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lunes, 24 de noviembre de 2014

Caminando entre las sombras de la brisa.





Tengo el convencimiento más profundo de que, conforme van transcurriendo los años, nos vamos transformando en otra persona. Creo sinceramente que las alegrías, las penas, los fiascos y los logros personales nos van esculpiendo, a modo de impronta, tanto nuestro carácter como nuestra alma. A veces son leves rasguños o magulladuras que apenas si nos lastiman, pero nos contrarían, en ocasiones, en cambio, se trata de cicatrices que se han restañado tras un desgarro sufrido, pero cada uno de los episodios que vivimos, estoy segura, nos van transformando en un nuevo ser, distinto del que éramos antes.
Algunos lo llaman experiencia, yo he decidido llamarlo, simplemente, vivir.
Recuerdo cómo, cuando tenía apenas trece o catorce años, la vida se me antojaba un camino largo, el tiempo parecía quedar suspendido, en un lento y tedioso transcurrir que se acentuaba, aún más, durante los largos y cálidos veranos. Hoy, apenas si reparo en la rapidez de los días que se suceden, formando meses y convirtiéndose, después, en años. Mi recorrido vital, por lo general, suele ser agradable y solazado, tengo una vida que podría calificar, sin duda alguna, de plena, y con frecuencia mis jornadas se convierten en placenteros paseos, sintiendo la frescura de una brisa eternamente primaveral, si bien en ocasiones, no lo negaré, me sorprende la caída de la noche y las sombras que la abrigan que, no obstante, siempre culminan con un límpido amanecer en el que, de nuevo, doy inicio a mi caminar, reconfortada por ese liviano céfiro que se despereza a bostezos perfumados bajo la calidez del sol, en lento ascenso hacia el punto zenital de un cielo claro, límpido y azul.

Es tarde. Otro día más que, sin reparar en la hora, mi jornada laboral se ha prolongado en demasía, apago el ordenador mientras flotan en el ambiente las últimas notas de Memphis In June gravitando en la aterciopelada voz de Annie Lennox: Nostalgia. Intento componer cierto orden en mi mesa de trabajo. No suelo irme del Despacho sin dejar los expedientes apilados a un lado, siempre el izquierdo, en el orden exacto en el que, al día siguiente, deben continuar mis tareas. Hago, a continuación, un par de anotaciones en la agenda. Estoy distraída, me siento algo confundida y es cuando me digo, por enésima vez, que ni debe tenerse, jamás, a un “amigo” por Cliente ni permitir, nunca, que los Clientes sean amigos, pues se corre el riesgo de transgredir las líneas de la profesionalidad que definen la prestación de los servicios que constituyen el medio de vida. Suspiro contrariada, casi molesta, pero conmigo misma.

No es ésta la primera vez que pasa,  han sido múltiples las ocasiones anteriores y, me lamento, es evidente que no termino de aprender. Vuelvo a suspirar e intento desechar la idea que ocupa mi cabeza, lejos de producirme el menor beneficio, sólo consigue sumirme en un desalentador sentimiento de desencanto que termina instaurándome en el convencimiento, cierto y profundo, de la más ruin vileza humana.

Echo una última mirada a mi alrededor para asegurarme de que todos los aparatos eléctricos se encuentran apagados y cierro la puerta, introduzco la llave y escucho como lentamente se va deslizando la persiana metálica, el chirriante recorrido culmina con un leve “clack” que indica que el punto ciego de seguridad está en su tope, extraigo la pequeña llave y tomo el camino de regreso a casa. Hace una noche gélida pero despejada, las estrellas parpadean en la velada bóveda que se despliega, silenciosa, sobre mí, así que decido ir por el trayecto más largo. Me vendrá bien un poco de ese aire fresco para despejar la cabeza y serenar el ánimo agitado.

Las luces de neón atraviesan, en estridentes haces, el manto oscuro que hace ya algunas horas se instauró, envolviendo la ciudad. Apenas si hay tráfico e imagino que debe estar dando inicio el ritual del reparador descanso tras las ventanas encendidas jalonando los edificios que flanquean mi solitario paseo. En mi cabeza aún resuena el eco de la personal versión que la propia Lennox nos ofrece de aquella vieja canción de Ray Charles, Georgia… “Other arms reach out to me, other eyes smile tenderly still in peaceful dreams I see the road leads back to you I said Georgia, ooooh, Georgia, no peace I find just an old sweet song keeps Georgia on my mind…” Imagino que cuando alguien compone una canción dice mucho más de lo que pueda parecer, supongo que cuando un músico se expresa, lo hace a través de esas letras y melodías que siempre nos acaban hablando de algo que no será nunca lo mismo que el significado que pueda percibir otra persona, es más, estoy segura de que el autor piensa en otra cosa o tiene un sentimiento distinto al que a nosotros nos pueda suscitar… “other arms reach out to me, other eyes smile tenderly…”

Pienso ahora en aquellos seres que, en las diferentes etapas de mi vida, han aparecido un día, algunos para desaparecer poco después, por fortuna; otro,s para quedarse definitivamente; en las diferentes vivencias, algunas dolorosas, otras edificadoras, las hay nefastas y también divertidas, pero todas, absolutamente todas, enriquecedoras y esto es algo que he descubierto con el paso del tiempo. ¿Qué es el tiempo?. Creemos dominarlo, pero es sólo una falacia, pensamos controlarlo aunque carecemos de ese poder. El indómito, implacable y justiciero tiempo.

Recuerdo los inicios de mi carrera profesional, con poco más de veinte años, la inexperiencia la suplía, entonces, con mucha ilusión, pero finalmente, fue la experiencia la que, precisamente, terminó matando a esa ilusión. Hoy soy una persona mucho más curtida, en todos los aspectos, no ya sólo en el laboral sino, y puede que sea el más importante, también en el personal. Hoy soy ya, definitivamente, otra persona, ni mejor ni peor, otra distinta. Sonrío intentando imaginar cómo habrían sido actualmente algunas de mis reacciones del pasado, basadas en una inocencia, casi siempre mancillada y zaherida por seres nocivos a quienes, lejos de guardarles rencor alguno, les mostraré siempre mi mayor agradecimiento por la más valiosa enseñanza: es preciso conocer a alguien execrable para saber en lo que no quieres llegar a convertirte con el tiempo. El tiempo. Otra vez el tiempo… Me lo imagino como un anciano de luenga barba blanca y ojillos que destilan sabiduría – la que otorga la propia vida -, enmarcados por innumerables surcos dejados al paso de cada uno de los días que han ido transcurriendo indómitos, implacables... justicieros.

Se levanta ahora una brisa nocturna que trae consigo, en remolinos, algunas hojas secas, un hálito que, en las noches de invierno, hace acelerar el paso a los transeúntes solitarios que caminan entre las sombras de la ciudad, me subo las solapas del abrigo para protegerme de ella mientras noto los brazos y piernas entumecidos, imprimo a mis pasos una mayor velocidad. Sólo soy consciente de que he llegado a casa cuando, de modo maquinal, saco la llave y me recibe, tras la puerta que cede suavemente, el cálido abrazo de un aroma familiar: el de mi hogar. Me quito los zapatos, me encanta andar descalza sobre la madera, tibia ya a esas horas por el efecto de la calefacción, y me asalta, entonces, un profundo sentimiento de felicidad, el que sin duda embarga a toda persona que duerme tranquila, por la ausencia de remordimientos, que vive feliz, por la plenitud de su existencia, despreocupada, por el desconocimiento de las envidias ajenas y me pregunto, ya por última vez, qué empuja al ser humano a la más absoluta y miserable de todas las bajezas antes de sentarme, como cada noche, a reflexionar en mi butaca.

Thomas Hobbes  dijo “El hombre es un lobo para el hombre”, supongo que no le faltaba razón, pero por suerte, también el hombre es la mejor medicina para el hombre y no creo estar equivocada en eso…


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