Vivir en el barrio más
céntrico y tradicional de Jaén, donde el intrincado laberinto de calles y
callejuelas confiere al parroquiano el anhelado sosiego de una vida ajena al ruidoso
bullicio del centro con el que linda, es un verdadero lujo. Quienes vivimos
allí, disfrutamos a diario del sabor de sus costumbres: un café con tostadas de
aceite y tomate, unas cañas a medio día en cualquiera de sus apetecibles
tabernas con esa tapa que regala nuestro sentido del gusto y ¿por qué no
decirlo?, unas calles sucias y descuidadas en las que se acumula, junto con
demás porquería, la cera de las procesiones –“¡pero qué bonito es ver los pasos procesionar por el barrio de San
Ildefonso!”– que hace estragos con las primera lluvias. Mi barrio es un
barrio joven-viejo, una miscelánea humana en la que plácidamente convivimos
gente joven y mayor, muy mayor, sin que, no obstante, la edad sea una criba para
los, inevitables, resbalones y caídas especialmente crueles en las caderas más
veteranas, es obvio –“Doña Paquita,
tenga Vd. cuidado, no vaya Vd. a resbalarse…”, “Ay sí, hija, que con una vez ya
fue suficiente pero como, aquí, las calles no se limpian…”-. Es bellísimo
el enclave, en pleno casco histórico, aunque los fines de semana se vuelva
impracticable, los vehículos toman manu
militari el espacio destinado al tránsito de los viandantes, especialmente
en la Calle de Teodoro Calvache, con
el riesgo que de ello se deriva, ante la pasividad de aquellos a quienes
compete velar por nuestra seguridad, eso sí, la multa es inevitable cuando
dejas el coche en la puerta de tu casa para descargar la compra – “¡qué mala suerte la mía que los fines de
semana no puedo caminar por la acera pero ahora, en cinco minutos, me llevo un
bonito boletín de color rosa, dedicado y todo!… ¡la vida es una tómbola!” que
cantaba Marisol -. No resta esto ningún
valor, tampoco, a mi barrio, uno de los más tradicionales, en el que exhibimos
orgullosos nuestra Basílica Menor de la que tomamos el nombre, una zona de
rancio abolengo, de esas que, en cualquier ciudad, se mima y cuida con esmero,
al saberse una joya del patrimonio demanial, por eso, supongo, mi calle es de
las pocas por las que la Navidad no pasa, o si lo hace, es de puntillas, no
vaya a dañarse este tesoro urbanístico: ni una sola bombilla de iluminación
navideña. Así, mientras Jaén huele a castañas, a turrón y mazapán y se extasia
con el alumbrado de sus avenidas y arterias principales al son de panderetas y
zambombas, los de San Ildefonso – que
también pagamos impuestos – carecemos de ese espíritu navideño, dadivoso aguinaldo
consistorial, que imbuye a quien contempla la colorista catenaria de las calles
adyacentes. Es bonito San Ildefonso, un barrio perfecto en el que residir,
donde sus vecinos, nos conocemos y nos saludamos llamándonos por nuestro
nombre, un barrio con historia: los restos de la muralla donde, soberbia y
ajena al devenir del tiempo, se yerge la Puerta del Ángel, junto al Convento de
las Bernardas…San Ildefonso, un barrio, el mío, en el que los residentes, a
pesar de todo y aunque no lo parezca, también pagamos religiosamente nuestros
impuestos, oigan.
Publicada en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en Viva Jaén el día 03/10/2016.
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