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martes, 9 de abril de 2013

Las dos caras de la feminidad o la forja de dos leyendas.



“God Save the Iron Lady o… de la más insigne inquilina del nº 10 de Downing Street”, ese había sido el título elegido sobre el que me encontraba reflexionando ayer, cuando tuve conocimiento del fallecimiento de nuestra Sara Montiel, me pareció justo y debido, no dedicar mi Reflexión sólo a Margaret Thatcher, pues si bien es cierto que ha sido – o es mi opinión – la mayor estadista que ha dado el Reino Unido, con el permiso de Winston Churchill, no es menos meritorio el papel desempeñado por nuestra manchega más insigne, nuestra “Violetera”, ya eterna fumadora a la espera de ese galán, también apagó el brillo de sus ojos ayer. He de reconocer que me he sentido fascinada por todos aquellos caracteres femeninos que se han tildado de “fuertes”, y aunque la lista podría ser interminable, a vuela pluma, se me ocurren algunos ejemplos: Hipathia, Isabel de Castilla, María de Escocia, Ana de Mendoza Princesa de Éboli, Isak Dinesen, Katherine Hepburn, la propia Margaret Thatcher… Todas ellas, por extensión, podrían ser detentadoras, por derecho propio, de la épica frase que Ronald Reagan dedicara a la Dama de Hierro: “es el mejor HOMBRE de Europa”, todas ellas han sido líderes de hombres en un mundo hecho por y para hombres y así se ha escrito en las páginas de la Historia.

España llora, amargamente, a una coupletista. El Reino Unido, lo hace a una patriota. Se han ido las dos. La hija del hortelano manchego y la del tendero del condado de Lincoln.

Una triunfó en el celuloide, la otra en la Política, pues justo es reconocerle que tras Churchill, ya sólo existió ELLA: la Dama de Hierro.

Las dos caras de la feminidad: la belleza por excelencia y la inteligencia implacable más aguda, María Antonia y Margaret, la primera nacida en la tierra de El Quijote y de Almodóvar, la segunda en la de Shakespeare y los Corsarios. Decidieron irse el mismo día, supongo que a modo de una casual y caprichosa tanatognomónica sinergia, pues una destacaba en lo que no lo hacía la otra, siendo antagónicas me pregunto qué tipo de mujer habría sido aquella que personificara lo más característico de cada una: la bella entre las más bellas dotada de una capacidad intelectual inaudita, estratega y visionaria, de fuerte carácter cincelado a golpe de autodisciplina. Se han ido juntas, puede que, en esa fusión energética hayan pasado a convertirse en una sola esencia o puede que no, pero ahora eso ya no importa.

Thatcher, la Estadista de férreas convicciones y resuelta valentía. Antieuropea, dijeron, visionaria, habrá de reconocérsele hoy. Pues efectivamente con esa aguda inteligencia que la ha caracterizado a lo largo de toda su vida, fue capaz de vaticinar con una claridad pasmosa el descalabro generalizado que nos ha traído la “Unidad”.

Sara Montiel, la superlativa Saritísima, independiente y transgresora hasta los límites del histrionismo, capaz de todo, incluso de reírse de si misma. 

Margaret llevó a los británicos a recuperar el orgullo de serlo, tras el puñetazo dado, en 1.982, sobre la mesa que restituyó las Malvinas a la soberanía que, ella creía, pertenecían: Argentina perdió Las Malvinas y su dignidad, pero el Reino Unido recuperó sus Falkland Islands y su patriotismo. Por imperativo férreo, no hubo más. Me pregunto qué habría pasado si hoy, la Dama de Hierro, no sólo no hubiera fallecido, si no, si sus capacidades mentales no hubiesen sido mordidas por la cruel demencia ¿se habría hecho preciso poner a la recauchutada Cristina Fernández de Kirchner en su sitio tras los recientes acontecimientos, o es que ni tan siquiera hubiera osado, la argentina, sacar las pezuñitas del tiesto?, apuesto por esto último, Mrs. Thatcher era mucha Thatcher, incluso para la siliconosa dirigente ché.

Sara, insignia nacional, vivió como quiso: a su especial modo, el Saritísimo, amante impenitente y vividora en esencia, siempre hizo, pues no podía haber sido de otro modo, lo que le dio su real, su realísima, gana. Para eso era ella: Sara, Doña Sara Montiel, Saritísima. De dos bocados, sin estropearse si quiera el carmín, se comió Hollywood, desarmando a su paso a los aguerridos vaqueros del Oeste que cayeron a sus pies, rendidos, heridos de amor por la cautivadora sonrisa de la española. Cuentan que, incluso, llegó a enamorar al mismísimo James Dean. A ver quien supera eso, señoras: meterse en el bolsillo al chico malo, al rebelde sin causa… Al guapo entre todos los guapos para luego despacharlo con una irónica sonrisa, eso sólo podía hacerlo ella, Sara Montiel.

Se han ido dos grandes. Cada una en lo suyo, cada una, estoy convencida, amada y odiada a partes iguales. Siempre envidiadas, siempre anheladas. La nuestra por detentar la codiciada y útil belleza; la británica por ser la dueña y señora de una, no menos útil, inteligencia inaudita, de las que sólo pueden darse una o dos en cada generación. Grandes las dos, a no poder serlo más. 

Hoy se ha forjado un nuevo mito que pasará a engrosar la especial idiosincrasia de pueblos culturalmente muy distintos que, y ya para siempre jamás, presumirán de tener un trocito más de la Historia de la Humanidad entre sus ilustres hijos.

Estoy terminando de escribir y justo en este momento acabo de enterarme del fallecimiento del HUMANISTA D. José Luis Sampedro. Descanse él, también, en paz, abrigado por la calidez de otra sonrisa: La Sonrisa Etrusca…

¿Será capricho del destino o simple casualidad?.

“Cada persona forja, a su muy personal modo, su propia GRANDEZA. Los enanos permanecerán siendo enanos aún cuando se suban a Los Alpes…”
(August Von Kotzebue)

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