y el acompasado "cri-cri" de los grillos.

-          “Vaya, así que te has quedado dormida…Tienes que tomarte la merienda”.

-          “No, mamá, no me he dormido… Estaba jugando a las canicas con un enano, he visto una niña mayor que era médico y luego era profesora, después dibujaba utilizando unas reglas muy grandes... Era yo. Y hacía otras muchas cosas, pero al final sólo me quedaban dos canicas, las demás se las ha quedado el enano…” – atropelladamente intenté resumirle lo que había pasado a mi madre que sonreía ante mi azoramiento, convencida sin duda de que hablaba de un sueño –.

-          “Venga, merienda, cuando hayas terminado puedes jugar con tus hermanas que ya están en la piscina” – las vi chapoteando entre risas, ajenas a mi encuentro con el enano -.

… (…) …

           De eso hace ya tantos años que, junto con estos vagos recuerdos, sólo conservo dos canicas, una plateada y otra dorada, las únicas que permanecían en la cestita de mimbre cuando entré de nuevo al cobertizo. Dónde fueron a parar las otras, siempre ha sido un enigma para mí. Me pregunto si ese encuentro tuvo lugar alguna vez y cómo hubiera sido mi vida hoy, si hubiera optado por las canicas de otros colores de las que, según avanzaba la partida, me fui desprendiendo.

Aún hoy, de vez en cuando, creo ver la sonrisa burlona de un enano que se asoma por la puerta del Despacho, se cruza conmigo fugazmente por la calle o, simplemente, está observándome a través de la ventana, lleva una bolsa colgando de la cintura y, a veces, puedo oír el peculiar sonido de canicas al chocar entre sí.     
          
            Sin duda, continúa a la espera de que le entregue una de las dos, pero lo cierto es que sigo sin poder decidir cuál…

“A menudo encontramos nuestro destino por los caminos que tomamos para evitarlo”.
(Jean de La Fontaine)





jueves, 21 de febrero de 2013

Con el alma a la espera.




Siempre creí que fue la Profesión la que me eligió a mí y no yo a ella. Cuando empecé, hace ya años, me sentía orgullosa de portar la TOGA, distintivo de DIGNIDAD y HONESTIDAD. Me gustaba y me gusta seguir el ceremonioso ritual de las formas protocolarias cuando accedo a la Sala de Vistas, así lo ví hacer a quien fuera mi MAESTRO y así lo repito yo hoy cada vez que me dirijo al estrado. Hace tiempo que perdí la fe. No creo en la JUSTICIA y cada día creo menos en el RESPETO que quienes vestimos la TOGA estamos obligados a dispensarle. No creo, ya tampoco, en la NOBLEZA y en la LEALTAD del contrario y es evidente que la pérdida de las formas, ha derivado en el paulatino envilecimiento de MI PROFESIÓN.
Sin duda, el influjo de películas norteamericanas en unión al primado de la voraz competencia y el hambre de éxito sobre cualquier otro principio, ha motivado que hoy, más que un honorable combate dialéctico, un juicio se convierta en el escenario de una pelea "pandillera", donde todo está permitido, incluso los golpes bajos y las puñaladas traperas, donde el Compañero es tu peor enemigo... Para Letrados que hemos sido formados en la "Vieja Escuela" es algo frustrante, la extendida - como símbolo de triunfo y valía -  mala praxis profesional de algunos que denosta lo que a otros nos transmitieron como el "arte de lo bueno y de lo justo".
A pesar de mis ideales románticos, de ir contra corriente, de mi personal lucha por dignificar lo que tuve la suerte de recibir, respetuosamente, de quien me precediera, cada día se me hace más tediosa la batalla. Aún así, continúo siempre con el alma a la espera...


Hoy, como tantos otros días en el pasado, no consigo encontrar esa tranquilidad que me induce, habitualmente, a perderme en el estudio sosegado de los asuntos de mis Clientes. Hoy, como tantos otros días, me siento cansada.

Con frecuencia me pregunto si no son ya, todos éstos, demasiados, los años dedicada a la lucha por lo que creo, creía, justo. ¿Me estaré haciendo mayor?. Ya no creo en la Justicia, sólo en mi personal lucha por conseguirla y si antes era más Abogado que persona, hoy ya no estoy tan segura de eso. Sí, sin duda, me hago mayor.

Miro por la ventana el cielo plomizo que, a caprichosos intervalos, vacía una lluvia fría, fina y gris sobre la ciudad que parece aliarse con el tiempo que transcurre, con una asfixiante calma, esta mañana extraña. Me sorprendo, nuevamente, divagando por los laberintos de mi memoria, me siento como el náufrago exhausto a quien empiezan a flaquearle las fuerzas al no avistar tierra firme, asido a la tabla que, a la deriva, le arrastra entre olas grises que lo engullen sin piedad, provocándole continuos ahogamientos. Acaso no debiera afectarme. No – me digo -, en eso consiste la madurez del Abogado: buscar la posible solución al problema sin hacer de éste, nunca, algo propio y con independencia, siempre, del ulterior pronunciamiento judicial…

Repaso, visualmente, los expedientes abiertos sobre mi mesa que hoy cobran vida propia para tener rostro, nombre, apellidos, dificultades e, incluso, esperanzas… Más allá, sobre la percha, descansa la toga sin vida, a la espera de que mañana la vista, por un breve lapso de tiempo que sentenciará los designios de dos anhelos encontrados en pugna.

Mi toga, símbolo de una honestidad casi perdida en la profesión, sálvese quien pueda, al erigirse en capa de ese falso superhéroe que cree estar por encima del bien y del mal. Pues, preciándome de pertenecer a aquellos de los denominados “de la Vieja Escuela”, sigo manteniendo intacto el convencimiento de que “ningún fin justifica los medios”, de que “el cliente pasa, el Compañero queda” y otros muchos dichos, manidos ya, según el comportamiento generalizado de la feroz competencia más reciente, que antaño dignificaban el ejercicio libre de esta profesión. Una profesión que, denostada con frecuencia por sus propios integrantes, hoy, se hunde en la marea de la envidia, los celos y las malas artes.

Arrecia la lluvia y con ella el sentimiento de profundo desencanto que se va apoderando de mí. Me estoy haciendo mayor. Mañana, según los principios deontológicos que me infundiera mi Maestro – hoy ausente, descanse en paz allí donde esté - en los comienzos de mi andadura profesional, me pondré la toga y entraré, respetuosamente, en la Sala de Vistas observando cuantas formas protocolarias son exigibles para contribuir, con mi labor, a “hacer justicia” que es lo que se espera, lo que debería esperarse, de todo ABOGADO. Lo haré con total y absoluta nobleza hacia el contrario - pues así me lo enseñaron -, desgranando, con lealtad, los pausados movimientos de esa partida de ajedrez. Me sentaré en el estrado y dará comienzo un combate de esgrima que es lo que no debió, jamás, dejar de ser un juicio. Una lucha limpia y ceremoniosa, en pos de la verdad y la justicia. Puede, incluso, que al finalizar con el “visto para Sentencia” felicite a mi adversario por su impecable tarea que habrá de pasar necesariamente por la nobleza y la pulcritud de la lucha dialéctica. Creo que me estoy haciendo mayor... Muy mayor.

Me hice ABOGADO para pertenecer a una Profesión que, con dignidad, contribuyera a que el imperio de la JUSTICIA y la EQUIDAD siguiera ocupando el norte en la brújula de la Sociedad. Quiero ser ABOGADO para hacer de mi mundo, otro mejor y quiero luchar, aunque ya me falten las fuerzas, porque mi PROFESIÓN siga siendo tan DIGNA y HONESTA como una vez, hace tiempo, lo fue. Sí, me hago mayor.

Hoy, mientras el expediente reposa sobre mi mesa y la toga aguarda al juicio de mañana yo continúo, cansada pero firme, con el alma, ya mayor, a la espera…


“El Arte de lo Bueno y de lo Justo”.
(Definición de  Derecho, según Ulpiano. Digesto)

miércoles, 20 de febrero de 2013

El Asno de Oro o El Hombre Curioso.





No sé por qué, llevo acordándome unos días – debe ser que es tan sabio como desconocido el funcionamiento de nuestro inconsciente – de aquella fábula de Apuleyo, “El Asno Dorado”, culmen de su éxito en vida e impronta indiscutible de su entrada inmortal en el Olimpo de la Literatura Clásica Universal.

Esta historia, con una indudable y valiosa moraleja, se ha venido repitiendo desde que Nicolás Maquiavelo escribiera su, muy personal, visión de la misma en un poema en terzia rima, haciéndole además, continuos guiños en sus Cantos Carnavalescos y así hasta nuestra época más reciente. Se me ocurren algunos ejemplos como la historieta gráfica de M. Manara o la adaptación realizada por el dramaturgo británico Meter Oswald. Si bien, todos ellos, no dejan de pertenecer al mundo irreal de la imaginación de sus autores por más que su desarrollo se realice con gran maestría y genialidad.

Dado nuestro actual panorama, no se nos hace preciso recurrir a ningún ejercicio imaginativo para presenciar la misma trama, puesto que todo se reduce a la pérdida de la esencia humana, entendida la misma como la dignidad y la honestidad que reviste nuestra naturaleza, cuando el sujeto en cuestión se deja llevar por la curiosidad y los más bajos instintos convirtiéndose entonces en el asno Lucio, pudiendo llegar a restituirse, de nuevo, en su primitiva forma humana, únicamente a través de la ingesta de las rosas de la deidad – símbolo evidente de la virtud -.

Pues bien, cuando repaso mentalmente los aberrantes acontecimientos que forman parte de esta era nuestra que nos ha tocado vivir o, malvivir, el primero de los nombres que se me viene a la cabeza es el del recurrente, por televisivo, Luis Bárcenas, luego claro, el del Sr. (que lo de Ilustrísimo ya se ha visto que le venía tan grande como el título nobiliario por el que ha manifestado tener un nulo respeto el de ... Palma) Ignacio Urdangarín Liebaert, ayer primoroso Yernísimo donde los pudo haber e involuntario ídolo, hoy, de los más acerbos republicanos entre los que yo misma he de incluirme.

Podría seguir engrosando la relación nominal, que la pléyade es inmensa, pero centrándome en estos dos, por entender que son quienes mejor encarnan la figura del Asno de Oro, cabe lícitamente preguntarse cuál fue la causa: ¿la curiosidad o la avaricia?. Puede que la primera, puede que sólo la segunda o… puede, finalmente, que sea la conjunción de ambas. 

Así, quienes asistimos horrorizados a este drama de los desahucios homicidas – puesto que es ya preocupante el índice de desahuciados que terminan en la morgue, que no en la calle – no podemos llegar a comprender, según los parámetros del más elemental sentido común, como un sujeto de éxito, aquél que se encuentra en la situación de gozar de unos ingresos más que suficientes como para llevar una vida desahogada y provista de cuantos privilegios puedan ser deseables por cualquiera de nosotros, incurre en el pecado de la avaricia: amontonar y atesorar tantos euros como no es posible contabilizar, cuando éstos no escaseaban antes en sus, ya saneadas de por sí, cuentas corrientes.

Es alarmante que personas a quienes se les supone – que ya no hablo de exigencia, aunque bien se podría – la honestidad ejemplar, en un caso, para velar por las finanzas de una Organización Social, como es un Partido Político y en el otro, la inmerecida, y nunca mejor dicho, canonjía de “ser Vos quien Sois” se prevalgan, con total inmoralidad, de sus respectivos cargos, insisto, JAMÁS MERECIDOS por valía propia, para acaudalar ingentes sumas de dinero que no necesitan, no podrán disfrutar, ni, tampoco, se han ganado honradamente que constituye lo más execrable del hecho.

No habrá plegarias a la diosa Isis cuando se sumerjan en las aguas del mar, en esta ocasión, al objeto de deshacer el conjuro, saboreando las rosas de la virtud, puesto que no son Asnos de Oro, sino dos simples pollinos de latón que si bien relucieron en su día a la luz del más soberbio Astro Rey, hoy se encuentran con el oprobio de la vergüenza pública que enjuicia su patente deshonestidad.

Para ellos, la diosa Themis, tiene los ojos cubiertos por un lienzo que la ciega, portadora en una mano de la balanza de la equidad y en la otra de una espada justiciera, esperemos que no haya "mano negra" que desanudando la venda, permita ver el rostro del justiciable, quien lejos de demostrar turbación o rubor, reivindica su inocencia con sonrisa angelical, abrigada por el manto cómplice del armiño, o bien, saluda al auditorio con una obscena peineta a su llegada de tierras canadienses, mientras con disimulo, intentan ambos engullir, ávidamente, los pétalos rojos de una metamorfosis que ya jamás tendrá lugar, pues llevan en la frente la mancha indeleble de su pecado.

"Dos cosas hay infinitas: el Universo y la imbecilidad humana...
y no estoy muy seguro de la primera".
(Albert Einstein) 

lunes, 18 de febrero de 2013

La insoportable “necedad” del ser.



      
         Recientemente, al hilo de un correo remitido por quien, presumo de tener como uno de mis más incondicionales y críticos seguidores, en el que me solicitaba consejo, no tanto profesional como personal, en relación a un pequeño incidente mantenido en su día con un tercero, decidí hacerle un guiño a ese gran autor checo, padre intelectual de la magistral obra “La insoportable levedad del ser”: Milan Kundera.

            Así, tomando prestado el título, con la pequeña modificación introducida, el mayor de los respetos siempre y, sin establecer paralelismo alguno entre la trama, hábilmente desarrollada en el que es, para mí, uno de los mejores textos de este escritor, más allá del imbricado mapa de relaciones humanas que, dejan, ante las íntimas reflexiones personales de los problemas que particularmente nos atañen a cada uno de nosotros, de tener mayor relevancia que la de una simple vivencia anecdótica y el tema que entonces me ocupó, plasmaré  lo que no es sino mi propia y muy personal opinión a este respecto.

       Tras leer con detenimiento las líneas por las que mi amigo lector me participaba sus tribulaciones, no pude por menos que contestar lo que sigue – si bien, omitiendo ahora determinadas referencias personales que a nadie más interesan y así debe, necesariamente, ser comprendido-:

       “… es por lo que al final, habremos de concluir que la IMBECILIDAD, al igual que la IGNORANCIA, es muy atrevida y cuando ambas convergen en el mismo sujeto, lo que suele ocurrir en la mayoría de las ocasiones, dejan entonces de conocer límites.
           
El imprudente que se aventura a asestar el primer golpe – tal es la situación que me has participado en tu e-mail -, debe, según las más elementales normas del sentido común, haber calibrado antes la magnitud de la eventual respuesta que puede provocar en quien lo recibe. Algo que jamás ocurre, puesto que entonces, no estaríamos ante un osado imbécil o un osado ignorante, que en ambos casos viene a suponer lo mismo. Siendo de este modo que, desaconsejándote el recurso a tan bajas artes, si bien reconozco que el insulto fácil puede ser, en ocasiones, un efectivo medio de defensa inmediato, la mejor respuesta viene dada por aquella que, desde la serenidad del raciocinio, te procura el mismo alivio pero sin que implique, en modo alguno, caer en la lenguaraz evidencia de los términos soeces que te han dirigido previamente.

Esa, amigo mío, es quizás la más elevada de todas las maestrías y como tal, no siempre podrá ser percibida por el atrevido – pues hablamos de un ignorante o de un imbécil, en cualquiera de los casos -, a quien con frecuencia le faltarán las entendederas precisas para reparar en el saetazo, que le hará quedar en el más clamoroso de todos los ridículos ante los involuntarios espectadores y a las pruebas me remito... (...)* ... pues no he precisado dedicar ni un segundo de mi tiempo a dar respuesta alguna - al menos, la esperada-, ya que todo cae por su propio peso, especialmente la mentecatez - entendida como la más profunda y evidente limitación intelectual y moral - y bien se ha visto que resulta tener poca o escasa resistencia a la gravedad, hecho empíricamente demostrado, al quedar entonces reducida a la mera "crónica de un, anónimo pero estrepitoso, ridículo anunciado".

Así, te recomiendo que, lejos de dar una respuesta insidiosa, en los términos burdos en los que, la exigua capacidad de tu atacante, logra expresarse, regálale una respuesta que, si bien es evidente no logrará comprender sin ayuda, motivará que el resto de la concurrencia lo mire como a un simple bufón, quedando así de manifiesto su doble limitación

Esa es, sin la menor duda, la más descarnada de todas las respuestas que puedan darse. Piénsalo y te darás cuenta de que, con frecuencia, no merece la pena entrar en una vulgar pelea dialéctica de "patio de vecinos", si puedes evitarlo recurriendo a la más letal y, sin embargo, elegante de todas las armas: aquella que aniquila al atrevido patán y que te eleva sobre su caída por acrecentarse, irremisiblemente, la distancia - moral e intelectual - que hasta entonces os separaba, llevándola así a los límites del infinito.

Esa es mi opinión y esa es, también, mi forma de actuar*. Espero que te sirva de ayuda. Y recuerda siempre que pocas cosas habrá tan insoportables como la necedad del ser humano, ni cachetada más elegante que la que se dispensa con guante blanco”.

Así concluía el correo por el que daba cumplida respuesta a las demandas que mi amigo lector me planteaba y creo que hoy es tan buen día como otro cualquiera para compartirlo. Jamás me arrepentiré de seguir mi andadura, desoyendo los ladridos rabiosos de los perros que nos acechan en los márgenes del camino, babeando la amarga espuma de su odio, su envidia o sus celos. Suelo continuar mi recorrido, ignorándolos a veces y otras, las menos, pues poco frecuente es que merezcan mi consideración, contestando de manera que, el enfurecido can, encuentre por toda respuesta la mano firme que le enfunda el bozal, resultando así amordazado, apaleado por su propia ira después, e incluso, desterrado al sarnoso reino de la indiferencia que acarrea el ridículo público más bochornoso... 

Pero esa, claro, es sólo mi personal opinión.