Leía el otro día una crónica
que me pareció de lo más interesante. En ella su autora, una gran articulista
de opinión, enarbolaba la defensa a ultranza de España a la que denominaba, no
exenta de pesadumbre, “esa formidable potencia cultural reducida hoy, por mor de la
mediocridad imperante, a una oscura agrupación de taifas”, no pude por menos
que convenir con su criterio uniéndome al llamamiento ciudadano, si bien,
siendo menos correcta en las formas e, indudablemente, más lenguaraz, osé
entonces completar su aserto: “oscura agrupación de taifas regidos por
imbéciles y mentecatos que han dilapidado el respeto conferido por la carga
histórica y las épicas proezas de nuestros antecesores”. Efectivamente, lejos
de ser la gran potencia mundial que un día fuimos, este país se ha convertido,
hoy más que nunca, en el patético escenario donde tiene lugar la obra cumbre
del teatro del absurdo, donde las víctimas del terrorismo son olvidadas,
condenando su memoria a la vergonzosa pervivencia de unos nombres anónimos
esculpidos en tristes lápidas de mármol, mientras acercan a sangrientos
terroristas, sus asesinos, al lugar donde fueron excretados. Un tramoyista laxo
e indolente que se parapeta detrás de unos jueces y tribunales que se ven
obligados a poner coto a los amagos secesionistas que él mismo debería sofocar
por contar con la herramienta propicia para ello: el artículo 155 de la
Constitución Española que, al parecer, no tiene mayor utilidad que la meramente
ornamental. Unos representantes públicos, actores protagonistas o secundarios,
a quienes no se les puede exigir que cumplan con su obligación, por la que se
les paga con cargo a las arcas públicas, pues andan más ocupados en luchas
intestinas y disputas de cargos que en sacar a los españoles del atolladero en
el que nos dejó hace años la acreditada impericia de un Gobierno demencial.
Toda esta trama tiene, sin embargo, lugar ante la atónita mirada de un público
que cumple fielmente con su cometido que no es otro que el de pagar y aplaudir
o pagar y abuchear. Y ahí vamos, quejándonos del estropicio pero sin abandonar
nuestra aburguesada zona de confort, instaurados en una plácida inactividad
desde la que criticamos sin movilizarnos, sin reivindicar nuestro lícito
derecho a no perder el orgullo patrio que una vez nos legaron, asumiendo
dócilmente el derrotista papel de bufones tarados. Pagar y aplaudir o pagar y
abuchear pero siempre, irremisiblemente, pagando; pagando las cuentas de la
estulticia ajena en connivencia con la propia, ya venga disfrazada de ego, de
torpeza, de corrupción o latrocinio aderezado, siempre, con un atrezzo digno de la mejor obra jamás
escrita por dramaturgo alguno, para mí, lo más triste es ver el patio de
butacas atestado de pasivos españoles que nos limitamos a corear al unísono,
cuán rebaño lobotomizado, "¡Qué curioso, qué
extraño y qué coincidencia!" tal y como repetían los Martin en La cantante calva. Y mientras,
la razón y el sentido común ni están, ni se los espera.
“Pensar contra la corriente
del tiempo es heroico; decirlo, una locura.”
(Eugène Ionesco)
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en Viva Jaén 27/03/17.