Creo, sinceramente, que las redes sociales y esa creciente adicción que
todos, sálvese el que pueda, presentamos a la hora de hacer partícipe a aquél
que tenga el menor interés en nuestra existencia, o bien se vea abocado por el
tedioso aburrimiento a hurgar en los perfiles ajenos, nos expone excesivamente.
Ya sea porque el “exhibicionista” en cuestión quiera, en un momento de
exaltación, compartir su felicidad, ya porque pretenda alardear de placeres
y lujos vetados a la gran generalidad o porque, como digo, en ocasiones, los
adictos pierden la consciencia del alcance de sus actos, lo cierto es que nos
encontramos ante una absoluta pérdida de privacidad.
Yo no lo critico, entiendo que cada cuál es muy dueño de publicitar lo
que le dé su realísima gana que para eso están las herramientas paliativas o el
útil bloqueo a usuarios molestos, pero ocurre que, con frecuencia, ciertos seres
presentan una acuciada y casi enfermiza tendencia a interesarse por las vidas
ajenas que si, en su día, ya los hicieron insufribles y soporíferos, andado el
tiempo, los terminan convirtiendo en la más empalagosa pesadilla, como ese inoportuno
chicle que se adhiere a la suela del zapato provocando un fastidio momentáneo
pese a la insignificancia de lo que, en esencia, constituye: un trozo desechado,
descolorido e insípido, de goma de mascar esputado sobre el acerado…
Es increíble la pertinaz
insistencia de seres que, una vez expulsados de tu vida, presentan un
comportamiento histriónico y obstinadamente enfermizo a seguir formando parte
de ella. Ocurre además, siendo algo característico y común a estos individuos,
que su curiosidad les lleva a ocupar su miserable tiempo en indagar en las
vidas ajenas, lo que indefectiblemente, les supone el inevitable bloqueo en
redes sociales, pues no resulta apetecible y menos aún agradable, encontrarte
la jeta del interfecto/-a como “sugerencia de amigo/-a” o bien como “usuario que ha visualizado tu perfil”, provocándote una profunda
basca la mera visión ya de un rostro estólido de bobalicona sonrisa que, en
algún momento anterior, te ha saturado hasta la extenuación, acechando ahora tu
privacidad, al intentar arañar algunos datos de tu vida que bien corroboren o
refuten la que su retorcida y calenturienta mente ha inventado. A mí me ha
ocurrido – supongo que como a la generalidad – y es cuando, sin alterar mi
actitud de solazada pasividad absoluta, dedico sólo dos segundos, dos, a desintegrar al
murmurador del espacio cibernético, desterrándolo a ese limbo de los bloqueados
donde purga sus pecados de incontinencia verbal y curiosidad malsana que le
otorgaran, en su día, el título de persona
tóxica.
Por más que lo intento no
termino de entender qué espuria intencionalidad puede mover a alguien a quien
ignoras a mantener esa imperturbable tozudez por saber… Saber de tu vida, de tus asuntos, de si escribes o no
escribes, arrogándose, en este último supuesto, una importancia de la que, es
obvio, carece, al encontrarse reflejado en algunos de los relatos, o pensar, con
tan gran susceptibilidad como petulancia por su parte, que le estás dedicando unas
líneas en la publicación.
Me viene ahora a la cabeza el
refrán de “La curiosidad mató al gato…”,
supongo que, para este tipo de personas, la justificación viene dada por el
complemento de una segunda parte “… pero
al menos murió sabiendo”, deben pensar sin duda, y es cuando me pregunto si
realmente quieren saber, porque puede ocurrir que descubran algo que no les
gustaría conocer, pues interesadas, como demuestran estar en esas existencias ajenas,
suelen desatender las propias, por funestas o monótonas, encontrándose de este
modo, inopinadamente, con algún episodio – vergonzoso o vergonzante – que desconocían
pero que les atañe muy directamente y que, hasta ese preciso instante, se les
mantenía en la más absoluta ignorancia, ocupadas y preocupadas por las
existencias foráneas, terminan con ello topándose, así, con la cara oculta de sus
propias miserias, justa penalidad al culpable de fisgoneo al constituir, de
manera natural, el más efectivo óbice para continuar fijando su atención y su
lengua en el parroquiano que vive ajeno a esa vacía existencia, letárgica y
triste, del indiscreto calumniador.
Y es de donde, tengo el
convencimiento, se extrae la mayor moraleja: “Zapatero, a tus zapatos” cuya
lectura no puede ser otra que la de “dedícate a lo tuyo que tú bastante tienes,
no sea que por intentar espiar a través del ojo de la cerradura, vayas a
presenciar lo que no quisieras conocer”.
Y así es, amigos lectores, como
el tiempo, sabio y justo, termina poniendo las cosas en su exacto sitio, cribando y
separando la mies y el grano, pues de justicia es ocupar el lugar que, legítimamente, a
cada quien pertenece y, en eso, el tiempo tiene experiencia.
“Hasta la curiosidad y el espanto terminan por cansarse” (F. Nietzsche)
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