A veces, quizás
con más frecuencia de la deseable, suelo omitir toda respuesta a determinados
comentarios o comportamientos que, concediendo a quien los realiza, el
beneficio de la duda de gozar de una mente que pudiéramos calificar, en
términos generales, como “sana”, generosamente habrán de considerarse
“desafortunados” o simples dislates con origen, cierto y probable, en un “encabronamiento”
o, bien, en el efecto postergado de algún efluvio etílico, razón por la cuál no
les dedico ni un solo minuto de mi tiempo. No creo, sinceramente, que lo merezcan
cuando además, no voy a negarlo, me da una terrible pereza, que es, quizás, el
más contundente de todos los motivos que me impiden abandonar ese placentero
estado de “inactividad” ante los mismos, más allá del evidente sonrojo por la
vergüenza ajena que me producen o la carcajada, irreprimible, ante tan pedestre
comportamiento.
Esto ha
implicado, en multitud de ocasiones, cariñosos reproches relativos
a por qué no responder y evitar la impresión de “que no me defiendo”, reproches
que han obtenido, siempre, una recurrente respuesta: “No merece la pena. Paso”.
Y es la verdad más absoluta: Paso. No me produce ningún interés.
Pero hoy, a
colación de una conversación, tan interesante como enriquecedora en demasía al
recordar un episodio pasado, he estado reflexionando sobre los mismos. Al final,
he decidido llamarlos “enfermos descalabros” o “irrisorios dislates de una
mente desordenada” que, no obstante y en
modo alguno, van a propiciar que varíe mi reacción frente a ellos, insisto
en esta profunda pereza y en cómo la misma se va acuciando con el inevitable transcurso de los años…
Y, en el fondo, me encanta por lo que tampoco me esfuerzo por salir de ella.
Cuando alguien publica sus pensamientos, legitima, sin el
menor género de duda, a sus lectores a realizar las consideraciones y valoraciones
que los mismos les susciten, con total derecho a ello puesto que se les hace expresamente
partícipes al no excluir a nadie de su lectura, si bien sería lícito exigir,
como única limitación, a sus expresiones: el respeto hacia quien, en el uso de
su libertad, decide compartir sus ideas.
No obstante de justicia es, también, reconocer que la
zafiedad de algunos les impide dispensar el respeto debido, encontrando en los
estólidos fundamentos del insulto o la difamación, el consuelo a su
insignificancia y frustración, hecho cierto y sobradamente probado sobre el que huelga
realizar cualquier otra conjetura, pues sería tanto como conferirle una
importancia de la que, es claro, adolecen, por calificarse a sí mismos a través
de sus propias palabras de la manera más fiel y exacta posible. La Humanidad ha sido, es y
seguirá siendo así: soez por propia naturaleza.
De este modo, ante determinadas afirmaciones insidiosas,
cabría lícitamente responder – por más que en ocasiones mi indiferencia o
hastío me aboque a su ignorancia – en similares términos, si bien, serían, los
empleados, bastante más refinados y elegantes en la forma, que no digo yo que
también en cuanto al fondo, pues supondría descender al nivel de la inmundicia que los provoca. A veces y no lo niego, no podría hacerlo pues sería tanto como negar la evidencia, me ha provocado
la más estrepitosa carcajada el hecho de intentar comprender qué mueve a
alguien a escupir semejantes idioteces, y sin duda, lo que más me sorprendió fue
no detectar, curiosamente, falta de ortografía alguna en esa retahíla de
dislates, simples y burdos, no sólo por faltos de chispa sino de
cabida en lo que es el raciocinio más elemental. Divirtiéndome – y lo admito – a costa de la
reacción provocada en otras personas que, sin ninguna mesura pero con gran
ingenio y justo es reconocerlo, respondieron al temerario(-a) bufón que, escondiéndose tras el pretendido "anonimato",
recibió así el escarnio en su íntimo pundonor que no en su rostro cobarde, al
haberse encargado de intentar cubrirlo para la generalidad, aunque no para mí,
lo que hizo aún más ridícula su postura y por ende, más solazada mi visión de
indolente pero, siempre, alborozada espectadora.
Me sorprende constatar cómo después de tanto
tiempo se siguen interesando, de modo avieso y malsano e, incluso, envidioso
por las vidas que discurren plácidamente, ajenas a esa existencia mediocre, necia,
vacía, chabacana e impostada, por infeliz y frustrada… Cómo, tras múltiples
intentos, tan fallidos como grotescos, se empecinan en seguir, no ya formando
parte de una realidad en la que no tienen cabida, sino en llamar la atención de
alguien, quien, insisto, llevada por el hastío o la indiferencia más profunda,
no les puede dispensar, siquiera ya, ni el respeto que debieran merecer para darles una
respuesta ni, mucho menos aún, interés alguno por cuanto guarde la más ínfima relación con
sus invisibles y espasmódicas existencias bipolares.
“Pues sí, la
verdad es que me gustaría ser caracol…” he pensado mientras miraba el lento recorrido
seguido, macetero arriba, por aquél pequeño ser: “molusco gasterópodo provisto
de concha espiral, invertebrado, que se mueve con gran lentitud, alternando contracciones
y elongaciones de su cuerpo y produciendo un mucus que facilita su desplazamiento” – escudriñé en mi memoria
aquellas lejanas lecciones de Ciencias Naturales -.
A nadie le extraña la pasiva indiferencia de los
caracoles hacia el resto de los mortales. Pues va implícito en su propia
esencia, por más que esto pueda resultar incomprensible o, incluso, tedioso.
Discurriendo su vida, sosegada y felizmente, al margen de la de los demás, y
omitiendo legítima y displicentemente, toda respuesta a las reacciones exógenas a su propia concha. Siendo, generalmente, la suya, una presencia ignota que no produce reacción a su alrededor, como justa y valiosa contraprestación a su, ya de por sí, colmada existencia.
Así, he de concluir diciendo que admiro a los
caracoles, a su infinita e inadvertida sabiduría y, cada día más, me mimetizo
con su proceder.
Yo, caracol.
“La hipocresía
(estimada y conocida “anónima”) es el colmo
de todas
las maldades”.
Molière.
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