Fue a la vuelta de un viaje cuando me
sorprendió, en la carretera de La
Mancha, el atardecer
de un gélido día de invierno. El cielo lucía un color rosáceo, de un tono tan
intenso que sólo es posible apreciar en las frías tardes en las que el ocaso
tiñe con esa peculiar tonalidad el firmamento, justo en el preciso instante que
antecede a la caída de la oscuridad más profunda.
Iba mirando distraída por la
ventanilla, embelesada en el espectáculo cromático que tenía lugar sobre las
ruinas de una fortaleza militar medieval, situada en un montículo de aquella
extensa llanura, cuando me vino a la memoria, – no sé por qué - en aquél momento
el recuerdo, claro y vívido, de una pizarra de color verde oscuro, cuyo margen
superior, a modo de zócalo, se encontraba dividido por un cuadrícula de líneas
rojas sobre la que se articulaban en hilera, alternándose en su representación de
mayúsculas y minúsculas, cada una de las letras del abecedario. Recordé con
total nitidez la caja, de un brillante y achalorado color amarillo, que contenía
las tizas de colores…
Debió ser durante una de aquellas
tediosas convalecencias infantiles de alguno de esos ataques agudos de amigdalitis que te
mantienen tres días en cama, con una fiebre alta y tres días, luego, fuera de
ella: aburrida y deambulando por cada habitación con total hastío y un profundo
sentimiento de frustrado aburrimiento, derramando zumo de naranja sobre las alfombras o
saltando en el sofá, pero sin poder ir al Colegio, por temor al contagio de tus
condiscípulos, cuando alguien me la regaló durante su visita. Pude incluso,
desde algún recóndito lugar de mi memoria olfativa, rememorar el peculiar aroma
de la tiza, aspirándolo hasta provocarme un ligero e irritativo picor en la
nariz mientras escuchaba el chirriar del yeso sobre la superficie plana al tiempo que los trazos iban tomando forma. Me trasporté a aquella época, en la que pasaba, en pijama y zapatillas de paño de Tarta de Fresa, los tediosos
días de mejoría, huyendo en vano por los pasillos de las medicinas, en sobrecitos de granulado para
suspensión oral de sabores imposibles, y del termómetro. Reviví, de nuevo, las horas que llenaron de imaginación y divertimento infantil
aquél cuarto de juegos en el que se amontonaban los juguetes pero en el que,
inopinadamente, pasó a tener un indiscutible protagonismo la pizarra verde.
Supongo que acababa de descubrir, en aquella época de mi vida, las apasionantes aventuras del Rey Arturo y los
Caballeros de la Mesa Redonda
porque si había un dibujo, recurrente en la pizarra verde, era el de un
castillo medieval, con troneras y estandartes, de un estridente azul cobalto – que, por
aquél entonces, yo debía asemejar con el color de los bloques de piedra, dentro
del limitado abanico de coloristas posibilidades que ofrecía la caja amarilla de tizas -,
con una dama que caía rendida ante su príncipe, quien la había rescatado tras
dar muerte al malvado dragón que la mantenía cautiva, presa de temores y miedos
que la atenazaban entre los inexpugnables muros de piedra. Escena ésta - recuerdo - que tenía
lugar, siempre, bajo un cielo rosa que estaba, en mi
dibujo, tachonado de innumerables corazones de tiza, de diferentes tamaños, simbolizando el amor entre el príncipe que finalmente había rescatado a la dama
de aquél horrible monstruo que la retenía en las entrañas del castillo, y su rubia princesa. Pensé
en aquél dibujo infantil, reproduciendo cada uno de sus detalles con la
añoranza de una vida pasada y ya muy lejana.
…"Arturo, Morgana, Mordred, Lancelot, Gawain, Percival, Merlín, Excalibur…
Camelot.." - todos esos nombres se arremolinaron en mi mente, formando
un torbellino de colores, olores y sabores de mi niñez: Sugus de cereza, una pegajosa bola de Bang
Bang ocupando toda la boca mientras se adhería a los dientes imposibilitando ser deglutida, el olor del
chocolate caliente y de la colonia Nenuco…
El Barco Pirata de los clics de Famobil, las películas Disney
de Cinexin, las barras de plastilina Jovi… Y la omnipresente pizarra
verde cobijando, eternamente, la misma escena.
Volví, sonriendo, a mirar hacia la, ya
cada vez más, lejana fortaleza en ruinas, que se recortaba sobre un cielo que iba perdiendo su
color, diluyéndose hacia tonalidades malvas y grises.
-
“Rosa cielo,
azul piedra… Corazones de tiza” – debí pensar en voz alta -.
-
“Perdona,
¿qué has dicho?...”
Lancé una última mirada hacia las
postrimerías de un rosa, ya extinto, y sonreí:
-
Nada, que soy
feliz… Ya no hay dragones en el castillo. Rosa cielo, azul piedra… Y corazones
de tiza.
Y así transcurrió plácidamente el viaje de retorno,
atravesando las llanuras de La
Mancha, mientras la noche caía, lenta y fría, engullendo al
dragón, haciéndolo desaparecer en el silencio gris y sordo de los tiempos perdidos en el eco de
la memoria. Cerrando, para siempre, la puerta de la mazmorra y dibujando corazones de tiza
sobre la piedra azul.
“Knowest thou aught of Arthur’s birth?
Then spake the hoary chamberlain and said,
Sir King, there be but two old men that know:
And each is twice as old as I, and one
Is Merlin, the wisest man that ever served
King Uther thro’ his magic art, and one
Is Merlin’s master (so they call him) Bleys,
Who taught him magic…”
(The Corning
of Arthur’
The Idylls of the King
Alfred, Lord
Tennyson).
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