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martes, 22 de octubre de 2013

Cuarenta velas en Asilah.








Aunque llevaba más de un año, soportando estoicamente el recurrente interrogatorio, he de reconocer que no le había dedicado ni un solo segundo de mi tiempo a pensarlo. Es más, admito que no fue hasta esa mañana de domingo, durante el opíparo desayuno en el patio recién regado, cuando de repente decidí cómo y dónde quería dar la bienvenida a esa nueva década. Eran sobre las diez de una mañana, inusualmente fresca, de verano. Absorta, como estaba, en la lectura del periódico digital mientras daba buena cuenta de una tostada de mantequilla y mermelada de ciruela, apenas reparé en la pregunta que, por enésima vez, me formulaban: -“¿Has decidido ya cómo vas a celebrar tus Cuarenta?”, el fastidio que experimenté lo fue, no tanto por la interrupción de la ávida lectura de la funesta actualidad, sino por lo reiterativo de su contenido, emití algún sonido de irritada contrariedad que me llevó a fijar, inconscientemente, la vista en la mimosa de un estridente amarillo limón que se doblaba ligeramente bajo el peso de las múltiples flores que en un estallido cromático se perfilaban sobre la pared, cuando un relámpago atravesó mi mente: - “Sí, ya he decidido cómo y dónde” dije sorprendiéndome al oír mi propia voz, - “Vaya…bueno, ¿entonces una fiesta con todos tus amigos?, tendremos que llamar a Kate… a Ciaram…”, -“No”, interrumpí, quizás demasiado bruscamente, el entusiasta discurso, nada más lejos de mi intención que organizar una fiesta multitudinaria a la que hacer venir a gente que vive fuera de España. No entraba en mis planes ninguna de esas excéntricas e interminables celebraciones, - “¿Entonces?”,  - “Asilah, Marruecos”,  - “¿Asi-qué?, … ¿pero que hay en ese sitio de Marruecos?”, - “Flores”, me limité simplemente a contestar ante aquella desconcertada pregunta, mientras volvía a posar mis ojos en la mimosa y sonreía para mis adentros, pensando ya  en el posible nombre de la nueva Reflexión - “Cuarenta velas en Asilah”- y retornaba al plácido deleite de mi desayuno dominical. No intuía yo, aquél entonces siquiera, cómo sería mi 40º Cumpleaños.

La caricia de los leves rayos de un sol de octubre sobre mi rostro me despertaron aquella mañana. La brisa arrastraba el sutil aroma marino, inflamando, a intervalos silenciosos, la cortina de un blanco níveo sobre mi cama. El rumor de las olas al romper en la playa me desorientó, confundiendo realidad y sueño, tras unos breves instantes fui consciente de que me encontraba en aquél pequeño hotel sobre el acantilado, en la Medina Antigua de Asilah. Era, en realidad, una casa de huéspedes, un negocio familiar, regentado por un simpático francés casado con una marroquí. Un Dar en el que cada detalle estaba cuidado al milímetro, pulcro hasta la exageración, y en el que la mano invisible de un exquisito decorador de interiores, casi con toda probabilidad compatriota de su propietario, flotaba en cada una de sus habitaciones, en las que convivían la tradición árabe más bizarra con unas líneas rectas y limpias que conferían una diáfana sensación de limpieza y frescura, tematizando, por colores, cada estancia con el nombre de una flor: lila, azahar, jazmín, rosa…

Me levanté de la cama, me envolví en la sábana, salí al balcón y me senté. La superficie marina que se extendía ante mí y cuyo límite no alcanzaba a vislumbrar, apenas si era alterada por la ligera brisa que provocaba el escamado argenta del mar. Pensé en un gran caleidoscopio girando en una vertiginosa espiral iridiscente. Todo estaba en calma, sobre la mesa de madera blanca, los restos de la cesta de fruta y dulces de tradición árabe que, como delicada muestra de cortesía habían depositado los dueños, al delatar mi pasaporte durante el registro, la fecha de mi nacimiento. Una botella de Moët Chandon  permanecía en la cubitera desde la noche anterior, intacta aún, decidí que era una buena forma de empezar mi cumpleaños y me serví una generosa copa tras descorcharla. Me desperecé lentamente, bajo una bóveda azul intenso, en cromática sintonía con el color cobalto de los alféizares de las ventanas, dibujados sobre el blanco refulgente de las paredes encaladas de las distintas construcciones que se extendían, diseminadas, a lo largo de aquella costa caliza. Cerré los ojos y elevé mi rostro hacia el sol, solazándome en el burbujeante sabor del vino espumoso.

Un repentino aguijoneo taladrando mis sienes, me recordó el exceso de alcohol durante la celebración de la noche anterior, que se había prolongado hasta altas horas de la madrugada cuando los primeros rayos de sol empezaban, tímidamente, a asomarse tras el horizonte. Sonreí. Había sido, sin el menor género de dudas, el mejor de todos los cumpleaños que había celebrado o, su víspera. Estrenaba decena: la de los cuarenta. Esa edad a la que se le presume, tradicionalmente, el “honor” de representar el pórtico de entrada a la madurez adulta. Siempre me he preguntado el motivo por el que se le confiere dicha cualidad, no creo ser distinta a la persona que era hace unos meses, ni creo, de ningún modo, que el hecho de tener cuarenta años ahora me haga ser una persona más madura, ni intelectual ni emocionalmente, tampoco. No encuentro la menor razón, convincente, que pueda explicar la celebración con un gran evento. Es otro cumpleaños, uno más, y es tan lícito celebrarlo como cualquier otro o no hacerlo, según la personal apetencia del interesado, así que eso es lo que hice: celebrarlo como se me antojó unos meses antes, en un sitio exótico y en la intimidad.

Apuré la copa y me dirigí hacia la playa, con el irreprimible deseo de sumergirme en la vigorizante frescura de aquél agua, descendí con gran lentitud por las escaleras de madera hacia la arena que, a aquellas horas, aún permanecía fresca, despidiendo una ligera humedad que resultaba muy agradable en los pies desnudos. La enorme playa, desierta, reflejaba la pureza, cristalina y cálida, de una espléndida mañana de sol marroquí. Poco a poco, me fui introduciendo en el mar, a pesar de estar dando comienzo el día, el agua no estaba tan fría como había pensado en un primer momento. Me sumergí y comencé a nadar, sintiendo su estimulante efecto sobre mi cuerpo, me dí la vuelta para contemplar, desde allí, el solitario arenal de dunas y dejé que el sol, al reflejarse sobre la superficie salada, me deslumbrara… La sensación era gratificante, aún así, volví a sumergirme. Cerré los ojos con fuerza y fue, en ese preciso instante, cuando por mi mente, como si se tratara de una antigua película de Super8, comenzaron a sucederse episodios de mi vida, aquellos más relevantes que el subconsciente decide almacenar en algún recóndito lugar de nuestra memoria, manteniéndolos indelebles, en perpetua y silente compañía, para hacerlos aflorar inopinadamente en el momento que aleatoriamente decide… Sin que lleguemos, jamás, a comprender la razón de tan caprichosa elección.

Así, en esa rápida sucesión de acontecimientos desfilaron momentos de mi infancia, de mi adolescencia luego, que se fueron encadenando, en un perfecto orden cronológico, hasta llegar a los más recientes, algunos felices y otros no tanto. Me mantuve bajo el agua durante todo ese tiempo, hasta que mis oídos empezaron a resentirse por la presión y sentí un tenue latigazo en la cabeza que me aconsejaba emerger. Salí a la superficie con la sensación purificante de haber dejado atrás toda esa vida, ya pasada, y con el firme convencimiento de empezar un nuevo tramo, desconocido por el momento, pero en el que, sin duda, tendría lugar toda una nueva serie de emocionantes acontecimientos, aún por descubrir, aún por vivir. Comencé a nadar hacia la playa, alcancé la orilla y salí para tumbarme en la arena, fina y dorada, sintiendo una vez más la calidez del sol sobre mi piel. Inhalé un par de veces el aire salino, profundamente, para ralentizar la agitada respiración que había provocado el ejercicio hasta que paulatinamente se fue serenando para llegar a un ritmo normal y tranquilo. Miré, haciendo visera con la mano, hacia la Medina en cuyas estrechas callejuelas ya debía empezar a bullir la vida de ese ritual del regateo continuo de los comerciantes, arte que sólo se encuentra intacto en las ciudades árabes. Permanecí un rato más bajo el sol, con los sentidos atentos a cualquier atisbo de compañía, embelesada en el silencio reinante a mi alrededor, sólo interrumpido por el arrullo de las olas y el lejano graznido de las gaviotas.

Lenta y plácidamente me fui sumiendo en un letargo que me inducía al sueño, un sueño tranquilo, ligero y dulce. El tiempo se había detenido, suspendido en algún punto del pasado, en Marruecos todo tiene su momento y éste, debía ser, sin duda, el mío.

No puedo precisar el tiempo que transcurrió hasta que el murmullo de unos pies descalzos caminando sobre la arena me hizo abrir los ojos, el sol estaba ya muy alto en el cielo y la claridad era cegadora, la silueta, recortándose a contraluz se fue acercando hasta que se sentó a mi lado:

- “Feliz Cumpleaños, Felices Cuarenta en Marruecos…”- un brazo desnudo me tendía mi cuaderno verde de notas, tras él, una amplia sonrisa me invitaba a plasmar por escrito mis Reflexiones, una vez más -.

Miré hacia el mar azul intenso que albergaba algunas embarcaciones lejanas, cuyas velas blancas aparecían como puntos titilantes sobre la superficie de cristal, meciéndose despreocupadamente. Saboreé la felicidad, deleitándome en ella, mientras daba inicio al primer día del resto de mi vida. Abrí la libreta por la última página escrita, y con el trazo firme de la tinta negra di comienzo: “Cuarenta velas en Asilah…”.

"As lot sal na jou toe kom, sal die ry met 'n kameel,
meer as jy wil verlaat, breek 'n string ".
- Proverb Berber -

“Si la suerte quiere ir a ti, la conducirás con un camello,
más si quiere irse, romperá una cadena”.
- Proverbio bereber -

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