El tricornio de charol ocupaba,
esa mañana, un lugar preferente en mi casa a los pies de la Virgen del Pilar
que, con motivo de su Festividad, portaba la bandera a modo de manto en
patriótica simbología de una protección celestial que reputé más necesaria que
nunca. Sonreí evocando los olores y las imágenes de una infancia lejana cuando
ese mismo tricornio pertenecía a mi abuelo que lo portaba con orgullo cada 12
de octubre en la Solemnidad de su Patrona. Me pareció que olía igual, a
incienso y al tenue perfume dulzón de las flores dispuestas sobre el altar,
cuando accedí a la Catedral en la que se extendía un inmenso mar de respetuosos
uniformes verdes. Se respiraba una emoción contenida, abnegada, casi dolorosa,
en respeto y solidaridad hacia aquellos otros que no disfrutarían de su Día grande,
al encontrarse cumpliendo servicio en Cataluña. Miré los rostros de aquellos
hombres, esculpidos al cincel de la disciplina y el sacrificio. Firmes y
serenos, aguardando en decoroso silencio el inicio de una liturgia que cada
quien ofrecería por el hermano, el padre o el amigo a quien el deber lo había
desplazado al otro extremo del país. Era como si una espesa y pesada capa
gravitara, dispersándose lenta e invisiblemente, sobre nuestras cabezas
estancando el ambiente. La luz, tamizada por las vidrieras, se posaba
caprichosamente sobre un suelo de ajedrez que cambiaba de tonalidad, en cada
rayo multicolor mil partículas en suspensión recordaban la ausencia de otros
miles, presentes sólo en el recuerdo. Notas vibrantes de órgano, cantos de
alabanza, lágrimas, escociendo en los ojos, que terminan por aflorar y
tricornios lustrados inclinándose al unísono. La dignidad de un Cuerpo que
lleva el honor a sus últimas consecuencias dando, heroicamente, la vida por
España pese a la traición, pese al abandono y pese a la humillación. Reparo
entonces en un oficial que no deja de parpadear intentado reprimir el llanto,
agacha la cabeza, a ratos, para volver a elevar inopinadamente la mirada hacía
la cúpula que cobija el altar mayor, imagino la pugna de sentimientos que debe,
sin duda, debatirse en su interior en una hipérbole de emociones encontradas,
arremolinándose como un torbellino de hojas secas de otoño en violento
movimiento circular. Se cruzan nuestras miradas y me sonríe, es una sonrisa
triste, la misma con la que todos nosotros nos hemos engalanado para este Día
de la Patrona, se la devuelvo intentando transmitirle mi admiración y mi
gratitud por todo cuanto representa. Durante la homilía un recuerdo al desprendido
servicio por la unidad de España. Gargantas atenazadas y más lágrimas, quedas,
silenciosas, amargas como la hiel de la humillación, del abandono y de la
traición… Mentes al vuelo, elevándose hacia las caras familiares que se
desdibujan ante la mirada acuosa anclada en el suelo. Comienza a sonar el himno
– “Instituto, gloria a ti, por tu honor quiero vivir…” - y me pregunto si ese
sufrimiento mudo será percibido por aquellos que insultan a quienes una vez
juraron defender su país; no encuentro más explicación que la cobardía propia
emboscada en el anonimato de una turba ruidosa para atentar contra la sosegada valentía
del pecho descubierto, por órdenes de mandos políticos, de todos aquellos que
han permanecido en pie, aguantando los escupitajos y las provocaciones. Acaba
la ceremonia ya pero continúa el anhelo de una vuelta, la de los héroes que,
ese día, la demencia de unos y la pasividad de otros, retienen lejos de sus
familias. El sabor agridulce del acto castrense posterior, la despedida menos
calma y risueña de lo habitual de familias que se diseminan en mil direcciones
moteando de verde las calles y que portan por festón la pesada carga de un
dolor inapreciable para los que les aplauden en señal de reconocimiento. Se
acababa así, este año, la Festividad, aquella que quedará en el recuerdo. La
que estará, siempre, más allá del honor y la gloria. La del día en que Jaén
salió a la calle para arropar con los colores rojigualdos a su Guardia Civil.
Por todos aquellos que, sin estar, estuvisteis más presentes que nunca.
Por Sergio, por Fátima, por Miguel, por Diego y… por Víctor, siempre.
Publicada en la columna de los
lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 16/10/2017.
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