Desconozco el motivo de esa aversión que algunos dicen sentir hacia
Halloween… total, aquí siempre hemos tenido los huesos de santo, las gachas,
las visitas al cementerio que, en esas fechas, se convierte en una feria
multicolor y… la omnipresente representación de Don Juan y Doña Inés. No sé por
qué hay quien manifiesta un profundo fastidio por el hecho de reírse de la muerte que es lo
que, en definitiva, supone Halloween. En la España profunda, ese día huele a
castañas asadas, a crisantemos, a canela y a chocolate, en México a pan de
muerto y calaveritas dulces, al color amarillo del cempasúchitl y al de las Catrinas
– o "calaveras garbanceras" -, en EEUU a “trucos o tratos”, a calabazas
siniestras y a risas infantiles. En definitiva, en todos los sitios se hace una
fiesta de la muerte, recordando a los que, de los nuestros, ya nos han
abandonado. Me pregunto qué más dará, que la forma de celebrar ese día tenga un
acento u otro, si es, a la postre, la excusa perfecta para pasar, en familia,
un rato de diversión y risas.
Este año he organizado una fiesta para mis sobrinos y… sinceramente, no
nos lo pudimos pasar mejor, tengo que reconocer de este modo, que yo no odio
Halloween. Es más, me encanta y tengo el presentimiento de que hemos instaurado
lo que promete convertirse en una larga – y esperada – tradición familiar.
Llegué a casa de mi hermana
cargada de bolsas y paquetes del material que emplearía en la decoración, las
golosinas y los disfraces para aquella fiesta, tras varios mensajes de WhatsApp
que, la pequeña Irene, nerviosa y alterada, me había enviado desde el teléfono
de su madre urgiéndome a ir, “se va a hacer de noche y tiene que estar
todo preparado” o "ven ya", decía. Tan pronto como se abrió la puerta, los niños salieron a
mi encuentro, solícitos a ayudarme con la carga. Unos minutos después nos
encontrábamos en el sótano en plena labor. Esparcimos sobre la amplia mesa,
guirnaldas, naranja y negro, globos, cartulina, tijeras y papel de celo ... y tras un par de horas de
frenética actividad, bajo mi supervisión, terminamos de colgar aquellos adornos
en el porche de la casa, Laura e Irene me miraban expectantes, había llegado el
momento que tanto habían ansiado, así que fuimos a buscar las pinturas faciales. Media hora después, ya estábamos listas para salir por la urbanización a la
caza y captura de algún incauto al que asustar que luego nos premiara con algún
dulce o caramelo.
Previamente, ya había
advertido de nuestra visita a una colega –y, me gusta decir a modo de coletilla
cuando me refiero a ella, “sin embargo buena amiga” -, que nos esperaba,
algunas casas calle arriba, con una fuente atestada de dulces que ofreció a
aquellos pequeños esqueletitos, en zapatillas deportivas, que aguardaban
extendiendo una bolsa en forma de tétrica, pero simpática, calabaza mientras
miraban sonrientes a su tía. Deshicimos el camino, saludando a brujas,
demonios, momias, monstruos, zombies y otros seres espeluznantes de pequeño tamaño
que, indefectiblemente, iban acompañados de otros de mayor estatura, e
intercambiando con ellos caramelos, galletas y gominolas. Cuando llegamos, ya nos
esperaban mis padres, la sorpresa fue que también ellos se habían puesto algún
detalle para mimetizarse con el ambiente: el abuelo llevaba una horrorosa dentadura
postiza que daba realmente pavor bajo aquél gorro pirata y la abuela unas gafas
de las que salían unos ojos ensangrentados que se movían sujetos por un muelle,
aquél atrezzo provocó las divertidas
carcajadas de mis sobrinos que rieron divertidos mientras simulaban asustarse para luego, ser ellos los que asustaban a los abuelos que corrían despavoridos por el porche. Tras recibir a un par de grupos de
“criaturillas del mal” a las que obsequiamos con el contenido de aquél enorme
bol que habíamos preparado colocando esqueletos y arañas sobre los caramelos,
nos sentamos a la mesa a cenar, no pudo faltar el postre típico: las gachas
dulces, los huesos de santo y los buñuelos.
Aquella noche en familia, se
vio alterada en alguna ocasión, por las continuas llamadas a la puerta que
atendíamos, turnándonos para ver quién debía abrir y quién asustar al incauto
visitante.
Cuando los niños se acostaron,
cansados pero felices, y nos quedamos ya los mayores disfrutando de la
placentera conversación que suele aderezar una tranquila copa, pensé que, con
frecuencia y por fortuna, en mi caso, los que allí estábamos, siempre buscamos
excusas para pasar más tiempo con la familia, lo de menos era si nos habíamos
reunido para celebrar los Santos, la fiesta de los Muertos o Halloween, me
pareció llamativo que mi propio padre, tan amante de sus raíces y reticente a
todo lo que sea hacer propia una costumbre ajena, hubiera participado tan
activamente aquella noche, pero tengo el firme convencimiento de que lo de menos fue el por qué,
sino el qué y el qué se reduce a tener una familia como la nuestra, para la que
siempre es poco el tiempo que se disfruta en compañía del resto. Desconozco
cuál será el recuerdo que, cuando crezcan, puedan llegar a tener de aquél día
mis sobrinos, yo, por mi parte, siempre lo guardaré en mi memoria como una noche
más, de las muchas en las que he sido feliz en compañía de esos seres que, sin elegirlos,
constituyen mi mayor riqueza y orgullo: mi propia FAMILIA.
Así que no, no odio Halloween,
no podría hacerlo, es más, supongo que me he acabado convirtiendo en una de sus mayores
defensoras, como símbolo de unidad familiar: la preparación de la fiesta, la
diversión en compañía de los más pequeños y obviamente, el conjuro más
maravilloso de todos, aquél cuyos ingredientes son: unas gotitas de cariño, un
chorrito de risas, un puñado de besos, un par de kilos de abrazos y toneladas
de amor que dan como resultado… chispazos de felicidad durante una terrorífica
cena en la que esqueletos y piratas, brujas y zombies terminan compartiendo una
gran fuente de gachas dulces, huesos de santo y buñuelos, mientras aguardan la
visita de otros seres aterradores para invitarlos a caramelos…
“Es la noche de los espíritus y los muertos vivientes, caminando bajo
la luna observarás la imagen de una bruja en la escoba, carcajeándose con una
risa estridente… el mundo festeja el momento en que los vivos y los muertos se
unen…”
Como ya ha ocurrido en otras ocasiones, mi Reflexión de Halloween va dedicada a esas personitas que constituyen el corazón de la familia, el futuro de la perpetuidad y creo, que nuestro mayor orgullo... Para mis seis "terroríficos" duendes: Marta, Álvaro, Laura, Irene, Gonzalo y Victoria... Para que algún día seáis vosotros quienes busquen la excusa perfecta para compartir un rato en familia, la vuestra, la mía... la NUESTRA.
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