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miércoles, 3 de junio de 2015

El repugnante engendro canino y su grotesca propietaria.


Ha de respetarse que no a todo el mundo le gusten los animales en general o los perros, en particular. Especialmente si se trata de canes apestosos y sucios cuyos propietarios no han invertido, tampoco, ni un solo minuto de su tiempo en educarlos. A mí no me gustan los perros sucios – sus amos menos -, de hecho, me resultan desagradables, casi tanto como sus propios dueños quienes, obligada e indefectiblemente, deben gozar de precarios hábitos higiénicos a nivel personal cuando se muestran tan indiferentes hacia la suciedad de su mascota, lo que en modo alguno viene a significar que yo, personalmente, no disfrute de los perros. Siempre he tenido y lo que sí puedo garantizar es que jamás he permitido que el mío molestara o provocara repulsa en nadie…

Son apenas las nueve de la mañana cuando salgo de casa, bajo presurosa las escaleras y justo en el estrecho pasillo del portal me cruzo con la típica vecina indeseable, simplona e inexpresiva, que habita uno de los inmuebles del edificio. Un ser insustancial y soez pero carente de cualquier civismo como lo evidencia la ausencia de un cortés saludo y su clara afición a la crítica, nunca a la cara, o, y esto me resulta aún más sangrante, su morosa pasividad a la hora de contribuir a las cargas comunitarias. Viene acompañada, como es su costumbre, de ese ejemplar mestizo, poco agraciado a la vista y aún menos al oído, puesto que los aullidos y ladridos del esperpéntico animal se convierten, con frecuencia, en la banda sonora del inmueble durante sus, sin duda, largas horas de soledad. El perro, sucio y desmadejado, camina cojeando ligeramente, excedido de peso, jadeante y pestilente, me saluda el hedor que desprende y aunque intento hacerme a un lado, es inevitable el contacto con su pelaje casposo y deslucido que suele desprendérsele en las zonas comunes de los condueños, soltando sus babas en el ascensor, donde queda la diaria huella de su hocico, impresa, en la puerta metálica. Miro el pantalón blanco y con repugnancia intento sacudir los pelos que se han quedado adheridos al tejido “¡Qué asco…!” mascullo contrariada mientras intento componer el estado impoluto con el que, apenas dos minutos antes, he salido.

La estólida propietaria, airada, exclama “¡Más asco dan otras cosas…!” me clava la mirada desafiante que, por una vez, le resta comicidad a un rostro bobalicón, de risita nerviosa e insípida mirada, no puedo entonces reprimir el impulso y termino estallando:

-“Pues… sin duda a ti te lo debe producir pagar la Comunidad… porque con la deuda que mantienes, se comprende que sea porque te produzca cierta aversión contribuir a los gastos comunitarios, entre los que, me permito recordarte, están los de limpieza de la mierda que va soltando tu perro…”

Y es que ocurre, con más frecuencia de lo aconsejable, que estos seres incívicos y egoístas, presentan el evidente convencimiento de que se merecen todo y, por extensión, también los animalitos con quienes cohabitan y, aunque no es cuestionable que cada quien observe en su casa los hábitos, salubres o insalubres, que estime oportunos, se muestre, en mayor o menor grado, tolerante con la suciedad y el mal olor, no es aceptable imponer esos condicionantes a quienes, por suerte, gozamos de cierta afición al aseo. Que un inocente perrito, por feo y odioso que resulte, deposite su micción en el suelo del domicilio de su propietario quien, al parecer, y a juzgar por el aroma que impregna el rellano no lo recoge, me parece bien, pues el sufridor no deja de ser él, igual ocurre con las deposiciones excretas o con los molestos y antihigiénicos pelos, pero… que una persona, con un hábito sanitario medio, se caiga en el portal como consecuencia de resbalar sobre un gran charco de orín canino o se encuentre con una verdadera plasta perruna, viscosa y pestífera, a la salida de su casa, no puede admitirse y menos aún cuando la explicación que se recibe es que el bendito animal “está enfermo”… Pues mire Vd., si ese adefesio de perro que posee está malo, tendrá que llevarlo al veterinario o, cuanto menos, evitar que orine o defeque en espacios comunes y si, aún así, ello resulta ineludible, tenga Vd. el civismo, decencia y educación de recogerlo. Tenga presente que ese hediondo engendro ladrador es suyo, no del resto de los vecinos que no han tenido la libertad de elección ante la, siempre pestilente, compañía impuesta de ese ser, pero voy aún más allá, encontrándose Vd., es evidente, en el más bajo estadio del respeto y la buena vecindad, si el bicho asqueroso que pasea aquejado de no sé qué desventura estomacal va soltando “regalitos” que Vd. ni evita ni recoge luego, tenga, al menos, la dignidad de no retrasarse en los pagos a la Comunidad, puesto que es, con ese dinero, con el que se paga, entre otros servicios, a la "Sra. de la Limpieza" que se ve obligada a fregar la mierda que suelta su perrito.

Y así es, lectores amigos, como nos las gastamos en este pequeño reflejo de la realidad social que constituye la Comunidad donde resido, en la que no nos falta un solo espécimen de cuantas taras e incorrecciones humanas quepa esperar, donde las faltas de consideración son la cotidiana tónica dominante, dando inicio con los portazos y taconazos que acompañan a las primeras luces del día y continuando con el depósito de pelos y otros restos, prefiero pensar que de origen animal, en los sitios más insospechados. Ha sido, el de hoy, otro nuevo episodio de lo que, yo ya me barrunto, va a terminar convirtiéndose en toda una saga...

“Los que uno jamás ve de cerca son los vecinos ideales”

(Aldous Huxley)

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