Cuando a finales del pasado año le pregunté a Laura cómo quería que
fuera la celebración de su Primera Comunión, elevó la naricilla respingona
hacia arriba enarcando una ceja y frunciendo los labios en un claro gesto
pensativo que apenas duró unos segundos: “¡Quiero una Monster-Fiesta!”. La
rotundidad de su respuesta no dejaba lugar a otras posibles alternativas, así
que le contesté: “Pues será la mejor Monster-Fiesta que Draculaura podría
imaginar”. Una sonrisa amplia se quedó grabada, a fuego, en mi memoria y fue
cuando empecé a darle vueltas a mi creatividad. Desde entonces mil bocetos
fueron tomando forma sobre el papel y así, con la valiosa ayuda de mis “pinches”,
los dos hermanos mayores de Laura – Marta y Álvaro – a quienes otorgué el cargo
de “Asistentes de Producción Ejecutiva”, dio inicio una cuidadosa preparación,
basada en pequeños detalles y toneladas de cariño que culminó el pasado día 2
de mayo, cuando la homenajeada, al entrar en el salón del restaurante se topó
con la fiesta que había pedido. Después de inmortalizar su cara de asombro e
incontenible alegría en fotografías que no me canso de mirar por suponer la
mejor recompensa a todo ese esfuerzo, realizado con frecuencia durante los fines
de semana o durante noches que se alargaban hasta bien entrada la
madrugada, vino a buscarme y me abrazó: “Yo sabía que la fiesta iba a ser
perfecta, pero no TAAAAAAN perfecta. Gracias, tata. Eres la mejor montafiestas
de la historia”, ahí queda eso… Y se dirigió a la mesa, donde la esperaba su
sitio presidencial, dejándome el corazón rebosante de orgullosa alegría y el
beso más dulce que jamás haya podido estamparse en ninguna mejilla.
Todo estaba preparado,
perfectamente empaquetado en cajas de cartón que aguardaban, apiladas junto a
la entrada de casa para ser cargadas en el maletero y dirigirnos hacia el restaurante
donde al día siguiente tendría lugar la celebración de la esperada – con tanta
ilusión por la familia – Primera Comunión de Laura. Laurita, nuestra Laurita, ya
se hace mayor…
Eran las cinco y media de la
tarde cuando comenzamos nuestra labor, cada uno conocía bien su cometido y cuál
debía ser su actuación concreta, empezamos por decorar los paneles negros que
limitarían el espacio de la zona infantil, donde irían colocados los carteles
enmarcados con flores de globos fucsia y negro y guirnaldas de los mismos
colores. Sacamos los materiales y nos pusimos a trabajar: chinchetas, tijeras,
cintas, precinto, hilo, pegamento… Y una actividad desenfrenada, durante casi
cinco horas, dio finalmente su fruto: todo estaba listo para que a la mañana
siguiente una niña, mi Laurita, se convirtiera en la “Monster más feliz del
mundo”.
Eché un último vistazo antes
de apagar la luz y dejar que fuera la oscuridad la que provocara la apertura
completa de los lilium blancos que
había dispuesto en tres jarrones de cristal, en el lugar exacto que debían
ocupar cuando los camareros montaran el servicio para los comensales. Cuando a
la mañana siguiente, los invitados entraran en la estancia los recibiría, junto
con el colorido atrezzo, el agradable
y dulzón aroma de las flores que, había calculado, debían estar ya totalmente
abiertas. Respiré hondo, estaba cansada, terriblemente cansada, pues no había
sido fácil realizar todo el montaje sin algunos inconvenientes que tuvimos que
salvar recurriendo al ingenio, aun así, todo había quedado más o menos como
pretendía: perfecto. Laura me había pedido una Monster-Fiesta y yo le había
prometido que sería la mejor, cuidando, incluso, las invitaciones cursadas a sus amigas,
todas ellas recogiendo a una de las protagonistas: Draculaura, Cleo de Nile,
Frankie, Clawdeen Wolf, Lagoona Blue… últimamente me encuentro tan
familiarizada con esos personajes que conozco sus respectivas filiaciones,
el nombre de sus mascotas y, por supuesto, las aventuras que comparten en ese “Monstruoso” Instituto donde estudian. Cerré la puerta y, cruzando los dedos, deseé que
nada se moviera de su lugar por algún fallo de sujeción, todo debía encontrarse
tal y como finalmente había quedado.
Aunque era tarde, aún nos
quedaba otra tarea que hacer, de eso ya no se ocuparían los niños que estaban
cansados y debían levantarse temprano al día siguiente, así que tras cenar en
casa de mi hermana y darles las buenas noches, comenzó ya la última de las
tareas, ensobrar las fotos de Laura en unos sobres en los que con letra
primorosa y tinta dorada hube de escribir “Comunión de Laura 2 de mayo de 2015”,
terminé por hacerlo de modo mecánico, como aquellos insufribles castigos
escolares que consistían en escribir repetidamente la frase lapidaria que se
quedaría indeleblemente impresa en la mente infantil a modo de fiel
recordatorio para no incurrir en la misma falta. Tras lo cual, también tuvimos
que meter en paquetitos las diferentes golosinas que cada niño recibiría
por su asistencia a la celebración, dejando el espacio suficiente para que
sobresaliera del envoltorio la calaverita ensartada en un tubito flexible.
Eran las dos de la mañana
cuando, finalmente, me metí en la cama. Exhausta pero con la ilusión de que para
Laura, mi pequeña Laurita, fuera un día inolvidable, creo que me dormí
intentando imaginar la cara que pondría cuando viera lo que, con tanto cariño y
amor, le habíamos preparado…
Con puntualidad británica me
acomodé en uno de los bancos del templo, cercano al altar, mi hermana ya me
había advertido de cuál sería el lugar que ocuparía Laura y estudié
estratégicamente desde qué ángulo tendría la mejor visión de la niña. Me senté junto a
otra de mis hermanas, justo detrás de mis padres, a mi lado, los hermanos
pequeños de Laura: Irene y Gonzalo que en cuanto vio a mi hermana entrar con
Victoria, su prima pequeña, salió disparado hacia ellas. La ceremonia fue
entrañable y muy emotiva, los niños, después de los ensayos, no pudieron evitar
algún momento de espontaneidad que nos arrancó más de una sonrisa y Laura, me
devolvía con disimulo los guiños que yo le hacía desde mi sitio, sonriendo y en
ocasiones, temí, a punto de soltar la carcajada. Leyó muy bien, vocalizando correctamente y con un tono de voz adecuado, siempre
ha sido una niña despierta y muy piticlara
y estuvo muy formal durante su intervención. Concluida la ceremonia, llegó el momento de las fotos. Impaciente, por
comprobar que todo estaba como debía estar, antes de que llegara el resto de los
invitados al restaurante, permanecí el tiempo justo para inmortalizar el
acontecimiento en un par de instantáneas, antes de salir a toda prisa.
Afortunadamente el papel de celo y
los alfileres hicieron su trabajo: nada se había movido del sitio en el que
había sido colocado la noche anterior. Aguardé la llegada de Laura – mi hermana Victoria había
sido la encargada de “demorar” un poco su entrada para darme tiempo, en caso de
tener que realizar algún pequeño “retoque” que, por suerte, no fue preciso.
Laura entró en el salón, ante
la expectación de todos nosotros y con esos ojos vivaces que se agrandaron, aún más, en
un claro gesto de sorpresa, empezó a mirar, sonriente, de un sitio a otro: la mesa, el rincón de “Pinta
Monster” donde se encontraban las pinturas faciales, el lugar de las golosinas,
los banderines, el photocall… y entonces, girando sobre sus talones, me buscó y vino
corriendo hacia mí. Me abrazó, me incliné para recibir aquél beso, el más dulce y
tierno que jamás nadie me ha dado nunca y escuchar, a continuación, unas palabras que me sonaron
a música celestial: “Yo sabía que la fiesta iba a ser perfecta, pero no TAAAAAAN perfecta.
Gracias, tata. Eres la mejor montafiestas de la historia” y mientras
notaba la calidez de aquél pequeño cuerpo que me apretaba con fuerza, me vino a
la memoria la noche de un 29 de mayo de hace casi diez años, cuando por primera
vez la vi: una niña de carita redonda y expresivos ojos oscuros, sobre una
naricilla respingona, que miraba a su alrededor sin ser consciente de que por
fin había llegado al seno de aquella familia que con tanto amor la recibía.
Tras Laura, llegarían luego dos hermanos más y por último, Victoria, la
más pequeña que lo seguirá siendo hasta el próximo mes de noviembre que
esperamos, impacientes ya, a un nuevo miembro.
Me pregunto cuántas fiestas
infantiles más me quedarán, aún, por organizar… Y tras cada una de ellas,
esperaré siempre, ansiosa, ese sincero beso que, sin duda, recibiré y que es y será
siempre la más valiosa recompensa a la dedicación y al amor infinito que pueda poner en cada una de ellas.
“Las tías no somos otra cosa más que madres disfrazadas de amigas”.
(Anónimo)
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