Una noche de finales de julio, como otra cualquiera, me encontraba
disfrutando, en buena compañía, de las bondades de la temperatura al caer el
día, cuando la vegetación y el agua se alían en una terraza bajo el cielo de
verano. La visión, entonces, de dos personas algunas mesas más allá, me hizo
reparar en que ya me encontraba en las postrimerías de un Curso Judicial largo, tedioso y especialmente duro por extenuante… lejos de contrariarme, aquél
encuentro visual con estos dos seres, me transportó a las deliciosas líneas de
esa obra, producto de la genialidad de Agatha Christie, Diez Negritos…
Uno a uno, fueron desapareciendo… uno tras otro…
Son extrañas las asociaciones de ideas que la mente humana puede
establecer, una noche de verano, cuando la bóveda estrellada inspira la brisa
que refresca la templanza del conocimiento…
La noticia me asaltó de manera
inopinada y violenta, a modo de una intensa descarga eléctrica que diera inicio
en la base del cráneo para recorrer en sentido descendente toda mi columna
vertebral, alcanzar las plantas de los pies y, nuevamente, culebrear
hormigueante por el estómago hasta la frente, donde se instauró una relativa
presión. Aún así, soy consciente, no provocó en mí el menor movimiento
corporal. Leí, con atención, las líneas de aquél documento en PDF que me
devolvía la pantalla del ordenador, absorbiendo cada una de las palabras
contenidas en él que decretaban una situación procesal, cuanto menos, inmerecida.
Aparté distraídamente la vista hacia el cigarrillo que se consumía olvidado en
el cenicero, elevando una perezosa columnilla de humo azulado que se enlazaba,
en sinuosas volutas, con las notas de aquella vieja canción que también, por
enésima vez, ondulaba en mi despacho. Me perdí, por unos momentos, en su
estribillo, la peculiar voz de Sting arrullaba mis neuronas, en aquél momento,
transmitiendo a mi cerebro la información para poder procesarla.
Cerré los ojos mientras me
reclinaba en el sillón, a modo de acto reflejo, en un intento de poner en orden
mis pensamientos y tras unos breves segundos – los que tardé en tomar la
decisión -, los abrí, sólo para buscar el teléfono inalámbrico que, con
frecuencia, se encuentra bajo una montaña de expedientes y papeles, fuera de su
soporte. La conversación fue breve y clara. Yo ya había tomado mi decisión y
tenía cinco buenas razones en las que sustentarla. Con la determinación y
seguridad que otorgan la experiencia, no acepté por respuesta sino la más absoluta
conformidad instantánea y, a continuación, realicé otra llamada más, ésta ya
algo más conciliadora, si bien, mi instinto me alertó acerca del displicente
tono nasal percibido al otro lado de la línea y el conocimiento, relativo y
cercenado, de la oscura persona que, lejos de presentar una actitud receptiva, destilaba
una profunda desconfianza, e incluso, me atreví a pensar que cierta tiranía,
disfrazada tras una modulación pausada y casi amistosa, aunque impostada, de su
poco coherente, por superficial, discurso.
Hoy, desde la perspectiva del
tiempo y deleitándome en el gratificante resultado de una encarnizada lucha sin
cuartel, puedo afirmar que la ignorancia es atrevida y el desconocimiento
peligroso, concurriendo ambos factores junto con cierta dosis de engreimiento y
soberbia, es obvio cual es el predecible final. Mi experiencia profesional me
dice que no es aconsejable asumir asuntos sobre los que no se tiene un
conocimiento profundo, suponiendo lo contrario, no ya sólo una temeridad manifiesta,
sino un reprobable acto de irresponsabilidad profesional, cuando de forma
inconsciente se omiten las consecuencias de la actuación que, tan alegremente,
se acomete. Desde ese convencimiento y porque, además, lo que estaba en juego
me importaba – y lo seguirá haciendo siempre - más que ninguna otra cosa en el
mundo, ofrecí desinteresadamente mi ayuda, pues si algo hay claro es que debe
temerse, siempre, al “mono que empuña un revólver”, siendo más que prudente,
aconsejable, controlar o prever sus posibles acciones. Conocía, perfectamente,
la situación tras haber analizado tanto la documentación como las
circunstancias objetivas que motivaron la misma y conocía, también, la legislación
y el procedimiento. Un arma de doble y afilado filo si no sabe usarse
diestramente. Me puse a trabajar como si la vida, o cinco vidas más, me fueran
en ello. Estudié, examiné, valoré todas y cada una de las posibilidades para
alcanzar mi fin que no era otro que el de dejar a salvo la honestidad y
honradez de una víctima de la avaricia, la envidia y la maldad en su estado más
puro. Llegó a obsesionarme hasta el punto de dedicarle, incluso, mi tiempo
libre: pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar, sopesar, cavilar,
medir y actuar... Los días se sucedían y la acreditada impericia e ignorancia
clamorosa de quien debía otorgarle celeridad a la resolución favorable a mis
pretensiones, ralentizaban el normal discurrir procedimental, convirtiéndolo en
una angustiosa tortura a la que no le veía, no le intuía siquiera, el fin.
Fue de madrugada, durante una
de esas noches de insomnio – pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar,
sopesar, cavilar, medir y actuar -, cuando el teléfono me avisó de la entrada
de un correo electrónico, lo leí y el estupor que me causó al inicio, pronto dejó
paso a una reacción iracunda de impotencia absoluta: la torpeza propia no
puede, jamás, proyectarse hacia los demás, culpabilizándolos de errores
personales y aún menos, recurriendo al embuste y a la zafia mentira. Creo que
fue ese el detonante. Una oleada de cólera me nubló, brevemente, el
pensamiento. Me puede la mentira, lo ha hecho siempre, y más cuando lo que se
esconde tras ella es la ineptitud, evidente y notoria, de alguien que no tiene
los alcances suficientes para asumir la responsabilidad de sus actos ni las
consecuencias que éstos pueden tener frente a terceras personas inocentes, a
quienes no puede, no debe, caerles el peso de la idiocia ajena. Vino a mi mente, entonces,
un rostro pusilánime, más parecido a una máscara o careta de cartón, hierática,
inexpresiva y desagradable a la vista, innegable espejo de la más limitada inteligencia
y fue en ese momento, envuelta, nuevamente, por la música de Sting y el humo de
tabaco, cuando tomé mi segunda decisión, sobresaltada por la verbalización de
mis pensamientos, que resonaron como un eco en el salón: “Lo he intentado por
las buenas, ofreciéndote mi ayuda. Me lo has pagado con una total y absoluta
desconfianza y, lo que es aún peor, con la mentira con la que intentas ocultar
la realidad: no tienes ni la más remota idea de cómo resolver este asunto. Un
asunto que, a mí, me afecta y así te lo he hecho saber. Voy a convertirme en tu
peor pesadilla”. Y me juré, hasta en cinco ocasiones lo hice, que conseguiría que
se hiciera justicia por encima de cualquier otra cosa. Fue cuando tomé, a las
bravas, las riendas del desenlace que se hacía esperar. Dí inicio a un
implacable plan de actuación, un engranaje que, al accionarse, fue engullendo y
pulverizando entre sus ruedas dentadas la causa de todas mis angustias.
Reduciendo los huesos, el cartón, a polvo, sometiendo el desconocimiento al
ridículo, un ridículo público, lacerante… corrosivo.
Nueve meses después obtuve lo
que quería, lo que en justicia debía obtenerse… lo que estuve ofreciendo,
reiterada y generosamente, ante el rechazo sistemático de quien bien pudo
evitarse nueve meses de escarnio. La ignorancia es atrevida y el
desconocimiento peligroso, pero lo es aún más, el profundo conocimiento cuando
algo te importa, pues no hay en el mundo
un animal más fiero que el león, si en peligro están sus crías…
Y sabed, amigos lectores, que
esta guerra aún no ha terminado, pero eso, claro, es ya otra historia, la de
las batallas que aún me quedan por librar con mis personales negritos…
“Diez negritos se fueron a cenar,
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon,
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha,
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos pasearon por el zoológico
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo
Y se ahorcó y no quedó…
¡Ninguno!.”
(Poema Introductorio de la obra de Agatha Christie “Diez Negritos”)
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