Tengo el convencimiento más profundo de que, conforme van
transcurriendo los años, nos vamos transformando en otra persona. Creo sinceramente
que las alegrías, las penas, los fiascos y los logros personales nos van
esculpiendo, a modo de impronta, tanto nuestro carácter como nuestra alma. A
veces son leves rasguños o magulladuras que apenas si nos lastiman, pero nos
contrarían, en ocasiones, en cambio, se trata de cicatrices que se han
restañado tras un desgarro sufrido, pero cada uno de los episodios que vivimos,
estoy segura, nos van transformando en un nuevo ser, distinto del que éramos
antes.
Algunos lo llaman experiencia, yo he decidido llamarlo, simplemente,
vivir.
Recuerdo cómo, cuando tenía apenas trece o catorce años, la vida se me
antojaba un camino largo, el tiempo parecía quedar suspendido, en un lento y
tedioso transcurrir que se acentuaba, aún más, durante los largos y cálidos
veranos. Hoy, apenas si reparo en la rapidez de los días que se suceden, formando
meses y convirtiéndose, después, en años. Mi recorrido vital, por lo general,
suele ser agradable y solazado, tengo una vida que podría calificar, sin duda
alguna, de plena, y con frecuencia mis jornadas se convierten en placenteros
paseos, sintiendo la frescura de una brisa eternamente primaveral, si bien en
ocasiones, no lo negaré, me sorprende la caída de la noche y las sombras que la
abrigan que, no obstante, siempre culminan con un límpido amanecer en el que,
de nuevo, doy inicio a mi caminar, reconfortada por ese liviano céfiro que se
despereza a bostezos perfumados bajo la calidez del sol, en lento ascenso hacia
el punto zenital de un cielo claro, límpido y azul.
Es tarde. Otro día más que,
sin reparar en la hora, mi jornada laboral se ha prolongado en demasía, apago
el ordenador mientras flotan en el ambiente las últimas notas de Memphis In June gravitando en la
aterciopelada voz de Annie Lennox:
Nostalgia. Intento componer cierto orden en mi mesa de trabajo. No suelo
irme del Despacho sin dejar los expedientes apilados a un lado, siempre el
izquierdo, en el orden exacto en el que, al día siguiente, deben continuar mis
tareas. Hago, a continuación, un par de anotaciones en la agenda. Estoy
distraída, me siento algo confundida y es cuando me digo, por enésima vez, que
ni debe tenerse, jamás, a un “amigo” por Cliente ni permitir, nunca, que los
Clientes sean amigos, pues se corre el riesgo de transgredir las líneas de la
profesionalidad que definen la prestación de los servicios que constituyen el
medio de vida. Suspiro contrariada, casi molesta, pero conmigo misma.
No es ésta la primera vez que
pasa, han sido múltiples las ocasiones
anteriores y, me lamento, es evidente que no termino de aprender. Vuelvo a suspirar
e intento desechar la idea que ocupa mi cabeza, lejos de producirme el menor
beneficio, sólo consigue sumirme en un desalentador sentimiento de desencanto
que termina instaurándome en el convencimiento, cierto y profundo, de la más
ruin vileza humana.
Echo una última mirada a mi alrededor
para asegurarme de que todos los aparatos eléctricos se encuentran apagados y
cierro la puerta, introduzco la llave y escucho como lentamente se va
deslizando la persiana metálica, el chirriante recorrido culmina con un leve “clack” que indica que el punto ciego de
seguridad está en su tope, extraigo la pequeña llave y tomo el camino de
regreso a casa. Hace una noche gélida pero despejada, las estrellas parpadean
en la velada bóveda que se despliega, silenciosa, sobre mí, así que decido ir
por el trayecto más largo. Me vendrá bien un poco de ese aire fresco para
despejar la cabeza y serenar el ánimo agitado.
Las luces de neón atraviesan,
en estridentes haces, el manto oscuro que hace ya algunas horas se instauró,
envolviendo la ciudad. Apenas si hay tráfico e imagino que debe estar dando
inicio el ritual del reparador descanso tras las ventanas encendidas jalonando
los edificios que flanquean mi solitario paseo. En mi cabeza aún resuena el eco
de la personal versión que la propia Lennox
nos ofrece de aquella vieja canción de Ray
Charles, Georgia… “Other arms reach out
to me, other eyes smile tenderly still in peaceful dreams I see the road leads
back to you I said Georgia, ooooh, Georgia, no peace I find just an old sweet
song keeps Georgia on my mind…” Imagino que cuando alguien compone una
canción dice mucho más de lo que pueda parecer, supongo que cuando un músico se
expresa, lo hace a través de esas letras y melodías que siempre nos acaban
hablando de algo que no será nunca lo mismo que el significado que pueda
percibir otra persona, es más, estoy segura de que el autor piensa en otra cosa
o tiene un sentimiento distinto al que a nosotros nos pueda suscitar… “other arms reach out to me, other eyes smile
tenderly…”
Pienso ahora en aquellos seres
que, en las diferentes etapas de mi vida, han aparecido un día, algunos para
desaparecer poco después, por fortuna; otro,s para quedarse definitivamente; en
las diferentes vivencias, algunas dolorosas, otras edificadoras, las hay
nefastas y también divertidas, pero todas, absolutamente todas, enriquecedoras
y esto es algo que he descubierto con el paso del tiempo. ¿Qué es el tiempo?. Creemos
dominarlo, pero es sólo una falacia, pensamos controlarlo aunque carecemos de
ese poder. El indómito, implacable y justiciero tiempo.
Recuerdo los inicios de mi
carrera profesional, con poco más de veinte años, la inexperiencia la suplía, entonces, con mucha ilusión, pero finalmente, fue la experiencia la que, precisamente,
terminó matando a esa ilusión. Hoy soy una persona mucho más curtida, en todos
los aspectos, no ya sólo en el laboral sino, y puede que sea el más importante,
también en el personal. Hoy soy ya, definitivamente, otra persona, ni mejor ni
peor, otra distinta. Sonrío intentando imaginar cómo habrían sido actualmente
algunas de mis reacciones del pasado, basadas en una inocencia, casi siempre
mancillada y zaherida por seres nocivos a quienes, lejos de guardarles rencor alguno, les
mostraré siempre mi mayor agradecimiento por la más valiosa enseñanza: es preciso
conocer a alguien execrable para saber en lo que no quieres llegar a
convertirte con el tiempo. El tiempo. Otra vez el tiempo… Me lo imagino como un
anciano de luenga barba blanca y ojillos que destilan sabiduría – la que otorga
la propia vida -, enmarcados por innumerables surcos dejados al paso de cada
uno de los días que han ido transcurriendo indómitos, implacables... justicieros.
Se levanta ahora una brisa
nocturna que trae consigo, en remolinos, algunas hojas secas, un hálito que, en
las noches de invierno, hace acelerar el paso a los transeúntes solitarios que
caminan entre las sombras de la ciudad, me subo las solapas del abrigo para
protegerme de ella mientras noto los brazos y piernas entumecidos, imprimo a
mis pasos una mayor velocidad. Sólo soy consciente de que he llegado a casa
cuando, de modo maquinal, saco la llave y me recibe, tras la puerta que cede suavemente, el cálido abrazo de un
aroma familiar: el de mi hogar. Me quito los zapatos, me encanta andar descalza
sobre la madera, tibia ya a esas horas por el efecto de la calefacción, y me
asalta, entonces, un profundo sentimiento de felicidad, el que sin duda embarga
a toda persona que duerme tranquila, por la ausencia de remordimientos, que
vive feliz, por la plenitud de su existencia, despreocupada, por el desconocimiento
de las envidias ajenas y me pregunto, ya por última vez, qué empuja al ser
humano a la más absoluta y miserable de todas las bajezas antes de sentarme,
como cada noche, a reflexionar en mi butaca.
Thomas Hobbes dijo “El hombre es un lobo para el hombre”,
supongo que no le faltaba razón, pero por suerte, también el hombre es la mejor
medicina para el hombre y no creo estar equivocada en eso…
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