A todos, en alguna ocasión, nos ha pasado que hemos identificado a
alguien con algún animal, ya sea por su comportamiento, sus rasgos físicos, sus
cualidades o, simplemente, por esas extrañas asociaciones de ideas que se instauran
en nuestra mente, semejando personas con animales y animales con personas. He
de reconocer que a mí me ocurre con suma frecuencia.
Hoy, mientras me dirigía al Despacho, me he cruzado con
alguien que, no sé por qué, ha activado ese resorte, provocándome, primero, la irreprimible
sonrisa que, poco después, se ha convertido en carcajada al imaginarme la
cómica imagen que, inopinadamente, me ha venido a la cabeza.
Los grillos… esos pequeños insectos, tan molestos como recurrentes, que
en las noches de verano pueden llegar a convertirse en una tortura insufrible y
por más remedios que intentes aplicar para extinguir su desagradable chirrido, éste
se acaba instaurando en el ambiente generando un histriónico estado de
nerviosismo que, termina – salvo en quienes gozan de esa envidiable virtud que
poseen sólo aquellos que se abstraen en el vacío, envolviéndose en una nube de
suave algodón que los aleja de la molesta realidad – en una iracunda explosión
de mal humor.
Cri-cri, cri-cri, cri-cri…
Recuerdo las cálidas noches de
verano en el campo, cuando por la ventana abierta llegaba, arrastrado por la
suave brisa estival, el desgarrador chirrido de los grillos desde el jardín:
cri-cri, cri-cri, cri-cri… Con el tiempo llegué a acostumbrarme a él hasta el
punto de que ya pasaba desapercibido y sólo cuando conscientemente reparaba en
ellos, los grillos, era cuando volvía a hacerse audible, aún cuando de forma
ininterrumpida, esa sinfonía hubiera dado inicio al anochecer y se prolongara
hasta los albores del nuevo día.
Lejos de molestarme o alterar
mi sueño, pasó a convertirse en un arrullo, un sonido familiar y cotidiano.
Imperceptible.
Desconozco la razón lógica,
caso de existir la misma, que me ha llevado hoy a recordar mi infancia y los
sonidos y aromas anclados en aquellos recuerdos, pero lo cierto es que, una vez
más, he encontrado paralelismos entre el comportamiento animal y el humano,
entrelazándose así, imágenes de entonces y de ahora, retazos de realidades, presentes
y pasadas, que han motivado mi sonrisa interior.
El sonido, emitido por el
continuo frote de las alas delanteras del grillo, que percibimos como un
chirrido intermitente puede resultar molesto, es más, me atrevería a decir que
odioso por cansino, pero, cuando lo
ignoramos, parece desaparecer. No ocurre lo mismo, en cambio, cuando intentamos
mitigarlo, pues no existe remedio alguno que pueda evitar este instintivo comportamiento
animal. Bien, pues creo que algo similar tiene lugar cuando existe alguien plomo a nuestro lado, el típico “coñazo” que, prevaliéndose de tu buena
educación, va lentamente adentrándose en la esfera de tu privacidad sin que tú,
previamente, lo hayas invitado ni autorizado, en modo alguno. Cuando topamos
con un espécimen de este tipo, ya lo he aprendido, es inútil intentar paliar su
fastidiosa forma de absorber tu tiempo o tu libertad, pues cualquier concesión que puedas realizar, en
aras de las buenas maneras, es tomada por su parte como una victoria sin paliativos,
la conquista de un nuevo fragmento de
ese territorio en el que jamás debería haberse adentrado, razón por la cuál,
vengo observando, resulta mucho más útil y efectivo dispensar, como única
respuesta, una total y absoluta indiferencia. Así, ante tediosos
comportamientos recurrentes: INDOLENCIA, cri-cri, cri-cri…, la única réplica
acertada a los numerosos y parece que inagotables intentos de aproximación: IGNORACIA, cri-cri, cri-cri.., es cierto que, como ocurre con esta clase de
insectos, podemos llegar a pensar que el desagradable sonido será eterno, pero
la clave está en esa abstracción de la que hablaba, el truco es, sin duda,
envolverte en esa enorme y nívea capa de algodón que amortigua el chirrido
haciéndolo inaudible y permitiendo su percepción sólo cuando, conscientemente, te propones escucharlo. Pues sería imposible intentar razonar con un
insecto, tanto como con seres humanos necios, y lo que no puede combatirse, por
cuestiones obvias, es mejor omitirlo, de manera que el reparador descanso de una
noche estival que, trae la liviana brisa perfumada con el característico aroma
del verano, no se vea alterado por estridentes sonidos suspendidos en él, es
más conveniente, según mi personal experiencia, acomodarse a su tolerancia, pues
de ese modo se le estará condenando a su inevitable y forzosa desaparición.
Cri-cri…, cri-cri, CRI-CRI…, Cri-cri… cri-cri... Esa letanía pasa así a convertirse en algo que, por habitual, deja de
captar nuestra atención hasta que fenece, sumida en los mares grises de la más
absoluta indiferencia. Ha sido así desde el principio y así habrá de seguir
siendo hasta el final.
“La estupidez insiste siempre”.
(Albert Camus).
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