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miércoles, 29 de julio de 2015

Caretas de cartón: el ridículo ante la templanza del conocimiento y los diez negritos.




Una noche de finales de julio, como otra cualquiera, me encontraba disfrutando, en buena compañía, de las bondades de la temperatura al caer el día, cuando la vegetación y el agua se alían en una terraza bajo el cielo de verano. La visión, entonces, de dos personas algunas mesas más allá, me hizo reparar en que ya me encontraba en las postrimerías de un Curso Judicial largo, tedioso y especialmente duro por extenuante… lejos de contrariarme, aquél encuentro visual con estos dos seres, me transportó a las deliciosas líneas de esa obra, producto de la genialidad de Agatha Christie, Diez Negritos…
Uno a uno, fueron desapareciendo… uno tras otro…
Son extrañas las asociaciones de ideas que la mente humana puede establecer, una noche de verano, cuando la bóveda estrellada inspira la brisa que refresca la templanza del conocimiento…

La noticia me asaltó de manera inopinada y violenta, a modo de una intensa descarga eléctrica que diera inicio en la base del cráneo para recorrer en sentido descendente toda mi columna vertebral, alcanzar las plantas de los pies y, nuevamente, culebrear hormigueante por el estómago hasta la frente, donde se instauró una relativa presión. Aún así, soy consciente, no provocó en mí el menor movimiento corporal. Leí, con atención, las líneas de aquél documento en PDF que me devolvía la pantalla del ordenador, absorbiendo cada una de las palabras contenidas en él que decretaban una situación procesal, cuanto menos, inmerecida. Aparté distraídamente la vista hacia el cigarrillo que se consumía olvidado en el cenicero, elevando una perezosa columnilla de humo azulado que se enlazaba, en sinuosas volutas, con las notas de aquella vieja canción que también, por enésima vez, ondulaba en mi despacho. Me perdí, por unos momentos, en su estribillo, la peculiar voz de Sting arrullaba mis neuronas, en aquél momento, transmitiendo a mi cerebro la información para poder procesarla.

Cerré los ojos mientras me reclinaba en el sillón, a modo de acto reflejo, en un intento de poner en orden mis pensamientos y tras unos breves segundos – los que tardé en tomar la decisión -, los abrí, sólo para buscar el teléfono inalámbrico que, con frecuencia, se encuentra bajo una montaña de expedientes y papeles, fuera de su soporte. La conversación fue breve y clara. Yo ya había tomado mi decisión y tenía cinco buenas razones en las que sustentarla. Con la determinación y seguridad que otorgan la experiencia, no acepté por respuesta sino la más absoluta conformidad instantánea y, a continuación, realicé otra llamada más, ésta ya algo más conciliadora, si bien, mi instinto me alertó acerca del displicente tono nasal percibido al otro lado de la línea y el conocimiento, relativo y cercenado, de la oscura persona que, lejos de presentar una actitud receptiva, destilaba una profunda desconfianza, e incluso, me atreví a pensar que cierta tiranía, disfrazada tras una modulación pausada y casi amistosa, aunque impostada, de su poco coherente, por superficial, discurso.

Hoy, desde la perspectiva del tiempo y deleitándome en el gratificante resultado de una encarnizada lucha sin cuartel, puedo afirmar que la ignorancia es atrevida y el desconocimiento peligroso, concurriendo ambos factores junto con cierta dosis de engreimiento y soberbia, es obvio cual es el predecible final. Mi experiencia profesional me dice que no es aconsejable asumir asuntos sobre los que no se tiene un conocimiento profundo, suponiendo lo contrario, no ya sólo una temeridad manifiesta, sino un reprobable acto de irresponsabilidad profesional, cuando de forma inconsciente se omiten las consecuencias de la actuación que, tan alegremente, se acomete. Desde ese convencimiento y porque, además, lo que estaba en juego me importaba – y lo seguirá haciendo siempre - más que ninguna otra cosa en el mundo, ofrecí desinteresadamente mi ayuda, pues si algo hay claro es que debe temerse, siempre, al “mono que empuña un revólver”, siendo más que prudente, aconsejable, controlar o prever sus posibles acciones. Conocía, perfectamente, la situación tras haber analizado tanto la documentación como las circunstancias objetivas que motivaron la misma y conocía, también, la legislación y el procedimiento. Un arma de doble y afilado filo si no sabe usarse diestramente. Me puse a trabajar como si la vida, o cinco vidas más, me fueran en ello. Estudié, examiné, valoré todas y cada una de las posibilidades para alcanzar mi fin que no era otro que el de dejar a salvo la honestidad y honradez de una víctima de la avaricia, la envidia y la maldad en su estado más puro. Llegó a obsesionarme hasta el punto de dedicarle, incluso, mi tiempo libre: pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar... Los días se sucedían y la acreditada impericia e ignorancia clamorosa de quien debía otorgarle celeridad a la resolución favorable a mis pretensiones, ralentizaban el normal discurrir procedimental, convirtiéndolo en una angustiosa tortura a la que no le veía, no le intuía siquiera, el fin.

Fue de madrugada, durante una de esas noches de insomnio – pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar… pensar, sopesar, cavilar, medir y actuar -, cuando el teléfono me avisó de la entrada de un correo electrónico, lo leí y el estupor que me causó al inicio, pronto dejó paso a una reacción iracunda de impotencia absoluta: la torpeza propia no puede, jamás, proyectarse hacia los demás, culpabilizándolos de errores personales y aún menos, recurriendo al embuste y a la zafia mentira. Creo que fue ese el detonante. Una oleada de cólera me nubló, brevemente, el pensamiento. Me puede la mentira, lo ha hecho siempre, y más cuando lo que se esconde tras ella es la ineptitud, evidente y notoria, de alguien que no tiene los alcances suficientes para asumir la responsabilidad de sus actos ni las consecuencias que éstos pueden tener frente a terceras personas inocentes, a quienes no puede, no debe, caerles el peso de la idiocia ajena. Vino a mi mente, entonces, un rostro pusilánime, más parecido a una máscara o careta de cartón, hierática, inexpresiva y desagradable a la vista, innegable espejo de la más limitada inteligencia y fue en ese momento, envuelta, nuevamente, por la música de Sting y el humo de tabaco, cuando tomé mi segunda decisión, sobresaltada por la verbalización de mis pensamientos, que resonaron como un eco en el salón: “Lo he intentado por las buenas, ofreciéndote mi ayuda. Me lo has pagado con una total y absoluta desconfianza y, lo que es aún peor, con la mentira con la que intentas ocultar la realidad: no tienes ni la más remota idea de cómo resolver este asunto. Un asunto que, a mí, me afecta y así te lo he hecho saber. Voy a convertirme en tu peor pesadilla”. Y me juré, hasta en cinco ocasiones lo hice, que conseguiría que se hiciera justicia por encima de cualquier otra cosa. Fue cuando tomé, a las bravas, las riendas del desenlace que se hacía esperar. Dí inicio a un implacable plan de actuación, un engranaje que, al accionarse, fue engullendo y pulverizando entre sus ruedas dentadas la causa de todas mis angustias. Reduciendo los huesos, el cartón, a polvo, sometiendo el desconocimiento al ridículo, un ridículo público, lacerante… corrosivo.

Nueve meses después obtuve lo que quería, lo que en justicia debía obtenerse… lo que estuve ofreciendo, reiterada y generosamente, ante el rechazo sistemático de quien bien pudo evitarse nueve meses de escarnio. La ignorancia es atrevida y el desconocimiento peligroso, pero lo es aún más, el profundo conocimiento cuando algo te importa, pues no hay  en el mundo un animal más fiero que el león, si en peligro están sus crías…

Y sabed, amigos lectores, que esta guerra aún no ha terminado, pero eso, claro, es ya otra historia, la de las batallas que aún me quedan por librar con mis personales negritos…


“Diez negritos se fueron a cenar,
Uno de ellos se asfixió y quedaron
Nueve.
Nueve negritos trasnocharon mucho.
Uno de ellos no se pudo despertar y quedaron
Ocho.
Ocho negritos viajaron por el Devon,
Uno de ellos se escapó y quedaron
Siete.
Siete negritos cortaron leña con un hacha,
Uno se cortó en dos y quedaron
Seis.
Seis negritos jugaron con una avispa.
A uno de ellos le picó y quedaron
Cinco.
Cinco negritos estudiaron Derecho.
Uno de ellos se doctoró y quedaron
Cuatro.
Cuatro negritos fueron a nadar
Uno de ellos se ahogó y quedaron
Tres.
Tres negritos pasearon por el zoológico
Un oso les atacó y quedaron
Dos.
Dos negritos se sentaron a tomar el sol
Uno de ellos se quemó y quedó nada más que
Uno.
Un negrito se encontraba solo
Y se ahorcó y no quedó…
¡Ninguno!.”
(Poema Introductorio de la obra de Agatha Christie “Diez Negritos”)


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