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martes, 19 de noviembre de 2013

Rosa cielo, azul piedra. Corazones de tiza.



  

Fue a la vuelta de un viaje cuando me sorprendió, en la carretera de La Mancha,  el atardecer de un gélido día de invierno. El cielo lucía un color rosáceo, de un tono tan intenso que sólo es posible apreciar en las frías tardes en las que el ocaso tiñe con esa peculiar tonalidad el firmamento, justo en el preciso instante que antecede a la caída de la oscuridad más profunda.

Iba mirando distraída por la ventanilla, embelesada en el espectáculo cromático que tenía lugar sobre las ruinas de una fortaleza militar medieval, situada en un montículo de aquella extensa llanura, cuando me vino a la memoria, – no sé por qué - en aquél momento el recuerdo, claro y vívido, de una pizarra de color verde oscuro, cuyo margen superior, a modo de zócalo, se encontraba dividido por un cuadrícula de líneas rojas sobre la que se articulaban en hilera, alternándose en su representación de mayúsculas y minúsculas, cada una de las letras del abecedario. Recordé con total nitidez la caja, de un brillante y achalorado color amarillo, que contenía las tizas de colores…

Debió ser durante una de aquellas tediosas convalecencias infantiles de alguno de esos ataques agudos de amigdalitis que te mantienen tres días en cama, con una fiebre alta y tres días, luego, fuera de ella: aburrida y deambulando por cada habitación con total hastío y un profundo sentimiento de frustrado aburrimiento, derramando zumo de naranja sobre las alfombras o saltando en el sofá, pero sin poder ir al Colegio, por temor al contagio de tus condiscípulos, cuando alguien me la regaló durante su visita. Pude incluso, desde algún recóndito lugar de mi memoria olfativa, rememorar el peculiar aroma de la tiza, aspirándolo hasta provocarme un ligero e irritativo picor en la nariz mientras escuchaba el chirriar del yeso sobre la superficie plana al tiempo que los trazos iban tomando forma. Me trasporté a aquella época, en la que pasaba, en pijama y zapatillas de paño de Tarta de Fresa, los tediosos días de mejoría, huyendo en vano por los pasillos de las medicinas, en sobrecitos de granulado para suspensión oral de sabores imposibles, y del termómetro. Reviví, de nuevo, las horas que llenaron de imaginación y divertimento infantil aquél cuarto de juegos en el que se amontonaban los juguetes pero en el que, inopinadamente, pasó a tener un indiscutible protagonismo la pizarra verde.

Supongo que acababa de descubrir, en aquella época de mi vida, las apasionantes aventuras del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda porque si había un dibujo, recurrente en la pizarra verde, era el de un castillo medieval, con troneras y estandartes, de un estridente azul cobalto – que, por aquél entonces, yo debía asemejar con el color de los bloques de piedra, dentro del limitado abanico de coloristas posibilidades que ofrecía la caja amarilla de tizas -, con una dama que caía rendida ante su príncipe, quien la había rescatado tras dar muerte al malvado dragón que la mantenía cautiva, presa de temores y miedos que la atenazaban entre los inexpugnables muros de piedra. Escena ésta - recuerdo - que tenía lugar, siempre, bajo un cielo rosa que estaba, en mi dibujo, tachonado de innumerables corazones de tiza, de diferentes tamaños, simbolizando el amor entre el príncipe que finalmente había rescatado a la dama de aquél horrible monstruo que la retenía en las entrañas del castillo, y su rubia princesa. Pensé en aquél dibujo infantil, reproduciendo cada uno de sus detalles con la añoranza de una vida pasada y ya muy lejana.

…"Arturo, Morgana, Mordred, Lancelot, Gawain, Percival, Merlín, Excalibur… Camelot.." - todos esos nombres se arremolinaron en mi mente, formando un torbellino de colores, olores y sabores de mi niñez: Sugus de cereza, una pegajosa bola de Bang Bang ocupando toda la boca mientras se adhería a los dientes imposibilitando ser deglutida, el olor del chocolate caliente y de la colonia Nenuco… El Barco Pirata de los clics de Famobil, las películas Disney de Cinexin, las barras de plastilina Jovi… Y la omnipresente pizarra verde cobijando, eternamente, la misma escena.

Volví, sonriendo, a mirar hacia la, ya cada vez más, lejana fortaleza en ruinas, que se recortaba sobre un cielo que iba perdiendo su color, diluyéndose hacia tonalidades malvas y grises.

-          “Rosa cielo, azul piedra… Corazones de tiza” – debí pensar en voz alta -.
-          “Perdona, ¿qué has dicho?...”

Lancé una última mirada hacia las postrimerías de un rosa, ya extinto, y sonreí:

-          Nada, que soy feliz… Ya no hay dragones en el castillo. Rosa cielo, azul piedra… Y corazones de tiza.

Y así transcurrió plácidamente el viaje de retorno, atravesando las llanuras de La Mancha, mientras la noche caía, lenta y fría, engullendo al dragón, haciéndolo desaparecer en el silencio gris y sordo de los tiempos perdidos en el eco de la memoria. Cerrando, para siempre, la puerta de la mazmorra y dibujando corazones de tiza sobre la piedra azul.



“Knowest thou aught of Arthur’s birth?
Then spake the hoary chamberlain and said,
Sir King, there be but two old men that know:
And each is twice as old as I, and one
Is Merlin, the wisest man that ever served
King Uther thro’ his magic art, and one
Is Merlin’s master (so they call him) Bleys,
Who taught him magic…”

(The Corning of Arthur’
The Idylls of the King
 Alfred, Lord Tennyson).

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