Es una noche clara de otoño, las siluetas de la Torre Eiffel y del Sacre Coeur se recortan, imponentes, sobre el cielo despejado. El bullicio de la vida nocturna asciende en un rumor amortiguado que embellece, aún más, la ciudad iluminada. El olor de las brasseries invade las calles, especialmente animadas este viernes. Me pierdo en la visión de los alegres jóvenes arremolinados a las puertas de un restaurante de comida rápida, bromean y ríen despreocupados. Más allá, las mesas en la terraza de Le Carrillon, todas ocupadas, me detengo unos minutos, un matrimonio de edad mediana comparte lo que parece ser una amena cena, miran sonrientes el móvil, comentan las fotos de sus nietos que la hija acaba de enviarles por WhatsApp, felicitándoles por su aniversario de bodas. Reparo en la familia que ocupa la mesa de la esquina: turistas, el padre les traduce a los niños los suculentos platos del Menú causando la risa de los hermanos ante un impostado acento francés, la madre termina de limpiar las manos al más pequeño con una toallita infantil. Se respira tranquilidad. La tranquilidad de las noches parisinas, en el mismo corazón de la ciudad, vestida con los colores del otoño.
Al principio no me percato de las sombras negras que se mueven con sigilo pero con gran rapidez, es, sólo, al escuchar la primera detonación cuando se cierne el fantasma del miedo atenazando mi garganta. Intento gritar, no puedo. Se suceden las deflagraciones durante un intervalo que parece no tener fin. Se hace la más profunda oscuridad, el silencio y luego sólo unas pisadas resonando sobre un frío asfalto ensangrentado, cristales rotos, cuerpos maltrechos y lamentos. Vidas inocentes derramadas a los pies de los pasos presurosos que proclaman la grandeza a Allah mientras se alejan.
La atmósfera, antes fresca y diáfana, se estanca, el olor a pólvora se expande como una nube de muerte sobre París. Sirenas, llanto, miedo… Heridos deambulando sin rumbo en un intento desesperado de escapar al castigo traidor de quienes se dicen “guerreros de Dios”. No puedo moverme, tampoco gritar, fijo mi atención en el niño muerto sobre el charco de sangre en la que se mezcla la de su madre que yace al lado intentando inútilmente protegerlo… Una nueva estampida de personas huyendo hacia ninguna parte. Gritos, desconcierto, sangre y muerte. Terror en la noche parisina, en el mismo corazón de la ciudad, vestida, ahora, con los colores de la muerte.
Lentamente el cielo comienza a tornarse violáceo, sucediéndose entonces una gama de rosas y anaranjados, como en una acuarela atornasolada, mientras se emborrona el horizonte con las diferentes tonalidades que se diluyen sin distinguir límites cromáticos. Amanece sobre París. El día parece resistirse a arrojar luz sobre la ciudad que se despereza aún con el miedo en el rostro demudado. El aroma del café recién hecho hoy está ausente, huele a dolor y a muerte. Miro hacia lo que horas antes constituía un escenario dantesco de cuerpos inermes y ensangrentados convertido ya en un improvisado altar a su memoria. El alba, iluminada por las velas se imbuye del aroma de las flores que arropan la sangre derramada, intentando imponerse al miedo. París empieza a vestirse con los colores que, una vez, enarbolara Marianne, pequeños puntos de luz comienzan a titilar diseminados por toda la ciudad y es cuando la visión se vuelve borrosa por las lágrimas que pugnan por salir, dejando así escapar un sufrimiento contenido. Es el llanto de las Quimeras que se derrama sobre Notre Dame...
''Quiconque tuerait une personne non coupable d'un meurtre ou d'une corruption sur la terre, c'est comme s'il avait tué tous les hommes. Et quiconque lui fait don de la vie, c'est comme s'il faisait don de la vie à tous les hommes'' (Coran 5:32)
Publicado en el Blog de El Español, el 23 de noviembre de 2015 http://www.elespanol.com/blog_del_suscriptor/20151122/81311869_7.html
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