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lunes, 23 de diciembre de 2013

Chocolate caliente, velas doradas y gotas de lluvia sobre el cristal.




Creo que desde hace ya algunos años, hemos perdido el Espíritu de la Navidad. Ese halo, que yo siempre me he imaginado de un fulgente dorado y rojo, que debe envolvernos en estas Fechas como el cálido abrigo de un edredón de pluma de oca bajo el cuál soñar. Soñar y soñar. Soñar con una realidad y un mundo mejor, soñar con valores y conceptos olvidados como paz, amor, prosperidad, solidaridad… Soñar. Simplemente soñar.

Aunque pensaba que había perdido mi fe en el ser humano, mi esperanza en la magia de la limpieza de corazón, me he venido resistiendo a omitir la Navidad. La Navidad, ¿qué es la Navidad?. Para mí la ilusión de contribuir a hacer de este mundo, un espacio vital mejor que legar a esas generaciones futuras. Para mí la Navidad es ver el mundo a través de los ojos de un niño.

Hace frío, un frío de invierno. Desagradable y rugiente. Estoy en casa y he subido la persiana del salón para permitir que entre la tenue luz grisácea del final de este día, nublado y lluvioso, que recibe a la Navidad.
Navidad, ya es Navidad…

Bebo despacio en la taza, de un intenso color rojo y verde sobre los que se dibujan las siluetas de trineos y abetos, chocolate caliente, lo paladeo entornando los ojos, desprende ese cálido aroma dulzón del cacao y la hierbabuena a cuya habitual presencia, desde mi última visita a Marruecos, no renuncio.

Observo la estancia, apacible y confortable, de mi salón. Poblada de velas y otros adornos propios de esta época del año. Me pregunto por qué nos invade cierta nostalgia cuando, de manera mecánica, sacamos el árbol, las cintas, las bolas, las molduras y las estrellas doradas y nos disponemos a colocarlos en un sitio preferente en nuestro hogar… Extraña paradoja ésta.

Me envuelvo bien en la manta escocesa y me recuesto sobre el sofá sin poder apartar los ojos de ese árbol textil de diseño, de un irisado blanco roto, del que, con exquisito primor, cuelgan las bolas de áurea cuerda y arpillera brillante bajo el que ya se van amontonando paquetes envueltos.
Es Navidad. Ya, es Navidad…

Me pregunto qué hace distinta esta tarde de invierno de cualquier otra. No lo sé, aunque me invade una alegría inusual, carente de todo motivo que pudiera justificarla. Miro hacia la ventana, el cristal se encuentra poblado de minúsculas gotas de lluvia que distorsionan ligeramente la imagen, enmarcada, de una calle apenas iluminada pese a ser Navidad. Recuerdo lejanas Navidades cuando la sensación de felicidad más absoluta se contagiaba, la gente solía desearse con amplias sonrisas “Felices Fiestas” a su paso, acelerado, por las calles mientras ultimaban las compras. Se oían villancicos y las luces abigarraban los escaparates y la ciudad. Todo era distinto, muy distinto, a como es hoy.
Entonces era Navidad…

Es cierto que la situación no invita, prudentemente, al optimismo y que todos, en mayor o menor medida, hemos sufrido esta nefasta y generalizada situación que nos aqueja, pero es Navidad – pienso y sonrío – y ésta una muy especial para mí. Mi familia se ha visto incrementada con un nuevo miembro: la pequeña Victoria. Imagino cómo será cuando hayan pasado algunos años y se haya convertido en adolescente, que rasgos físicos la distinguirán y qué carácter tendrá, pienso también en qué voy a contarle sobre la Navidad y decido que, con independencia de todas y cada una de las contrariedades que conforman la vida, debe ser una fecha especial en la que la magia, la alegría, la familia y la solidaridad no deben ausentarse jamás. Al menos a mí, así me lo enseñaron y es lo que, sin duda, estoy obligada a transmitir.

Al mirar las fotografías que reposan sobre el mueble, pienso en ellos, son mis niños: Marta ya con doce años, una personita más que sensata y razonable, prudente y trabajadora… Álvaro, que acaba de cumplir los once, un pillín simpático y gracioso, con un corazón de oro… Laura, mi Laurita que, con ocho años, tiene un carácter rebelde e inconformista y una mente ágil y rápida que la lleva, con frecuencia, a ponernos en situaciones comprometidas ante sus comentarios, preguntas y observaciones, casi siempre acertadas y mordaces. Irene, ¿qué podría decir de Irene?, la Princesita risueña, tranquila, generosa y un poco trasto que abandonó su reinado de cuatro años cuando nació el benjamín: Gonzalo, un bebé de dos, grande y rubio, de enormes ojos y largas pestañas que adora a su prima Victoria, la pequeña gran Victoria, que vive por primera vez estas fechas… Su primera Navidad.

Ellos, mis niños y, como ellos, todos y cada uno de los niños del mundo, se merecen tener un paréntesis anual, días en los que nada ni nadie pueda arrebatarles la inocencia y la desbordante alegría de vivir la magia en un mundo donde los mayores se conviertan, solamente, en mensajeros de los envíos llegados del Lejano Oriente… En portadores de la realización de sus deseos, en artífices de su ilusión.

Son nuestros niños. Es su momento. Es, debe ser, NAVIDAD… Y nuestra obligación, contribuir a hacer de ella lo que una vez fue: una NAVIDAD dorada, con olor a chocolate caliente aderezado con gotas de una lluvia de ilusión y terrones de magia. Escribir así nuestro personal Cuento de Navidad, narrado por elfos en calzones a rayas rojas y verdes, que entran a hurtadillas en nuestros hogares cargados de mazapán y de sueños que se hacen realidad sobre un trineo que surca la noche estrellada tirado por renos. Divisar a lo lejos las figuras de tres camellos que se aproximan con su pesada carga...

Todo es posible. Es Navidad…


“Navidad es honrar ese sentimiento de amor y magia en el corazón
y conservarlo durante el resto del año. Eso es la Navidad”.
(Charles Dickens)




viernes, 20 de diciembre de 2013

La zapatilla raída bajo el visón.



Si hay algo que, en estas entrañables fechas, me encanta, es el hecho de poder compartir con amigos a los que, debido a las obligaciones y compromisos profesionales y/o familiares durante el resto del año, no tienes la suerte de ver con frecuencia y de cuya compañía disfrutar. En estos días, en cambio, no caben excusas ni postergaciones que eludan el inmenso placer de sentarte a compartir mesa, mantel y Gin Tonics de amena tertulia: es Navidad y se celebra como más nos gusta hacerlo a los españoles.

Ayer tuve la gran suerte de compartir esos momentos con dos buenos amigos y, sin embargo, Compañeros, disfrutando de una más que agradable velada, regada con un buen Ribera y una gran dosis de ocurrente ironía y diversión.  El postre fueron las risas y no faltó, tampoco, la perversa broma durante el aperitivo.

Al final, una vez más, tengo que concluir diciendo y con ello parafraseo a mi distinguido Colega que, en todas las facetas de la vida, existe esa “buena yunta”: que no es sino la de “Dios los crea, ellos se juntan”…


Es inevitable que cuando en una reunión, coinciden – ya sea voluntaria, como fue el caso, ya sea involuntariamente – dos o más colegas, se termine hablando de lo que debería estar prohibido – e, incluso, penado con prisión – como es hablar, durante los momentos de asueto y divertimento, de TRABAJO. Ello conlleva, necesariamente, compartir e intercambiar observaciones, anécdotas e impresiones, no sólo ya de tu profesión, sino de otras personas que a lo mismo se dedican o, eso dicen o pretenden y con las que has tenido una mala experiencia.

Nos encontrábamos, plácidamente, degustando en buena compañía las viandas propias de cualquier mediodía cuando,  sin pretenderlo, la conversación derivó hacia lo que vengo denominando “comportamientos bipolares”, por no llamarlos de un modo que pudiera resultar menos encomiástico, que, en el ejercicio de ésta mi profesión, abundan, desconozco, no obstante, si en mayor grado que en cualquier otra, pero como es con la que me encuentro más familiarizada, me lo parece a mí, de ahí la rotundidad de la afirmación. Finalmente, convinimos en que es algo que por naturaleza, y sin necesidad por ello de mayor demostración empírica, los semejantes suelen agruparse de manera gregaria entre sí, estableciéndose los distingos y clasificaciones derivadas de los rasgos homólogos que presentan, tendiendo a identificarse de forma mimética o por natural tendencia, pero obteniendo siempre, en uno y otro caso, idéntico resultado. Algo así como “las peras, con las peras… y las manzanas, con las manzanas, sin que quepa la unión entre una pera con una manzana” (como en su día Ana Botella – “a relaxing cup of café con leche in the Plaza Mayor”- dixit), de modo que, existe la inclinación a relacionarnos con quienes nos sentimos identificados, normal e invariablemente, en cuanto a antecedentes educacionales, y esto, a la vista está, es inevitable, no encontrando comodidad fuera de lo que consideramos nuestro “normal proceder” o “habitat”, ni persiguiendo tampoco, en modo alguno, nuestra integración en una comunidad con la que no sentimos afinidad o similitud.

Parece que el hecho de dedicarse al mundo jurídico, ya sea en calidad de Abogado en ejercicio o en la de Procurador de los Tribunales, otorga un “status” superior, desconozco, no obstante, la identidad del imbécil que así lo instauró pues nada más lejos de la realidad. Tras la narración de algunos episodios, no exentos de maliciosos comentarios, tengo que admitir, por mi parte, los presentes en tan apacible reunión acordamos que es fácil identificar al impostor, mi sabio y prudente Compañero hablaba de “rascar apenas en la superficie – del maquillaje -, para toparse con la verdadera piel” y por mucha toga, mucha sabiduría que, generosamente, se le presuma al sujeto en cuestión, no deja de ser lo que es, no puede, así, dejar de serlo. Situación ésta, que se ve preocupantemente agravada cuando, además, al ínclito le adornan aderezos tales como la soberbia, la petulancia o el engreimiento, vana y absurdamente sustentados en marcas de lujo – casi siempre imitadas – o refinados gustos o aficiones que, en realidad, no son tales y a la vista queda la exigüidad de los mismos cuando “rascas en la superficie” y descubres la mentecatez que se esconde debajo, al tener un hosco y somero conocimiento sobre los pretendidos entretenimientos e inclinaciones que se postulan como reales, nociones más que limitadas a lo que “buenamente se ha escuchado” en alguna ocasión, causando entonces profunda admiración en quien intenta luego hacerlos suyos para repetirlos, casi siempre, fuera de lugar y adoleciendo, en su discurso, de garrafales imprecisiones, con la pretensión de obnubilar al oyente y convertirse así en objeto de tan ansiada veneración, cuando el efecto, en la mayoría de las ocasiones, es el opuesto: caer en el más estruendoso de todos los ridículos. Se me ocurren múltiples ejemplos que no enumeraré, sin embargo, para no herir sensibilidades, pues me consta que, muy a su pesar y aunque no lo reconozca, hay quien me lee con cierta avidez, pese a erigirse en paladín de mis más férreos detractores y a quien, nuevamente, agradezco su visceral odio y rencor por constituir, como ya he dicho en alguna ocasión, fuente inagotable de mi inspiración y, su persona, el mejor exponente de lo que hoy describo en mi Reflexión.

Para mi buen amigo, a quien felicito por su perspicacia en el análisis del comportamiento humano, es “rascar en la superficie” para mí, simplemente, “ver como asoma la zapatilla raída, por debajo del visón” y quien la lleva, la entiende ¿o no?.




“Más vale tener la boca cerrada y parecer idiota
que abrirla y despejar toda duda”.
(Mark Twain)

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El comentario ignorado. Yo, caracol.






A veces, quizás con más frecuencia de la deseable, suelo omitir toda respuesta a determinados comentarios o comportamientos que, concediendo a quien los realiza, el beneficio de la duda de gozar de una mente que pudiéramos calificar, en términos generales, como “sana”, generosamente habrán de considerarse “desafortunados” o simples dislates con origen, cierto y probable, en un “encabronamiento” o, bien, en el efecto postergado de algún efluvio etílico, razón por la cuál no les dedico ni un solo minuto de mi tiempo. No creo, sinceramente, que lo merezcan cuando además, no voy a negarlo, me da una terrible pereza, que es, quizás, el más contundente de todos los motivos que me impiden abandonar ese placentero estado de “inactividad” ante los mismos, más allá del evidente sonrojo por la vergüenza ajena que me producen o la carcajada, irreprimible, ante tan pedestre comportamiento.

Esto ha implicado, en multitud de ocasiones, cariñosos reproches relativos a por qué no responder y evitar la impresión de “que no me defiendo”, reproches que han obtenido, siempre, una recurrente respuesta: “No merece la pena. Paso”. Y es la verdad más absoluta: Paso. No me produce ningún interés.

Pero hoy, a colación de una conversación, tan interesante como enriquecedora en demasía al recordar un episodio pasado, he estado reflexionando sobre los mismos. Al final, he decidido llamarlos “enfermos descalabros” o “irrisorios dislates de una mente desordenada” que, no obstante y  en modo alguno, van a propiciar que varíe mi reacción frente a ellos, insisto en esta profunda pereza y en cómo la misma se va acuciando con el inevitable transcurso de los años… Y, en el fondo, me encanta por lo que tampoco me esfuerzo por salir de ella.


Cuando alguien publica sus pensamientos, legitima, sin el menor género de duda, a sus lectores a realizar las consideraciones y valoraciones que los mismos les susciten, con total derecho a ello puesto que se les hace expresamente partícipes al no excluir a nadie de su lectura, si bien sería lícito exigir, como única limitación, a sus expresiones: el respeto hacia quien, en el uso de su libertad, decide compartir sus ideas.

No obstante de justicia es, también, reconocer que la zafiedad de algunos les impide dispensar el respeto debido, encontrando en los estólidos fundamentos del insulto o la difamación, el consuelo a su insignificancia y frustración, hecho cierto y sobradamente probado sobre el que huelga realizar cualquier otra conjetura, pues sería tanto como conferirle una importancia de la que, es claro, adolecen, por calificarse a sí mismos a través de sus propias palabras de la manera más fiel y exacta posible. La Humanidad ha sido, es y seguirá siendo así: soez por propia naturaleza.

De este modo, ante determinadas afirmaciones insidiosas, cabría lícitamente responder – por más que en ocasiones mi indiferencia o hastío me aboque a su ignorancia – en similares términos, si bien, serían, los empleados, bastante más refinados y elegantes en la forma, que no digo yo que también en cuanto al fondo, pues supondría descender al nivel de la inmundicia que los provoca. A veces y no lo niego, no podría hacerlo pues sería tanto como negar la evidencia, me ha provocado la más estrepitosa carcajada el hecho de intentar comprender qué mueve a alguien a escupir semejantes idioteces, y sin duda, lo que más me sorprendió fue no detectar, curiosamente, falta de ortografía alguna en esa retahíla de dislates, simples y  burdos, no sólo por faltos de chispa sino de cabida en lo que es el raciocinio más elemental. Divirtiéndome – y lo admito – a costa de la reacción provocada en otras personas que, sin ninguna mesura pero con gran ingenio y justo es reconocerlo, respondieron al temerario(-a) bufón que, escondiéndose tras el pretendido "anonimato", recibió así el escarnio en su íntimo pundonor que no en su rostro cobarde, al haberse encargado de intentar cubrirlo para la generalidad, aunque no para mí, lo que hizo aún más ridícula su postura y por ende, más solazada mi visión de indolente pero, siempre, alborozada espectadora.

Me sorprende constatar cómo después de tanto tiempo se siguen interesando, de modo avieso y malsano e, incluso, envidioso por las vidas que discurren plácidamente, ajenas a esa existencia mediocre, necia, vacía, chabacana e impostada, por infeliz y frustrada… Cómo, tras múltiples intentos, tan fallidos como grotescos, se empecinan en seguir, no ya formando parte de una realidad en la que no tienen cabida, sino en llamar la atención de alguien, quien, insisto, llevada por el hastío o la indiferencia más profunda, no les puede dispensar, siquiera ya, ni el respeto que debieran merecer para darles una respuesta ni, mucho menos aún, interés alguno por cuanto guarde la más ínfima relación con sus invisibles y espasmódicas existencias bipolares.

“Pues sí, la verdad es que me gustaría ser caracol…” he pensado mientras miraba el lento recorrido seguido, macetero arriba, por aquél pequeño ser: “molusco gasterópodo provisto de concha espiral, invertebrado, que se mueve con gran lentitud, alternando contracciones y elongaciones de su cuerpo y produciendo un mucus que facilita su desplazamiento” – escudriñé en mi memoria aquellas lejanas lecciones de Ciencias Naturales -.

A nadie le extraña la pasiva indiferencia de los caracoles hacia el resto de los mortales. Pues va implícito en su propia esencia, por más que esto pueda resultar incomprensible o, incluso, tedioso. Discurriendo su vida, sosegada y felizmente, al margen de la de los demás, y omitiendo legítima y displicentemente, toda respuesta a las reacciones exógenas a su propia concha. Siendo, generalmente, la suya, una presencia ignota que no produce reacción a su alrededor, como justa y valiosa contraprestación a su, ya de por sí, colmada existencia.

Así, he de concluir diciendo que admiro a los caracoles, a su infinita e inadvertida sabiduría y, cada día más, me mimetizo con su proceder.
Yo, caracol.


“La hipocresía (estimada y conocida “anónima”) es el colmo
de todas las  maldades”.
Molière.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Retratos de una pasión bohemia: dos estancias, dos vidas y la Literatura. (El poder del pensamiento libre).



Un sofá claro, de líneas rectas. Una mesa bajita, de ratán y madera de teca, sosteniendo un cenicero y un vaso de whiskey de malta. Unos vaqueros usados hasta el límite del deterioro extremo y una camiseta del revés – para evitar el molesto roce de las costuras interiores y de las etiquetas acrílicas -. Los pies desnudos, desprovistos, como es usual, de las babuchas amarillas que suelo utilizar en casa, cuando no estoy descalza. Me encanta caminar percibiendo el tacto, rugoso y cálido, de la madera.

Horas de anhelada soledad en la mejor compañía: la de los libros. Y aunque, en su día y lo reconozco, fui reacia al uso del libro electrónico, que venía a considerar, entonces, una aberración por suponer la supresión del papel y con ello – creía yo- la cruenta  abolición del deleite de pasar cada una de las hojas impresas, aspirando ese peculiar aroma que desprende la tinta, al  beber con fruición las historias contenidas en cada ejemplar, escuchando el suave y rítmico crujido de las guardas, hoy, tengo que admitirlo, soy su mayor defensora.


Es un sábado por la tarde, como cualquier otro. Me encuentro plácidamente tumbada en el sofá de mi casa, leyendo en el e-reader. El silencio reinante lo acaricia la aterciopelada voz de María Callas que interpreta el aria Casta Diva de V. Bellini. La estancia se encuentra en esa semipenumbra que tanto me agrada, rota, en algunos puntos, por las múltiples velas que, en lugares estratégicos, proyectan tenues halos de luminosidad que atraviesan las sombras. Sobre la mesa, diseminados sin ningún orden, otros C.D.’s aguardando su introducción en el reproductor, un paquete de Camel y los restos de whiskey en un vaso labrado en cristal grueso. La luz led de la BlackBerry parpadea, avisando de la silente recepción de algún WhatsApp. Levanto la vista de aquellas líneas que, hasta hace un segundo, me tenían absorta en otra realidad distinta, aquella que nació en la mente de su autora para vivir luego en la de los lectores, transmitiéndose en su errático devenir con diferentes interpretaciones y rostros de los personajes que sólo presentan determinadas facciones, únicas, para cada uno de quienes les ofrecen vivir en su pensamiento, confiriéndoles así el perpetuo poder de una inmortalidad nómada.

Intento imaginarme la sublime delectación de aquellas horas a solas, en alguna habitación de la planta superior de una casa de campo ubicada en el Condado de Sussex, próxima al río Ouse. Desde cuya ventana, probablemente, se tuvieran las más bellas vistas de la campiña inglesa. La chimenea devora dos grandes troncos mientras una mujer de extrema delgadez se afana en su trabajo: un elegante tintero de plata nutre su pluma que se desliza con ágil rapidez sobre unos pliegos que, poco a poco, van perdiendo su nívea virginidad, albergando los renglones, trazados con movimientos casi espasmódicos pero firmes. No ha advertido, aún, mi presencia y decido no interrumpirla, observo sus rasgos desde el perfil izquierdo que se recorta sobre la ventana que enmarca un atardecer de invierno inflamado en tonos violáceos. A pesar de que la atmósfera es cálida, se cuela el leve aroma de la tierra mojada, matizando el de las flores frescas del jarrón de cristal que refleja las crepitantes llamas naranjas. Huele a madera y a tabaco. No me atrevo, si quiera, a moverme para no perturbar su concentración, pero creo que ella acaba de ser consciente de que alguien la observa, levanta la vista del papel y la dirige directamente hacia donde me encuentro, clava su mirada en la mía y sonrío pero parece no reparar en mí, pues vuelve a introducir la pluma en el tintero y continúa escribiendo de un modo que me atrevería a calificar de frenético.

Se oyen unos pasos al otro lado de la puerta y una voz masculina que se aclara la garganta antes de preguntar, al tiempo que da unos tímidos golpecitos, de modo medroso y titubeante:

-          “Hi, darling, you ok?. You’ve been there for hours, take a rest. You should eat something”.

-          “Yes, dear, I’m fine, just trying to do some work… - contesta la mujer, con total apatía y en evidente tono cansino, elevando los ojos al techo -. I don’t need a rest by the moment. Don’t worry about me, please. Maybe later, I’m totally right. Thank you hun”.

Supongo que le molestan las interrupciones, no imagina cuanto la puedo entender, a mí me ocurre igual cuando estoy concentrada en algo. La oigo resoplar contrariada y mascullar, entre dientes, algo que me resulta inaudible desde el lugar en el que aún permanezco. Deja caer la pluma y recuesta la frente sobre la mesa, sin duda es el efecto natural que ha provocado esa inoportuna preocupación de quien, supongo, debe ser su esposo. Se levanta y pasea inquieta por la habitación, enciende un cigarrillo y se detiene delante de la chimenea, clavando sus ojos en el fuego mientras parece hablar para sí misma en un imperceptible murmullo.
Gira, repentinamente, sobre sus talones y vuelve hacia la mesa de donde coge las hojas sueltas que ha dejado esparcidas y sin ningún orden aparente, las ojea un momento tras el cuál las arruga de modo exasperado y las arroja al interior de la chimenea, para salir, a continuación, dando un sonoro portazo. He tenido que apartarme para no ser arrollada a su vigoroso paso.

A pesar de mi rápida reacción, la mayor parte del papel ya ha resultado consumida cuando con cuidado lo extraigo, liberándolo de las llamas, aún así, se leen con claridad las palabras escritas con una letra picuda y ligeramente inclinada hacia la izquierda:

“Three years is a long time to leave a letter unanswered, and your letter has been lying without an answer even longer than that. I had hoped that it would answer itself, or that other people would answer it for me. But there it is with its question — How in your opinion are we to prevent war? — still unanswered.
It is true that many answers have suggested themselves, … (…)…”

Acabo de reconocer en esos renglones, sin el menor género de dudas, el inicio del maravilloso libro “Tres Guineas”, aquella mordaz radiografía de la realidad social vivida por Virginia Wolf que plasmara en 1.938 como respuesta a la pregunta que, en una misiva, le era formulada. Reflexiono, sin deshacerme de los pliegos dañados que aún sostengo, sobre el contenido de aquella obra que sólo puede resumirse como el lúcido recorrido de una inteligencia brillante por la época, equivocada, en la que le tocó vivir, abogando por el servicio incondicional del intelecto a la libertad y a la igualdad. No encuentro respuesta a mi interrogante de cómo se puede tachar de enferma o desordenada una mente que es capaz de tener tan preclara visión. Sonrío mirando la puerta cerrada por la que Virginia acaba de irse, me pregunto si no tuvo lugar la mayor de todas sus liberaciones aquél frío día en el que se sumergió en las aguas del río Ouse buscando en ellas, quizás, el reposo a las inquietudes y profunda desazón generadas por el comportamiento, zafio y rudimentario por convencional, de sus semejantes.

“Authority has every reason to fear the skeptic,
 for authority can rarely survive in the face of doubt”
(Vitta Sackville-West).


martes, 19 de noviembre de 2013

Rosa cielo, azul piedra. Corazones de tiza.



  

Fue a la vuelta de un viaje cuando me sorprendió, en la carretera de La Mancha,  el atardecer de un gélido día de invierno. El cielo lucía un color rosáceo, de un tono tan intenso que sólo es posible apreciar en las frías tardes en las que el ocaso tiñe con esa peculiar tonalidad el firmamento, justo en el preciso instante que antecede a la caída de la oscuridad más profunda.

Iba mirando distraída por la ventanilla, embelesada en el espectáculo cromático que tenía lugar sobre las ruinas de una fortaleza militar medieval, situada en un montículo de aquella extensa llanura, cuando me vino a la memoria, – no sé por qué - en aquél momento el recuerdo, claro y vívido, de una pizarra de color verde oscuro, cuyo margen superior, a modo de zócalo, se encontraba dividido por un cuadrícula de líneas rojas sobre la que se articulaban en hilera, alternándose en su representación de mayúsculas y minúsculas, cada una de las letras del abecedario. Recordé con total nitidez la caja, de un brillante y achalorado color amarillo, que contenía las tizas de colores…

Debió ser durante una de aquellas tediosas convalecencias infantiles de alguno de esos ataques agudos de amigdalitis que te mantienen tres días en cama, con una fiebre alta y tres días, luego, fuera de ella: aburrida y deambulando por cada habitación con total hastío y un profundo sentimiento de frustrado aburrimiento, derramando zumo de naranja sobre las alfombras o saltando en el sofá, pero sin poder ir al Colegio, por temor al contagio de tus condiscípulos, cuando alguien me la regaló durante su visita. Pude incluso, desde algún recóndito lugar de mi memoria olfativa, rememorar el peculiar aroma de la tiza, aspirándolo hasta provocarme un ligero e irritativo picor en la nariz mientras escuchaba el chirriar del yeso sobre la superficie plana al tiempo que los trazos iban tomando forma. Me trasporté a aquella época, en la que pasaba, en pijama y zapatillas de paño de Tarta de Fresa, los tediosos días de mejoría, huyendo en vano por los pasillos de las medicinas, en sobrecitos de granulado para suspensión oral de sabores imposibles, y del termómetro. Reviví, de nuevo, las horas que llenaron de imaginación y divertimento infantil aquél cuarto de juegos en el que se amontonaban los juguetes pero en el que, inopinadamente, pasó a tener un indiscutible protagonismo la pizarra verde.

Supongo que acababa de descubrir, en aquella época de mi vida, las apasionantes aventuras del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda porque si había un dibujo, recurrente en la pizarra verde, era el de un castillo medieval, con troneras y estandartes, de un estridente azul cobalto – que, por aquél entonces, yo debía asemejar con el color de los bloques de piedra, dentro del limitado abanico de coloristas posibilidades que ofrecía la caja amarilla de tizas -, con una dama que caía rendida ante su príncipe, quien la había rescatado tras dar muerte al malvado dragón que la mantenía cautiva, presa de temores y miedos que la atenazaban entre los inexpugnables muros de piedra. Escena ésta - recuerdo - que tenía lugar, siempre, bajo un cielo rosa que estaba, en mi dibujo, tachonado de innumerables corazones de tiza, de diferentes tamaños, simbolizando el amor entre el príncipe que finalmente había rescatado a la dama de aquél horrible monstruo que la retenía en las entrañas del castillo, y su rubia princesa. Pensé en aquél dibujo infantil, reproduciendo cada uno de sus detalles con la añoranza de una vida pasada y ya muy lejana.

…"Arturo, Morgana, Mordred, Lancelot, Gawain, Percival, Merlín, Excalibur… Camelot.." - todos esos nombres se arremolinaron en mi mente, formando un torbellino de colores, olores y sabores de mi niñez: Sugus de cereza, una pegajosa bola de Bang Bang ocupando toda la boca mientras se adhería a los dientes imposibilitando ser deglutida, el olor del chocolate caliente y de la colonia Nenuco… El Barco Pirata de los clics de Famobil, las películas Disney de Cinexin, las barras de plastilina Jovi… Y la omnipresente pizarra verde cobijando, eternamente, la misma escena.

Volví, sonriendo, a mirar hacia la, ya cada vez más, lejana fortaleza en ruinas, que se recortaba sobre un cielo que iba perdiendo su color, diluyéndose hacia tonalidades malvas y grises.

-          “Rosa cielo, azul piedra… Corazones de tiza” – debí pensar en voz alta -.
-          “Perdona, ¿qué has dicho?...”

Lancé una última mirada hacia las postrimerías de un rosa, ya extinto, y sonreí:

-          Nada, que soy feliz… Ya no hay dragones en el castillo. Rosa cielo, azul piedra… Y corazones de tiza.

Y así transcurrió plácidamente el viaje de retorno, atravesando las llanuras de La Mancha, mientras la noche caía, lenta y fría, engullendo al dragón, haciéndolo desaparecer en el silencio gris y sordo de los tiempos perdidos en el eco de la memoria. Cerrando, para siempre, la puerta de la mazmorra y dibujando corazones de tiza sobre la piedra azul.



“Knowest thou aught of Arthur’s birth?
Then spake the hoary chamberlain and said,
Sir King, there be but two old men that know:
And each is twice as old as I, and one
Is Merlin, the wisest man that ever served
King Uther thro’ his magic art, and one
Is Merlin’s master (so they call him) Bleys,
Who taught him magic…”

(The Corning of Arthur’
The Idylls of the King
 Alfred, Lord Tennyson).

viernes, 8 de noviembre de 2013

Yo, la Reina. Yo, Isabel.



Fue durante un paseo en una fría mañana de invierno, cuando desde las afueras de Granada, tuve la visión, imponente y soberbia, de la Alhambra. El día, un domingo como cualquier otro, comenzaba y la atmósfera era diáfana y fresca. Pensé en cuantas miradas, antes que la mía, se debían haber posado a lo largo de la historia en el Palacio Nazarí. ¿De cuantas vidas habrían sido testigo mudo las torres y alminares rojizos desde los que, sin duda, algún muecín efectuaba diariamente las cinco llamadas a la oración…?.
Repasaba mentalmente la historia del conjunto arquitectónico e imaginé cómo habría sido el refugio de Sawwar ben Hamrun en la Alcazaba, dibujé mentalmente la llegada del primer monarca nazarí siglos después: Mohamed I, al que le seguirían luego Mohamed II y III… Yusuf I, ..., Boabdil y, repentinamente, sin que aún hoy acierte a explicarme la razón,  me vino a la mente una imagen nítida: un rostro anguloso de tez clara, con unos penetrantes ojos verdes de largas pestañas me escrutaba desde algún recóndito punto de mi interior. Me asaltó una extraña sensación, una impetuosa y antagónica lucha debatiéndose en mi interior: temor- placidez, alegría – angustia, esperanza – desazón, razón – pasión, devoción - obligación…  No podría precisar cuanto duró aquella pugna, ni aún menos, su causa, sólo sé que fue un desgarrador graznido lo que me hizo elevar la vista al cielo: un águila imperial planeaba majestuosamente en círculos allá arriba, interponiéndose fugazmente sobre el disco solar que lucía con la languidez de una mañana invernal.

 
El temblor que, a estertores, sacude mi cuerpo en este acerbo amanecer, no obedece tanto a la gélida brisa que arrastra el olor, anaranjado y añil, del albor de un nuevo día, sino al miedo. Siento miedo. La noche ha sido tenebrosa y larga, poblada de temores que han aguijoneado mi reposo, cubriéndolo con la lóbrega escarcela del desasosiego de oscuros presagios.

Vuelvo a dirigir la mirada hacia Granada, aún permanece en mis labios el sabor de Fernando. Ha sido un beso fugaz antes de subir a su cabalgadura y dirigirse, al galope, hacia esa batalla final. Me envuelvo bien en el manto, aunque no consigo aprehender el calor de su abrigo. Hoy, las tenues hebras plateadas que afloran a mis sienes, me confieren la serena belleza de una madurez prematura. Helándose en mis labios la sonrisa que su recuerdo ha hecho aflorar, elevo la frente sintiendo, más que nunca, el peso de la corona que no debió pertenecerme jamás.

… Soy Isabel de Castilla por la gracia de Dios. Soy Isabel de Trastámara.

Diez años de guerras contra los moros han envejecido mi cuerpo, gastado ya por el dolor y el llanto de ver morir a quienes una vez amé y me abandonaron. Me asaltan, a efímeros retazos, episodios de una vida de felicidad muy lejana, tanto, que parece que jamás hubiera tenido lugar. ¿Alguna vez jugué con Alfonso bajo la atenta mirada de madre?, ¿aquellas risas infantiles existieron o son producto de mi imaginación?... Alfonso, mi Alfonso… ¡se fue tan pronto!.

Una lágrima resbala por la mejilla, abrasando mi piel a pesar del frío que, implacable, muerde cada uno de mis huesos lacerados.

… Soy la Reina Isabel de Castilla.

Estoy sola, no hay a mi alrededor indiscretas miradas ajenas que me impidan ser sólo Isabel. ¿Acaso una Reina no siente angustia ante los ataques de locura sufridos por su madre?, ¿no se permite, a una Reina, llorar la muerte del hermano niño?, ¿por qué no mostrar las cuitas por mi amado esposo, ante los peligros que le acechan en la batalla?, ¿quién prohíbe que me asalte la preocupación por el futuro, incierto, de mis hijos?... Una vez sólo fui la niña que recibía los tiernos abrazos de una madre que dejó de serlo cuando su juicio se quebrantó, sólo fui la niña que jugaba con su hermano en los campos de trigo de Castilla…
Mi madre se marchó, mi hermano también y aquella niña les siguió para no volver jamás.

… Soy Isabel, o quizás, lo fui.

Hoy, día que se cuenta veinte y uno del mes de diciembre del Año del Señor de mil cuatrocientos y noventa y uno, a una edad que no debería pero en la que me siento ya anciana, cansada de portar una carga que nunca debió corresponderme, huérfana de esperanzas, débil por la enfermedad y con el alma ajada por el sufrimiento de toda una vida, me difumino en los colores de un amanecer sobre el que se recorta la silueta de la fortaleza nazarí, me pregunto si después de tanta lucha y sacrificio, tanto estrago y dolor, ondeará sobre esas imponentes torres nuestro pendón... ¿Y él?, ¿volverá Fernando, salvo, tras esta batalla?... Una violenta basca asciende desde la boca del estómago instaurando en mi boca al amargo sabor de la bilis. Me llega, amortiguado, el siniestro sonido de una guerra: Mi guerra. Los ecos de las lombardas ahogan los gemidos y lamentos de los mutilados que claman por una muerte libertadora, el olor intenso de la pólvora mitiga el de la sangre. Mis tropas avanzan hacia un futuro inexorable que aún desconozco. Mis infantes y jinetes entregan la vida por su Reina Isabel. Desde esta atalaya, aterida por el frío de mis incertidumbres, yo, Isabel, lloro esas muertes. Soy Isabel, la madre; Isabel, la hija; Isabel, la hermana y también la esposa de esos valientes castellanos.

Mientras sola, aguardo el desenlace incierto, me abandono a ese Dios que hoy habrá de estar de nuestro lado.

Reparo en el planear majestuoso de un águila imperial que, sobre mí, surca el cielo violáceo iluminado por las primeras luces, su graznido descarnado me infunde un cierto auspicio: al tornase oscuro nuevamente, con la caída de este sol, poseeré el Reino de Granada…



“…Mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de San Francisco que es en el Alhambra de la ciudad de Granada, en una sepultura baja que no tenga bulto alguno, salvo una losa en el suelo, llana, con sus letras en ella. Pero quiero e mando, que si el Rei eligiere sepultura en otra cualquier iglesia o monasterio de cualquier otra parte o lugar destos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado junto”.


(Isabel I de Castilla)

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El descubrimiento de la Solidaridad



Nuevamente he recibido una petición muy especial y como de costumbre, tampoco me he podido negar. Mi sobrina, toda una Agatha Christie en ciernes, me ha pedido que publique su último relato, el cuál no es producto de su voluntaria y espontánea iniciativa, sino un trabajo escolar sobre la SOLIDARIDAD. Lo he leído después de comer y, una vez más, me ha sorprendido el dominio de las reglas ortográficas, la riqueza de vocabulario y su facilidad para la construcción sintáctica… Marta esperaba expectante mi opinión, aunque tengo la sospecha de que era conocedora de la misma mucho antes de ofrecérsela. Le he sido muy sincera – aunque me vais a permitir que esas valoraciones queden en el ámbito de la privacidad entre la escritora y yo -, me ha dicho que soy su mejor crítica y tras haber concluido ambas en que “todo en la vida es manifiestamente mejorable” le he prometido que seguiré publicando en mi Blog sus relatos, si bien, con dos condiciones: la primera, deben ser de su total y plena autoría y, la segunda, deberá facilitarme, como mínimo, uno al mes. Ella, por supuesto y tal y como yo ya intuía, no ha puesto ninguna traba para asumir su parte del compromiso, por lo que, consiguiente y consecuentemente, yo tendré que cumplir, por mi parte, con lo convenido. Finalmente, he de reconocer que siento un íntimo orgullo por esta personita de sólo doce años que tanto me recuerda a la que yo era a esa edad, deseándole que encuentre en la literatura, al menos, la mitad de la satisfacción que yo he encontrado y tengo el más que profundo convencimiento de que lo hará y será antes que después...





Era una fría tarde de invierno. Elisa leía un nuevo libro cómodamente hundida en el sofá más cómodo de la casa, tapada con una manta. El libro lo había adquirido aquella misma mañana en una tienda de antigüedades, lo encontró por casualidad, escondido en un armario. Tan pronto como salió del establecimiento se dirigió a su casa, impaciente por descubrir los secretos de su interior. Se titulaba “El Tesoro de la Solidaridad” y tenía algunos pasajes escritos en un idioma extraño llamado rúnico, según le dijo el anticuario. Estuvo leyendo durante un buen rato, hasta que vencida, cayó en un sueño profundo… Se despertó sobresaltada con el ruido que hizo el libro al caerse al suelo y de él se había deslizado una hoja de papel, deteriorado y amarillento, doblado en cuatro partes. Sin pensárselo dos veces y tras la sorpresa, lo desdobló con cuidado y fue entonces cuando pudo ver su contenido: un texto escrito en lengua rúnica. Era el siguiente:

สมบัติที่แท้จริงของความเป็นน้ำหนึ่งใจเดียวกันคือการช่วยให้คนอื่น รู้

Tras dudar unos momentos, pues aquello le pareció muy extraño, se decidió a llamar a Mary, quien había descubierto en la Biblioteca un libro escrito en lengua rúnica, también por accidente, cuando se volcó la estantería. Mary era una chica inglesa que se había mudado a su barrio cuando era muy pequeña, desde entonces habían sido amigas. Cuando telefoneó a Mary preguntándole por aquél misterioso libro, ésta la invitó a su casa, en efecto seguía teniéndolo en préstamo. Por supuesto Elisa no olvidó el suyo y le explicó a Mary todo lo ocurrido. Más tarde buscaron en el libro de Mary algo sobre aquellas misteriosas letras que había en el viejo papel. Fueron encontrando, página tras página, todos los lenguajes rúnicos, pero ninguno coincidía… De repente, Elisa y Mary comprobaron como dos páginas habían sido arrancadas, supusieron que en ellas debería estar la clave de aquél lenguaje puesto que al final del libro de Mary había un índice que contenía palabras similares a las del pliego de Elisa, incluso o así lo creían la misma frase escrita en él. Algo desconcertadas se les ocurrió consultar a la bibliotecaria, posiblemente ella supiera algo. Así que salieron decididas en busca de Paqui que llevaba en su puesto tantos años que conocía cada libro mejor que a sí misma. La respuesta de Paqui las dejó heladas: “Hace tiempo que no veía estos dos libros”, parecía muy sorprendida: “¿Cómo es que los tenéis vosotras?, no lo entiendo, seguidme por favor”. Las dos amigas se miraron antes de ir tras la bibliotecaria que ya se encaminaba hacia la pequeña habitación de descanso donde los empleados solían tomar café. Cerró la puerta tras ellas y les dijo en voz baja: “Hace años se produjo un extraño robo aquí. Robaron exactamente ese libro que tú tienes, Mary, el de las lenguas rúnicas. Misteriosamente lo devolvieron a los pocos días, pero faltaban dos páginas. Más tarde volvió a desaparecer del estante, definitivamente en esa ocasión hasta hoy que lo he vuelto a ver. Por lo que sé, había dos únicos ejemplares que hablaban de estos extraños lenguajes, uno era el que había aquí, el otro, supongo que es el que tú tienes, Elisa. Aunque las páginas deberían estar en este último…”. Elisa recordó, en ese instante, que cuando lo compró al anticuario junto al libro había dos rollos de pergamino en el armario, a los que no les hizo mucho caso entonces. Salió corriendo en dirección a la tienda, seguida de cerca por Mary que estaba muy desconcertada. Entraron y  dándole unas breves explicaciones al propietario se lanzó a abrir el armario. Tras abrirlo soltó un suspiro de alivio: en efecto, los pergaminos seguían allí. Los cogió y con la promesa de devolverlos a la mayor brevedad posible se dirigió nuevamente a la Biblioteca. Mary no entendía nada y Elisa estaba tan excitada que tampoco acertaba a explicarle su intuición. Cuando con la ayuda de Paqui y mucho cuidado desenrollaron los pergaminos, usaron las claves del libro de Mary para descifrar el mensaje: “Si el tesoro de la Solidaridad quieres encontrar, en lo más profundo deberás buscar”.

Ninguna de ellas llegó a comprender su significado, así que acordaron que fuera Paqui quien investigara en profundidad un poco más y que las llamara en cuanto descubriera algo. Ambas amigas salieron a la calle, la luz de los escaparates deslumbraba a Elisa y se puso el pergamino que llevaba en la mano frente a los ojos para evitar la luz directa. Fue entonces cuando vio que había algo en el papel, escrito quizás, con algún tipo de tinta invisible, al observarlo con más detenimiento tuvo la certeza y dijo: “Mary, sé por donde empezar a buscar” y empezó a correr calle abajo.

“¿A dónde vamos ahora?, gritó Mary a sus espaldas más sorprendida aún que antes.
“Al antiguo Teatro! – Elisa se detuvo en seco - ¡Mira!”.

Un niño pequeño, de unos seis años de edad, caminaba con un gato también muy pequeño, se lo mostró y tenía una herida en la patita derecha. Mary se la vendó con un trocito de tela de un pañuelo que tenía en el bolsillo de los vaqueros. Decidieron que no era aconsejable que un niño tan pequeño andara solo por la calle a aquellas horas de la tarde, pues ya empezaba a oscurecer y se ofrecieron a acompañarlo a casa, iban de camino a ella cuando por fin llegaron al Teatro los cuatro. Mary se acercó a la salida de artistas y se cayó por una trampilla que había en el suelo, camuflada y apenas visible, los demás cayeron detrás sin poder evitarlo dado lo sorpresivo. El lugar estaba muy oscuro, se oían voces y Elisa tuvo que acostumbrar los ojos a la oscuridad para poder orientarse, al fondo de la estancia en una mesa iluminada por un flexo había dos personas que sostenían otros libros, parecían tan antiguos como los de ellas y entonces supo que eran los autores del “extraño robo” que Paqui les había relatado. Con cuidado se sacó el móvil y marcó el número de la policía que llegó apenas unos minutos después para proceder al arresto de los dos malhechores. Cuando acompañadas por dos agentes se aproximaron a aquella mesa, pudieron ver los libros que manipulaban los ladrones. Había una traducción en un corcho, clavada con chinchetas, junto al extracto en rúnico del original, en letras mayúsculas de tinta negra se leía:

“ EL VERDADERO TESORO DE LA SOLIDARIDAD ES… DESCUBRIR COMO AYUDAR A LOS DEMÁS”.

Marta Beltrán Millán – 1º ESO

martes, 22 de octubre de 2013

Cuarenta velas en Asilah.








Aunque llevaba más de un año, soportando estoicamente el recurrente interrogatorio, he de reconocer que no le había dedicado ni un solo segundo de mi tiempo a pensarlo. Es más, admito que no fue hasta esa mañana de domingo, durante el opíparo desayuno en el patio recién regado, cuando de repente decidí cómo y dónde quería dar la bienvenida a esa nueva década. Eran sobre las diez de una mañana, inusualmente fresca, de verano. Absorta, como estaba, en la lectura del periódico digital mientras daba buena cuenta de una tostada de mantequilla y mermelada de ciruela, apenas reparé en la pregunta que, por enésima vez, me formulaban: -“¿Has decidido ya cómo vas a celebrar tus Cuarenta?”, el fastidio que experimenté lo fue, no tanto por la interrupción de la ávida lectura de la funesta actualidad, sino por lo reiterativo de su contenido, emití algún sonido de irritada contrariedad que me llevó a fijar, inconscientemente, la vista en la mimosa de un estridente amarillo limón que se doblaba ligeramente bajo el peso de las múltiples flores que en un estallido cromático se perfilaban sobre la pared, cuando un relámpago atravesó mi mente: - “Sí, ya he decidido cómo y dónde” dije sorprendiéndome al oír mi propia voz, - “Vaya…bueno, ¿entonces una fiesta con todos tus amigos?, tendremos que llamar a Kate… a Ciaram…”, -“No”, interrumpí, quizás demasiado bruscamente, el entusiasta discurso, nada más lejos de mi intención que organizar una fiesta multitudinaria a la que hacer venir a gente que vive fuera de España. No entraba en mis planes ninguna de esas excéntricas e interminables celebraciones, - “¿Entonces?”,  - “Asilah, Marruecos”,  - “¿Asi-qué?, … ¿pero que hay en ese sitio de Marruecos?”, - “Flores”, me limité simplemente a contestar ante aquella desconcertada pregunta, mientras volvía a posar mis ojos en la mimosa y sonreía para mis adentros, pensando ya  en el posible nombre de la nueva Reflexión - “Cuarenta velas en Asilah”- y retornaba al plácido deleite de mi desayuno dominical. No intuía yo, aquél entonces siquiera, cómo sería mi 40º Cumpleaños.

La caricia de los leves rayos de un sol de octubre sobre mi rostro me despertaron aquella mañana. La brisa arrastraba el sutil aroma marino, inflamando, a intervalos silenciosos, la cortina de un blanco níveo sobre mi cama. El rumor de las olas al romper en la playa me desorientó, confundiendo realidad y sueño, tras unos breves instantes fui consciente de que me encontraba en aquél pequeño hotel sobre el acantilado, en la Medina Antigua de Asilah. Era, en realidad, una casa de huéspedes, un negocio familiar, regentado por un simpático francés casado con una marroquí. Un Dar en el que cada detalle estaba cuidado al milímetro, pulcro hasta la exageración, y en el que la mano invisible de un exquisito decorador de interiores, casi con toda probabilidad compatriota de su propietario, flotaba en cada una de sus habitaciones, en las que convivían la tradición árabe más bizarra con unas líneas rectas y limpias que conferían una diáfana sensación de limpieza y frescura, tematizando, por colores, cada estancia con el nombre de una flor: lila, azahar, jazmín, rosa…

Me levanté de la cama, me envolví en la sábana, salí al balcón y me senté. La superficie marina que se extendía ante mí y cuyo límite no alcanzaba a vislumbrar, apenas si era alterada por la ligera brisa que provocaba el escamado argenta del mar. Pensé en un gran caleidoscopio girando en una vertiginosa espiral iridiscente. Todo estaba en calma, sobre la mesa de madera blanca, los restos de la cesta de fruta y dulces de tradición árabe que, como delicada muestra de cortesía habían depositado los dueños, al delatar mi pasaporte durante el registro, la fecha de mi nacimiento. Una botella de Moët Chandon  permanecía en la cubitera desde la noche anterior, intacta aún, decidí que era una buena forma de empezar mi cumpleaños y me serví una generosa copa tras descorcharla. Me desperecé lentamente, bajo una bóveda azul intenso, en cromática sintonía con el color cobalto de los alféizares de las ventanas, dibujados sobre el blanco refulgente de las paredes encaladas de las distintas construcciones que se extendían, diseminadas, a lo largo de aquella costa caliza. Cerré los ojos y elevé mi rostro hacia el sol, solazándome en el burbujeante sabor del vino espumoso.

Un repentino aguijoneo taladrando mis sienes, me recordó el exceso de alcohol durante la celebración de la noche anterior, que se había prolongado hasta altas horas de la madrugada cuando los primeros rayos de sol empezaban, tímidamente, a asomarse tras el horizonte. Sonreí. Había sido, sin el menor género de dudas, el mejor de todos los cumpleaños que había celebrado o, su víspera. Estrenaba decena: la de los cuarenta. Esa edad a la que se le presume, tradicionalmente, el “honor” de representar el pórtico de entrada a la madurez adulta. Siempre me he preguntado el motivo por el que se le confiere dicha cualidad, no creo ser distinta a la persona que era hace unos meses, ni creo, de ningún modo, que el hecho de tener cuarenta años ahora me haga ser una persona más madura, ni intelectual ni emocionalmente, tampoco. No encuentro la menor razón, convincente, que pueda explicar la celebración con un gran evento. Es otro cumpleaños, uno más, y es tan lícito celebrarlo como cualquier otro o no hacerlo, según la personal apetencia del interesado, así que eso es lo que hice: celebrarlo como se me antojó unos meses antes, en un sitio exótico y en la intimidad.

Apuré la copa y me dirigí hacia la playa, con el irreprimible deseo de sumergirme en la vigorizante frescura de aquél agua, descendí con gran lentitud por las escaleras de madera hacia la arena que, a aquellas horas, aún permanecía fresca, despidiendo una ligera humedad que resultaba muy agradable en los pies desnudos. La enorme playa, desierta, reflejaba la pureza, cristalina y cálida, de una espléndida mañana de sol marroquí. Poco a poco, me fui introduciendo en el mar, a pesar de estar dando comienzo el día, el agua no estaba tan fría como había pensado en un primer momento. Me sumergí y comencé a nadar, sintiendo su estimulante efecto sobre mi cuerpo, me dí la vuelta para contemplar, desde allí, el solitario arenal de dunas y dejé que el sol, al reflejarse sobre la superficie salada, me deslumbrara… La sensación era gratificante, aún así, volví a sumergirme. Cerré los ojos con fuerza y fue, en ese preciso instante, cuando por mi mente, como si se tratara de una antigua película de Super8, comenzaron a sucederse episodios de mi vida, aquellos más relevantes que el subconsciente decide almacenar en algún recóndito lugar de nuestra memoria, manteniéndolos indelebles, en perpetua y silente compañía, para hacerlos aflorar inopinadamente en el momento que aleatoriamente decide… Sin que lleguemos, jamás, a comprender la razón de tan caprichosa elección.

Así, en esa rápida sucesión de acontecimientos desfilaron momentos de mi infancia, de mi adolescencia luego, que se fueron encadenando, en un perfecto orden cronológico, hasta llegar a los más recientes, algunos felices y otros no tanto. Me mantuve bajo el agua durante todo ese tiempo, hasta que mis oídos empezaron a resentirse por la presión y sentí un tenue latigazo en la cabeza que me aconsejaba emerger. Salí a la superficie con la sensación purificante de haber dejado atrás toda esa vida, ya pasada, y con el firme convencimiento de empezar un nuevo tramo, desconocido por el momento, pero en el que, sin duda, tendría lugar toda una nueva serie de emocionantes acontecimientos, aún por descubrir, aún por vivir. Comencé a nadar hacia la playa, alcancé la orilla y salí para tumbarme en la arena, fina y dorada, sintiendo una vez más la calidez del sol sobre mi piel. Inhalé un par de veces el aire salino, profundamente, para ralentizar la agitada respiración que había provocado el ejercicio hasta que paulatinamente se fue serenando para llegar a un ritmo normal y tranquilo. Miré, haciendo visera con la mano, hacia la Medina en cuyas estrechas callejuelas ya debía empezar a bullir la vida de ese ritual del regateo continuo de los comerciantes, arte que sólo se encuentra intacto en las ciudades árabes. Permanecí un rato más bajo el sol, con los sentidos atentos a cualquier atisbo de compañía, embelesada en el silencio reinante a mi alrededor, sólo interrumpido por el arrullo de las olas y el lejano graznido de las gaviotas.

Lenta y plácidamente me fui sumiendo en un letargo que me inducía al sueño, un sueño tranquilo, ligero y dulce. El tiempo se había detenido, suspendido en algún punto del pasado, en Marruecos todo tiene su momento y éste, debía ser, sin duda, el mío.

No puedo precisar el tiempo que transcurrió hasta que el murmullo de unos pies descalzos caminando sobre la arena me hizo abrir los ojos, el sol estaba ya muy alto en el cielo y la claridad era cegadora, la silueta, recortándose a contraluz se fue acercando hasta que se sentó a mi lado:

- “Feliz Cumpleaños, Felices Cuarenta en Marruecos…”- un brazo desnudo me tendía mi cuaderno verde de notas, tras él, una amplia sonrisa me invitaba a plasmar por escrito mis Reflexiones, una vez más -.

Miré hacia el mar azul intenso que albergaba algunas embarcaciones lejanas, cuyas velas blancas aparecían como puntos titilantes sobre la superficie de cristal, meciéndose despreocupadamente. Saboreé la felicidad, deleitándome en ella, mientras daba inicio al primer día del resto de mi vida. Abrí la libreta por la última página escrita, y con el trazo firme de la tinta negra di comienzo: “Cuarenta velas en Asilah…”.

"As lot sal na jou toe kom, sal die ry met 'n kameel,
meer as jy wil verlaat, breek 'n string ".
- Proverb Berber -

“Si la suerte quiere ir a ti, la conducirás con un camello,
más si quiere irse, romperá una cadena”.
- Proverbio bereber -