Denostada y admirada en idéntica proporción. Envidiada y querida, así fue esa Grande de España que decidió, un buen día, ponerse el mundo por montera.
Hoy, 20 de noviembre y tras una – considero – larga agonía, sin duda,
otra muestra más de su indomable carácter, pues jamás hizo lo que se le dijo y
no iba a ser una excepción esa de someterse sumisamente a la muerte a quien,
estoy segura, le habrá hecho más de un corte de manga.
Así que María del Rosario Cayetana Victoria Alfonsa Fitz – James Stuart
y Silva, Duquesa de Alba y Berwick y, de haberse conseguido la independencia,
Reina de Escocia, por línea sucesoria, como descendiente de la dinastía
Estuardo, ha debido decidir que había llegado el momento de marcharse, pues
jamás se habría dejado vencer por ninguna imposición, y se ha ido, eligiendo
para ello el Palacio de las Dueñas en Sevilla.
Podría Cayetana de Alba suscitar simpatía o aversión, pero lo que es
indiscutible es que no dejaba a nadie indiferente, esa especial filosofía de
vida, su personal percepción del mundo a mí, personalmente, me sorprendió
cuando las descubrí en las líneas de su libro “Lo que la vida me ha enseñado”,
en ese momento decidí que aquél pintoresco personaje, excéntrico en ocasiones e
incendiario siempre, merecía mi consideración y no precisamente por ser la
tataranieta de La Maja, sino por ser, simplemente, ella: una señora de 88 años
que hizo hasta el último día lo que le dio su realísima gana de la manera menos
ortodoxa, la suya propia, la de la Duquesa.
Descanse en paz.
Siempre he sentido
fascinación, creo haberlo apuntado ya en alguna de mis anteriores Reflexiones,
por los caracteres fuertes. Siendo numerosos los personajes femeninos que han
suscitado mi interés: Hipathia de Alejandría, Isabel de Trastámara, María de
Escocia, Ana de Mendoza Princesa de Éboli… o, en la historia más reciente,
Irena Sendler, Martha Gellhorn, Margaret Thatcher, así como exponentes del arte
en cualquiera de sus manifestaciones: Mary Cassatt, Georgia O’Keeffe, Frida
Khalo, María Callas, Karen von Blixen, Leonora Carrington o la mismísima Annie
Leibovitz… Si lo pienso, todas tienen en común una marcada personalidad que las
hizo adelantarse a su tiempo, imponerse a una sociedad machista, reivindicando
su lugar en el mundo, un lugar, el suyo, que les pertenecía por derecho propio y así
lo dejaron patente.
Tras leer las memorias de la
Grande de España más indómita me sorprendió, en primer lugar, su mentalidad,
transgresora y auténtica, y luego la ausencia de tabúes, hablaba de todo con
absoluta naturalidad, pero lo que subyacía en esa vida contada en primera
persona era, sin duda, el carácter rebelde que la llevó a saltarse a la torera
convencionalismos y protocolos, voló libremente desde el principio y así ha
debido ser hasta el final.
Recuerdo que, cuando en las
páginas de la prensa rosa, veía las instantáneas de una anciana disfrazada de hippy en las playas ibicencas, ataviada
con modelitos imposibles en combinaciones coloristas antagónicas, me asaltaba
un irreprimible rubor provocado por la vergüenza ajena que, entonces, aquella
visión me causaba, llegué, incluso, a pensar que no debía andar muy bien de la
cabeza aquella señora para salir a la calle con tan infames pintas… Luego me dí
cuenta de que me dominaban los prejuicios, tontos y absurdos, pues siempre la
había visto como esa descendiente directa de los Álvarez de Toledo, tataranieta
de la musa de Goya y miembro de los Estuardo. Tenía el convencimiento de que
una aristócrata, del más rancio abolengo, debía ser alguien políticamente
correcto, de refinados gustos y distinguidos modales y me parecía tan ridícula como
excéntrica, esa – creía yo – manía suya de mimetizarse con el pueblo llano,
llegando a límites que entonces me parecían esperpénticos o chabacanos…
Ahora sé que estaba totalmente
equivocada y se hizo necesario conocer su historia, narrada por ella misma,
para descubrir un espíritu libre, con un personal sentido de la vida y de los
valores que deben aderezarla, de lo que debería ser accesorio y qué lo
importante. Fue cuando descubrí a Cayetana. A esa mujer que decía, riéndose
para sus adentros, “se han enterado sólo
de lo que a mí me ha dado la gana” y no le faltaba razón a esta Grande, no
sólo de España.
Hoy Sevilla la llora, llora a
su Duquesa y ella, seguro que emocionada y agradecida, se despide para siempre
de su ciudad, entre naranjos y rumbas, mientras se aleja llevando consigo en la
memoria el color del Guadalquivir y el aroma del azahar.
Vaya Usted con Dios, Duquesa…
“Aquí yace Cayetana, que vivió como sintió”
(Epitafio que la mismísima Cayetana Fitz-James Stuart eligió para su
sepultura, según su libro. Nada más acertado, me atrevo a afirmar, pues de
admirar resultó su vida, elegida, esculpida, modelada y VIVIDA a su muy
personal modo: el que a ella le dio la gana. D.E.P.)
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