Es curioso como el
recuerdo de algunas de nuestras vivencias infantiles, nos asalta en algún
momento de la edad adulta, sólo para rememorarnos una antigua lección aprendida,
a modo de advertencia. Debe ser, como siempre, el recurso inconsciente a la
omnipresente “asociación de ideas” en la mente humana. Si hoy, a mis casi
cuarenta años, algo tengo claro es que vivimos en un mundo de depredadores y
que jamás debemos intentar relacionar a los lobos con las ovejas o… a los peces
con las tortugas… Pero de la misma manera, todos, en algún momento, cometemos
actos que son tan loables como reprobables o simplemente, idiotas.
No sé por qué extraño motivo hoy no puedo apartar mis
ojos del estanque. El estanque ha estado ahí años, siglos quizás, pero hoy
desprende un destello argenta, irisado y escamado sobre su superficie,
impidiendo que pueda dejar de mirarlo.
Media docena de nenúfares se deslizan sin prisa, al
socaire de la leve brisa que los empuja en diversas direcciones según su
caprichoso antojo, rasgando la superficie con una estela apenas perceptible
bajo la cuál los peces naranjas permanecen, sin inmutarse, abriendo y cerrando
la boca, “ese acto reflejo es el resorte que acciona el opérculo a través del
cuál pasará el agua cristalina de la que tomarán el oxígeno preciso para seguir
viviendo”, recuerdo que me explicaron. He intentado contarlos pero es
imposible, justo cuando voy a finalizar, es cuando alguno se mueve provocando,
a su vez, una huida en desbandada de los que tiene más próximos para volver a
detenerse poco después, como esperando que empiece, nuevamente, el recuento.
Son curiosos los peces.
El crepúsculo de la tarde ha traído un leve descenso de
la temperatura, aún así, permanezco sentada en este banco de piedra blanca,
expectante ante la puesta de sol que va tornado la tonalidad del cielo naranja
al malva, como una acuarela atornasolada donde no se pueden distinguir los
límites entre la gama de colores que se diluyen entre sí. Huele a humedad, a
hiedra y a atardecer. Es algo extraordinario cómo en las zonas de vegetación
puede percibirse un olor característico tanto al amanecer como a las
postrimerías de cada día. Respiro profundo como queriendo aprehender ese aroma
y dejarlo impreso en mi memoria, un recuerdo olfativo indeleble que me ha
acompañado desde mi infancia. Empiezan también a desprender ya su olor, a
lentos y perezosos bostezos, las plantas que pueblan el parterre del estanque,
los dondiegos de noche rivalizan con los jazmines envolviendo con su presencia
la atmósfera que es tan límpida como la que deja la tormenta en verano.
Me concentro en el silencio, un silencio que a penas si
se ve perturbado por el rítmico sonido del agua brotando incesante. Más allá,
tras la verja de hierro, alguna chicharra resquebraja, de vez en cuando, el
sosegado atardecer que continúa su senda hacia la noche. Intento retrotraerme a
otra época, aquella en la que este estanque era el escenario de juegos
infantiles en el que chapoteábamos y nos salpicábamos alegremente con el agua
que siempre ha estado allí. Brotando en un ritmo incesante, naciendo para
volver a nacer poco después, regalando vida a los seres que abriga en su
interior.
No sé por qué he recordado a Aristóteles. Aristóteles era
de un intenso color amarillo brillante, un pez cometa que me regalaron en mi
quinto cumpleaños y que saqué de la pequeña pecera en la que venía para darle
su libertad dentro de aquél estanque que por entonces, se me antojaba mucho más
grande. Creo que fue uno de mis primeros “mejores amigos” y si intentara
descubrir la razón de su nombre supongo que tendría que remontarme a aquellas
largas charlas que mantenía con mi abuelo, durante las meriendas en el jardín,
cuando le planteaba todos los interrogantes que me suscitaba la realidad
–desconocida y enigmática – que me rodeaba.
Recuerdo cómo cada tarde hablaba con mi pez, intentando
que se integrara en el grupo de los otros peces felices que nadaban engreídos a
su alrededor sin apenas dirigirle una mirada. Nunca lo conseguí. Aristóteles
era un pez solitario, le gustaba nadar en su propio espacio y nunca llegó a
relacionarse con los demás. Creo que pasaba la mayor parte de su tiempo
pensando en sus cosas o, simplemente, no le apetecía pertenecer a ningún grupo.
Siempre he tenido el convencimiento de que Aristóteles fue el único en su
especie al que jamás se hubiera podido considerar gregario. Aristóteles era
así: jamás escuchaba a nadie, siempre hacía lo que le daba su real y soberana
gana, pero nunca estuvo triste o, al menos, yo no lo recuerdo triste.
Sólo sé que una tarde, cuando fui a mi habitual visita no
lo encontré, lo estuve buscando por cada uno de los rincones e, incluso,
levanté los nenúfares para ver si se había escondido debajo por estar enfadado
o enfermo, pero no dí con él. Le pregunté a los demás, que, maleducados y
remilgados como siempre fueron, tampoco me dieron ninguna respuesta,
limitándose a nadar calmosamente sin contestarme. Estuve toda la tarde sentada
en este mismo banco de piedra blanca intentando pensar como un pez, intentado
descubrir dónde habría ido yo si fuera Aristóteles, mi pez cometa de color
amarillo brillante. Andaba yo tan concentrada en aquellos menesteres que al
principio no reparé en su presencia. Manola acaba de irrumpir con ese silente y
calmo paso, parsimonioso y ahora me parece también que siniestro, que la llevó
a detenerse en el borde del estanque momentos antes.
-
“Hola, Manola… no encuentro a Aristóteles, estoy intentando imaginar donde
puede haber ido, luego hablo contigo”.
Me miró con sus ojos saltones de soslayo, limitándose a abrir
la boca un par de veces antes de darme la espalda y fijar su mirada en el
estanque con total y absoluta indiferencia. “Que tortuga más estúpida, se
molesta porque hoy no le hago caso pero es que Aristóteles se ha perdido”,
me dije.
Tras permanecer algunos minutos más sin conseguir
imaginarme el paradero de mi pez cometa, asistí horrorizada al inopinado lanzamiento
de Manola al estanque donde poco después se apoderó de un pequeño pez al que intentó
devorar ante mi paralizado rostro. En un segundo y casi sin pensarlo sumergí la
mano en el agua, con la esperanza de hacer desistir a Manola de semejante atrocidad,
el ligero contacto con la piel viscosa y escurridiza del galápago hizo que
soltara a su víctima que aturdida salió disparada a gran velocidad, intenté
capturar a aquella tortuga asesina, pues fui entonces consciente del destino
que había seguido, con toda probabilidad, mi Aristóteles, pero fue más rápida y
se escabulló entre los rosales a un paso tan raudo como jamás lo había
presenciado antes.
Ese día, tras llorar amargamente la pérdida de mi pez,
resolví que había que hacerle justicia, debía detener a la asesina y someterla
a juicio, si salía culpable – como era de esperar -, tendría que imponerle una
pena, pero ¿cuál era el castigo más oportuno para una tortuga gigante asesina
de peces?...
Aún hoy sigo preguntándomelo, igual que el motivo que
empujó a Manola a comerse a Aristóteles. Nunca volví a verla, pasó a
convertirse en la prófuga del jardín y sigue teniendo una condena pendiente de
cumplir. Desde entonces, recelo de las tortugas, aunque sé que no se debe
generalizar, ni hacer, tampoco, pagar a justos por pecadores, pero aquella
maldita tortuga, parapetada en su rugoso caparazón, acabó con mi amigo
Aristóteles y sigo esperando, desde entonces, una explicación.
Lo que me hace recordar ahora la frase de Charles
Manson, el famoso, aunque pequeño – pues apenas si medía 1’57 cm-, asesino
estadounidense quien declaró:
“Mírame con desprecio, verás un idiota.
Mírame con
admiración y verás a tu señor…
Pero mírame con atención y te verás a ti mismo”
Supongo que Manola hizo – desde su naturaleza
animal – lo que era previsible, por usual, que hiciera. Supongo, del mismo
modo, que todos llevamos un idiota, un señor y un asesino en nuestro interior,
incluso Manola, aquél vil galápago que me hizo sentir, por primera vez, la pérdida
de un ser amado y cuyo crimen siempre quedó impune.