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jueves, 10 de enero de 2013

Sí,lo reconozco, yo también me levanto del suelo tras caerme, con una sonrisa (falsa) de “aquí no ha pasado nada”. ¿Y qué?.

Cuando esta mañana, como cada día, me dirigía al Despacho, he presenciado un episodio que me ha dado qué pensar, paso a narrarlo:

Es temprano, voy caminando con prisa por la calle, una vía principal de la ciudad ligeramente inclinada, a mi espalda cascabelean unos pasos presurosos… La propietaria de los mismos, avanza a pequeñas pero raudas zancadas – supongo que las que le permiten los altos tacones de aguja, sin hacerle perder el equilibrio -, pero a tal velocidad que, en apenas unos segundos, soy yo quien sucede su marcha. Se trata de una chica alta, con una larga melena rubia e impecablemente vestida que, sin duda, ha debido madrugar mucho para concluir la exitosa obra de acicalamiento que exhibe ahora. En dirección opuesta veo acercarse al típico operario paticorto y en traje de faena que camina con desgana y sin terminar aún de haberse desperezado, a juzgar por la legañosa, pero ya lasciva, mirada que clava en esa Barbie de tamaño natural que, en breve, va a cruzarse en su trayectoria… (Luz roja de alerta: ¡¡¡¡peligro, peligro…!!!!, constataré, pasados unos segundos, como el WARNING que se ha encendido en mi cabeza no ha sido una falsa alarma).

El orondo obrero ha mascullado cualquier barbaridad – no estaba tan próxima para percibir con nitidez sus, apuesto, insolentes vocablos – que he advertido, en ese momento, sólo como un grotesco e ininteligible mascullo, un rebuzno o gutural sonido similar, preludio de un agudo silbido, pero su destinataria sí, por lo que se ha vuelto unos instantes para dirigirle un sonoro y ofendido: “¡CEEEERD….!”, tan merecido calificativo, ha terminado en la cadencia final de la “O” sobre la acera… (¡Oooooooooh!)  La Barbie de tamaño natural, a pesar de sus denodados esfuerzos por volver a la primitiva posición vertical, trastabillar unos metros, como intentado asirse a un imaginario apoyo que, desgraciadamente, no consigue encontrar, ha dado entonces de bruces, con sus huesos en el suelo, con la consiguiente rebelión de cuantos enseres portaba en su bolso (imitación y mala, todo hay que decirlo) de Fendi, que en décimas de segundo y como tomando vida propia, han quedado esparcidos a su caprichoso antojo por todo el alrededor… El panzudo origen del siniestro, no ha podido reprimir – tal y como era previsible -, una sonora carcajada, tan obscena como la causa misma de la caída, si cabe, el resto de los viandantes han sonreído disimuladamente, sofocando la inevitable e incómoda risilla que suele suceder (no sé por qué extraño motivo es, siempre, la reacción espontánea) a estos acontecimientos y unos pocos, haciendo idénticos esfuerzos, nos hemos apresurado en auxilio de la víctima quien, como impulsada por un resorte invisible, se ha puesto en pie nuevamente, mostrando toda una hilera de dientes perfectos y artificialmente blanqueados – por presentar la dentadura superior uno o dos tonos más níveos que la inferior, observo -, intentando convencer a los involuntarios espectadores o convencerse a sí misma, vamos a ser sinceros: “Estoy bien, estoy bien… ¡uf!, (resopla, trémula, la azorada chica) no ha pasado nada”… “No ha sido nada, no ha sido nada... (risita nerviosa por lo embarazoso del incidente)... No ha sido nada", repite, recomponiéndose la estudiada melena, mientras un atento caballero de mediana edad se afana en recoger toda una colección de cosméticos, bolígrafos descapuchados, un cepillo de pelo, un móvil y otros obligados – por habituales e imprescindibles – bártulos diversos, propios de toda feminidad que se precie, que comienza a entregarle a su legítima y dolorida, por más que lo niegue, dueña quien, a su vez, sonríe entre evidentes muecas de un dolor, mal disimulado pues así lo delata el rictus de sus labios, que el leñazo no ha sido para menos…

Tras lo cuál y siguiendo mi camino he rememorado alguna de mis caídas, que sí, yo también las he sufrido – como cualquier hijo de vecino- y, curiosamente y para desencanto de quienes conocéis de mi personal tendencia hacia los tacones, taconcitos y taconazos, rara vez, ha sido cuando caminaba sobre ellos… Es más, la última tuvo lugar hace relativamente poco y aún cuando me propusiera explicaros ahora cómo fue, no podría, pues se trata de algo incomprensible. Salía de casa dispuesta a dar ese tan anhelado y largo paseo dominical al sol de invierno, equipada adecuadamente para ello, es decir, zapato plano y cómodo; el acerado estaba expedito de cualquier obstáculo que motivara un tropezón al viandante distraído y limpio, también, de cualquier sombra o mácula que propiciara un resbalón, aún así y sin alcanzar hoy a justificar, todavía, el motivo, me ví repentinamente suspendida en el aire, de lo único que en ese momento podía tener consciencia era de mis propias palabras, que – recuerdo como en una nebulosa aislada del mundo exterior - resonaban ajenas y ralentizadas en su modulación y del posterior, e ineludible, golpe contra el rígido embaldosado municipal que motivó mi repentina (y dolorosa por violenta e inopinada) vuelta a la realidad entonces. Había intentado, si bien en vano, amortiguar el impacto con las palmas de las manos: pues el TRASTAZO fue monumental, un dolor, seco e intenso, que empezaba a acrecentarse no me impidió, no obstante, mirar rápidamente – con ávida y angustiosa desesperación, tengo que admitirlo – hacia todos los lados, en busca de algún inoportuno espectador, mientras imploraba, impotente pero más tranquila ya ante la ausencia de testigos, con la desvalida mirada del “carnero degollado”, a quien entonces me acompañaba, que se había quedado paralizada, portando en ambas manos las cajas cuyo destino final era el contenedor de papel, ayuda para poder levantarme… (¡Diiiiiiiiiiios!...¡Qué sensación de ridículo, las orejas me ardían…!, ¡qué vergüenza!) Ante la exánime actitud de mi acompañante y mi manifiesta incapacidad para ponerme en pie, le pregunté, con esa sonrisa que tiende a enmascarar el bochornoso rubor del reciente acontecimiento: “¿Te has planteado, por un casual, dejar las cajas y ayudarme?, creo que prefiero mirarte desde otra perspectiva más elevada, la verdad…”, fue lo que le hizo reaccionar – creo yo ahora, casi tres semanas y dos desvanecidos hematomas en sendas rodillas, después -, como si no hubiera transcurrido, ya más de un minuto y medio desde que aterrizara y pacientemente esperase su ayuda, se apresuró en ese preciso momento – y no antes, insisito - a dejar caer los embalajes y agachándose hacia mí, me preguntó: “¿Estás bien?, ¿te has hecho daño?”… Jejeje y ahí es, irónicamente, donde aparece el mecanismo de defensa ante el vergonzoso percance padecido: “Nooooo… ¡qué va! (miento vilmente y sin ningún pudor) si es que no sé como ha sido, estoy bien, estoy bien… No ha pasado nada, de verdad”…

Y ahora, querido seguidor, que seguro que te estás riendo, creo encontrarme plenamente legitimada para dirigirte la siguiente cuestión: “¿DE QUÉ TE RÍES, es que tú nunca te has caído, te has levantado rápidamente - como impulsado por una fuerza extraña - deseando que no te haya visto nadie y si, por algún infortunio, ha habido quien ha presenciado tu caída y en ese mismo momento te mira, aguantándose la inevitable risa, tú no le has dicho SONRIENTE: “ESTOY BIEN, NO HA PASADO NADA”… o QUÉ?”.

4 comentarios:

  1. jajajjjj!!!!!!!! Vaya si es cierto Carmen.

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    Respuestas
    1. Ja! Todavia me acuerdo de una vez que me cai (esgince grado 2) y mi amigo me tuvo que subir en brazos a casa! Con todo y 8 escaleras.. Pero si, generalmente nos puede ese orgullo tonto que como resorte nos hace levantarnos.

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  2. Sí, o empezamos a tomarnos la vida menos en serio o acabamos por no disfrutar de ella. Creo que es importante afrontar las cosas tal y como vienen, pero es aún más hacerlo siempre con el mejor humor posible.
    Gracias ;-)

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