Creo que desde hace ya algunos años, hemos perdido el Espíritu de la Navidad. Ese halo, que yo
siempre me he imaginado de un fulgente dorado y rojo, que debe envolvernos en estas Fechas
como el cálido abrigo de un edredón de pluma de oca bajo el cuál soñar. Soñar y
soñar. Soñar con una realidad y un mundo mejor, soñar con valores y conceptos
olvidados como paz, amor, prosperidad, solidaridad… Soñar. Simplemente soñar.
Aunque pensaba que había perdido mi fe en el ser humano, mi esperanza en la
magia de la limpieza de corazón, me he venido resistiendo a omitir la Navidad. La Navidad, ¿qué es la Navidad?. Para mí la
ilusión de contribuir a hacer de este mundo, un espacio vital mejor que legar a
esas generaciones futuras. Para mí la Navidad es ver el mundo a través de los ojos de
un niño.
Hace frío, un frío de invierno.
Desagradable y rugiente. Estoy en casa y he subido la persiana del salón para permitir que entre la tenue luz grisácea del final de este día, nublado y lluvioso, que recibe
a la Navidad.
Navidad, ya es Navidad…
Bebo despacio en la taza, de un
intenso color rojo y verde sobre los que se dibujan las siluetas de trineos y
abetos, chocolate caliente, lo paladeo entornando los ojos, desprende ese
cálido aroma dulzón del cacao y la hierbabuena a cuya habitual presencia, desde mi
última visita a Marruecos, no renuncio.
Observo la estancia, apacible y
confortable, de mi salón. Poblada de velas y otros adornos propios de esta
época del año. Me pregunto por qué nos invade cierta nostalgia cuando, de manera
mecánica, sacamos el árbol, las cintas, las bolas, las molduras y las estrellas doradas y
nos disponemos a colocarlos en un sitio preferente en nuestro hogar… Extraña paradoja ésta.
Me envuelvo bien en la manta escocesa
y me recuesto sobre el sofá sin poder apartar los ojos de ese árbol textil de
diseño, de un irisado blanco roto, del que, con exquisito primor, cuelgan las
bolas de áurea cuerda y arpillera brillante bajo el que ya se van amontonando paquetes
envueltos.
Es Navidad. Ya, es Navidad…
Me pregunto qué hace distinta esta
tarde de invierno de cualquier otra. No lo sé, aunque me invade una alegría
inusual, carente de todo motivo que pudiera justificarla. Miro hacia la
ventana, el cristal se encuentra poblado de minúsculas gotas de lluvia que
distorsionan ligeramente la imagen, enmarcada, de una calle apenas iluminada
pese a ser Navidad. Recuerdo lejanas Navidades cuando la sensación de felicidad
más absoluta se contagiaba, la gente solía desearse con amplias sonrisas
“Felices Fiestas” a su paso, acelerado, por las calles mientras ultimaban las compras.
Se oían villancicos y las luces abigarraban los escaparates y la ciudad. Todo era distinto,
muy distinto, a como es hoy.
Entonces era Navidad…
Es cierto que la situación no invita,
prudentemente, al optimismo y que todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido
esta nefasta y generalizada situación que nos aqueja, pero es Navidad – pienso
y sonrío – y ésta una muy especial para mí. Mi familia se ha visto incrementada
con un nuevo miembro: la pequeña Victoria. Imagino cómo será cuando hayan
pasado algunos años y se haya convertido en adolescente, que rasgos físicos la
distinguirán y qué carácter tendrá, pienso también en qué voy a contarle sobre la Navidad y decido que, con
independencia de todas y cada una de las contrariedades que conforman la vida,
debe ser una fecha especial en la que la magia, la alegría, la familia y la
solidaridad no deben ausentarse jamás. Al menos a mí, así me lo enseñaron y es lo
que, sin duda, estoy obligada a transmitir.
Al mirar las fotografías que reposan
sobre el mueble, pienso en ellos, son mis niños: Marta ya con doce años, una
personita más que sensata y razonable, prudente y trabajadora… Álvaro, que
acaba de cumplir los once, un pillín simpático y gracioso, con un corazón de
oro… Laura, mi Laurita que, con ocho años, tiene un carácter rebelde e
inconformista y una mente ágil y rápida que la lleva, con frecuencia, a
ponernos en situaciones comprometidas ante sus comentarios, preguntas y
observaciones, casi siempre acertadas y mordaces. Irene, ¿qué podría decir de
Irene?, la Princesita
risueña, tranquila, generosa y un poco trasto que abandonó su reinado de cuatro
años cuando nació el benjamín: Gonzalo, un bebé de dos, grande y rubio, de
enormes ojos y largas pestañas que adora a su prima Victoria, la pequeña gran
Victoria, que vive por primera vez estas fechas… Su primera Navidad.
Ellos, mis niños y, como ellos, todos
y cada uno de los niños del mundo, se merecen tener un paréntesis anual, días
en los que nada ni nadie pueda arrebatarles la inocencia y la desbordante
alegría de vivir la magia en un mundo donde los mayores se conviertan,
solamente, en mensajeros de los envíos llegados del Lejano Oriente… En
portadores de la realización de sus deseos, en artífices de su ilusión.
Son nuestros niños. Es su momento. Es,
debe ser, NAVIDAD… Y nuestra obligación, contribuir a hacer de ella lo que una vez fue:
una NAVIDAD dorada, con olor a chocolate caliente aderezado con gotas de una lluvia de
ilusión y terrones de magia. Escribir así nuestro personal Cuento de Navidad, narrado
por elfos en calzones a rayas rojas y verdes, que entran a hurtadillas en nuestros hogares cargados de mazapán y de sueños
que se hacen realidad sobre un trineo que surca la noche estrellada tirado por renos. Divisar a lo lejos las figuras de tres camellos que se aproximan con su pesada carga...
Todo es posible. Es Navidad…
“Navidad es honrar ese sentimiento de amor y magia en el corazón
y conservarlo durante el resto del año. Eso es la Navidad”.
(Charles Dickens)