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lunes, 30 de noviembre de 2015

La curiosidad mató al gato que, en realidad, no quería saber.


Creo, sinceramente, que las redes sociales y esa creciente adicción que todos, sálvese el que pueda, presentamos a la hora de hacer partícipe a aquél que tenga el menor interés en nuestra existencia, o bien se vea abocado por el tedioso aburrimiento a hurgar en los perfiles ajenos, nos expone excesivamente. Ya sea porque el “exhibicionista” en cuestión quiera, en un momento de exaltación, compartir su felicidad, ya porque pretenda alardear de placeres y lujos vetados a la gran generalidad o porque, como digo, en ocasiones, los adictos pierden la consciencia del alcance de sus actos, lo cierto es que nos encontramos ante una absoluta pérdida de privacidad.
Yo no lo critico, entiendo que cada cuál es muy dueño de publicitar lo que le dé su realísima gana que para eso están las herramientas paliativas o el útil bloqueo a usuarios molestos, pero ocurre que, con frecuencia, ciertos seres presentan una acuciada y casi enfermiza tendencia a interesarse por las vidas ajenas que si, en su día, ya los hicieron insufribles y soporíferos, andado el tiempo, los terminan convirtiendo en la más empalagosa pesadilla, como ese inoportuno chicle que se adhiere a la suela del zapato provocando un fastidio momentáneo pese a la insignificancia de lo que, en esencia, constituye: un trozo desechado, descolorido e insípido, de goma de mascar esputado sobre el acerado…

Es increíble la pertinaz insistencia de seres que, una vez expulsados de tu vida, presentan un comportamiento histriónico y obstinadamente enfermizo a seguir formando parte de ella. Ocurre además, siendo algo característico y común a estos individuos, que su curiosidad les lleva a ocupar su miserable tiempo en indagar en las vidas ajenas, lo que indefectiblemente, les supone el inevitable bloqueo en redes sociales, pues no resulta apetecible y menos aún agradable, encontrarte la jeta  del interfecto/-a como “sugerencia de amigo/-a” o bien como “usuario que ha visualizado tu perfil”, provocándote una profunda basca la mera visión ya de un rostro estólido de bobalicona sonrisa que, en algún momento anterior, te ha saturado hasta la extenuación, acechando ahora tu privacidad, al intentar arañar algunos datos de tu vida que bien corroboren o refuten la que su retorcida y calenturienta mente ha inventado. A mí me ha ocurrido – supongo que como a la generalidad – y es cuando, sin alterar mi actitud de solazada pasividad absoluta, dedico sólo dos segundos, dos, a desintegrar al murmurador del espacio cibernético, desterrándolo a ese limbo de los bloqueados donde purga sus pecados de incontinencia verbal y curiosidad malsana que le otorgaran, en su día, el título de persona tóxica.

Por más que lo intento no termino de entender qué espuria intencionalidad puede mover a alguien a quien ignoras a mantener esa imperturbable tozudez por saber… Saber de tu vida, de tus asuntos, de si escribes o no escribes, arrogándose, en este último supuesto, una importancia de la que, es obvio, carece, al encontrarse reflejado en algunos de los relatos, o pensar, con tan gran susceptibilidad como petulancia por su parte, que le estás dedicando unas líneas en la publicación.

Me viene ahora a la cabeza el refrán de “La curiosidad mató al gato…”, supongo que, para este tipo de personas, la justificación viene dada por el complemento de una segunda parte “… pero al menos murió sabiendo”, deben pensar sin duda, y es cuando me pregunto si realmente quieren saber, porque puede ocurrir que descubran algo que no les gustaría conocer, pues interesadas, como demuestran estar en esas existencias ajenas, suelen desatender las propias, por funestas o monótonas, encontrándose de este modo, inopinadamente, con algún episodio – vergonzoso o vergonzante – que desconocían pero que les atañe muy directamente y que, hasta ese preciso instante, se les mantenía en la más absoluta ignorancia, ocupadas y preocupadas por las existencias foráneas, terminan con ello topándose, así, con la cara oculta de sus propias miserias, justa penalidad al culpable de fisgoneo al constituir, de manera natural, el más efectivo óbice para continuar fijando su atención y su lengua en el parroquiano que vive ajeno a esa vacía existencia, letárgica y triste, del indiscreto calumniador.

Y es de donde, tengo el convencimiento, se extrae la mayor moraleja: “Zapatero, a tus zapatos” cuya lectura no puede ser otra que la de “dedícate a lo tuyo que tú bastante tienes, no sea que por intentar espiar a través del ojo de la cerradura, vayas a presenciar lo que no quisieras conocer”.

Y así es, amigos lectores, como el tiempo, sabio y justo, termina poniendo las cosas en su exacto sitio, cribando y separando la mies y el grano, pues de justicia es ocupar el lugar que, legítimamente, a cada quien pertenece y, en eso, el tiempo tiene experiencia.



“Hasta la curiosidad y el espanto terminan por cansarse” (F. Nietzsche)

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