Ha sido hoy,
durante la sobremesa de una agradable comida familiar imprevista, cuando he
recordado aquél tragicómico episodio, no sé por qué motivo me ha venido a la
cabeza precisamente hoy, pero cuando se lo he relatado a mi madre no hemos
podido dejar de reír durante un buen rato: yo rememorando la escena, ella,
probablemente, imaginándosela.
Tengo dos primas
de edad similar a la mía, de hecho, somos de años consecutivos, por lo que son
las primeras personas con quienes tengo consciencia de haber compartido juegos,
meriendas, aventuras y diabluras infantiles. Vivíamos al lado e íbamos al mismo
Colegio, por lo que era más que habitual que mis días transcurrieran en su
compañía, ya fuera en mi casa o bien en la suya.
Hoy, Anabel se
dedica a su gran pasión: el arte, impartiendo clases de dibujo y ocupando su
tiempo libre en la pintura y en la escultura, Victoria – para nosotros siempre
ha sido Vivi – optó por la música, decantándose por el piano y es la feliz mamá
de cinco vástagos, la mayor de ellos ya toda una joven de dieciocho añazos, y yo…
bueno ya sabéis todos lo que es de mi vida, más o menos. Pero lo que voy a
narrar ahora hace muchísimos años que ocurrió, Anabel tenía diez años, Vivi
nueve y yo ocho y aunque no recuerdo la razón, un sábado por la mañana mis
padres me dejaron en su casa al cuidado de su abuela Ana, desconozco el motivo
por el que ni mis tíos, ni tampoco su hermano pequeño, mi primo Javier,
estaban, sólo recuerdo que era un día de principios de verano, hacía calor y la
mañana había discurrido con relativa tranquilidad entre juegos, dando paso a la
comida y luego a una tarde de divertimento…
Estábamos desperdigadas por los sofás, terminando la
merienda: un vaso de leche – que siempre se me antojaba interminable y con un
insufrible “sabor a vaca” - y un sándwich de Nocilla. Recuerdo que veíamos una
sesión continua de “Los Barbapapás”, aún hoy sigo agradeciendo al ingenio de sus
autores Annette Tison y Talus Taylor quienes dieron vida,
originariamente, a los pintorescos y llamativos personajes que transmitían un claro
mensaje contra el racismo y a favor de la diversidad, materializado en las
diferentes formas que podían adoptar y los múltiples colores que, cada uno de
los siete hijos de Barbapapá y Barbamamá, presentaban. Me encantaban y
supongo que a mis primas también, pues apenas si parpadeábamos, absortas, ante la
sucesión colorista del televisor, debían ser alrededor de las seis y media de
la tarde o así, cuando entró Ana, la abuela:
-
“Venga niñas, arreglaros que nos vamos a misa…”
Un relámpago de contrariedad nos sacudió al unísono, al
tiempo que exclamábamos un “¡Jooooooooooooooooooooo…!” que se
quedó inmediatamente en suspenso ante la mirada severa de la abuela. De nada
sirvieron nuestras protestas y reticencias, veinte minutos después, medio bote
de colonia Nenuco encima y algún pescozón preventivo de posibles sublevaciones
internas, nos disponíamos a salir a la calle. Las caras nos relucían después de
restregárnoslas a conciencia y las coletas las llevábamos tan tirantes que a
las tres nos costaba gesticular. Resignadas y con algún mal disimulado
resoplido nos encaminamos a la
Iglesia, la abuela Ana sostuvo la pesada puerta de madera
mientras entrábamos en fila india y nos apercibía del silencio que debíamos
guardar. La inmediata sensación de frescor fue sólo un alivio momentáneo, en el
interior del templo, la atmósfera estaba cargada de un intenso olor a pachuli y
laca, a cera y a incienso que pronto se hizo irrespirable para mí, con ligeros
arrecios de intensidad arrastrados por la brisa que generaba el uso de los
abanicos de las briosas señoras que los empuñaban, comenzaron a escocerme los
ojos y recuerdo que tras confesarnos, bajo la vigilante mirada de la abuela,
nos sentamos en uno de los primeros bancos guardando un silencio sepulcral.
La liturgia transcurrió sin contratiempos, al menos, no
más allá de alguna risita contenida o alguna mueca que nos intercambiábamos
hasta que Ana nos miraba de reojo y todo volvía repentinamente a la más
absoluta normalidad. Fue a la hora de ir a comulgar, la abuela, sentada en un
extremo del banco, se levantó y permaneció en pie esperando a que nos
incorporáramos a la fila de fieles, una tras otra las tres pasamos: Anabel,
Vivi y finalmente yo. Al principio no me percaté, Vivi tomó su comunión y se
giró para volver a su sitio, al pasar junto a mí de vuelta, noté cierto mohín
que ya me adelantó lo que apenas unos segundos después comprobé, la oblea de la Sagrada Forma no era como las
que estábamos acostumbradas –blanca impoluta y finita- sino otra, un poco más
gruesa y de color algo más oscuro, supongo ahora que sería de trigo integral,
cuyo paladar provocó en mi prima primero un gesto raro que dio paso después a
una imponente arcada, luego vinieron algunas más… Y todo eso durante el
trayecto de vuelta al banco – Diooooos, qué vergüenza, todo el mundo mirando y
aguantándose, como podía, la inoportuna risita que este tipo de episodios suele
producir en el espectador -, aunque lo peor estaba por llegar. Vivi se detuvo
súbitamente, creo que la pobre lo estaba pasando tan mal que no sabía que
hacer, ya se nos venía instruyendo durante la catequesis de años anteriores que
no se podía escupir la forma, el ayuno previo y todo lo demás, hacía verdaderos
esfuerzos por omitir unas arcadas que cada vez se hacían más violentas, en un intento
desesperado se tapó la boca con ambas manos, yo estaba paralizada tras ella y
Anabel nos miraba con cara de guasa desde el reclinatorio del banco… Por fin
reaccionó la abuela, Ana se apresuró a la nieta poniendo las manos bajo su boca
mientras le decía en voz baja:
-
“Vivi, por favor, no lo eches… ¡No lo eches…!” –
A cada espasmo, la pobre criatura cambiaba de posición y
la abuela que se movía, manos en ristre, de acá para allá… Una con las arcadas
y la otra con las súplicas. Anabel riéndose ya abiertamente y yo, que debí
contagiarme de ella, solté la carcajada. El efecto fue inmediato, toda la
iglesia estaba más pendiente de lo que estaba ocurriéndole a mi prima que del
sacerdote. Vivi se debatía, haciendo ímprobos esfuerzos, los ojos le lloraban y
estaba tan roja como una amapola, creí que le iba a dar algo o que, finalmente
vomitaría… Pero por suerte, poco a poco, entre unas contorsiones y guiños
horribles, terminó por tragar lo que al principio no podía, tosió y muy digna
volvió a su sitio. El resto de la celebración fue un verdadero suplicio, Anabel
y yo no sabíamos que hacer para reprimir, entre codazos mutuos, la risa, Vivi nos miraba molesta de
hito en hito…
Cuando volvimos a casa no dejamos de reírnos ni de
tomarle el pelo a la sufrida víctima. No sé si ellas lo recordarán, creo que
tendré que preguntárselo la próxima vez que nos veamos…
“La infancia
tienes sus propias maneras de ver,
pensar y sentir;
nada hay más
insensato que pretender sustituirlas por las nuestras”.
(J.J. Rousseau)
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