Si hay algo que,
en estas entrañables fechas, me encanta, es el hecho de poder compartir con
amigos a los que, debido a las obligaciones y compromisos profesionales y/o
familiares durante el resto del año, no tienes la suerte de ver con frecuencia
y de cuya compañía disfrutar. En estos días, en cambio, no caben excusas ni postergaciones
que eludan el inmenso placer de sentarte a compartir mesa, mantel y Gin Tonics
de amena tertulia: es Navidad y se celebra como más nos gusta hacerlo a los
españoles.
Ayer tuve la
gran suerte de compartir esos momentos con dos buenos amigos y, sin embargo,
Compañeros, disfrutando de una más que agradable velada, regada con un buen
Ribera y una gran dosis de ocurrente ironía y diversión. El postre fueron las risas y no faltó,
tampoco, la perversa broma durante el aperitivo.
Al final, una
vez más, tengo que concluir diciendo y con ello parafraseo a mi distinguido
Colega que, en todas las facetas de la vida, existe esa “buena yunta”: que no es
sino la de “Dios los crea, ellos se juntan”…
Es inevitable que cuando en una reunión, coinciden – ya
sea voluntaria, como fue el caso, ya sea involuntariamente – dos o más colegas,
se termine hablando de lo que debería estar prohibido – e, incluso, penado con
prisión – como es hablar, durante los momentos de asueto y divertimento, de
TRABAJO. Ello conlleva, necesariamente, compartir e intercambiar
observaciones, anécdotas e impresiones, no sólo ya de tu profesión, sino de
otras personas que a lo mismo se dedican o, eso dicen o pretenden y con las que
has tenido una mala experiencia.
Nos encontrábamos, plácidamente, degustando en buena
compañía las viandas propias de cualquier mediodía cuando, sin pretenderlo, la conversación derivó hacia
lo que vengo denominando “comportamientos bipolares”, por no
llamarlos de un modo que pudiera resultar menos encomiástico, que, en el
ejercicio de ésta mi profesión, abundan, desconozco, no obstante, si en mayor
grado que en cualquier otra, pero como es con la que me encuentro más
familiarizada, me lo parece a mí, de ahí la rotundidad de la afirmación.
Finalmente, convinimos en que es algo que por naturaleza, y sin necesidad por
ello de mayor demostración empírica, los semejantes suelen agruparse de manera
gregaria entre sí, estableciéndose los distingos y clasificaciones derivadas de
los rasgos homólogos que presentan, tendiendo a identificarse de forma mimética
o por natural tendencia, pero obteniendo siempre, en uno y otro caso, idéntico
resultado. Algo así como “las peras, con las peras… y las manzanas,
con las manzanas, sin que quepa la unión entre una pera con una manzana” (como en su día Ana Botella – “a relaxing
cup of café con leche in the Plaza Mayor”- dixit), de modo que, existe la inclinación a relacionarnos con quienes
nos sentimos identificados, normal e invariablemente, en cuanto a antecedentes
educacionales, y esto, a la vista está, es inevitable, no encontrando comodidad
fuera de lo que consideramos nuestro “normal proceder” o “habitat”,
ni persiguiendo tampoco, en modo alguno, nuestra integración en una comunidad con la que no sentimos
afinidad o similitud.
Parece que el hecho de dedicarse al mundo jurídico, ya
sea en calidad de Abogado en ejercicio o en la de Procurador de los Tribunales,
otorga un “status” superior, desconozco, no obstante, la identidad del imbécil
que así lo instauró pues nada más lejos de la realidad. Tras la narración de algunos
episodios, no exentos de maliciosos comentarios, tengo que admitir, por mi
parte, los presentes en tan apacible reunión acordamos que es fácil identificar
al impostor, mi sabio y prudente Compañero hablaba
de “rascar
apenas en la superficie – del maquillaje -, para toparse con la verdadera
piel” y por mucha toga, mucha sabiduría que, generosamente, se le presuma al sujeto en cuestión, no deja
de ser lo que es, no puede, así, dejar de serlo. Situación ésta, que se ve
preocupantemente agravada cuando, además, al ínclito le adornan aderezos tales
como la soberbia, la petulancia o el engreimiento,
vana y absurdamente sustentados en marcas de lujo – casi siempre imitadas – o refinados gustos
o aficiones que, en
realidad, no son tales y a la vista queda la exigüidad de los mismos cuando “rascas
en la superficie” y descubres la mentecatez que se esconde debajo, al
tener un hosco y somero conocimiento sobre los pretendidos entretenimientos e
inclinaciones que se postulan como reales, nociones más que limitadas a lo que “buenamente
se ha escuchado” en alguna ocasión, causando entonces profunda
admiración en quien intenta luego hacerlos suyos para repetirlos, casi siempre,
fuera de lugar y adoleciendo, en su discurso, de garrafales imprecisiones, con la
pretensión de obnubilar al oyente y convertirse así en objeto de tan ansiada
veneración, cuando el efecto, en la mayoría de las ocasiones, es el opuesto:
caer en el más estruendoso de todos los ridículos. Se me ocurren múltiples
ejemplos que no enumeraré, sin embargo, para no herir sensibilidades, pues me
consta que, muy a su pesar y aunque no lo reconozca, hay quien me lee con cierta
avidez, pese a erigirse en paladín de mis más férreos detractores y a quien,
nuevamente, agradezco su visceral odio y rencor por constituir, como ya he
dicho en alguna ocasión, fuente inagotable de mi inspiración y, su persona, el
mejor exponente de lo que hoy describo en mi Reflexión.
Para mi buen amigo, a quien felicito por su
perspicacia en el análisis del comportamiento humano, es “rascar en la superficie” para
mí, simplemente, “ver como asoma la zapatilla raída, por debajo del visón” y quien
la lleva, la entiende ¿o no?.
“Más vale tener
la boca cerrada y parecer idiota
que abrirla y
despejar toda duda”.
(Mark Twain)
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