Fue durante un paseo en una
fría mañana de invierno, cuando desde las afueras de Granada, tuve la visión,
imponente y soberbia, de la Alhambra. El
día, un domingo como cualquier otro, comenzaba y la atmósfera era diáfana y
fresca. Pensé en cuantas miradas, antes que la mía, se debían haber posado a lo
largo de la historia en el Palacio Nazarí. ¿De cuantas vidas habrían sido
testigo mudo las torres y alminares rojizos desde los que, sin duda, algún
muecín efectuaba diariamente las cinco llamadas a la oración…?.
Repasaba mentalmente la
historia del conjunto arquitectónico e imaginé cómo habría sido el refugio de Sawwar ben Hamrun en la Alcazaba, dibujé
mentalmente la llegada del primer monarca nazarí siglos después: Mohamed I, al
que le seguirían luego Mohamed II y III… Yusuf I, ..., Boabdil y, repentinamente, sin que
aún hoy acierte a explicarme la razón, me vino a la mente una imagen nítida: un
rostro anguloso de tez clara, con unos
penetrantes ojos verdes de largas pestañas me escrutaba desde algún recóndito punto de mi
interior. Me asaltó una extraña sensación, una impetuosa y antagónica lucha
debatiéndose en mi interior: temor- placidez, alegría – angustia, esperanza –
desazón, razón – pasión, devoción - obligación… No podría precisar cuanto duró
aquella pugna, ni aún menos, su causa, sólo sé que fue un desgarrador graznido lo
que me hizo elevar la vista al cielo: un águila imperial planeaba
majestuosamente en círculos allá arriba, interponiéndose fugazmente sobre el
disco solar que lucía con la languidez de una mañana invernal.
El temblor que, a estertores, sacude mi cuerpo en este acerbo
amanecer, no obedece tanto a la gélida brisa que arrastra el olor, anaranjado y
añil, del albor de un nuevo día, sino al miedo. Siento miedo. La noche ha sido
tenebrosa y larga, poblada de temores que han aguijoneado mi reposo,
cubriéndolo con la lóbrega escarcela del desasosiego de oscuros presagios.
Vuelvo a dirigir la mirada hacia Granada, aún permanece
en mis labios el sabor de Fernando. Ha sido un beso fugaz antes de subir a su
cabalgadura y dirigirse, al galope, hacia esa batalla final. Me envuelvo bien
en el manto, aunque no consigo aprehender el calor de su abrigo. Hoy, las tenues
hebras plateadas que afloran a mis sienes, me confieren la serena belleza de una
madurez prematura. Helándose en mis labios la sonrisa que su recuerdo ha hecho
aflorar, elevo la frente sintiendo, más que nunca, el peso de la corona que no
debió pertenecerme jamás.
… Soy Isabel de Castilla por la gracia de Dios. Soy
Isabel de Trastámara.
Diez años de guerras contra los moros han envejecido mi
cuerpo, gastado ya por el dolor y el llanto de ver morir a quienes una vez amé
y me abandonaron. Me asaltan, a efímeros retazos, episodios de una vida de
felicidad muy lejana, tanto, que parece que jamás hubiera tenido lugar. ¿Alguna
vez jugué con Alfonso bajo la atenta mirada de madre?, ¿aquellas risas
infantiles existieron o son producto de mi imaginación?... Alfonso, mi Alfonso…
¡se fue tan pronto!.
Una lágrima resbala por la mejilla, abrasando mi piel a
pesar del frío que, implacable, muerde cada uno de mis huesos lacerados.
… Soy la
Reina Isabel de Castilla.
Estoy sola, no hay a mi alrededor indiscretas miradas
ajenas que me impidan ser sólo Isabel. ¿Acaso una Reina no siente angustia ante
los ataques de locura sufridos por su madre?, ¿no se permite, a una Reina,
llorar la muerte del hermano niño?, ¿por qué no mostrar las cuitas por mi amado
esposo, ante los peligros que le acechan en la batalla?, ¿quién prohíbe que
me asalte la preocupación por el futuro, incierto, de mis hijos?... Una vez
sólo fui la niña que recibía los tiernos abrazos de una madre que dejó de serlo
cuando su juicio se quebrantó, sólo fui la niña que jugaba con su hermano en
los campos de trigo de Castilla…
Mi madre se marchó, mi hermano también y aquella niña les
siguió para no volver jamás.
… Soy Isabel, o quizás, lo fui.
Hoy, día que se cuenta veinte y uno del mes de diciembre
del Año del Señor de mil cuatrocientos y noventa y uno, a una edad que no
debería pero en la que me siento ya anciana, cansada de portar una carga que nunca
debió corresponderme, huérfana de esperanzas, débil por la enfermedad y con el
alma ajada por el sufrimiento de toda una vida, me difumino en los colores de
un amanecer sobre el que se recorta la silueta de la fortaleza nazarí, me
pregunto si después de tanta lucha y sacrificio, tanto estrago y dolor, ondeará
sobre esas imponentes torres nuestro pendón... ¿Y él?, ¿volverá Fernando, salvo,
tras esta batalla?... Una violenta basca asciende desde la boca del estómago instaurando en mi boca al amargo sabor de la bilis.
Me llega, amortiguado, el siniestro sonido de una guerra: Mi guerra. Los ecos
de las lombardas ahogan los gemidos y lamentos de los mutilados que claman por
una muerte libertadora, el olor intenso de la pólvora mitiga el de la sangre.
Mis tropas avanzan hacia un futuro inexorable que aún desconozco. Mis infantes
y jinetes entregan la vida por su Reina Isabel. Desde esta atalaya, aterida por
el frío de mis incertidumbres, yo, Isabel, lloro esas muertes. Soy Isabel, la
madre; Isabel, la hija; Isabel, la hermana y también la esposa de esos
valientes castellanos.
Mientras sola, aguardo el desenlace incierto, me abandono
a ese Dios que hoy habrá de estar de nuestro lado.
Reparo en el planear majestuoso de un águila imperial que,
sobre mí, surca el cielo violáceo iluminado por las primeras luces, su graznido
descarnado me infunde un cierto auspicio: al tornase oscuro nuevamente, con la caída de este sol, poseeré
el Reino de Granada…
“…Mi cuerpo sea sepultado en el
monasterio de San Francisco que es en el Alhambra de la ciudad de Granada, en
una sepultura baja que no tenga bulto alguno, salvo una losa en el suelo,
llana, con sus letras en ella. Pero quiero e mando, que si el Rei
eligiere sepultura en otra cualquier iglesia o monasterio de cualquier otra
parte o lugar destos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado
junto”.
(Isabel I de Castilla)
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