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lunes, 30 de octubre de 2017

Del ridículo no se vuelve.




“Del ridículo no se vuelve”, fue la frase acuñada por el ex Presidente argentino Domingo F. Sarmiento en uno de sus primeros libros – “Viajes por Europa, África y América” – y a la que tanto gustó, luego, de recurrir Juan Domingo Perón en sus sarcásticas advertencias a propios y extraños. En ella ando meditando últimamente y es que razón no le falta a tan lapidario recado. Es cierto que llegados a este punto, el hastío nos invade y ya nos reímos –será que no nos gusta la guasa a nosotros cuando se trata de hacer escarnio del acreedor de nuestra antipatía – . Hoy mientras, como es mi costumbre, dedico las primeras horas del día a nadar en la piscina, pienso en ese ridículo en el que no sólo ha quedado, después de tanta alharaca y demencial desafío en medio del inopinado ataque de gastroenteritis aguda que ha sufrido, Puigdemont sino que puede, legítimamente, extenderse a la totalidad de Cataluña e incluso, siendo lo más deplorable, al resto de España, pues pese a nuestros denodados esfuerzos por conseguirlo no logramos desprendernos de ese hálito de país de pandereta que nos viene precediendo irremisiblemente ante la Comunidad Internacional –ya se sabe que ‘Spain is different’-. Saltó el bravo payés de extraño flequillo al ruedo político dispuesto a convocar unas elecciones que le hicieran salir airoso del lance, conocedor del destino que le aguarda y en cuya senda le precediera su admirado Companys, pero la presión de una facción de su propio partido y las protestas de los energúmenos conjurados en la Plaza del Palacio de la Generalidad, al grito de traidor y otras lindezas – más que merecidas y ganadas a pulso que cuando tienen razón hay que dársela con independencia de la causa que motive el abucheo – provocaron la virulenta colitis, natural por otro lado, cuando a alguien le invade la sensación de vértigo ante el frustrado intento de acometer algo que no pudiéndose hacer no se debería, jamás, ni haber intentado. Sigo braceando mientras me vienen a la mente, cuan nítidas instantáneas inconexas cuya visión se activa por algún extraño resorte de esa caprichosa asociación de ideas que procesa nuestro subconsciente, la imagen de Carmen Forcadell pidiendo, a la conclusión de una sesión parlamentaria y a modo de simbólico colofón de tan esperpéntica mascarada, se procediera a cantar el himno de Cataluña, Los Segadores, mientras es inevitable que, en mi cabeza, escuche los primeros acordes de aquella sintonía tan familiar durante mi infancia: “…Había una vez, un circo que alegraba siempre el corazón…” Y es que, aun reconociendo que lo que está pasando, y no ha hecho sino empezar, no es para tomárselo a risa no puedo sofocar las carcajadas que me produce el hecho de ver a unos pocos empecinándose en vulnerar la legalidad pero recurriendo, paradójicamente en su obcecada estupidez, a los mismos Tribunales que amparan su cumplimiento; no puedo remediar tampoco que me hagan gracia los continuos “no declaro pero suspendo sus efectos” o “voy a convocar elecciones pero… bueno, si eso, mejor no”, el “sí y no” o el “no y sí” o, y esto es lo más desternillante pues me imagino la escena entre un Puigdemont, desmadejado y tembloroso en ese callejón sin salida al que su propia estulticia le ha conducido, y Oriol Junqueras, el primero desesperado en plena huida hacia delante y el segundo, aunque tonto también, ligeramente más avispado, haciéndole un grácil quiebro de cadera, ante el ofrecimiento de dejarle expedita la Presidencia desde la que realizar la declaración de independencia con la respuesta de “pasa, pasa tú… que a mí me da la risa” que le dijera aquél gitano a su compinche tras recibir el inopinado bofetón del guardia apostado tras el agujero por el que pretendían entrar... Todo dicho. Y es que, aquí los salvapatrias, han terminado varando, tras el naufragio de su aventura secesionista, en la desértica playa de un ridículo del que jamás podrán ya regresar.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, Diario VIVA JAÉN, 30/10/2017.




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