Cae el sol sobre la Koutoubia de Marrakech. Desconozco la explicación física que pueda tener, pero los atardeceres aquí, en África, son
de un naranja tan intenso como no es posible encontrar en ninguna otra parte
del mundo. Este enclave privilegiado que se sitúa entre el tórrido desierto del Sáhara y la
formación rocosa del Atlas y el anti Atlas le confiere, sin duda,
el exótico sabor imperial que la reviste, destilando sus colores y sus aromas,
a cada bostezo, antes de sumirse en el sueño reparador. La ciudad sucumbe, cansada ya, al sopor, en este preciso instante se encuentra envuelta por el halo lechoso de una calima que abraza el caluroso fin del día.
Arrastrado, desde la concurrida Plaza Jemma el Fna,
por la brisa de poniente, me llega un intenso aroma a especias, a jazmín, a azahar en
flor y a piel curtida. Puedo oír como vocean los comerciantes que, en hábiles regateos, intentan dar salida a las últimas mercancías traídas
desde el lejano Oriente o a la más moderna tecnología de Occidente, en sus bazares…
El almuecín llama a los fieles a la oración. Es el
último encuentro de la tediosa jornada, de cara a la
Meca, un rezo postrero a Al – láh que se adorna con los colores del
azafrán. El olor del azahar, del jazmín. Y los sabores, intensos, de la pimienta y del vapor
del té, impregnado de hierbabuena, que me transportan a un mundo regido por la supremacía de los sentidos... El olfato, el gusto, la vista, el oído y el tacto son cumplimentados más allá de unos, hasta entonces, insospechados límites, superando lo corpóreo... Perfumando el alma del visitante. Esculpiéndose en su memoria. Conquistando su voluntad para siempre.
Imagino entonces las Mil y Una
Noches, en las que Sherezade tenía que contar una historia al cruel sultán
Shahriar y mantener así su atención despierta… Cada día, a la caída del
sol árabe, como un ritual litúrgico, daba inicio la ceremonia de un nuevo relato que se prolongaba hasta el alba. Y, dicen, que así transcurrieron mil y una noches tras los mil y un días que las precedieron. Cuentan que jamás nadie, desde entonces, ha podido contar tanta belleza, deteniendo el tiempo, tatuado de henna y aromatizado con canela y miel, en cada una de las palabras de los relatos que inventaba, dejándolo eternamente suspendido en ellos.
¿Seré yo como Sherezade?, ¿seguiré teniendo aún, mil y
una historias más que contar…?. Abandono la Koutubia con un paso lento. Cansino. Me resisto a hacerlo. No quiero dejar atrás ese remanso de paz y de belleza. No puedo reprimirme y me doy la vuelta para disfrutar, una vez más, con la visión imponente de su majestuosidad recortándose ya sobre el horizonte inflamado en llamas.
A mi lado camina un niño de apenas seis o siete años. Es moreno, de grandes ojos color aceituna, se dirije a mí en una lengua que no puedo comprender pero que me resulta muy musical. Clava la expresividad de su mirada en la mía y me sonríe mostrando una hilera perfecta de pequeños dientes blancos. Se saca entonces del bolsillo de la chilaba algo que no consigo distinguir hasta que abre, totalmente, el puño: son dátiles. Sospecho el contenido de su, hasta ese momento, ininteligible discurso y los cojo para depositar un par de monedas, a continuación, sobre la diminuta palma que las recibe. Me sonríe. Le sonrío y me alejo con el dulce sabor del dátil diluyéndose en mi paladar. Parpadeo ante el poniente, en un intento de aliviar el escozor que me producen sus rayos clavándose dolorosamente en mis iris, parece querer eludir su obligación de desaparecer, también enamorado del color con el que se difuminan las postrimerías de la vida al atardecer, un atardecer árabe. Es el atardecer sobre las especias...
A mi lado camina un niño de apenas seis o siete años. Es moreno, de grandes ojos color aceituna, se dirije a mí en una lengua que no puedo comprender pero que me resulta muy musical. Clava la expresividad de su mirada en la mía y me sonríe mostrando una hilera perfecta de pequeños dientes blancos. Se saca entonces del bolsillo de la chilaba algo que no consigo distinguir hasta que abre, totalmente, el puño: son dátiles. Sospecho el contenido de su, hasta ese momento, ininteligible discurso y los cojo para depositar un par de monedas, a continuación, sobre la diminuta palma que las recibe. Me sonríe. Le sonrío y me alejo con el dulce sabor del dátil diluyéndose en mi paladar. Parpadeo ante el poniente, en un intento de aliviar el escozor que me producen sus rayos clavándose dolorosamente en mis iris, parece querer eludir su obligación de desaparecer, también enamorado del color con el que se difuminan las postrimerías de la vida al atardecer, un atardecer árabe. Es el atardecer sobre las especias...
"En el tiempo en que Sherezade dormía para crear sus ilusiones, había un hombre
llamado Abel Hasim que pretendió conocer a tan fantástica y espectacular mujer encargada de
entretener, con sus Mil y Una historias, cada noche al Califa.
Abel Hasim encontró la melancolía en un atardecer,
recordando uno de los famosos cuentos en posesión del Sultán. Se durmió entonces en un sueño profundo, tan profundo que consiguió llegar, a través de esa senda, al paraíso oculto que ella
tenía en el reino de la fantasía. Y allí la encontró... a la puesta del sol".
(De la Leyenda de Sherezade)
Preciosa narracion de un atardecer marroquí.Soy Juan F., habras de perdonarme pero es que he perdido la contraseña de mi perfil de usuario y no consigo entrar. Mientras lo leia has conseguido una vez mas y como siempre transportarme al objeto de tus descripciones.
ResponderEliminarPrecioso paseo el que nos has dado casi podia oler los aromas y oir los rezos.
Si no consiguiera volver a hacerme con la clave seguire escribiendo por aqui.
Un saludo.
Creo que la próxima vez que vaya a Marrakech lo miraré con otros ojos.. y lo mejor de todo, no me podré resistir ante la mirada de ese niño que me ofrezca dátiles o cualquier otra chucheria, consigues hacer tan reales tus relatos!!!
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